PARTE I
FUNDAMENTOS
1. LAS PERSPECTIVAS DE LA ECONOMIA MUNDIAL
“Globalización” e Imperialismo
En las últimas décadas se desarrolló un importante avance en la internacionalización de la economía, con la expansión del capital hacia nuevas zonas geográficas que antes le estaban vedadas, como por ejemplo la ex URSS y los países de Europa del Este y el avance de la restauración capitalista en China. Este proceso, que se acompañó del triunfalismo del “libre mercado” luego de la caída del llamado “socialismo real”, dio lugar a una nueva moda ideológica que pregonaba que con la “globalización”, el capital había superado a su modo las contradicciones de la época imperialista, como las rivalidades entre potencias que llevaron en el siglo XX a dos guerras mundiales, y la contradicción entre la internacionalización de las fuerzas productivas y los estados nacionales, en detrimento de estos últimos.
Si comparamos la configuración que tenía el imperialismo a principios del siglo XX con la situación actual, han ocurrido grandes transformaciones, que a modo de síntesis han sido: a) que los grandes monopolios y corporaciones aumentaron enormemente su poder en los últimos treinta años, mediante un proceso acelerado de fusiones y adquisiones, es decir mediante una mayor concentración y centralización del capital en la mayoría de las ramas productivas; b) que conquistaron nuevos mercados territoriales y pusieron nuevas esferas de actividad humana bajo su dominio en un proceso de mercantilización general que abarca también la educación, la cultura, las jubilaciones y la medicina, por nombrar sólo algunas de las áreas significativas; c) que las potencias dominantes tienden a buscar que el control económico que ejercen en áreas del mercado “global” se exprese en instituciones jurídicas y políticas supranacionales; d) que estos dos fenómenos han llevado a un cierto debilitamiento de la “soberanía” de los estados nacionales, aunque en forma desigual según los casos que se consideren; e) que los desarrollos científicos y técnicos agudizan la contradicción entre una producción crecientemente socializada y compleja con la imposición de una medida (“miserable”, al decir de Marx) que permita su valorización y su intercambio mercantil; f) que se ha desarrollado una nueva división mundial del trabajo, en donde ciertos países (los países centrales) tienden a concentrar los trabajos complejos y la ciencia básica, otro número de países (fundamentalmente el Asia y en particular China) la explotación intensiva de la fuerza de trabajo mediante un fuerte desarrollo de la manufactura en países de la periferia sin parangón en la historia del siglo XX, otro sector de la periferia que se ubica como proveedor de materias primas sufriendo una desindustrialización relativa como es el caso de América del Sur, y un cuarto sector de países que funcionan esencialmente como reservorios de población obrera privados de toda posibilidad de integrarse en el proceso de producción, como es el caso de gran parte del continente africano; g) el crecimiento del comercio mundial en forma más rápida que la producción, en especial el comercio intra-firma y por el creciente peso de la inversión extranjera directa en los países centrales y en los países de la periferia; h) la hipertrofia de las finanzas, creando un verdadero mercado mundial globalizado; i) por último, y como consecuencia de todos estos cambios, se ha desarrollado una creciente gravitación de la ley del valor a nivel mundial. La mayor influencia de las trasnacionales, sobre todo en el campo de la producción de bienes transables, pero cada vez más en otras áreas de valorización del capital, como los servicios, tiende a la formación de precios mundiales en cada vez más ramas de la economía.
Todos estos elementos marcan una diferencia con el “imperialismo clásico” donde los países de la periferia capitalista eran integrados a la economía mundial como abastecedores y productores de materias primas para los centros metropolitanos. También es diferente del despliegue en los años del boom de las multinacionales y su instalación de filiales en mercados protegidos. Lo nuevo es que la “especialización” primaria como productores de materia prima, se combina con la integración de un importante número de países de la periferia a los circuitos de la producción manufacturera internacional administrados por las trasnacionales, proceso permitido por el abaratamiento significativo del transporte y de las comunicaciones.
Pero estas transformaciones, lejos de crear un espacio económico mundial homogéneo y armónico, como proclaman los ideólogos de la “globalización”, no han producido un “cambio epocal” sino que han exacerbado las características básicas del imperialismo, reforzando el desarrollo desigual de países, regiones y ramas de la economía, aumentando las brechas entre naciones ricas y pobres, entre la burguesía y el proletariado, entre ramas dinámicas y sectores sumergidos de la economía, en suma, acrecentando la contradicción entre la producción social de la riqueza y la internacionalización de las fuerzas productivas por un lado, y su apropiación por un número reducido de corporaciones y estados imperialistas por el otro.
A su vez, la creciente financierización de la economía con el boom de las inversiones especulativas en los mercados de valores, los mercados inmobiliarios, los bonos de deuda pública, entre otros, dejaron al descubierto el carácter parasitario del capitalismo y aumentaron considerablemente la volatilidad de la economía, como se vio en la propagación de la crisis asiática de 1997 que llegó a Rusia, Brasil e hizo estragos en Argentina.
Hoy la producción y el comercio mundial están dirigidos por 500 supermonopolios industriales, bancarios y del agrobusiness, cuyas casas matrices se encuentran en un puñado de países que componen el selecto grupo de potencias imperialistas, como Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Gran Bretaña e Italia.
La economía de Estados Unidos sigue siendo la principal economía del mundo, pero su peso relativo ha descendido desde un 50% del PBI mundial a la salida de la segunda guerra, hasta alrededor del 25% del PBI mundial. Aunque sus monopolios siguen siendo los primeros en el ranking mundial han perdido influencia a manos de trasnacionales japonesas y europeas.
Contrariamente al sentido común que dio por muerta la competencia capitalista con la conformación de mega corporaciones centralmente como resultado de las fusiones y adquisiciones de firmas, se ha intensificado la lucha por quedarse con porciones significativas del mercado, lo que ha llevado a la conformación de bloques económicos alrededor de las potencias imperialistas y sus zonas de influencia, como el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México; la Unión Europea y la ASEAN asiática.
Estos bloques económicos se han enfrentado en pequeñas “guerras comerciales” en la Organización Mundial del Comercio, por los subsidios al agro, por los estándares de las compañías aéreas comerciales, entre otros temas, defendiendo los intereses de sus monopolios, haciendo fracasar reuniones cumbre y permitiendo que países semicoloniales de importancia como Brasil y la India aprovechen esas diferencias en las negociaciones.
La expoliación de las semicolonias
Durante los ’90, la imposición del llamado “Consenso de Washington” en el mundo semicolonial, basado en la desregulación de los mercados, la apertura económica a la penetración del capital extranjero, las privatizaciones de empresas de servicios públicos, la mercantilización de áreas de la actividad humana como la educación, la cultura, la medicina, entre otras, y la flexibilización creciente de la fuerza de trabajo, reforzó la expoliación imperialista.
El cuadro se completó con la doble carga del pago oneroso de la deuda externa y del deterioro en los términos de intercambio de las materias primas, derivando en el empobrecimiento de amplias zonas de la periferia.
Los propagandistas a sueldo del capital le atribuyen al neoliberalismo un rol “modernizador” que supuestamente permitió incorporar al “primer mundo” a los países semicoloniales. Muy por el contrario, el proceso de internacionalización de la producción industrial y la incorporación a este proceso de algunos países atrasados, ha permitido que las corporaciones trasnacionales obtengan ganancias extraordinarias producto del abaratamiento de la fuerza de trabajo y de que para atraer capitales los gobiernos de los países periféricos han eliminado prácticamente las cargas fiscales al capital, la protección social, y casi toda regulación legal sobre el medio ambiente y estándares de calidad.
Las burguesías locales optaron por transformarse en socias menores del saqueo imperialista. Los gobiernos entreguistas liquidaron las riquezas nacionales y los recursos naturales. El gobierno de Menem en Argentina llegó al colmo de entregar a la española Repsol las reservas petroleras del país.
Millones de trabajadores perdieron sus empleos con las privatizaciones y las reestructuraciones de las firmas. América Latina se transformó en el continente de mayor desigualdad social, lo que motorizó la acción directa de masas en algunos países como Argentina, Bolivia, Perú o Ecuador.
Las contradicciones del proceso de restauración capitalista en China y Rusia, y de su incorporación plena a la economía mundial capitalista
La caída de los regímenes stalinistas en Europa del Este, y principalmente la desintegración de la URSS y el curso que ha tomado la restauración capitalista en China, han significado la ampliación geográfica y social del dominio del capital hacia amplias zonas del planeta, extendiendo las posibilidades de explotación a centenares de millones de trabajadores que actúan como mano de obra barata y ampliando las perspectivas de los mercados de bienes y servicios a millones de nuevos consumidores.
Pero fundamentalmente han agudizado la competencia entre monopolios y potencias imperialistas por conquistar nuevas áreas de influencia, mercados y fuentes de materias primas, en el marco de la estrechez del mercado capitalista mundial. Así mientras la Unión Europea está tratando de reafirmar su dominio en los estados de Europa del Este transformándolos en su patio trasero, incorporándolos a la Unión, desde el punto de vista político, Estados Unidos intenta tener una influencia mayor sobre estos países, como demostró en el apoyo que logró de algunos de ellos como Polonia en la guerra contra Irak. Pero estas disputas son sólo el anticipo de una pelea mayor por ver quién se beneficia estratégicamente con la restauración en los colosos chino y ruso, como muestran las divergencias sobre el levantamiento del embargo de armas a China por parte de la UE con la oposición de los EE.UU., y la distinta política hacia Rusia de este último con respecto a Europa, en particular Alemania.
El desmantelamiento de la economía planificada en Rusia implicó una brutal destrucción de fuerzas productivas y un enorme retroceso económico, social y cultural. El carácter depredador que adquirieron las privatizaciones dio lugar al surgimiento de una nueva capa de oligarcas, fuertemente ligados a Occidente, que se han apropiado de los recursos naturales como el gas y el petróleo y que sin capital para competir en el mercado mundial, se aprestaban a transferir la propiedad de sus activos al capital petrolero internacional, en particular norteamericano. Esto ha obligado a la confiscación de sus propiedades por parte del estado ruso, que se erige de esta manera como el árbitro entre el capital internacional y la apropiación de los recursos naturales rusos. Sólo después de esta acción el gobierno norteamericano ha iniciado una fuerte campaña propagandística contra el carácter autoritario del gobierno de Putin -carácter que los mismos EE.UU. ayudaron a consolidar durante la década pasada- que busca crear fuerzas abiertamente proimperialistas al interior de Rusia. Esto en el marco del aceleramiento de la pérdida de influencia geopolítica de la otrora superpotencia, ya no sólo en Europa del Este y los países Bálticos, actualmente incorporados a la OTAN, sino también en su patio trasero. El ejemplo más reciente es el retroceso ruso en el Cáucaso y en Asia Central, luego del levantamiento en Kirguistán, que fue aprovechado por EE.UU.. La situación en Ucrania luego del triunfo de la “revolución naranja”, es aún más grave para Putin, debido al rol clave de este país para la seguridad nacional rusa. La burocracia restauracionista rusa está sufriendo las consecuencias del giro procapitalista que los gobernantes rusos desde Gorbachov hasta Putin vienen llevando adelante en los últimos veinte años: su ilusión de asentarse como una nueva clase burguesa de una potencia capitalista apelando al capital internacional para modernizar su parque industrial y tecnológico, ha redundado por el contrario en una pérdida de su estatus en el tablero internacional y en una desintegración territorial que amenaza la supervivencia de la misma federación rusa. Los resultados geopolíticos cada vez más desastrosos y la hostilidad de la población a las reformas de mercado, por un lado, y la presión norteamericana, por el otro, están socavando las bases de sustentación del bonapartismo de Putin. Esta realidad abre a mediano plazo un pronóstico alternativo: o un salto en la penetración imperialista en la misma Rusia y su transformación en un país semicolonial como Brasil, o una reacción de la clase obrera rusa que, aprovechando la debilidad de su clase gobernante y las brechas entre las diversas potencias imperialistas, impida esta perspectiva ominosa y revierta todos los desastres que ha significado la restauración capitalista cuestionando el poder de la burocracia restauracionista y de los nuevos ricos.
China viene beneficiándose contradictoriamente de las “ventajas del atraso”, es decir, de su menor desarrollo industrial, y de su enorme reserva de mano de obra barata, alcanzando cifras de crecimiento sostenido de 9% por más de una década. Esta situación ha llevado a muchos a hablar de China como la “nueva potencia” del siglo XXI, disminuyendo las consecuencias del carácter desigual y dependiente de este desarrollo para las perspectivas de la economía china. En el plano interno, la penetración del capital extranjero ha exacerbado una desigualdad insostenible entre las zonas costeras, donde se concentra la inversión, y las zonas que dependen para el empleo de viejas fábricas estatales quebradas o de la explotación del campo. El desarrollo chino tiene así un carácter explosivo y unilateral, cuyas consecuencias desde el punto de vista social son la profundización de la polarización, la concentración de la riqueza y las protestas que genera el desmantelamiento de la economía estatal, todavía mayoritaria, y la crisis agraria.
El futuro en el largo plazo del crecimiento chino y de su exitosa integración a la economía mundial dependerá del estado de salud del capitalismo mundial. En todos estos años, China se benefició muchísimo más que otros países por su vasto pool de mano de obra barata, de la tendencia de las economías y multinacionales de los países imperialistas que están en una carrera desenfrenada para bajar los costos para recuperar la rentabilidad después de la crisis de los ’70, que fue el primer momento donde la tasa de ganancia de las principales economías comenzó a descender. Esta tendencia sigue siendo una realidad de la economía mundial que se ha profundizado como salida a la sobreinversión de los ’90, no sólo en cantidad sino a nuevos sectores (servicios), pero viene siendo contrarrestada por una tendencia opuesta que surge del mismo proceso de reestructuración y relocalización capitalista de las últimas décadas: la falta de mercados para los niveles de tasa de ganancia que los cambios en el proceso productivo permitan valorizar y realizar.
El camino aplicado, aunque ha recuperado la rentabilidad, ha redundado en una nueva estrechez del mercado capitalista mundial, llevando no a una expansión como en el boom de la posguerra sino a una lucha despiadada por los mercados. De esta lógica de hierro resulta la búsqueda incesante de fuentes de mano de obra barata que ha beneficiado particularmente a China como el “nuevo milagro capitalista”, pero que a su vez pone un gran interrogante sobre la sustentabilidad de esta nueva división mundial del trabajo, a menos que se crea alegremente el sueño sin fundamento de las grandes empresas de una China que emerja como gran potencia consumidora, cuestión que es difícil de esperar por razones internas y externas, al menos en un ritmo que evite potenciales cataclismos económicos en los próximos lustros. La esperanza de Occidente en que el mercado chino se convierta no sólo en un “gran ensamblador del mundo” sino también en un nuevo mercado consumidor que permita reequilibrar la economía mundial, mantenida durante todos estos años por el crecimiento más allá de sus posibilidades del consumo norteamericano, no resiste la menor prueba.
En otras palabras, la ampliación geográfica del capital al tiempo que fue una salida momentánea para el capitalismo mundial en las décadas pasadas, sobre todo en los ’90, ha significado una intensificación de la competencia intermonopólica en busca de nuevos mercados, lo que a largo y mediano plazo tiende a agravar la crisis capitalista.
Los desequilibrios de la economía mundial
La creciente internacionalización de la economía, que fue una de las respuestas a la crisis de acumulación del capital iniciada en la década del ’70, se manifiesta en la fuerte volatilidad del capitalismo mundial. A pesar de su apariencia de invencibilidad el capitalismo mundial sufrió en los últimos once años cinco crisis regionales que impactaron a los países centrales, aunque gracias a la acción de los gobiernos y los bancos centrales pudieron ser contenidas. Es decir, casi una crisis cada dos años, o más aún si incluimos la crisis de la economía norteamericana en 2001/2002. Este fue el caso de la crisis del “tequila” de 1994, que hundió los bonos del Tesoro norteamericano y que obligó al salvataje de los bonos de la deuda mexicanos por el gobierno de Clinton, o la crisis que se inició en Asia en 1997 y que luego se extendió a Rusia en 1998 llevando al default de su deuda externa, que golpeó fuertemente a Wall Street, impulsando a la Reserva Federal de Estados Unidos a sostener al fondo de inversión LTCM para evitar que su caída se transformara en el desencadenante de una crisis financiera internacional. En 1999 Brasil fue la siguiente víctima, aunque logró capearla, no así Argentina, lo que culminó en 2001 en el default de deuda soberana más grande de la historia. Por último, luego del hundimiento de las acciones “puntocom”, la economía norteamericana entró en recesión, que si bien fue leve por las medidas tomadas, vio las bancarrotas y los fraudes de negocios más grandes de la historia, como fue el caso de la Enron o World Com. Todos estos elementos muestran que, a pesar de la mayor expansión geográfica y a nuevos ámbitos del capital en las últimas décadas, la economía mundial no ha conseguido una estabilidad duradera.
Es en este marco que debemos ver la fuerte recuperación de la economía mundial en 2003 y 2004 impulsada por el consumo norteamericano y la inversión china. El carácter desigual de esta recuperación, de la que Estados Unidos se beneficia, mientras que los principales países de la Unión Europea están sufriendo un estancamiento con pronósticos de crecimiento casi nulos, es una expresión más de los profundos desequilibrios de la economía mundial.
La recuperación de Estados Unidos, luego de la recesión de 2000-2002, se basó esencialmente en tres elementos, a saber: 1) la suba de los gastos de defensa ligados a la política militarista de la administración Bush, 2) la baja espectacular de impuestos a los sectores de mayor poder adquisitivo de la sociedad, estimulando el consumo de los estratos más ricos, y 3) un nivel muy bajo de las tasas de interés, que permitió sostener el mercado interno y alentar sobre todo la inversión inmobiliaria.
Sin embargo, estas políticas, aunque permitieron mantener el dinamismo económico y mejorar el clima de los negocios capitalistas, han profundizado los desequilibrios de la economía mundial, en especial la de Estados Unidos, la economía más fuerte.
En primer lugar, la baja de impuestos llevó a generar un nuevo déficit estatal. En segundo lugar, el sostenimiento de la demanda de los consumidores llevó a un endeudamiento sin precedentes de los hogares norteamericanos y a reducir drásticamente la tasa de ahorro nacional. Por último, el déficit de la balanza comercial de Estados Unidos alcanzó a mediados de 2004 la cifra récord de US$ 665.000 millones, es decir el 5,7% de su PBI. Nunca en la historia el mundo había financiado un déficit de esta magnitud, que implica que los Estados Unidos absorban más del 80% de los ahorros disponibles a nivel mundial. A su vez este déficit estaría señalando un deterioro estructural del aparato manufacturero norteamericano, un indicador sensible de su pérdida de competitividad en importantes áreas, que es uno de los signos más palpables de su declinación hegemónica.
Con un enorme costo interno, la economía norteamericana aún sigue actuando como consumidor en última instancia, atrayendo las exportaciones sobre todo de Asia, y en menor medida de Europa. Mientras tanto, los bancos centrales de los países asiáticos, acumulan millones de dólares en reservas, financiando de esta manera el déficit comercial de Estados Unidos con sus ahorros invertidos en bonos del tesoro norteamericano y otros activos financieros. Este proceso genera un círculo vicioso por el cual países exportadores a Estados Unidos subsidian las bajas tasas de interés que mantiene la Reserva Federal, estimulando el endeudamiento de los consumidores norteamericanos, para que sigan comprando los bienes importados de China o Japón.
En este contexto, aumenta la probabilidad de turbulencias financieras, ya que un giro drástico de la Reserva Federal a una política más restrictiva, o el sólo anuncio de que un banco central asiático decidiera pasar parte de sus reservas en dólares a euros, podría disparar pánico en los mercados. Una fuerte crisis financiera pondría en cuestionamiento el rol del dólar como moneda de reserva mundial. Esto muestra la relativa precariedad del crecimiento norteamericano y pone en cuestión la sustentabilidad a largo plazo de este funcionamiento desequilibrado de la economía mundial.
Las perspectivas a mediano plazo son por lo tanto de mayores tensiones económicas, en un momento en el que el empeoramiento de las relaciones políticas entre las grandes potencias ha puesto en cuestión la efectividad de las medidas de coordinación internacional, que fueron un componente importante para el restablecimiento de un equilibrio capitalista temporal luego de la crisis de los ’70.
Teniendo en cuenta que el débil crecimiento de la demanda interna en Europa y Japón les impide actuar como motores alternativos a Estados Unidos, las perspectivas de la economía mundial pueden llegar a ser sombrías en caso de un fuerte ajuste de la economía norteamericana.
2. LA GUERRA DE IRAK, LA OFENSIVA NORTEAMERICANA Y LAS CRECIENTES TENSIONES IMPERIALISTAS
Los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001, pusieron en evidencia la vulnerabilidad externa de Estados Unidos y aceleraron el curso agresivo en la política exterior del gobierno de Bush. La pérdida de consenso para ejercer su dominio sobre aliados y enemigos, obliga a Estados Unidos a recurrir a cuotas cada vez mayores de coerción, lo que se ve reflejado en su unilateralismo y en la tendencia creciente al militarismo en el terreno político internacional.
La estrategia norteamericana apunta a cambiar drásticamente las relaciones internacionales y las instituciones que habían sido la base del orden mundial de postguerra, de modo tal de generar las condiciones para reafirmar el dominio mundial de Estados Unidos en las próximas décadas.
Durante la primera presidencia de Bush esta estrategia se expresaba más en los términos de la “guerra contra el terrorismo” y el “ataque preventivo”, mientras que su segundo mandato adoptó un discurso centrado en la “extensión de la democracia y la libertad” en contra de los “tiranos”, dando lugar a una política que combina el guerrerismo y el uso del poderío militar con la reacción democrática como forma de imponer el “cambio de régimen”.
Las bases del unilateralismo norteamericano
El “unilateralismo” de los Estados Unidos tiene raíces económicas profundas. La así llamada “globalización”, que significó un salto en la penetración imperialista en la periferia a través de la desregulación de los mercados, las privatizaciones y la explotación de mano de obra barata, dio rienda suelta a las tendencias más depredadoras del capital norteamericano y conformó una base social que favorece la vuelta a las formas más bárbaras del imperialismo. El primer gobierno de Bush y su reelección son una expresión acabada de estos sectores. Esta política exterior agresiva, va acompañada en el plano interno por un retroceso brutal de importantes conquistas conseguidas por el proletariado y las masas norteamericanas en años de lucha.
Si durante la primera presidencia de Bush la patronal aprovechó la recesión y los atentados del 11-9 para despedir y avanzar en flexibilizar las condiciones de empleo, al punto que la recuperación económica no trajo aparejada una reducción significativa del desempleo, la segunda presidencia anuncia un avance cualitativo en la privatización de los sistemas de seguridad social y salud, pretendiendo el estado ahorrar millones de dólares a costa de desfinanciar la asistencia social y profundizar el esquema privado de fondos de pensión y retiro.
La estrategia de la actual administración pretende legitimar, naturalizar y consolidar estos avances, profundizando y extendiendo el cambio no sólo en el terreno socioeconómico, sino incluso en el terreno político y cultural, extirpando de raíz todo trazo de igualitarismo y avanzando en el terreno del régimen en un recorte sin precedentes de las libertades democráticas, reforzando la autoridad del ejecutivo y el control de los tres poderes del estado por parte de los personeros más derechistas del establishment político. El nuevo discurso de Bush, además de sus fuertes tonalidades religiosas, apunta a constituir una sociedad de “propietarios”.
En síntesis, si el fordismo y/o americanismo y el wilsonismo fueron el programa del capitalismo norteamericano en ascenso con el cual estableció su hegemonía sobre el trabajo en lo interno y, luego de la segunda guerra mundial, le permitió consolidarse como potencia hegemónica, moldeando las instituciones del orden mundial a su imagen y semejanza, la ofensiva actual es más bien su contrario. Así, el debilitamiento del “multilateralismo” en la política exterior se acompaña por el intento de destruir y reemplazar los elementos de “persuasión” que permitieron la cooptación y sumisión de la clase obrera en las épocas de bonanza por una nueva combinación que implica un creciente autoritarismo y/o bonapartismo con un reforzamiento de los valores morales tradicionales. Un producto genuino de la crisis y declinación del capitalismo norteamericano.
Rivalidades interimperialistas
Esta política de Estados Unidos de perseguir su interés nacional de forma tan abierta, intentando sacar una ventaja estratégica para mantener su hegemonía mundial, es la fuente principal de tensiones que desde los preparativos de la guerra de Irak atraviesan el sistema internacional, dando lugar a una rivalidad sin precedentes en las últimas décadas entre las potencias imperialistas.
Desaparecida la “amenaza comunista” con la caída del Orden de Yalta, la primacía norteamericana dejó de ser un requisito automático para el mantenimiento del statu quo mundial, dando lugar a un aumento en la competencia y en las diferencias políticas entre las potencias imperialistas. La “amenaza del terrorismo islámico” no es suficiente por sí misma para abroquelar al mundo occidental detrás de Estados Unidos, teniendo en cuenta que las potencias europeas tienen otros sistemas de alianzas, relaciones e intereses comerciales en Medio Oriente, que divergen de los de Estados Unidos.
La muestra más aguda de esto ha sido la creciente rivalidad entre Europa y Estados Unidos que se ha exacerbado en los últimos cuatro años y tuvo su pico en la oposición de Francia y Alemania, acompañados por Rusia, a la guerra de Irak.
El unilateralismo de Estados Unidos está en la base de este aumento de tensiones interimperialistas, ya que su decisión de imponer sus intereses cualquiera sean las circunstancias amenaza los intereses vitales de las otras potencias.
El proyecto de Unión Europea responde evidentemente a la necesidad de contrapesar el poderío estadounidense y de mejorar las perspectivas del capital europeo en el terreno internacional. Sin embargo, la política norteamericana en Irak provocó una importante división entre las potencias de la UE. Mientras que Francia y Alemania lideraron la oposición, manifestándose partidarias de un orden más multilateral regido por las instituciones como la ONU, Gran Bretaña mostró su opción estratégica de ser aliada de Estados Unidos, seguido por Italia y España y arrastrando a países importantes del este europeo como Polonia.
La lista de diferencias entre los Estados Unidos y Europa es larga y variada: la guerra de Irak y las actuales relaciones con el régimen iraquí; el tratamiento de los prisioneros en Guantánamo; la política a ser implementada en el conflicto palestino-israelí más allá del apoyo de ambos al gobierno de Abbas; cómo tratar el tema de la proliferación nuclear en Irán y en Corea del Norte; si mantener el embargo de armas sobre China; el embargo sobre Cuba; si la OTAN debería seguir siendo la estructura primaria para discutir las relaciones entre EE.UU. y Europa, opuesto a los Estados Unidos tratando con la Unión Europea; el sistema Galileo versus el sistema GPS como sistemas de navegación satelital; la urgencia del cambio climático y el Protocolo de Kyoto; el apoyo a la Corte Criminal Internacional; quejas mutuas (y amenazas de sanciones) con respecto a los subsidios industriales; las modificaciones genéticas de las semillas agrícolas; la rivalidad entre Boeing y Airbus; y por último pero no menos importante el crecimiento del euro como una moneda de reserva mundial potencial.
¿Esto significa que la UE se ha convertido en un polo progresivo a los Estados Unidos, como sostienen sectores del movimiento antiglobal que propugnan la conformación de un frente anti-hegemónico entre los países de la periferia y la UE contra el unilateralismo norteamericano? Nada más alejado de la realidad. La UE y los EE.UU. comparten importantes intereses. Están de acuerdo en mantener la estabilidad del sistema capitalista mundial, están unidos contra las crecientes demandas de los países periféricos cuando se trata de negociaciones con potencias imperialistas en la Organización Mundial del Comercio.
Este interés en impedir cualquier triunfo de los oprimidos contra el imperialismo, es lo que explica momentos de relativo acercamiento y cooperación como el apoyo a la “revolución naranja” en Ucrania o la presión conjunta ejercida contra Siria para que se retire del Líbano.
Sin embargo, las diferencias profundas que emergieron abiertamente con la guerra de Irak persisten porque no responden a elementos coyunturales, sino a una disputa estratégica basada en elementos económicos, sociales, políticos y militares. En este marco, el avance del proyecto de la UE ha sufrido un gran golpe después del rechazo de Francia y de otros países como Holanda a la Constitución Europea. El eje franco-alemán, motor de la construcción europea, ha entrado en una fase crítica: divididos ante la constitución y con sus líderes en caída libre electoral, tardarán tiempo en recomponer su “insustituible” alianza. El caos en que ha entrado la Unión Europea se manifiesta en la caída del euro, que refleja el nerviosismo de los mercados frente a la incertidumbre que se abre en la dirección política del viejo continente. Las futuras ampliaciones de la UE, como por ejemplo la incorporación de Turquía, quedan en el limbo, al tiempo que es probable que se endurezcan las condiciones para los países recientemente incorporados de la Europa Oriental como la República Checa o Polonia. En este escenario pueden aparecer nuevas brechas y choques entre los países europeos, que defenderán sus intereses más encarnizadamente, como frente a la futura discusión del presupuesto comunitario, aumentando la división. En otras palabras, la creciente división entre los Estados y sobre todo el rechazo categórico de la población al ataque que implica el avance de la UE, en lo inmediato le pone un límite al desarrollo de Europa como polo contrahegemónico.
La prueba de Irak
El unilateralismo norteamericano y el recurso al militarismo como forma de imponer el dominio están teniendo su primera prueba seria en la política hacia Irak, cuyo desenlace todavía permanece abierto.
La guerra contra Irak tenía como objetivo transformar el país en una plataforma del poderío imperialista en Medio Oriente que permitiera rediseñar el mapa político de la región, fortaleciendo la posición de Estados Unidos y su aliado Israel, en detrimento de burguesías y regímenes semicoloniales de la región que presentan objeciones al alineamiento automático con Estados Unidos, como el régimen sirio.
Medio Oriente concentra las principales reservas de petróleo y constituye la principal fuente de provisión de crudo para la UE, que mantiene buenas relaciones con regímenes como el de Irán, al que Estados Unidos considera el “eje del mal”. Por lo tanto, el reposicionamiento norteamericano en la región constituye una amenaza directa a los intereses de potencias competidoras, esencialmente de Europa y Rusia.
Estados Unidos fue a la guerra prácticamente solo, desafiando a aliados históricos y haciendo caso omiso de un antinorteamericanismo sin precedentes que dio lugar a las movilizaciones de millones de personas contra la política norteamericana y el presidente Bush.
Aunque las tropas norteamericanas lograron una rápida victoria militar contra el régimen de Hussein, que se desintegró casi sin ofrecer resistencia, la ocupación de Irak demostró ser una empresa más complicada de lo que suponían los planificadores del Pentágono y los neoconservadores, ideólogos del “cambio de régimen”.
La ofensiva de Estados Unidos ha intensificado el profundo sentimiento antinorteamericano en la región. En Irak el intento de establecer un gobierno títere del imperialismo, dio lugar al surgimiento de una resistencia armada contra la ocupación, que tiene una amplia base social en el sector sunita de la población iraquí y se concentra geográficamente en el centro del país, principalmente en Bagdad y Falluja.
A pesar de tener el ejército más fuerte del mundo, Estados Unidos no ha podido aplastar esta resistencia, que sigue hostigando a sus tropas y aumentando el número de bajas. Pasado el momento más crítico para el imperialismo, cuando en abril de 2004 tuvo que hacer frente a dos levantamientos, el de la ciudad de Falluja y el de la ciudad de Najaf liderado por el clérigo chiíta Al Sadr, Estados Unidos empezó a implementar una complicada ingeniería política para establecer un gobierno local que todavía está en formación. Para llegar a esta situación y a las elecciones fue indispensable la colaboración de los líderes chiítas, principalmente del clérigo Ali Al Sistani.
Estados Unidos cuenta con el handicap de que hasta el momento la resistencia iraquí sigue confinada al sector sunita y no ha logrado generalizarse en un movimiento de liberación nacional de masas que exprese el rechazo a la ocupación militar y la lucha por la expulsión de las tropas extranjeras, y contra sus colaboradores locales.
Hasta el momento el resultado de la operación norteamericana en Irak es provisorio. Aunque Bush, con el impulso de haber ganado las elecciones presidenciales a pesar de la baja popularidad interna de la guerra de Irak, ha relanzado una ofensiva política en la región luego de la realización de las elecciones iraquíes el 30 de enero de 2005, tomando el discurso de la reacción democrática para avanzar en la resolución del conflicto palestino o para reforzar el aislamiento internacional de Siria, el Medio Oriente sigue siendo una zona de inestabilidad política en el marco de un antinorteamericanismo de masas.
La situación en el Líbano muestra la profunda polarización que genera la política norteamericana, que en general sigue las líneas de las divisiones religiosas y étnicas en la región y los bandos que se enfrentaron en los quince años de guerra civil. El país está literalmente dividido al medio entre un sector dirigido por una oposición proimperialista y condescendiente con Israel, mayoritariamente cristiana maronita, sunita y drusa, y otra mitad, mayoritariamente chiíta, dirigida por Hezbollah, que intenta resistir la ofensiva imperialista y que puede alentar a la acción a otras fuerzas antinorteamericanas en los territorios palestinos, Irán, y el propio Irak.
Estratégicamente, el hecho de que Estados Unidos todavía tenga que lidiar militarmente con una guerrilla, muy inferior desde el punto de vista del armamento, pero que cuenta con base social y que por lo tanto exige la colaboración local -militar y de inteligencia- para una campaña de contrainsurgencia, alienta el surgimiento de otras fuerzas de este tipo en la región o en otras partes del mundo, que sobre el modelo de una resistencia irregular enfrenten el poderío militar norteamericano.
La ocupación de Irak reveló también los límites militares de la principal potencia del mundo. La permanencia de alrededor de 150.000 soldados en Irak, junto a la continuación de misiones y bases militares en amplias zonas del mundo -desde Europa Occidental y Japón hasta Afganistán- está llegando al tope de las capacidades de tropas disponibles, dado que tras la derrota de Vietnam el ejército norteamericano eliminó la conscripción obligatoria y está compuesto por soldados profesionales y reservistas.
Si bien es cierto que la ofensiva norteamericana no podía sostenerse por medio de la intervención militar exclusivamente, dando lugar a una suerte de “guerra permanente” de operaciones policiales en cualquier parte del mundo, la política de reacción democrática expresada en la retórica de “cambio de régimen” y de “reformas democráticas” no podría ser efectiva sin el poderío militar norteamericano.
La débil coalición que acompañó a Estados Unidos a la guerra sufrió duros golpes. La alianza con Bush le costó al primer ministro británico Tony Blair la crisis más importante de su gobierno. España abandonó la coalición tras los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, que provocaron la derrota del gobierno de Aznar y la asunción del gobierno del PSOE. El gobierno de Berlusconi, otro aliado de Bush, ha encontrado serias dificultades para sostener su apoyo a la guerra luego de que soldados norteamericanos dispararan contra el vehículo que transportaba a la periodista Sgrena, tomada como rehén y liberada, hiriéndola gravemente y matando al oficial del servicio secreto italiano que había logrado su liberación.
Está lejos de haberse recompuesto el rompecabezas de Medio Oriente. La intervención norteamericana busca acelerar los ritmos de cambios profundos en la región que apunten a fortalecer la posición de Estados Unidos e Israel, realineando a países que históricamente tienen lazos con Europa, consiguiendo nuevos agentes locales que tomen la tarea de liquidar la resistencia de las masas y desarmar sus organizaciones más radicales. En ese sentido van los acuerdos entre la renovada dirección palestina de Mahmoud Abbas y Sharon para liquidar la lucha nacional palestina, el intento en Irak de formar un gobierno local que tenga la capacidad de reconstruir un aparato represivo capaz de lidiar con la resistencia, o el apoyo a movilizaciones motorizadas por el ala proimperialista de las elites locales como forma de impulsar con agentes internos el “cambio de régimen”. Las crecientes turbulencias que atraviesan la región indican que Medio Oriente será una de las zonas conflictivas donde seguirá a prueba la capacidad de dominio de Estados Unidos.
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