Introducción
En los últimos años se ha vuelto un lugar común, tanto en las organizaciones de izquierda como en los medios académicos, el debate alrededor de la relación entre lo “político” y lo “social”. Estas polémicas abarcan desde la resignificación de teorías liberales a través de postulados posmarxistas que reafirman la autonomía absoluta de la esfera política, es decir, su independencia de toda determinación objetiva [1], hasta la reelaboración, por parte de ciertas corrientes de izquierda como la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) de Francia o el Socialist Workers Party (SWP) de Gran Bretaña, de problemas históricos de la estrategia marxista, como la relación entre la lucha sindical y la lucha política y, en última instancia, entre los intereses inmediatos y los objetivos históricos del proletariado.
Estas discusiones no son una novedad, sino que por el contrario, han atravesado la historia del marxismo y del movimiento obrero al menos del último siglo y medio.
El hecho de que la desigualdad entre lo “político” y lo “social” surja de las condiciones propias del dominio capitalista no quita que ésta se exprese con características concretas en distintos períodos históricos.
En el siglo XIX, Marx planteaba esta relación, tomando los términos de la dialéctica hegeliana, como el devenir de la “clase en sí” en “clase para sí”, o la transformación de la clase obrera en “partido político” [2]. La concepción de que el proletariado debía actuar en el terreno político en la lucha por destruir el poder burgués y establecer su propio Estado, distinguió entre otras cosas al marxismo de otras corrientes que actuaban en el seno del movimiento obrero en el siglo XIX como el tradeunionismo, los socialistas utópicos y el anarquismo.
Pero esta relación de ninguna manera era armónica. Marx distinguía lo que llamaba el “partido en sentido histórico”, identificado con la clase obrera como sujeto político conciente de sus fines que anticipaba ya en su existencia la sociedad por venir, y el “partido de existencia efímera” [3], o las organizaciones concretas que tenían un carácter transitorio y que podían dejar de coincidir con los objetivos históricos del proletariado.
Esta discusión adquirió mayor importancia a lo largo del siglo XX que, a diferencia del anterior, con el imperialismo abrió una época de “crisis, guerras y revoluciones”, caracterizada por la actualidad de la revolución proletaria.
La contradicción entre “espontaneidad y conciencia” fue clave en las luchas políticas en el marxismo ruso entre 1902 y 1903, enfrentando a Lenin con el economismo, cuyas principales conclusiones están expresadas en el ¿Qué hacer?. Allí Lenin, tomando a su modo una definición de Kautsky, distinguía entre la conciencia tradeunionista de la clase obrera y la “ciencia socialista”, aportada “desde afuera” por la intelectualidad marxista. La lucha política contra el zarismo incluía de ese modo una dimensión político-ideológica: para Lenin la ideología burguesa funcionaba espontáneamente en el nivel de la lucha sindical, por eso era necesaria la construcción de una organización revolucionaria que se nutría de la clase obrera pero no se confundía con ella [4].
Esta discusión volvió a plantearse en el curso de las distintas revoluciones rusas, tanto en 1905 como en octubre de 1917, como relación entre los soviets como órganos de frente único y autoorganización de masas y el partido bolchevique, en la realización de la dictadura del proletariado, que culminará en la formulación de Trotsky del pluripartidismo soviético como norma programática para las sociedades de transición y en la formulación del Programa de Transición que superaba la vieja división entre programa mínimo y programa máximo con la formulación de un sistema de consignas transitorias que actuaban como puente entre la conciencia actual y los intereses históricos del proletariado.
Actualmente, el contenido concreto que tienen estas discusiones está determinado por una suerte de “espíritu de época” heredado de la derrota del último ascenso de 1968-76, que combina el cuestionamiento tanto al “sujeto social” –la clase obrera– como al “sujeto político” –el partido leninista– sobre el cual el marxismo clásico fundamentó históricamente su estrategia de la revolución social [5]. Este sentido común que se ha constituido en la moda teórica de las últimas décadas, ha impregnado a algunas de las corrientes más oportunistas de la llamada “extrema izquierda” de origen trotskista [6].
Una serie de factores históricos convergieron en la conformación de un escenario complejo: la ofensiva neoliberal, el retroceso de la clase obrera en sus conquistas materiales, en su organización y capacidad de lucha, y finalmente el colapso de los regímenes stalinistas entre 1989-1991 y la restauración capitalista sin resistencia obrera, son los ingredientes para que, tanto desde las filas del marxismo militante, como desde el marxismo académico imbuido por las ideologías de moda, se proclamara de hecho el fin de la era abierta por la Revolución Rusa de octubre de 1917 [7].
En un artículo en el que intentaba rebatir los argumentos de quienes pretendiendo atacar al stalinismo atacaban al bolchevismo y el marxismo, Trotsky planteaba que las épocas reaccionarias, “no sólo desintegran y debilitan a la clase obrera y su vanguardia, sino que también rebajan el nivel ideológico general del movimiento y retrotraen el pensamiento político a etapas ya ampliamente superadas”. Y definía como la tarea más importante de la vanguardia “no dejarse arrastrar por el flujo regresivo, sino nadar contra la corriente” y “aferrarse a sus posiciones ideológicas”. Aunque seguramente los ingenuos posibilistas confundirían esta política con “sectarismo”, apelando a la experiencia histórica del bolchevismo en momentos de reacción Trotsky concluía que era “la única manera de preparar un nuevo y enorme avance cuando se produzca el siguiente ascenso de la marea histórica” [8].
Si observamos las consecuencias de la ofensiva neoliberal, veremos que efectivamente el “pensamiento político” incluso de aquellos que se reivindican marxistas ha retrocedido a etapas superadas: desde el retorno de una suerte de neoberstenianismo, hasta las utopías libertarias y autonomistas pretenden presentarse como grandes novedades.
Una parte importante de las organizaciones de la izquierda de origen trotskista no han sabido “aferrarse” a las posiciones ideológicas y estratégicas, como muestra por ejemplo la renuncia de la Liga Comunista Revolucionaria a la lucha por la dictadura del proletariado.
Después de un retroceso sostenido de al menos 30 años de ataques neoliberales la realidad ha cambiado. Para tomar una fecha emblemática, este cambio comenzó lenta pero sostenidamente en 1995 con la huelga de los trabajadores de los servicios en Francia, que actuó como un punto de inflexión y como el comienzo de una renovada resistencia obrera a la ofensiva patronal. A ésta le siguió el surgimiento del movimiento antiglobalización con las movilizaciones en Seattle de 1999 y, posteriormente, el movimiento contra la guerra imperialista en Irak.
En América Latina se profundizó la tendencia a la acción directa y a los levantamientos populares (Argentina 2001, Bolivia 2003, Ecuador, etc.) que terminaron derribando a algunos de los gobiernos neoliberales, dando lugar a un recambio gubernamental y al resurgimiento de tendencias populistas.
El crecimiento económico de los últimos cuatro años ha fortalecido las filas obreras desde el punto de vista social, con la incorporación de millones de nuevos trabajadores jóvenes a la fuerza de trabajo, y desde el punto de vista de la lucha reivindicativa, que en muchos casos contribuyó al surgimiento de procesos de reorganización o a la puesta en práctica de métodos de lucha radicalizados.
Sin embargo, esta recuperación también ha favorecido el desarrollo de tendencias reformistas haciendo mucho más contradictoria y compleja la perspectiva de constitución de la clase obrera como sujeto político hegemónico de un proyecto emancipador, y su expresión más conciente en la puesta en pie de partidos obreros marxistas con fuerte inserción en el proletariado. Esto se hace evidente en la inexistencia de tendencias a la independencia de clase de sectores significativos del movimiento obrero.
El otro gran fenómeno político actuante, además de la vuelta a escena de luchas obreras, es la crisis de los llamados “partidos obrero-burgueses” –principalmente el SPD alemán, el PS francés, el Labour Party británico, los Partidos Comunistas de Italia y Francia y el PT de Brasil–, es decir, los partidos obreros reformistas mayormente fundados a fines del siglo XIX y principios del siglo XX (a excepción del PT brasilero que fue un fenómeno tardío), que fueron la dirección histórica del movimiento obrero, compartida con el nacionalismo burgués en diversos países de la periferia capitalista.
La crisis de estos partidos responde a que han sido los agentes de la ofensiva neoliberal, transformándose en partidos social liberales, lo que los ha alienado de su base electoral tradicionalmente obrera.
En este marco más general es que se viene dando desde hace algunos años una discusión, primero en la extrema izquierda europea, sobre la construcción de “partidos anticapitalistas amplios”, política que llevó a la fundación del Socottish Socialist Party en 1998, el Bloco de Esquerda en Portugal en 1999, el Partido de la Izquierda en Suecia, la Alianza Roja-Verde en Dinamarca (estos dos últimos de principios de 1990), la Socialist Alliance y luego RESPECT en 2004 en Gran Bretaña. Por su parte la LCR francesa ha lanzado un llamado a formar un partido anticapitalista [9]. Parte de este mismo proceso, fue la participación de todas las tendencias trotskistas italianas durante más de diez años en Rifondazione Comunista en Italia, y más recientemente la fundación de Die Linke (La Izquierda) en Alemania [10], aunque estos no son proyectos impulsados desde los grupos de la extrema izquierda sino procesos objetivos producto de rupturas de la socialdemocracia en el caso de Die Linke, o del ex PCI en el de Rifondazione.
Posteriormente, esta política también fue adoptada por la izquierda de América Latina, en Brasil con la fundación del PSOL a partir de una ruptura de un sector de la izquierda petista con el PT y con la reivindicación del PSUV (el partido chavista) en Venezuela. En Argentina, la expresión de estos proyectos “amplios” es la “Nueva Izquierda” impulsada por el Movimiento Socialista de Trabajadores (MST), que ha girado decididamente hacia la centroizquierda e intenta confluir con sectores peronistas disidentes agrupados en el Proyecto Sur. La dirección del MST ni siquiera cuida las formas y plantea abiertamente “confluir con un espacio nacional y popular” y con el “progresismo radicalizado” en un movimiento común que “sería superador”, inclusive programáticamente (sic), a toda la experiencia de la izquierda trotskista de los últimos años [11]. Esta misma lógica política es la que ha llevado al MST y a sus simpatizantes en Venezuela a diluirse en el chavismo [12].
Estos proyectos en los que conviven reformistas y revolucionarios y que carecen en absoluto de una clara definición de clase, constituyendo o bien partidos pequeño burgueses o alianzas de frente popular –o el ingreso liso y llano a un partido nacionalista burgués como el de Chávez– fueron adoptados para capitalizar, de forma oportunista, un espacio generado por el giro al neoliberalismo del reformismo tradicional, cuya expresión es esencialmente electoral y no se basa en procesos de radicalización política.
La lenta recuperación de la clase obrera y el surgimiento de gobiernos de centroizquierda “posneoliberales” encontraron a muchas de estas corrientes capitulando como el caso extremo de Democracia Socialista (DS) en Brasil que directamente participó con un ministro en el gobierno capitalista de Lula, o luego su versión “antineoliberal”, el PSOL votando en el parlamento las llamadas leyes “super-simples” que anticipaban la reforma laboral a favor de la patronal pequeña y mediana. El otro gran “modelo” de partido amplio anticapitalista, Rifondazione Comunista, que había merecido los elogios y el apoyo de los grupos de la izquierda trotskista en Italia durante más de una década [13], terminó entrando al gobierno de Prodi y sosteniendo las políticas antiobreras e imperialistas, como la permanencia de las tropas italianas en Afganistán. O más recientemente la crisis terminal de la alianza RESPECT.
Creemos que a más de diez años de comenzada esa experiencia y con la crisis que hoy sacuden a varias de esas agrupaciones, es necesario hacer un balance crítico de esos intentos.
En este artículo, abordaremos la polémica con la Liga Comunista Revolucionaria de Francia y el Socialist Workers Party de Gran Bretaña, que se encuentran entre los principales impulsores de estos proyectos de “partidos amplios anticapitalistas”. En ambos casos, a pesar de sus diferencias, creemos que la elevación al plano teórico de la constitución de organizaciones sin delimitación estratégica ni de clase, está en estrecha relación con el abandono de una estrategia consecuentemente revolucionaria.
Sin hipótesis de revolución. El debate en la LCR
Las hipótesis estratégicas
En un escrito reciente [14], el intelectual marxista y dirigente de la LCR francesa, Daniel Bensaïd, se refiere gráficamente al efecto en las filas del marxismo del retroceso sostenido del movimiento obrero internacional de los últimos treinta años como el “grado cero de la estrategia”, es decir, la desaparición de las polémicas y luchas políticas entre las corrientes de la extrema izquierda alrededor de problemas cruciales como la autoorganización, el foquismo, la participación o no de los revolucionarios en gobiernos de frente popular, entre otras.
Si el Mayo Francés de 1968, el Otoño Caliente italiano de 1969, la revolución portuguesa de 1974, y, en el mundo semicolonial la guerra de Vietnam y los procesos revolucionarios de los primeros años ‘70, como el de Chile, habían actualizado el debate sobre las estrategias para la toma del poder –entre aquéllos que se basaban en la clase obrera y la huelga general insurreccional, y los partidarios de la guerrilla, el foquismo o la llamada “guerra popular prolongada”–, la derrota de estos intentos borró de un plumazo el debate estratégico, no porque alguna de las dos grandes estrategias en pugna se hubiera impuesto o demostrado superior, sino porque ambas fueron aplastadas por la contrarrevolución o desviadas por mecanismos democrático-burgueses [15] .
Esquemáticamente, como dice Bensaïd en su artículo, desde la segunda posguerra se han enfrentaron dos grandes “hipótesis estratégicas”.
Una hipótesis a la que denomina “huelga general insurreccional”, que aunque de forma un poco imprecisa o simplificada, hace referencia a la estrategia de la revolución sobre el “modelo”de la Revolución Rusa de octubre de 1917, es decir, una revolución encabezada por la clase obrera en alianza con las clases subalternas, con hegemonía de los centros urbanos sobre el campo que establece la dictadura del proletariado basada en soviets o consejos de obreros y campesinos como órganos de autodeterminación, que se apropia del poder por medio de una insurrección armada, dirigida por un partido marxista revolucionario.
La otra, que se basaba esencialmente en el campesinado y en direcciones pequeño burguesas, por lo general populistas o variantes de stalinismos nacionales, cuyo método era la guerra de guerrillas y su estrategia la colaboración de clases con sectores de las “burguesías nacionales”, como por ejemplo el “bloque de las cuatro clases” de Mao Tse Tung o los gobiernos “democráticos” de Vietnam o Cuba que antecedieron a la expropiación y nacionalización de los medios de producción. La teoría del foco del Che Guevara era parte de esta estrategia guerrillera en el sentido de una revolución realizada no por la insurrección de masas sino por un partido-ejército, pero su objetivo era la revolución socialista, es decir, la expropiación y nacionalización de los medios de producción, y no la alianza con la “burguesía nacional” [16].
Para completar el cuadro del debate estratégico, además de estas dos grandes hipótesis de surgimiento de doble poder que señala Bensaïd –la guerra popular prolongada y la huelga general insurreccional– existen otras dos estrategias surgidas de las filas de los explotados [17]:
Una que podríamos llamar “gradualista”, adoptada a principios del siglo XX por los partidos de la II Internacional, primero como una supuesta vía evolutiva hacia el socialismo y luego como forma de gestionar el estado capitalista, que dio lugar al reformismo basado en el sindicalismo y el parlamentarismo como métodos para conseguir mejoras parciales. Este sigue siendo el principal fenómeno político que abarca no sólo a los partidos reformistas tradicionales –socialdemócratas, stalinistas, laboristas–, sino a las burocracias que dirigen los sindicatos, a través de los cuales se transmite la ideología burguesa a amplias masas de asalariados. A pesar de que no existen condiciones, como las del boom de la posguerra, que permitan obtener reformas duraderas, el reformismo persiste en la ilusión de los explotados de conseguir sus aspiraciones mediante la presión sobre las instituciones capitalistas.
La cuarta estrategia está comprendida por el autonomismo y remanentes del anarquismo, al que Bensaïd correctamente llama la “ilusión de lo social” justamente por afirmar la “inmanencia” de lo político en lo social. En realidad, al negar la mediación político-estatal y la necesidad de que los oprimidos destruyan el poder burgués y construyan su propio Estado basado en órganos de autodeterminación de masas, es en sí misma una negación de la estrategia que propone sencillamente el “éxodo” en lugar del enfrentamiento y derrocamiento de las clases poseedoras y sus Estados. En el terreno de las ideas estas corrientes recrean ciertas utopías precapitalistas que en muchos aspectos recuerdan al propio Proudhon, como la reivindicación de la producción en pequeña escala y la organización comunal. Políticamente, estas ideologías libertarias que han expresado con mayor claridad el rechazo a la construcción de toda organización política revolucionaria y a la necesidad de la dictadura del proletariado como sociedad de transición entre el capitalismo y el socialismo, han terminado adaptándose a algunas de las variables del régimen político burgués. En los últimos años, estas tendencias autonomistas tuvieron su momento de auge con el ascenso del movimiento altermundialista, basándose esencialmente en jóvenes de clase media, y en mucho menor medida en sectores sindicalistas combativos [18].
Las consecuencias del fin de la Segunda Guerra, el desplazamiento de la revolución de los centros a la periferia capitalista, hizo que la variante histórica de revoluciones anticoloniales con base esencialmente campesina y direcciones no revolucionarias, fueran los acontecimientos más comunes. En algunos casos, como los que mencionamos más arriba, terminaron estableciendo Estados obreros profundamente burocratizados [19]. En otros, como en el caso de Argelia o Nicaragua, no se avanzó en la destrucción de las relaciones capitalistas. La generalización de este tipo de revoluciones impactó en las filas del trotskismo de la posguerra, al punto que por ejemplo, Nahuel Moreno sacó la conclusión de que esta hipótesis, que Trotsky había considerado excepcional, se había transformado en la “norma” de las revoluciones del siglo XX [20].
Mientras que la estrategia de la revolución obrera fue mucho más débil en el último ascenso que culminó a mediados de los ‘70, las hipótesis foquistas o de guerra popular prolongada, tuvieron una importante responsabilidad en la derrota de algunos procesos o derivaron en el establecimiento de Estados obreros profundamente deformados como en el caso de Vietnam, que al llevar al poder a una variante del stalinismo nacional, impidió transformar la derrota del imperialismo en una victoria estratégica de la clase obrera mundial.
Aunque a partir del enfrentamiento entre “huelga general insurreccional” y “guerra popular prolongada” Bensaïd pretende hacer una síntesis de cómo fueron los procesos revolucionarios en el siglo XX, en ningún momento plantea que no se trataba de dos estrategias igualmente válidas para la toma del poder.
En el debate estratégico no se puede ignorar que si bien la LCR en Francia se construyó sobre la hipótesis de la “huelga general insurreccional”, aunque combinando elementos de “guevarismo”, el Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional (SU) no sólo había reivindicado la dirección de Ho Chi Minh durante la guerra de Vietnam [21] sino que, en América Latina, optó por una estrategia campesina de “guerra popular” o foquismo que de ninguna manera conducía a la instauración de Estados obreros basados en organismos de autodeterminación de masas. Por ejemplo, en Argentina, la sección oficial del SU durante algunos años fue el PRT de Santucho, que tenía una estrategia de colaboración de clases [22]. En Nicaragua, el SU reivindicaba al Frente Sandinista que tenía directamente una política burguesa de economía mixta. Su triunfo sobre la dictadura de Somoza ni siquiera culminó en la expropiación de los capitalistas y terminó entregándole el poder a Violeta Chamorro a través de las elecciones.
Esta discusión no es menor. Después de tres décadas de profundo retroceso, la revolución social como alternativa al sistema capitalista, y en particular la hipótesis de la “huelga general insurreccional”, han sido profundamente cuestionadas y borradas de los debates estratégicos, no sólo de la intelectualidad (pos)marxista, sino de las propias organizaciones de la izquierda marxista, que han tomado como la “revolución posible” al régimen chavista en Venezuela o al gobierno de Evo Morales en Bolivia. En el mismo sentido va la reivindicación que viene haciendo la LCR del Che Guevara, tratando de demostrar la “actualidad” del guevarismo para la “renovación” del socialismo del siglo XXI, coincidiendo con su llamado a constituir un nuevo partido anticapitalista.
Ahora bien, en el “debate estratégico” abierto en la LCR, todas las tendencias [23] y opiniones en pugna comparten un denominador común: la vigencia de la “hipótesis de la huelga general insurreccional” está clausurada, es decir, que ha llegado a su fin la “era de la revolución de octubre”. A la vez, la “guerra popular prolongada”, encarnada por organizaciones ultraizquierdistas como la Fracción del Ejército Rojo en Alemania o las Brigadas Rojas en Italia, ha demostrado ser impotente en los países capitalistas avanzados. Si antes la LCR oscilaba entre dos “hipótesis” de revolución armada –una insurreccional y otra guerrillera– creemos que ahora, al considerarlas perimidas, está resolviendo este “dilema” deslizándose hacia una estrategia electoral y parlamentaria, en la que ha desaparecido la perspectiva no sólo de la catástrofe económica y social en los países centrales, sino también de la irrupción violenta del proletariado y las clases subalternas. Sólo así se explica la “ilusión” en la democracia burguesa, a pesar de no contar siquiera con un modesto bloque parlamentario, a diferencia por ejemplo de la socialdemocracia alemana que elección tras elección aumentaba su representación en el parlamento, lo que reforzaba su estrategia reformista.
La dirección de la LCR considera imprevisibles las formas de emergencia y las características del doble poder (la hipótesis estratégica), sin embargo, lo único que le parece certero y esperable es que las instituciones del régimen democrático burgués jueguen un rol central en la emergencia de este doble poder.
La “democracia hasta el final” es... la dictadura de la burguesía
Es un hecho conocido que la LCR ha decidido en un congreso en 2003 eliminar de su programa la mención a la dictadura del proletariado, alegando cuestiones lingüísticas, dado que el término “dictadura”, por la gran cantidad de regímenes dictatoriales y totalitarios que existieron en el siglo XX, iba asociada a un sistema represivo y autoritario. En un artículo [24] anterior hemos debatido contra esta posición, tratando de demostrar que en verdad no se trata de un problema “formal”, o nominal sino que el significado profundo de este giro programático es la sustitución de la lucha por la destrucción del Estado burgués y la constitución de un Estado obrero soviético, por una estrategia “democrática radical”, que supone como hipótesis que la revolución en los países avanzados, más allá de la forma que tome y de los acontecimientos que la desencadenen, inevitablemente implicará un grado de continuidad con las instituciones actualmente existentes de la democracia burguesa, notablemente el parlamento. No casualmente este cambio estratégico fue comparado con el giro eurocomunista de los partidos stalinistas occidentales de mediados de la década de 1970.
En ese sentido, por ejemplo, A. Artous plantea que “al menos en países como los de la Europa del Oeste (y también en otros países), no se puede pensar que el nuevo poder surgirá en exterioridad completa con ciertas instituciones políticas existentes, en particular, asambleas elegidas sobre la base del sufragio universal. Esta es la razón porque, desde ahora, hay que dar batalla por su democratización radical” [25]. Bensaïd también rescata el rol que desde su óptica jugará el “sufragio universal” en países de “tradición parlamentaria más que centenaria”.
Las discusiones sobre la sociedad de transición y la revisión del balance de la stalinización de la ex URSS confirman que no se trata de una cuestión de conveniencia terminológica. El ajuste programático no se refiere sólo al régimen político, sino que alcanza las formas de propiedad y las bases mismas del Estado transicional. El sistema de “doble representación”, es decir, la coexistencia de un régimen soviético junto con una cámara parlamentaria, que en última instancia decidiría por el sufragio universal en situaciones de excepción, es la expresión política de una suerte de cooperativismo con el que la LCR espera conjurar el peligro de burocratización de una futura sociedad poscapitalista [26].
El ejemplo que da Bensaïd de surgimiento del “doble poder” al interior de las instituciones burguesas es el presupuesto participativo de Porto Alegre, en el que ve una “dialéctica” entre el gobierno municipal elegido por el sufragio universal y los “comités” que discutían las asignaciones presupuestarias [27].
Evidentemente la “dialéctica” entre el municipio de Porto Alegre y el “presupuesto participativo” terminaba en la gestión del Estado y de la economía capitalista.
La propuesta de “combinar” dos sistemas, el republicano burgués y el soviético, no constituye tampoco ninguna novedad, fue una vieja idea de Hilferding y de los dirigentes del Partido Socialdemócrata Independiente en la revolución obrera de Alemania en 1919, luego de la caída del Kaiser, que buscaban darle rango constitucional a los consejos de obreros y soldados que habían surgido en el curso de la revolución, integrándolos a la república de Weimar, intentando así unir a “la dictadura proletaria con la dictadura de la burguesía bajo el signo de la constitución” [28].
Con esto queremos decir que la fascinación con las posibilidades que ofrece la democracia burguesa es tan vieja como las organizaciones de masas del movimiento obrero. Fue la vía política de la adaptación de la socialdemocracia alemana a principios del siglo pasado.
El ala revisionista de Bernstein había creído encontrar en la democracia parlamentaria una forma “civilizada” de gobierno que había superado el despotismo de las dictaduras de clase. Pronto se demostró que esta concepción era compartida por el ala “ortodoxa”. Kautsky fue el autor del giro estratégico sintetizado en la famosa distinción entre “guerra de desgaste” y “guerra de asalto”. Según Kautsky, la clase obrera alemana, por las posiciones conquistadas estaba en condiciones de llevar adelante la “guerra de desgaste”, es decir, de ir socavando desde el interior al régimen burgués. Las instituciones más adecuadas para desarrollar esa estrategia eran los sindicatos y el parlamento. Discutiendo contra Pannekoek y Rosa Luxemburg planteaba que “El objetivo de nuestra lucha política sigue siendo el mismo: la conquista del poder del Estado por la obtención de una mayoría en el parlamento y el ascenso del parlamento al dominio del gobierno. De ninguna manera perseguimos la destrucción del poder del Estado” [29].
Contra esta visión evolutiva Pannekoek insistía que había una relación inversa entre la fortaleza del proletariado y la impotencia de la fracción parlamentaria de la socialdemocracia. Casi simultáneamente, aunque sin intervenir en el debate de la socialdemocracia alemana, Lenin planteaba en su artículo Marxismo y revisionismo, una política de hecho opuesta a la de Kautsky, señalando que “el parlamentarismo no elimina, sino que pone al desnudo el carácter innato de las repúblicas burguesas más democráticas como órganos de opresión de clase”. A la vez señalaba una “dialéctica” interna entre el parlamentarismo y la democracia burguesa, que al permitir una participación en los acontecimientos políticos de masas oprimidas que antes estaban excluidas, su resultado no era la amortiguación de las crisis sino la agudización de los choques de clases en momentos de revolución. Para Lenin, “quien no comprenda la inevitable dialéctica interna del parlamentarismo y de la democracia burguesa, que lleva a solucionar la disputa por la violencia de las masas de un modo todavía más tajante que en tiempos anteriores, jamás podrá, basándose en ese parlamentarismo, realizar una propaganda y agitación consecuente y de principio que prepare realmente a las masas obreras para una participación victoriosa en tales ‘disputas’”. El ejemplo de esta falta de preparación en una etapa parlamentaria son las alianzas o bloques electorales con sectores reformistas o liberales que “al unir a los elementos combativos con los elementos menos capaces de luchar, con los más vacilantes y traidores, sólo embotan la conciencia de las masas, y no refuerzan, sino que debilitan la importancia real de su lucha”. Su expresión extrema es el “ministerialismo”, es decir, la participación directa en gobiernos burgueses.
Esta dialéctica de la que hablaba Lenin y, en un sentido similar Pannekoek, terminó imponiéndose con toda su fuerza en Alemania. El final es conocido. En realidad la supuesta “estrategia de desgaste” de Kautsky terminó socavando la capacidad revolucionaria de la socialdemocracia y del proletariado alemán, conduciéndolo de derrota en derrota: la socialdemocracia demostró que no era un partido construido para la lucha de clases. Ante la inminencia de la Primera Guerra Mundial no sólo no organizó la huelga general de masas, sino que su bloque parlamentario en pleno, con la excepción de Liebcknek votó los créditos de guerra que necesitaba el Estado alemán para participar en la carnicería imperialista. La otra gran catástrofe de igual o mayor magnitud fue el ascenso del nazismo. Años después, W. Benjamin concluía que: “El conformismo, que desde el principio ha estado como en su casa en la socialdemocracia, no se apega sólo a su táctica política, sino además a sus concepciones económicas. El es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente” [30].
Artous intenta evitar la crítica, preguntándose sin responder, si esta “radicalización de la democracia” que están proponiendo no es similar al planteo de los austromarxistas en la década de 1920 y al eurocomunismo. Salvando las distancias entre la LCR y el reformismo obrero tradicional como el de la II Internacional, que esperaba en un momento de fortaleza social y política del proletariado alcanzar el socialismo por medios pacíficos y evolutivos, la certeza que manifiestan los dirigentes de la LCR en el rol que jugará la democracia burguesa, transformando sus mecanismos como el sufragio universal o la asamblea general en un principio abstracto, hace inevitable la comparación.
Los dirigentes de la LCR actúan como si el siglo XX hubiera transcurrido en vano. Incluso en países de tradición democrática, en circunstancias de crisis económica, de ascenso de la lucha de clases, o de alguna situación de “crisis nacional” aguda que rompa el consenso entre las clases fundamentales y empuje a la clase obrera y los sectores subalternos a la lucha revolucionaria, la democracia burguesa se degrada en bonapartismo, su base social tradicional, las clases medias urbanas, pierden la confianza en sus mecanismos volcándose a las variantes para imponer el orden facilitando así la contrarrevolución abierta con la instauración de regímenes fascistas (o brutales dictaduras como las que hemos visto en América Latina). Esa fue la tragedia del proletariado alemán que no supo combatir con métodos revolucionarios el ascenso del nazismo. Incluso en momentos “normales” y dentro de los mecanismos clásicos de la democracia parlamentaria, esto se anticipa por ejemplo, en el voto a variantes populistas de derecha, como el propio Le Pen en Francia o la bonapartización del régimen norteamericano luego de los atentados del 11 de septiembre. Aunque los dirigentes de la LCR insisten en que no se trataría de un retorno a la vieja estrategia de la conquista gradual del poder por la vía parlamentaria, la “democracia hasta el final” y el “ministerialismo” se le asemeja peligrosamente.
Sobre el gobierno obrero
En el punto anterior nos referimos a una de las principales discusiones estratégicas que atraviesan hoy a la LCR, la cuestión de que en los países capitalistas avanzados el doble poder no puede emerger como algo “exterior” a las instituciones políticas existentes.
La otra gran discusión que se correspondería con este momento en el que prima la “guerra de posiciones”, es la participación o no de los revolucionarios en gobiernos (burgueses) progresistas encabezados por partidos obreros reformistas o social liberales, y ligada a esta discusión, las vías tácticas para capitalizar un espacio esencialmente electoral de sectores descontentos con los partidos reformistas tradicionales.
La significación que tiene hoy la discusión sobre la táctica de “gobierno obrero” parece responder a cuál sería el umbral mínimo para que una organización revolucionaria participe en instituciones gubernamentales de la burguesía.
Bensaïd recurre a la discusión que tuvo lugar en la III Internacional en 1921 a propósito de la propuesta al KPD de integrarse al gobierno de Sajonia, en el que tenían mayoría los socialdemócratas y comunistas.
Según Bensaïd, la discusión en ese momento terminó de forma ambigua, con algunos como Zinoviev confundiendo al gobierno obrero con la dictadura del proletariado, y por lo tanto, planteando exigencias desmedidas para una formación gubernamental transitoria.
Para el dirigente de la LCR hoy las condiciones para que una organización revolucionaria participe de un “gobierno obrero” deben ser mucho más modestas. Estas serían: “a) que la cuestión de tal participación se plantea en una situación de crisis o al menos de subida significativa de la movilización social, y no en frío; b) que el gobierno en cuestión se haya empeñado en iniciar una dinámica de ruptura con el orden establecido (por ejemplo –más modestamente que el armamento exigido por Zinoviev– reforma agraria radical, “incursiones despóticas” en el dominio de la propiedad privada, la abolición de los privilegios fiscales, la ruptura con las instituciones –de la V República en Francia, los tratados europeos, los pactos militares, etc.); c) finalmente que la relación de fuerza permita a los revolucionarios si no de garantizar el cumplimiento de los compromisos al menos de hacer pagar un fuerte precio frente a posibles incumplimientos” [31].
Estos fundamentos de la LCR más que darle un contenido actual a la discusión planteada por la III Internacional, sólo parecen justificar la política capituladora ante el gobierno de Lula y la adaptación que es patrimonio de prácticamente toda la izquierda al gobierno de Chávez.
A decir verdad, el debate en la III Internacional tuvo una resolución precisa sobre la consigna de “gobierno obrero” como conclusión lógica de la táctica de frente único, que venía siendo uno de los debates centrales, que respondía al problema de la relativa marginalidad de los partidos comunistas occidentales con respecto al movimiento de masas en una situación en la que había retrocedido la oleada revolucionaria.
En su “Informe sobre el Cuarto Congreso de la IC”, en el X Congreso de los Soviets en diciembre de 1922, Trotsky explicaba que la importancia de la política de “gobierno obrero” no estaba tanto en las posibilidades de su realización sino en que “opone políticamente a la clase obrera de conjunto a todas las otras clases, es decir, a todos los agrupamientos del mundo político burgués.” Por eso, el diálogo que la Internacional Comunista planteaba como apropiado para abrir con las masas obreras que no compartían el objetivo estratégico de la revolución socialista era: “¡Obreros socialistas, sindicalistas, anarquistas y obreros sin partido! Se rebajan los salarios, cada vez queda menos de la jornada de 8 horas; el costo de la vida está por las nubes. Estas cosas no ocurrirían si los obreros, a pesar de sus diferencias, se pudieran unir e instalar su propio gobierno obrero”.
Y en cuanto a la participación del partido alemán, el KPD en el “gobierno obrero” de Sajonia, la dirección de la III Internacional aconsejaba que, “Si ustedes, nuestros camaradas comunistas alemanes, piensan que es posible una revolución en los próximos meses en Alemania, entonces les aconsejamos participar en Sajonia en un gobierno de coalición y utilizar vuestros puestos ministeriales para promover las tareas políticas y organizativas y transformar Sajonia en un cierto sentido en un sembradora comunista de modo de tener un bastión revolucionario en un período de preparación para el próximo estallido de la revolución. Esto sólo sería posible si la presión de la revolución ya se hace sentir, sólo si ya está al alcance de la mano (...) Pero en este momento ustedes jugarán en Sajonia el rol de un apéndice, el de impotente porque el gobierno sajón mismo es impotente ante Berlín, y Berlín es un gobierno burgués.” [32].
Es decir, que la consigna de “gobierno obrero” tenía un sentido preciso y era un diálogo que ayudaba a avanzar a sectores del proletariado a enfrentar al conjunto del régimen burgués. Del mismo modo, la participación en un gobierno obrero reformista –local en el caso de Sajonia– sólo podía ser una breve transición hacia la organización de la toma del poder, de lo contrario, no sería más que la gestión obrera del Estado capitalista. Posteriormente, en el Programa de Transición, esta consigna toma dos sentidos concretos: como popularización de la dictadura del proletariado o como táctica específica para desenmascarar a las viejas direcciones aliadas con la burguesía, es decir, tenía un contenido inconfundiblemente anticapitalista y antiburgués.
Evidentemente, esta conclusión del debate de la III Internacional no tiene nada que ver con la discusión de la LCR en Francia alrededor de la “gestión municipal” o la participación en gobiernos locales –con la sola exigencia de que no sean compartidos con el PS– tomando como modelo la experiencia del presupuesto participativo de Porto Alegre. Aunque con esta formulación Bensaïd pareciera admitir que fue un error político la participación de Rossetto de la DS como ministro agrario del gobierno burgués de Lula, no plantea que el “ministerialismo” fue la conclusión lógica del “municipalismo”, es decir, de la gestión del gobierno de Porto Alegre como parte de la izquierda del PT. Nunca hubo una verdadera autocrítica de la política oportunista que llevó a integrar el gobierno de Lula [33].
Una vez más sobre la dictadura del proletariado
En la famosa carta a su amigo Joseph Weydemeyer, Marx señalaba en escasos renglones que lo que había constituido su aporte original no era la existencia de las clases sino que “la lucha de clases conduce, necesariamente a la dictadura del proletariado” y que ésta es en sí misma el “tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases” [34] .
Para los marxistas, no existe la “democracia” en general, sino como forma política de un Estado que sirve al domino de una clase. Por lo tanto, la “democracia burguesa”, incluso “hasta el final”, lo que suponemos puede llegar a significar un régimen con una mayoría parlamentaria de partidos obreros, sigue siendo la “mejor envoltura” de la brutal y despótica dictadura del capital.
Con esto no estamos diciendo nada nuevo, sino actualizando, con la historia del siglo XX a nuestro favor, lo que ya le discutían los bolcheviques a Kautsky, Hilferding y otros críticos del régimen soviético. Como planteaba Lenin, “lo que tiene de común la dictadura del proletariado con la dictadura de las otras clases es que está motivada, como toda otra dictadura, por la necesidad de aplastar por la fuerza la resistencia de la clase que pierde la dominación política.”, lo que la diferencia es que “es el aplastamiento por la violencia de la resistencia que ofrecen los explotadores, es decir, la minoría ínfima de la población, los terratenientes y los capitalistas” [35] .
La consecuencia política de la dictadura del proletariado es, según Lenin, un cambio de las instituciones de la democracia de modo tal de permitir su “goce efectivo” a la gran mayoría oprimida y explotada por el capitalismo. De ahí que la democracia soviética como forma política de la dictadura del proletariado no sea compatible con las formas políticas parlamentarias del dominio burgués. Pero también implicaba la lucha más decidida contra la reacción burguesa, que sólo podía aumentar tras verse privada del poder y de su propiedad, cuya base, además del capital internacional, estaba en la “fuerza de la costumbre, en la fuerza de la pequeña producción” que “engendra al capitalismo y a la burguesía constantemente, cada día, cada hora, por un proceso espontáneo y en masa” [36].
Si como planteaba Trotsky discutiendo contra Kautsky, “quien desea el fin no puede rechazar los medios”, el abandono de la dictadura del proletariado significa abandonar la estrategia de la revolución socialista y el punto de vista de la clase obrera a favor de la “ilusión democrática” propia de las clases medias ilustradas, que alimentan la esperanza de amortiguar las contradicciones sociales y en última instancia el choque inevitable entre la revolución y la contrarrevolución, a través del sufragio universal y de las instituciones de la democracia parlamentaria.
Por último la LCR supone que por el sólo hecho de ser dominio de clase la dictadura del proletariado tendría implicancias autoritarias que no se limitarían a la represión de las anteriores clases poseedoras, o a la necesidad de un régimen de excepción para enfrentar el ataque de la contrarrevolución, como ocurrió en Rusia durante la guerra civil. En gran medida se hace eco de un balance que se transformó en sentido común, sobre la inevitabilidad de la burocratización de la Unión Soviética –y en última instancia de toda revolución obrera– dada por la nacionalización y concentración de los principales medios de producción, lo que la LCR llama erróneamente “despotismo de fábrica”.
En su análisis resalta las características de los países avanzados para fundamentar una mayor continuidad de las formas de la democracia burguesa como “antídoto” contra la burocratización y el supuesto “corporativismo” de la democracia soviética, y no para pensar las enormes ventajas que implicaría que el proletariado tomara el poder en uno o varios países centrales. Como planteaba Trotsky, la amplitud y profundidad de la democracia obrera están determinadas históricamente, “cuantos más sean los Estados que tomen el camino de la revolución socialista, tanto más libres y flexibles serán las formas asumidas por la dictadura, tanto más abierta y avanzada será la democracia obrera” [37].
El llamado a un nuevo partido anticapitalista. ¿A “nuevo período, nuevo partido”?
El debate sobre el proyecto de construir un partido “más amplio” que la LCR tomó estado público a propósito de las elecciones presidenciales en Francia en las que un sector importante de la dirección de la LCR se pronunció por presentar una candidatura única del espacio “antineoliberal”, en base al amplio arco político que había votado por el No en el referéndum sobre el Tratado Constitucional de la Unión Europea. Este “frente heterogéneo” del voto “No” abarcaba a la llamada “izquierda antiliberal”: un ala minoritaria del PS (aunque su base mayoritariamente votó No), el Partido Comunista, activistas del movimiento altermundialista, ecologistas, el dirigente de los productores rurales José Bové y la extrema izquierda. Este sector de la LCR, aunque había salido derrotada en su política de candidatura única, se negó a hacer campaña por el candidato de la Liga, Olivier Besancenot [38].
Los resultados electorales que favorecieron a la LCR y dejaron expuesto el nivel de crisis del resto de las formaciones “antiliberales”, principalmente del PCF, hicieron retroceder la influencia de este proyecto abiertamente liquidador.
El inicio de la resistencia a las medidas antipopulares del gobierno de Sarkozy por parte de trabajadores del transporte y de estudiantes universitarios ha puesto nuevamente en discusión la necesidad de que estas luchas y movimientos sociales encuentren una representación política en una oposición organizada al gobierno.
La propuesta oficial de la dirección de la LCR que pondrá en discusión en su congreso a realizarse en los próximos meses es el llamado a fundar un “nuevo partido anticapitalista, ecologista, feminista e internacionalista”. Este giro hacia una posición más matizada causó un cierto entusiasmo en los sectores más de izquierda de la LCR que ven que de esta forma el “nuevo partido” implicará simplemente ampliar la base de la Liga manteniendo su carácter de extrema izquierda. Sin embargo, el llamado es lo suficientemente ambiguo e indeterminado como para terminar confluyendo con sectores “antineoliberales” en un partido sin ningún contenido revolucionario ni de clase [39].
La discusión sobre el carácter del “nuevo partido amplio” tiene importantes consecuencias programáticas. Fracis Sitel, que pertenece al sector de la LCR que plantea abiertamente la confluencia con reformistas en una misma organización, en su contribución al debate estratégico afirma que, como producto de la ofensiva neoliberal, “las reformas y la revolución no se presentan como dos polos de una alternativa, sino como una pareja que hay que poner en movimiento: cualquiera sean las fórmulas utilizadas –‘la revolución para defender las reformas ayer impuestas’, o la exigencia de ‘reformas para desatar la dinámica revolucionaria’...– la idea aparece ampliamente compartida. Podemos considerar que un ‘partido amplio’ se definirá como un partido de reformas, y que en su seno la revolución será defendida como una opción, sin duda primero minoritaria. En cuanto al gobierno en el que éste podría participar, se definiría sin duda como ‘reformista’ en el sentido en que estaría determinado a llevar tales reformas, conciente que ellas conducirán a un enfrentamiento con el capitalismo” [40]. Esta adecuación a un programa mínimo, reformista, respondería supuestamente a un período histórico en el que la revolución está “más allá de nuestro horizonte”. En su respuesta a esta política, Bensaïd se limita a señalar que si bien Sitel puede tener razón, no hay que anticiparse a “inventar entre nosotros el programa mínimo (de reformas) para un ‘partido amplio’ hipotético”. Para Bensaïd sería suficiente para superar la escisión entre programa mínimo y máximo plantear que el “antiliberalismo” consecuente desemboca en el “anticapitalismo”. Pero esto no es cierto, ya que hay sectores burgueses y pequeño burgueses que se consideran en el campo del “antiliberalismo”, pero cuyos programas se oponen por el vértice a los intereses de la clase obrera. Incluso la misma definición de “anticapitalismo” es también ambigua, ya que puede englobar tanto a los marxistas revolucionarios como a anarquistas, autonomistas y a críticos románticos del capitalismo, es decir, a corrientes opuestas a la lucha por el objetivo “máximo” de la toma del poder político por los trabajadores y la construcción del socialismo. Aunque Bensaïd sostiene que “Hay en realidad, entre los protagonistas de la controversia de Critique communiste, convergencia sobre el corpus programático inspirado de La catástrofe inminente o el Programa de transición”, lo real es que la afirmación de que a la revolución se llega luchando consecuentemente por reformas no es el método que propone Trotsky en el programa fundacional de la IV Internacional para superar la brecha existente entre las condiciones objetivas para la revolución y el atraso en la conciencia de las masas. Por el contrario, este programa busca constituir, por medio de un sistema de reivindicaciones transitorias (que combina demandas mínimas y democráticas con demandas transitorias hacia el socialismo), un puente entre las reivindicaciones actuales y el programa socialista de la revolución.
Bensaïd pone como ejemplo de lo que sería una política correcta para un “partido amplio” la experiencia de la sección brasilera del Secretariado Unificado, planteando que “participamos en la formación del PT (para construirlo y no en la óptica de táctica entrista) seguimos defendiendo nuestras posiciones”, además de otros casos como el de Italia o Portugal.
Sin embargo, fue la política sostenida por la DS de contribuir al desarrollo del PT como partido reformista durante años, lo que condujo como consecuencia lógica a la participación en los gobiernos municipales primero, y luego en el ingreso directo al gobierno capitalista “neoliberal” de Lula.
El giro estratégico hacia el abandono de la dictadura del proletariado, las discusiones teóricas abiertas sobre la continuidad de las instituciones de la democracia burguesa en una sociedad de transición, las políticas oportunistas de organizaciones pertenecientes al Secretariado Unificado como la DS primero y luego el PSOL en Brasil, indican que, aunque en el próximo período la LCR no se fusionara en una organización común con partidos reformistas, al dejar atrás la referencia al trotskismo está preparando el terreno para liquidar todo vestigio de organización revolucionaria. La batalla entonces por el carácter revolucionario del “nuevo partido” no podrá limitarse a cuestiones tácticas o formales sino que tendrá que encarar estas profundas discusiones teóricas y estratégicas.
RESPECT y la táctica del frente único. Una polémica con el SWP británico
La dirección del SWP ha apelado al rol progresivo de la coalición Stop the War, un frente único que impulsó las movilizaciones masivas contra la guerra de Irak en 2003, para justificar la fundación de RESPECT, una alianza electoral con figuras marginalizadas de la política burguesa como George Galloway y los líderes religiosos o laicos, de la comunidad musulmana, en su mayoría comerciantes o clérigos e incluso algunos burgueses.
El objetivo expreso del SWP era “crear una alternativa electoral creíble al Labour”, para lo cual se acordaron “un conjunto mínimo de puntos que eran el máximo que nuestros aliados –y muchos miles de personas activados por la oposición a la guerra– aceptarían, pero que eran totalmente compatibles con nuestros objetivos de largo plazo” [41]. Con esta misma lógica de ocupar espacios electorales que no expresan radicalización política sino el descontento con los partidos social liberales, la dirección del SWP intervino en el debate político en la LCR francesa a favor de presentar una candidatura única antineoliberal en las elecciones presidenciales de abril de 2007.
El SWP sostiene que esta política no hace más que seguir “el método del frente único tal como fue desarrollado por Lenin y Trotsky a principios de la década de 1920 y luego reelaborado por Trotsky ante el ascenso del nazismo a principios de los ’30” [42].
Incluso en elaboraciones previas, uno de sus dirigentes, John Rees, pretendía justificar esta política populista comparándola con los soviets de obreros, campesinos y soldados, diciendo que “eran una alianza entre los representantes de la clase obrera y del campesinado, una clase típicamente pequeño burguesa” [43]. La analogía no resiste el más mínimo cuestionamiento: los soviets eran órganos de autodeterminación de masas, que bajo la dirección de los bolcheviques tomaron el poder, en ese sentido fueron la expresión máxima del frente único que organizaba al conjunto de los oprimidos bajo dirección proletaria. La alianza de clases que hizo posible la Revolución Rusa no implicaba de ninguna manera un programa común de los bolcheviques con los partidos campesinos, sino incluir en su programa el problema de la tierra para los campesinos e intentar ganar a los campesinos pobres sin tierra y al proletariado rural para el programa de la revolución [44].
Creemos necesario volver a las posiciones clásicas sobre el frente único obrero, para demostrar que la política de alianzas del SWP no tiene nada que ver con las tácticas revolucionarias de Lenin y Trotsky.
La Internacional Comunista discutió y votó a principios de los años ’20 la táctica del frente único obrero en los países capitalistas avanzados [45] que tenía el objetivo de acelerar la experiencia del movimiento obrero con la socialdemocracia.
Esta orientación estaba principalmente dirigida a los partidos comunistas occidentales cuya fuerza alcanzaba a “un tercio de la vanguardia organizada, un cuarto o incluso la mitad o más” [46]. Es decir, que tenían una influencia considerable en la vanguardia obrera pero que aún era insuficiente para disputarle la dirección a los reformistas.
La tarea preparatoria de esos partidos era arrancar de la influencia socialdemócrata a la mayoría del proletariado mediante acciones comunes en la lucha de clases. El fundamento de esta táctica era conquistar la confianza de los trabajadores en un momento en que la revolución no estaba a la orden del día, pero la lucha de la clase obrera por sus intereses inmediatos seguía su curso. Era preparatoria en la medida en que, como planteaba Trotsky, esa lucha por los intereses inmediatos “en nuestra época de grandes crisis imperialistas siempre es el comienzo de una lucha revolucionaria”.
En los ’30 Trotsky volvió a plantear la táctica del frente único obrero entre el Partido Comunista y la Socialdemocracia para derrotar al nazismo en Alemania. En esas discusiones destacaba que los oportunistas no podían distinguir entre un bloque parlamentario y un acuerdo elemental para llevar adelante una huelga o defenderse de las bandas fascistas. Esta unidad de acción en la lucha contra el fascismo era comparable para Trotsky a la política de los bolcheviques para enfrentar el golpe de Kornilov.
Ni en los ’20 ni en los ’30 la táctica del frente único tenía el contenido que pretende darle hoy el SWP, ni significaba adoptar un programa mínimo “aceptable para los aliados (es decir, a alguna figura política burguesa) y los votantes”, para conseguir bancas parlamentarias, como claramente plantea el SWP. De ninguna manera implicaba una adaptación a la “conciencia media” de la clase obrera, ni a las perspectivas de lograr escaños en el parlamento o la “unidad” del campo opositor al gobierno de turno, objetivos que animan actualmente alianzas electorales como RESPECT o el frente PSOL-PSTU en Brasil.
Trotsky decía, con razón, que para un marxista un problema no se resuelve mediante citas, sino adoptando el método correcto, pero que “si uno se guía por métodos correctos, no es difícil encontrar las citas apropiadas”. Por lo tanto, vamos a citar una vez más a Trotsky para polemizar con el “frente único de tipo especial” del SWP: “los acuerdos electorales, los compromisos parlamentarios entre el partido revolucionario y la socialdemocracia sirven, como regla general, a la socialdemocracia. Los acuerdos prácticos para la acción de masas, para los propósitos de la lucha, siempre son útiles para el partido revolucionario” [47]. Esta “regla general” es aplicable casi sin variaciones a RESPECT. El SWP cometió casi milimétricamente los errores políticos que benefician a los arribistas y oportunistas y debilitan la política revolucionaria. No sólo hizo un acuerdo electoral con personajes que no dirigen ni movilizan ni a un solo obrero, sino que además ha tenido una política sistemática de concesiones programáticas elementales, incluso democráticas, como por ejemplo el derecho al aborto, o que los parlamentarios de RESPECT ganen el equivalente al salario promedio de la clase obrera, ambas rechazadas por Galloway [48].
El carácter populista de la coalición y el intento del SWP de mantener su hegemonía sobre sectores que no tienen nada que ver con el socialismo y menos aún con el movimiento obrero, llevó finalmente al estallido de una crisis terminal de la coalición en agosto de 2007 y a su posterior ruptura [49].
En su balance luego de que estallara la crisis de la coalición, la dirección del SWP se lamenta de que a poco de ponerse en marcha y con los primeros éxitos electorales, RESPECT se transformó en un trampolín para arribistas que buscaban alguna plataforma que les permitiera ganar un puesto parlamentario. El propio Galloway hizo la maniobra de cambiarse de distrito y los líderes musulmanes buscaron el favor de sus comunidades prometiendo políticas clientelares [50].
RESPECT sólo pudo haber beneficiado a algunos políticos pequeño burgueses como Galloway pero no ayudó ni un ápice a la clase obrera británica a avanzar en su independencia política con respecto al laborismo.
Sin embargo, lejos de admitir lo errado de la política, el SWP pretende explicar la crisis de RESPECT, como parte de la crisis de la “izquierda radical europea” por cuestiones objetivas como por ejemplo el retroceso del movimiento altermundialista, no sólo negándose a hacer un balance serio sino insistiendo con la misma política para Gran Bretaña.
La crisis de otros proyectos “antineoliberales”
Además de RESPECT, hubo otros intentos desde el punto de vista electoral de conformar partidos o frentes amplios. Algunos pocos ejemplos son suficientes para demostrar que los programas “antineoliberales” de estas nuevas formaciones políticas son ajenos a los intereses de la clase obrera.
En el caso de Brasil el PSOL (Partido Socialismo y Libertad) se presentó a las últimas elecciones en un Frente de Izquierda junto con el PSTU (principal partido de la LIT-CI) con un programa que consistía en un conjunto de medidas capitalistas “desarrollistas” o favorables a los sectores “productivos” de la burguesía no ligada a las finanzas como por ejemplo la baja de la tasa de interés. Incluso su principal figura, Heloísa Helena (del Secretariado Unificado) no sólo se pronunció en contra del derecho al aborto, sino que se sumó luego a una activa campaña antiabortista.
Una vez en el parlamento sus diputados llevaron hasta el final esta orientación votando a favor de la ley laboral conocida como “Super-simples” que beneficia con medidas fiscales y de flexibilización laboral a los pequeños empresarios. Esta escandalosa votación le costó la ruptura de conocidos intelectuales.
En Portugal, el Bloco de Esquerda, un partido común formado en 1999 por ex maoístas, el ex PRS (sección del Secretariado Unificado) y la corriente Ruptura/FER (grupo de la LIT-CI), firmó en agosto pasado un acuerdo de “gobernabilidad” en la cámara municipal de Lisboa con el Partido Socialista, el mismo que desde el gobierno viene lanzando un plan de medidas antiobreras. Este partido, que cuenta con un bloque de ocho parlamentarios, siguió participando del llamado Partido de la Izquierda Europea, un espacio dirigido por Rifondazione Comunista incluso después de la integración de este último al gobierno de Prodi en abril de 2006 y de su apoyo al envío de tropas a Afganistán.
Un párrafo aparte merece la crisis del Scottish Socialist Party (SSP). Este partido, que durante años había sido junto con Rifondazione Comunista, uno de los modelos de “partido amplio” y habían conseguido un importante caudal de votos y parlamentarios, terminó estallando por un escándalo personal provocado por uno de sus principales dirigentes, Tomy Sheridan, después que un periódico burgués publicara un artículo que hablaba de su vida privada. Como se puede apreciar, la división del SSP que quedó reducido a dos pequeños grupos, no ha sido por grandes cuestiones políticas o de principios, mostrando una importante degradación que evidentemente no tiene nada que ver con la política revolucionaria.
La lista de ejemplos podría seguir. Aunque las situaciones varían de un país a otro la conclusión inevitable de todo este proceso, es que la política de las organizaciones que se reclaman trotskistas cuando participan de fenómenos que surgen objetivamente, como por ejemplo Rifondazione Comunista ha sido siempre el de subordinarse a las direcciones reformistas sin dar ninguna pelea consecuente por una estrategia y un programa obrero revolucionario que permita construir alas izquierdas dentro de estos fenómenos.
Cuando han sido los principales impulsores de “partidos amplios”, como en el caso de RESPECT, han rebajado el programa a la altura de sus aliados circunstanciales, incluso tomando reivindicaciones de otras clases –esencialmente de la burguesía “no monopolista”, o de la pequeño burguesía.
No se trata de que los revolucionarios no participemos o tengamos tácticas para ligarnos a los nuevos fenómenos políticos que se den en el movimiento obrero, aunque éstos sean reformistas. Por el contrario, es nuestra obligación dar la pelea si surgieran esas organizaciones para ganar a los mejores elementos para una estrategia de revolución obrera.
Esta era la dialéctica que explicaba Trotsky en las discusiones con el SWP norteamericano sobre la táctica de partido obrero en 1938, entre el “partido amplio” y el partido revolucionario: “La necesidad de un partido político para los obreros la originan las condiciones objetivas, pero nuestro partido es demasiado pequeño, con demasiada poca autoridad para organizar a los obreros en sus propias filas. Por eso debemos decir a los obreros, a las masas: debéis tener un partido” y continúa planteando que la consigna de partido obrero independiente “prepara y ayuda a avanzar a los obreros y preparar el camino para nuestra partido” [51] .
Lamentablemente los “partidos amplios” y “frentes antineoliberales” no han hecho más que desperdiciar su fuerza militante al servicio de llevar arribistas a los parlamentos, que al día siguiente de conseguir su banca o bien desertan a partidos burgueses o votan leyes antiobreras –como el caso del PSOL o de Galloway en RESPECT.
De partidos y estrategias
En un viejo artículo de 1969, en el marco de una polémica con Jean Paul Sartre, la intelectual comunista italiana Rossana Rossanda recurría a una sencilla verdad histórica, afirmaba que la “teoría de la organización se halla estrechamente vinculada con una hipótesis acerca de la revolución y no puede ser separada de ella” [52].
Esta relación entre la construcción de una organización, sus tácticas y sus objetivos estratégicos –con su “hipótesis estratégica para la revolución”– marcó la historia del Partido Bolchevique, cuyas tareas y su política en “tiempos de paz” o incluso bajo la reacción, estaban en función de la revolución obrera a la que se preparaba a dirigir [53].
Como explicaba Lenin, el bolchevismo sólo pudo tener un rol dirigente en octubre de 1917 y durante la guerra civil por dos razones fundamentales: 1) por sus sólidos fundamentos teóricos, y 2) por su historia práctica que, dadas las condiciones rusas, en sólo quince años, entre 1903 y 1917, había pasado por una amplísima gama de experiencias que incluía el trabajo “legal e ilegal, pacífico y tormentoso, clandestino y abierto, de propaganda en los círculos y de propaganda entre las masas, parlamentario y terrorista”. Esta particularidad hizo que en un breve período no sólo se concentrara una gran variedad de métodos de lucha de clases, sino que la clase obrera, “como consecuencia del atraso del país y del peso del yugo del zarismo, maduraba con particular rapidez y asimilaba con particular avidez y eficacia la ‘última palabra’ correspondiente de la experiencia política americana y europea” [54].
En ese mismo sentido, aunque en condiciones históricas muy distintas de las que llevaron al desarrollo del bolchevismo en Rusia, las “maniobras tácticas” que Trotsky recomendaba a los grupos que constituían la Oposición de Izquierda primero, y luego la IV Internacional, como el entrismo, o la táctica de partido de trabajadores, mantenían una relación dialéctica con los objetivos de construir partidos obreros marxistas en momentos en que los tiempos se habían acelerado, la lucha de clases se hacía cada vez más aguda pero la relación entre el proletariado y el marxismo revolucionario estaba obstaculizada por la existencia de partidos socialdemócratas reformistas o comunistas stalinizados.
Evidentemente, hoy sigue siendo una necesidad para los revolucionarios tener políticas transicionales y tácticas en el terreno de la construcción partidaria que permitan tender un puente hacia los sectores más avanzados de la vanguardia proletaria. De lo contrario, aumenta el riesgo de degeneración sectaria en un período histórico en el que la revolución obrera viene estando fuera de escena durante las últimas tres décadas y el colapso de los regímenes stalinistas y la restauración capitalista han facilitado la propaganda burguesa de que no hay alternativa al capitalismo.
Una gran parte de las corrientes de la llamada “extrema izquierda” viene manifestando un escepticismo histórico de que se pueda reconstruir el marxismo revolucionario en el seno de la clase obrera, y en última instancia, que las masas se levanten violentamente contra el poder burgués y vuelvan a poner a la orden del día la revolución social.
Los proyectos de “partidos amplios” y “frentes antineoliberales” son lo opuesto de una táctica política que, como planteaba Trotsky con respecto a la consigna de partido de trabajadores, al ayudar a avanzar a los obreros en su independencia con respecto a la burguesía y en la necesidad de intervenir en la lucha política, abría el camino para el fortalecimiento de un partido marxista revolucionario en la clase obrera.
Ningún frente o partido –“antineoliberal” o “anticapitalista”– sin delimitación clara de clase, sin un programa que transitoriamente tienda a la revolución, sin una política para intervenir audazmente en la lucha de clases actual, tomando los conflictos verdaderamente como una “escuela de guerra” para pelear por la expulsión de las burocracias sindicales, el ejercicio de la democracia obrera, y en última instancia, impulsar las tendencias progresivas que apuntan a superar al corporativismo y a transformar a la clase obrera en clase hegemónica, permitirá que la clase obrera avance en un sentido revolucionario, sino que al contrario, “trabajará” para la estrategia de clases o sectores de clase enemigos de la revolución.
Uno de los argumentos con los que se pretende justificar estos proyectos, además de la marginalidad o escasa incidencia de las corrientes de la izquierda trotskista y la necesidad de superar el “sectarismo”, es la “renovación” del marxismo en función de los cambios de las últimas décadas. Sin embargo, esta aparente “renovación” parece ser más la adopción de los nuevos “dogmas” antimarxistas de nuestra época, que recuerdan en sus inicios la revisión teórica iniciada por Bernstein. La adaptación a lo dado es tan vieja como la política, y una vez más, en este terreno la novedad resulta ser la repetición degradada de antiguos errores.
En un texto de 1909 dirigido esencialmente contra los mencheviques, Trotsky planteaba algunas de las características del oportunismo que vale la pena recordar por su impresionante actualidad. Decía que: “En los períodos en que las fuerzas sociales aliadas y adversarias, tanto por su antagonismo como por sus reacciones mutuas, llevan a una vida política sin movimiento; cuando el trabajo molecular del desarrollo económico, reforzando más aún las contradicciones, en vez de romper el equilibrio político, parece más bien endurecerlo provisionalmente y asegurarle una especie de perennidad, el oportunismo, devorado por la impaciencia, busca en torno suyo ‘nuevas vías’, ‘nuevos’ medios de realización. Se agota en lamentaciones sobre la insuficiencia y la incertidumbre de sus propias fuerzas y busca ‘aliados’ (...) Cuando los aliados de la oposición no pueden servirle, corre al gobierno, suplica, amenaza... Por último, encuentra un lugar en el gobierno (ministerialismo), pero solamente para demostrar que, si bien la teoría no puede adelantar el proceso histórico, el método administrativo tampoco consigue mejores resultados” [55].
Históricamente la ruptura entre los intereses inmediatos y los objetivos históricos, entre la táctica y la estrategia, entre el “programa mínimo” y el “programa máximo” dio lugar al oportunismo político y al revisionismo teórico en las corrientes del movimiento obrero.
Salvando las distancias tanto en la LCR, en el PSOL o la DS de Brasil, o en el SWP se pueden reconocer algunos de los rasgos de este viejo oportunismo.
¿Qué significa si no creer que el “socialismo del siglo XXI” será un “socialismo empresario” con Chávez y la burguesía venezolana, es decir, una absoluta contradicción en los términos? ¿Cómo explicar el “municipalismo” o el “ministerialismo” de la LCR y el Secretariado Unificado si no es por haber renunciado a una estrategia revolucionaria y haberse adaptado a la “normalidad” de la democracia burguesa? ¿Cómo interpretar, si no es como oportunismo, los acuerdos de gobernabilidad del Bloco de Esquerda con la socialdemocracia en Portugal? En síntesis, ¿qué nombre ponerle a la estrategia de construir durante toda una etapa histórica, movimientos o partidos comunes entre revolucionarios y reformistas?
La historia del siglo XX ha demostrado por la positiva en el caso de la Revolución Rusa de 1917, pero esencialmente por la negativa, que no es posible construir un partido obrero marxista en el curso mismo de los acontecimientos revolucionarios, sino que para jugar un rol decisivo, éste debe haber desarrollado en el período anterior una inserción cualitativa en la clase obrera y una experiencia práctica en la lucha de clases que haya puesto a prueba su teoría, su estrategia y su capacidad para influir a los sectores avanzados del proletariado.
Aquellos que seguimos reivindicando la necesidad de una revolución social que ponga fin al capitalismo, la dictadura del proletariado, el desarrollo de órganos de autodeterminación de masas como expresión más elevada de la agudización de la lucha por el poder político, la “insurrección como arte”, el pluripartidismo soviético, y el carácter internacional de la revolución, debemos intervenir en los debates estratégicos en curso para recrear el punto de vista del marxismo revolucionario. Como planteaba el Programa de Transición, “La IV Internacional no busca ni inventa ninguna panacea. Se mantiene enteramente en el terreno del marxismo, única doctrina revolucionaria que permite comprender la realidad, descubrir las causas de las derrotas y preparar conscientemente la victoria” [56] . Como hemos mostrado, nada de esto es a lo que apuntan los proyectos oportunistas de “partidos amplios” sin delimitación estratégica ni de clase. Sin embargo, la oposición a estas políticas no debe llevar tampoco a la autoproclamación estéril de pequeños grupos. Para avanzar hacia la construcción de verdaderos partidos marxistas revolucionarios es preciso sostener distintas políticas transitorias que permitan dar pasos en la independencia política de la clase obrera. Por ejemplo, en Venezuela, donde se viene haciendo una experiencia con el nacionalismo burgués de Chávez, nuestros compañeros de la JIR (Juventud de Izquierda Revolucionaria) están proponiendo a los sectores clasistas que militan en la C-CURA (Corriente Clasista, Unitaria, Revolucionaria y Autónoma) de la UNT (Unión Nacional de Trabajadores) [57] y se han opuesto al ingreso al PSUV chavista, impulsar en común la lucha por un partido de trabajadores. En Argentina, el PTS está llamando a las corrientes trotskistas que no han adoptado la política de disolverse o de aliarse con sectores de la centroizquierda y que consideran vigentes los aspectos fundamentales de la estrategia revolucionaria del bolchevismo (como el Partido Obrero y aquellas que, como Izquierda Socialista y el MAS, en las últimas elecciones nacionales formaron junto al PTS el Frente de Izquierda y de los Trabajadores por el Socialismo- FITS) a abrir la discusión para avanzar en la construcción de un partido común marxista revolucionario, con centralismo democrático -que supone la libertad de tendencias- y una intervención común en la lucha de clases, que permita mediante la experiencia y la discusión, superar la dispersión actual de las fuerzas de los que nos reivindicamos del marxismo revolucionario. Aunque es minoritaria, las fuerzas de la izquierda que se reivindica obrera y socialista tienen un importante caudal militante y peso entre los sectores avanzados de la clase trabajadora y en el movimiento estudiantil, pudiendo constituir un polo político para disputar a las distintas variantes de centroizquierda el liderazgo sobre los sectores que no se dejan engañar por el doble discurso del kirchnerismo. A su vez, desde el PTS venimos insistiendo también sobre la importancia de que los marxistas revolucionarios les planteemos a los sectores sindicales combativos la necesidad de agitar entre la clase obrera la idea de poner en pie un gran partido de trabajadores, como forma de reagrupar tras una política clasista a la vanguardia y ayudar a acelerar entre sectores más amplios la experiencia que se viene haciendo con el gobierno. Aunque fue Cristina Fernández de Kirchner quien recibió la gran mayoría de los votos obreros y populares, existe una importante vanguardia que ha protagonizado las principales luchas que se han dado durante los últimos años. La izquierda obrera y socialista cuenta con una importante influencia entre ella, fundamentalmente en gremios de servicios (ferroviarios, docentes, telefónicos, estatales, subterráneos, hospitales, etc.) así como entre sectores de jóvenes trabajadores que vienen haciendo sus primeras experiencias de lucha (como los del Casino de Buenos Aires). En la industria, existe a su vez un proceso más molecular de elección de nuevos delegados combativos (FATE, Mafissa, Fresenius, Pepsico, TBV, etc.) y se vienen dando algunas luchas duras contra la precarización laboral (como la de los trabajadores del pescado de Mar del Plata), contra los despidos o por aumento salarial. También se mantienen en pie sectores que expresaron lo mejor de la experiencia del 2001, como es el caso de los obreros ceramistas de Zanon, a quienes se sigue negando la expropiación definitiva de la fábrica en la que ya llevan cinco años de gestión obrera. Es probable que la política oficial de “pacto social” planteada por el nuevo gobierno acreciente el surgimiento de nuevos sectores que no acepten las condiciones impuestas por los acuerdos entre las patronales, la burocracia sindical y el gobierno.
Estos son sólo algunos ejemplos de las formas tácticas que puede adoptar hoy la lucha por construir partidos revolucionarios sin los cuales la clase obrera no podrá hacerse del poder y retomar en nuestro siglo XXI el camino emprendido hace 90 años por quienes en Rusia tomaron el cielo por asalto.
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