Gran parte del campo intelectual occidental debatió a lo largo del último siglo en torno al ángulo desde el cual interpretar la Revolución Rusa y su herencia. La caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en los años ’89-’91 y la aceleración del proceso de restauración capitalista por parte de sectores de la burocracia estatal “soviética” produjeron consecuencias “largamente esperadas” en el campo de las ideas conservadoras, y marcaron fuertemente las perspectivas del debate de estrategia revolucionaria y anticapitalista en el fin del siglo XX. En parte esto tuvo que ver con la forma en que triunfó el proceso de restauración capitalista en los ex-Estados obreros [1].
Por un lado, las soluciones a las que arribó el pensamiento conservador estuvieron plagadas de conclusiones superficiales y apresuradas que daban por cerrado el “ciclo de las revoluciones”. Por otro lado, se estrechó significativamente el horizonte de las ideas políticas de la izquierda intelectual. El efecto contagio sobre los círculos marxistas académicos fue súbito y terminó acompañando el proceso de supresión de la revolución, supuesto generalizado a inicios del siglo XXI. En su reemplazo se llamó al cambio social gradual e incluso ganó peso la proclamación de una estrategia anticapitalista lo más alejada posible de la idea y la perspectiva de la destrucción radical del capitalismo. Muchas utópicas “reformas” (como la tasa Tobin o el presupuesto participativo de Porto Alegre), e incluso la extendida idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder” propuesta por Holloway, fueron creadas para reemplazar a la “vieja” y “desdeñada” revolución.
Uno de los más conocidos ataques fue iniciado por las afirmaciones del historiador francés François Furet, quien le dio valor profético a la coincidencia entre la caída de la URSS y el bicentenario de la revolución francesa de 1789. Para Furet, tanto las ideas “jacobinas” como las “marxistas-leninistas” de luchar por una igualdad “real” [2], ideas “mesiánicas” de construir una sociedad distinta, terminaron finalmente denostadas. Vamos a ver en adelante cómo el análisis que desarrolla Sheila Fitzpatrick sobre la Revolución Rusa comparte las ideas más extendidas de esta corriente conservadora del liberalismo, visión que se diferencia de aquella lectura liberal crítica emprendida por Hannah Arendt en su ensayo Sobre la Revolución. En esta última autora “convive una idea de democracia política como forma de autogobierno y de poder constituyente -desde la polis griega a los consejos obreros revolucionarios de 1917 en Rusia, 1919 en Italia o 1956 en Hungría-, junto con la aceptación concreta del capitalismo y la idealización de la democracia norteamericana, por la vía de remitirla a la revolución que le dio origen” [3]. El imaginario común sostenido por la corriente liberal-conservadora, por el contrario, ve en el régimen de los soviets, durante sus primeros años en el poder, no “formas de democracia política”, sino las instituciones de la dictadura de una elite: el Partido Bolchevique. En cuanto al segundo aspecto, la idealización de la democracia capitalista y en particular de la democracia norteamericana, es un elemento común a ambas corrientes. En el caso de Fitzpatrick, afirmando que, excepto en la revolución norteamericana, las revoluciones en las cuales se imponen los sectores radicales terminan en terribles dictaduras totalitarias sobre la sociedad.
Recientemente publicado en castellano, el libro de la historiadora estadounidense data del año 1979, y se ha enriquecido en su reedición de 1994 en el idioma inglés con el agregado de un último capítulo donde resalta su hipótesis inicial. Ésta gira en torno a dos problemáticas. La primera de ellas tiene que ver con la duración del proceso revolucionario, su inicio y su final. El núcleo temporal de la revolución es trazado por la autora desde febrero de 1917 hasta la votación de la constitución stalinista y las grandes purgas de los años 1937-38. Para otorgar coherencia interna a su hipótesis temporal la historiadora debe contrariar la historia misma y “demostrar” cómo dos procesos, uno ascendente y otro descendente, uno revolucionario y otro reaccionario, son agrupados bajo la misma categoría: revolución. Así, la toma del poder en octubre de 1917 por parte del soviet de obreros, soldados y campesinos de Rusia apoyada por las masas de la ciudad y el campo, la proclamación de los derechos del pueblo trabajador, la guerra civil contra la resistencia de las antiguas clases dominantes, la fundación de la Tercera Internacional y los debates sobre la Nueva Política Económica (NEP), son agrupados junto con el ascenso y la lucha de la burocracia estatal contra el bolchevismo y las masas de obreros y campesinos pobres, el acuerdo con los campesinos nepistas para su enriquecimiento (saltando luego a su “aniquilación como clase” con la colectivización forzosa), los campos de trabajo forzosos (conocidos como Gulags) y los asesinatos en masa del stalinismo.
Necesariamente su hipótesis debe terminar afirmando que lo segundo ya se encontraba en lo primero, que Stalin es heredero de Lenin y el bolchevismo. En fin, el viejo cuento, ya desdentado y percutido, de que el stalinismo es el bolchevismo o al menos su consecuencia lógica. De esta forma, el segundo eje en el cual Fitzpatrick centra su hipótesis temporal es el análisis entre las similitudes de ambos procesos. Así, la autora proclama que no le interesa tanto saber “si las distintas fases de la revolución se parecen”, sino el hecho de que “constituyan parte de un mismo proceso”. Para ello debe desentrañar todas aquellas afirmaciones que le permitan ubicar dentro de una misma categoría al proceso de reacción y al de la revolución. Fenómenos políticos basados en sectores sociales antagónicos que combatirán a lo largo de esos años son simplemente borrados y subordinados al esquema temporal de la autora. Esta opción, como veremos, tiene un claro objetivo conservador: impugnar el intento de autogobierno de los trabajadores y campesinos en Rusia.
El libro está centrado en torno al intento de fundamentar esta “continuidad” entre bolchevismo y stalinismo. Las diversas fases históricas de esta lucha, con sus desplazamientos y giros bruscos, se pondrán en función de justificar esta idea de calendario revolucionario. Fitzpatrick debe reconocer el apoyo de masas al bolchevismo en 1917, su fuerza en las ciudades obreras de Rusia y la simpatía militante de los trabajadores y marineros. Sin embargo, identificará en la base social de obreros y marineros del bolchevismo el fundamento de su carácter “autoritario”. Su pensamiento se guiará según la idea de que el bolchevismo, en especial el “instinto de poder” de su jefe, Lenin, es la explicación última de los contornos que toma el stalinismo, su “continuidad” necesaria. Pero digamos que muchos son ya viejos argumentos, y que la historiografía liberal, de la corriente denominada revisionista, no avanza un milímetro en aclararnos lo que realmente pasó, sino que más bien lo embrolla todo. Veamos cómo establece la relación entre sus argumentos y los procesos históricos y políticos.
Un cuerpo social enfermo
Existe un instrumento analítico común a todas las corrientes de pensamiento a la hora de abordar las revoluciones que son “derrotadas” o que logran su “triunfo”: la analogía. Así, la dinámica de la Revolución Rusa, su calendario y fases internas, se ha mirado reiteradamente en el espejo de las revoluciones de 1789 y 1848. Marx y Engels, en su intervención en la revolución alemana de 1848, recurrieron ampliamente a este instrumento para denostar el derrotero de la burguesía alemana y el triste papel jugado por la pequeño burguesía que había quedado lejos de sus instintos jacobinos del siglo anterior. A su vez, Trotsky utilizó relaciones de equivalencia entre las revoluciones en su ensayo Resultados y perspectivas para desentrañar el contenido obrero y socialista de la futura Revolución Rusa luego de la derrota del levantamiento de 1905. Este análisis, que en un primer momento sirvió para aprehender la dinámica de la futura revolución, ya en 1917 fue utilizado para analizar el curso de acción que debían emprender los soviets en el poder.
Más tarde, tanto Trotsky como la generación de bolcheviques oposicionistas [4], realizaron analogías entre las revoluciones para clarificar las diferencias existentes entre la contrarrevolución clásica encarnada por las antiguas clases depuestas y el contenido social de la reacción burocrática sobre el partido bolchevique y los soviets.
El método de la analogía permitió así a los revolucionarios honestos diferenciar la reacción (o contrarrevolución burocrática) de la contrarrevolución clásica, creando explicaciones sobre los fenómenos de estabilización y conservadurismo que emergían contra la democracia soviética. El ascenso del proceso reaccionario no significaba que inmediatamente las relaciones sociales retrocedieran lo andado y que el poder económico y político se desplazara nuevamente hacia las clases dominantes del antiguo régimen. Trotsky pudo explicar así cómo el aumento del poder y la imposición de la dominación de la burocracia stalinista se basaba en un equilibrio imposible de consolidar duraderamente entre las fuerzas que pugnaban hacia la restauración capitalista (internas y externas) y las fuerzas que defendían la permanencia de las relaciones sociales avanzadas de la revolución surgidas de la eliminación de la propiedad capitalista y los elementos de control estatal sobre la economía. En este equilibrio entre fuerzas de clases enemigas se asentó el bonapartismo burocrático de los años ´30. La contradicción entre las bases sociales de la revolución y las de la burocracia “soviética”, sin embargo, no podía ser eterna, y debía resolverse entre uno u otro lado de la ecuación [5].
Para defender un análisis opuesto a éste Fitzpatrick toma un concepto de revolución delineado por Crene Brinton [6]. Este autor establece una analogía entre la revolución y los “ascensos febriles” de un cuerpo “enfermo”. Cada nueva infusión de virus en el cuerpo genera una nueva alza febril, nuevas agitaciones del cuerpo “doliente” hasta que el mismo finalmente recupera la normalidad. Afirma, analizando comparativamente la revolución inglesa de 1648, la francesa de 1789 y la rusa de 1917: “Todas tienen una base social o de clase más que territorial o nacionalista (…) todas empezaron esperanzadas y moderadamente, todas tienen su crisis en un reinado de Terror, y todas acaban en algo parecido a una dictadura – Cromwell, Bonaparte, Stalin-” [7]. Tomando esta definición, Fitzpatrick establece la temporalidad de la Revolución Rusa como un proceso que se inicia en febrero de 1917 con la caída del zarismo por la acción de masas y termina en 1938 con el terror de las grandes purgas y la declaración de Stalin de que “el socialismo” se ha instaurado definitivamente en Rusia.
Afirma Fitzpatrick: “Una revolución es un término lógicamente equivalente al período de trastorno e inestabilidad que media entre la caída de un viejo régimen y la consolidación firme de uno nuevo. A fines de la década de 1920, los contornos permanentes del nuevo régimen de Rusia aún debían emerger” [8]. Para ella, la revolución, citando a Marx, “se devora a sus hijos”, y la reacción del nuevo orden es su final preanunciado. Para la autora las grandes purgas que tienen lugar en los años 1937-38 se explican como parte de este ciclo vital de toda revolución, y las mismas constituyen el “límite” entre el ciclo revolucionario y el post revolucionario. Afirma, por un lado, que “se trata de un terror revolucionario por su retórica, sus objetivos y su inexorable crecimiento” y, por otro, que “fue un terror totalitario en el sentido de que destruyó a personas, no a estructuras”. Definitivamente, la autora concluye que “la historia de la revolución rusa necesita las grandes purgas, del mismo modo que la historia de la revolución francesa necesita del terror jacobino” [9].
Para el pensamiento liberal-conservador la revolución, y especialmente aquélla que se propone eliminar las desigualdades “reales” entre las clases, siempre termina en su contrario. Esto se debe a que “los revolucionarios son utopistas, poco realistas e inexpertos en materia de gobierno, sus instituciones y procedimientos son improvisados”, son “maniqueos y dividen el mundo en dos bandos”; de aquí que “terminar en desilusión y decepción está en la naturaza de los revolucionarios”. Será una parte de estos desilusionados revolucionarios la que iniciará el camino de vuelta y, con métodos brutales, consolidará un nuevo orden de dominación. Pero para poder identificar revolución y reacción la autora debe realizar dos operaciones.
Una primera operación es de ocultamiento del contenido social de las distintas fuerzas que emergen una vez conquistado el Estado obrero. Aquí la autora restringe el análisis histórico a los “discursos” profesados por los actores del drama. Sólo de esta manera puede afirmar la existencia de un “discurso revolucionario” del stalinismo que apela a la hostilidad de clase bajo el apotegma de “luchar contra los enemigos de clase”, discurso emparentado con el imaginario del jacobinismo [10]. Este análisis es profundamente alegórico, ya que en 1928 o en 1937-38 los “enemigos de clase” no eran la burguesía y la nobleza sino los oposicionistas, los obreros, los campesinos, los intelectuales y todo aquel sector de la propia burocracia que se interpusiera a la dominación de la casta estatal. Pasando por alto “quién” era el “enemigo de clase”, Fitzpatrick toma el discurso de la burocracia para presentarlo como “continuidad” de la lucha emprendida por los bolcheviques y las grandes masas de obreros y soldados contra el antiguo régimen zarista y la clase capitalista durante los primeros años de la revolución y la guerra civil.
Una segunda operación se establece mediante la identificación del régimen stalinista consolidado en 1938 con la conclusión de la revolución y la constitución de un orden político estable. Los acontecimientos de 1989-91 dan por tierra con su hipótesis de que la revolución es el “período comprendido” entre el cambio radical y la consolidación de un nuevo régimen (la dominación burocrática en la URSS), ya que el stalinismo se mostró como un fenómeno transitorio que o bien era derrotado por una revolución política o conduciría a la restauración capitalista.
Los Soviets: un régimen político para la nueva sociedad
Lejos de identificar a la revolución como un proceso virósico sobre un cuerpo enfermo donde la nueva sociedad, pasado el traumatismo, refuerza sus defensas, o de definirla como una catalizadora de “ideas poco realistas”, “utopías” de revolucionarios “maniqueos” y demás adjetivos profesados por la autora, Marx identificaba en la revolución procesos de avance de la sociedad en los cuales el protagonismo de las masas y la dinámica que éstas imponen no puede ser soslayado. La identifica como impulsora del adelantamiento y el desarrollo de una época dada. De aquí que viera que “las revoluciones de 1648 y 1789 no fueron simplemente revoluciones inglesa la una y francesa la otra, sino revoluciones ambas de estilo europeo. No representaron el triunfo de una determinada clase de la sociedad sobre el viejo orden político, sino que proclamaron el orden político de la nueva sociedad europea”. Por otro lado, aclara Marx, rompían las ilusiones evolutivas de la historia, de manera que “la revolución de 1648 fue el triunfo del siglo XVII sobre el siglo XVI; la revolución de1789, el triunfo del siglo XVIII sobre el siglo XVII. Más todavía que las necesidades de las partes del mundo en que acaecían, Inglaterra y Francia, estas revoluciones expresaban las necesidades del mundo de entonces” [11].
Partiendo de esto, podemos pensar la revolución rusa de 1917 como una de esas grandes revoluciones que contienen el doble sentido al que se refería Marx: proclamar un “orden político de la nueva sociedad” y ser expresión universal de las necesidades de una época. La Revolución Rusa emerge de las condiciones de la Primera Guerra Mundial y de la aspiración del proletariado y las masas oprimidas de terminar con los padecimientos del régimen capitalista y la opresión zarista. Desde el punto de vista de ser expresión, concentración y adelantamiento del siglo XX, la Revolución Rusa viene a demostrar que la revolución es democrática porque es socialista, enlazando así la experiencia del proletariado europeo del siglo anterior (de 1848 a la Comuna de París de 1871) con la expansión de la revolución proletaria más allá de Europa. Es así expresión universal de la nueva época, ya que mostró que la clase trabajadora, junto a las masas oprimidas, pudo no sólo llegar al poder sino mantenerlo durante un período histórico y transformar las relaciones de producción, imponiendo a la democracia soviética como régimen de dominación.
Los marxistas clásicos consideraban que el orden político conquistado era transitorio, y la madurez de las condiciones de la revolución socialista era pensada a partir de comprender la compleja unidad entre Rusia y las relaciones económicas y de clase a escala mundial. Así, el Estado obrero ruso era una fortificación enlazada al avance de la revolución internacional. Aún habiendo eliminado jurídicamente a las clases propietarias a nivel nacional, el Estado obrero no podía permanecer dentro de esas fronteras, sino que debía avanzar en la alianza con el proletariado y las masas de las otras naciones para debilitar la dominación internacional del capital.
Era un Estado que se basaba aún en la lucha de clases, y el socialismo sólo se podía prefigurar programáticamente en medidas parciales que permitieran avanzar a la democracia soviética dentro de esta perspectiva general. En ese sentido, el multipartidismo soviético era una “anticipación” o, como Rosa Luxemburgo lo calificó, una “anacronía” [12]. El ruso era un régimen político de democracia soviética aún cuando las bases sociales de esa misma democracia se encontraran en disputa con las propias condiciones rezagadas de la economía rusa y con la dominación capitalista internacional.
Para poder comprender esta relación, no unilateralmente sino en toda su complejidad, hay que destacar las precisiones teóricas que Lenin ya establece en su libro El Estado y la revolución. En primer lugar, plantea allí los fundamentos de cómo la teoría marxista, en su análisis de las formas que adquiere la transición al socialismo y el comunismo, se modifica frente al hecho de que la “dictadura del proletariado” es conquistada en un país rezagado como Rusia, algo que Marx había planteado sólo hipotéticamente. En segundo lugar, plantea de esta manera una distinción esencial entre el contenido social del Estado obrero, desde el punto de vista de la conquista de nuevas relaciones sociales de producción transitorias al socialismo, y la forma política que adquiere esa “dictadura de clase” (en sentido amplio) desde el punto de vista de las instituciones políticas mediante las cuales el proletariado domina. Así, Lenin planteaba que: “la esencia de la teoría de Marx sobre el Estado sólo la ha asimilado quien haya comprendido que la dictadura de una clase es necesaria, no sólo para toda sociedad de clases en general, no sólo para el proletariado después de derrocar a la burguesía, sino también para todo el período histórico que separa al capitalismo de la ‘sociedad sin clases’, del comunismo. Las formas de los estados burgueses son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos esos estados son -bajo una forma o bajo otra, pero, en última instancia, necesariamente- una dictadura de la burguesía. La transición del capitalismo al comunismo no puede, naturalmente, por menos de proporcionar una enorme abundancia y diversidad de formas políticas, pero la esencia de todas ellas será, necesariamente, una: la dictadura del proletariado” [13].
La república soviética (o democracia soviética) fue “la forma política al fin descubierta” que adoptó en Rusia la dictadura del proletariado como estadío necesario para la destrucción de las relaciones sociales capitalistas. El proletariado, más aún que la burguesía en su momento ascendente, necesita centralizar el poder político en un nuevo tipo de Estado para avanzar en desarrollar las nuevas relaciones sociales mediante la expropiación de los capitalistas y terratenientes. Esto es así porque el proletariado no puede desarrollar estas nuevas relaciones en toda su amplitud durante un período prolongado “en los márgenes” de la antigua formación social como sí ocurrió con las relaciones capitalistas bajo el feudalismo. Las posibilidades de ampliar, avanzar o retroceder en las formas políticas democráticas de la dictadura del proletariado tenían que ver con el desarrollo de la revolución internacional, a la cual apostaban los bolcheviques, así como con los grados y fortaleza de la reacción interna a las que estuviera sometido el poder soviético.
La autora norteamericana, desde el punto de vista de su interpretación liberal, no toma en cuenta esta distinción esencial entre régimen social y régimen político que surge de la Revolución Rusa. Ella, cuando habla de “dictadura”, se refiere específicamente a la forma política que adquiere el nuevo régimen en sus inicios, ya que éste adopta medidas contrarias a la democracia formal que rige bajo la dictadura de la burguesía. El nuevo Estado obrero suprime la libertad política de los partidos de la burguesía y los terratenientes, impone la censura en sus medios de prensa y difusión y expropia sus propiedades y capital. Desde este ángulo es que la autora ubica la imposición del régimen político de la dictadura de la burocracia soviética, del stalinismo, como continuidad del régimen político de la “democracia soviética” de la cual la burocracia es sepulturera. El punto de sutura de la revolución se encuentra así para el liberalismo ya en el inicio del proceso.
Para la autora, la revolución de 1905 es el modelo de revolución, ya que combina dos movimientos, uno de “elite” (la burguesía liberal) y otro de “masas”. Por el contrario, en febrero de 1917 la democracia liberal se ve encerrada en las contradicciones del “doble poder” que, según la autora, “se parecía mucho al vacío de poder” [14]. Para ésta coincidió la imposibilidad de la burguesía de aspirar a una salida independiente de las viejas clases dominantes y del proletariado, con determinadas tendencias antagonistas entre las masas que posibilitaron la imposición de una “dictadura” por parte del Partido Bolchevique [15]. Si bien reconoce que el bolchevismo es apoyado por la mayoría del proletariado de las ciudades y una minoría significativa en el campo en el momento de la toma del poder, la autora califica a la insurrección como “golpe de mano” de los bolcheviques en un momento de debilidad institucional (agrega por otro lado que fue “un acontecimiento carente de heroísmo”).
A lo largo del libro la autora identifica dos tendencias que terminan en la imposición de una dictadura de elite sobre el proletariado y las masas rurales. La primera de estas tendencias es identificada en la política de Lenin. Este, indica la autora, “tiende al unicato contra el multipartidismo”, de manera que “el acuerdo con los SR de izquierda es provisorio” [16]. En base a su visión pone en entredicho la posición de Lenin contraria a la creación de una “burocracia estatal” separada del pueblo y de la necesidad de que los comunistas mantuvieran independencia de la administración del Estado, tal como había establecido en El Estado y la revolución. La autora objeta una porción de incredulidad ya que “se daba por sentado que la organización del partido se mantendría independiente del gobierno y libre de toda función administrativa, tal como habría ocurrido si los bolcheviques hubieran llegado a ser partido gobernante en un sistema político multipartidario” [17].
La segunda tendencia está relacionada con las características de clase del régimen de democracia soviética. Así, la inclinación autoritaria “natural” del bolchevismo se verá reforzada por la instauración de un régimen político que basa su legitimidad en las masas explotadas. El intento de la clase obrera y el campesinado pobre, impulsados por el bolchevismo, de imponer su gobierno a través de los soviets, es una de las características que posibilitará el desplazamiento de los idearios igualitaristas y democráticos de los primeros tiempos hacia la dictadura totalitaria. Esta idea será una constante en la argumentación de la autora. Fitzpatrick afirma que “los obreros y marineros sentían menos inclinación a la persuasión que los intelectuales” [18], lo cual facultó al bolchevismo para adoptar medidas represivas y a consolidar la tendencia “persistente de subordinar los soviets al partido”, “tendencia” que se vio “reforzada por la guerra civil” [19]. Así, nuevamente, la autora debe afirmar, buscando las causas del autoritarismo soviético de los primero años, que: “Bien puede ser que los rasgos autoritarios antiliberales, duros y represivos del partido hayan sido reforzados por el influjo de afiliados obreros y campesinos en 1917 y en los años de la guerra civil” [20].
El impulso destructor del antiguo régimen de parte del movimiento de masas en la Revolución Rusa fue impetuoso, precisamente porque la revolución, a instancia de los bolcheviques y con su impulso definitorio, sancionó que el poder se encontraba ahora en manos de las masas. A la resistencia del viejo aparato administrativo, las masas le opusieron la conformación de nuevos centros de gobierno basados en los soviets locales. A la resistencia del viejo ejército, los soldados impusieron su completa disolución, como decía Lenin, “con los pies”. Imaginemos un ejército completo y desmovilizado en plena guerra imperialista y con el país rodeado de ejércitos enemigos. Esta idea revolucionaria no será muy “acertada” para nuestra historiadora, pero como decía Trotsky: “La revolución desde el punto de vista de la psicología de las masas, es una aplicación del criterio de la razón a las tradiciones e instituciones heredadas” [21]. Y esto es lo que hicieron los bolcheviques decretando la disolución de la gran propiedad terrateniente, del viejo ejército y del aparato de Estado de la autocracia mantenido por la “República de febrero”.
Los obreros, soldados y campesinos “racionalmente” habían hecho gran parte del trabajo. En la etapa siguiente tuvo que surgir un nuevo ejército, y éste fue uno de los lugares donde una nueva “generación” de bolcheviques hizo sus primeras armas políticas. Paralelamente a este impulso, el gobierno tuvo que contar con la colaboración de los “antiguos especialistas”, mostrando cuán dificultoso era para los bolcheviques avanzar en mantener un nuevo orden revolucionario en un momento de particular aislamiento.
El intento de que las masas ejercieran su gobierno por los soviets, posición que es impulsada desde abril por el bolchevismo, y que en octubre se concretará mediante una alianza entre éstos con los SR de izquierda, luego del año 1918 será una posición sostenida en soledad. Ninguno de los partidos que apoyaron a las masas en su primer intento de gobierno, con excepción del bolchevismo, mantuviera una oposición leal al nuevo régimen de los soviets [22]. En este hecho se reflejaban sin duda las concepciones e ideas que estos agrupamientos poseían en torno a cuáles eran las tareas que debía conquistar la Revolución Rusa, debate que atravesó también al Partido Bolchevique.
En el caso de los SR de izquierda, dubitativos del impulso revolucionario, debieron atravesar los primeros meses de su experiencia revolucionaria como partidos integrantes del gobierno de coalición con la burguesía, enfrascados en el “régimen de la dualidad de poderes”. El impulso y radicalización del campesinado pobre y sin tierra dio como resultado la división del eserismo en un ala derecha y otra de izquierda. A su vez, la política de los bolcheviques, que concentró la atención de gran parte de la población obrera de las ciudades, terminó por arrastrar al ala izquierda a la participación en el gobierno revolucionario. Sin embargo, sus aspiraciones volvían una y otra vez a la idea de una coalición de todos los “partidos socialistas”, incluidos los viejos mencheviques y SR de derecha. Idea ésta enfrentada a aquélla de gobierno de los soviets.
La posición sostenida por los SR de izquierda ante la firma de la paz con Alemania en Brest-Litovsk marcó el momento de ruptura y distanciamiento con el régimen soviético [23], no por voluntad de Lenin o por sus tendencias al “unicato” [24]. La diferencia está dada para Lenin y Trotsky por la base social de la alianza o del multipartidismo: el gobierno de los soviets o la unidad de todos los “socialistas”, incluidos aquéllos que representaban la defensa de los intereses de la burguesía y los aliados por encima de los soviets y sus decretos ya conquistados.
Desde el punto de vista de la alianza de clases interna, tenemos por un lado la ruptura del “bloque político de octubre” que lleva, en el marco del inicio de la resistencia de las clases depuestas, a una restricción de la democracia soviética. Por otro lado, uno de los elementos vitales que posibilita la extensión o restricción de las formas políticas democráticas de la dictadura del proletariado para los bolcheviques tenía que ver con el desarrollo de la revolución internacional, particularmente con la revolución alemana a la cual apostaban. Ambos elementos, internos y fundamentalmente externos, serían los que limitarán o potenciarán los grados de reacción interna a los que estará sometido el poder soviético.
En este sentido, las afirmaciones que Fitzpatrick realiza sobre el período extenso de guerra civil, al cual estuvo sometido el régimen soviético resultan desconcertantes y profundamente falsas. Ella plantea: “Al considerar la relación entre la guerra civil y el gobierno autoritario, debe recordarse que había una relación de reciprocidad entre los bolcheviques y el ambiente político de 1918-1920. La guerra civil no fue un imprevisible acto de Dios en el que los bolcheviques no tenían responsabilidad alguna. Por el contrario, los bolcheviques se asociaron al enfrentamiento armado y la violencia en los meses que mediaron entre febrero y octubre de 1917; y como los líderes bolcheviques bien sabían antes de que ocurriera, su golpe de octubre fue percibido por muchos como una provocación directa a la guerra civil. La guerra civil ciertamente le dio al nuevo régimen su bautismo de fuego, influenciando así su futuro desarrollo. Pero los bolcheviques se habían arriesgado y tal vez incluso habían buscado un bautismo de esa índole” [25].
Los bolcheviques no se hacían ilusiones sobre la posibilidad de un “tránsito pacífico” al socialismo, y creían certeramente que la resistencia de las clases enemigas imponía a la nueva clase dominante, el proletariado en alianza con los campesinos, aplastar tal resistencia mediante el poder armado. Si bien los bolcheviques partían de esta afirmación ampliamente comprobada, es erróneo afirmar que “buscaron” y desearon el extenso y doloroso período de guerra civil (1918 a 1921). De hecho, consideraban certeramente que la revolución alemana, al romper el frente único de Aliados-Entente que comenzaba a actuar en comunidad con las clases depuestas rusas contra el régimen soviético, hubiera acortado y hecho infinitamente más benévolo el período de guerra civil que tuvieron que atravesar. La hostilidad de la socialdemocracia alemana y sus habilidades para derrotar el ascenso de un gobierno de los consejos de obreros y soldados (dicho de paso mediante la guerra civil abierta contra el ala revolucionaria y las masas de obreros y soldados) terminó en la derrota del proceso y en el fortalecimiento del frente imperialista contra los revolucionarios rusos. La apuesta bolchevique, y ligado a ésta el avance o las restricciones de la democracia soviética, estaba enlazada a la dinámica de la lucha de clases que unía la toma y defensa del poder obrero en Rusia con el desarrollo de la revolución en Alemania como efectivamente pasó. Si triunfaba el poder obrero en ese país central de Europa, el tránsito de la dictadura del proletariado al socialismo se facilitaría haciéndose menos cruenta la guerra civil y por lo tanto menos necesarias las restricciones a la democracia soviética.
Por el contrario, Fitzpatrick afirma que los bolcheviques “buscaron” la guerra civil para imponer un gobierno autoritario. Al ignorar concientemente la estrategia internacional de los bolcheviques la autora finalmente sentencia que el “poder autoritario” del régimen se fundamenta en el deseo conciente de los bolcheviques, en su apelación a la violencia y a la guerra civil por fuera de toda consideración histórica.
Si bien la historiadora aclarará que, a diferencia de Stalin, a Lenin no le interesaba tanto “la concentración del poder per se” sino qué clase social o alianza de clases detentaba ese poder, deduce de las circunstancias que atraviesa el poder de los soviets durante los primeros años la tendencia que lleva por la “naturaleza” del Partido Bolchevique a determinar la “naturaleza” del régimen político que “consolida” la revolución: el stalinismo. Tal vez no haya partido político en la historia del siglo XX que haya manejado las contradicciones de la sociedad y fundamentalmente de una sociedad atravesada por la crisis y la revolución de una manera tan “maniquea”, tan directa y voluntariamente programada por los “líderes”. Sin duda, en este cuento hay mucha tela stalinista. Sin embargo, como esta visión del proceso no se puede sostener, nuevamente se debe buscar algún sustrato social donde apoyar tales tendencias autoritarias. Así, nuevamente es el intento de los trabajadores y los campesinos de generar sus propias instituciones y tradiciones políticas el que viene a reforzar la “naturaleza” autoritaria del partido, de su líder y del régimen ideado a su “imagen y semejanza”.
La lucha de la burocracia “soviética” contra el Partido Bolchevique y la herencia de la revolución
Ceñida la revolución a sucesivas convulsiones que dan como “resultado necesario” el establecimiento y consolidación de un dictador, la historiadora enumera las diversas fases de la lucha de la nueva burocracia soviética contra la revolución como sucesivas fases de la revolución misma. Tanto es así que denomina la última convulsión como “la revolución de Stalin”. Bajo esta última agrupa el proceso de colectivización forzosa iniciado en el año 1928, la industrialización acelerada, la constitución de los campos de trabajo forzado hacia fines de 1932-33 y las grandes purgas de 1937-38. Luego de estas sacudidas, la “sociedad soviética parece recobrar la calma”.
El ascenso de la burocracia “soviética” es explicado como una continuidad del bolchevismo, centralmente a través de la utilización por parte del stalinismo de una “retórica” y animosidad fundada en la “lucha de clases”. Así, la colectivización forzosa impuesta al campesinado se fundamenta en la “tradición común” de los bolcheviques de “desconfiar” de la pequeño burguesía, de ver tras el nepista a un futuro capitalista. Por otro lado, el impulso “superindustrializador” emprendido por la burocracia de Stalin, luego de romper su bloque con los nepistas y un sector del Partido Bolchevique del período previo, es explicado como la imposición de una “tradición modernizadora” extendida entre los bolcheviques, llegando incluso a afirmar que para éstos “el socialismo era igual a la sociedad industrial moderna” [26]. Olvida la autora que si comparamos al stalinismo con la fórmula popularizada por Lenin que definía al Estado obrero como “electrificación más soviets”, el ángulo de la democracia soviética está ausente en la orientación “modernizadora” de la burocracia stalinista. Por su parte, Trotsky, quien había planteado un programa de industrialización en 1923, critica el giro “superindustrializador” del stalinismo, ya que éste se imponía no por medio de la democracia soviética sino por métodos burocráticos y que por lo tanto, esta medida “no añade nada nuevo al peso específico del proletariado dentro de la vida política del país” [27].
Si la opción patriótica de avanzar en la industrialización sin ayuda del “comercio exterior”, como había planteado Trotsky, fue la que finalmente se llevó adelante, esto demuestra para la autora que el camino a recorrer por el régimen, en una u otra de las opciones en pugna, compartía un imaginario común tanto así como resultados similares [28]. De esta manera, las contiendas entre las “personalidades” del Partido Bolchevique son confinadas a simples luchas personales desestimando cuáles eran las fuerzas sociales que estaban en disputa.
Clarificar estos proyectos y el poder que habían adquirido las fuerzas en conflicto era dificultoso para los marxistas en 1924. Pero, para la autora, que escribe su ensayo varias décadas después, se trata de elaborar un discurso ideológico que basa su fundamento en que las libertades conquistadas por las masas de obreros y campesinos pobres bajo la democracia soviética no eran tales, y que el proyecto marxista de erigir un Estado de transición, una dictadura del proletariado, es sinónimo de restricción de las libertades políticas y de dictadura totalitaria.
Para establecer esta genealogía de la dictadura stalinista debe periodizar el tiempo de la reacción como tiempo de la revolución. Sin embargo, Fitzpatrick especifica que el período stalinista es una etapa ubicada en el “límite” entre ambos procesos, entre la revolución y la post revolución. Si la revolución es la intervención “racional” de las masas en la vida política, si cada impulso de la revolución contó con su participación activa o se hizo sopesando su rol político en el nuevo régimen, ¿cómo se puede definir aquel impulso que se hizo sin su apoyo y movilización e incluso contra la participación de estas mismas masas?
El enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución en el régimen social impuesto por la revolución debe ser subsumido por Fitzpatrick recurriendo al argumento del carácter dual del stalinismo. De esta manera, la “revolución de Stalin” se compone de un impulso proveniente de una “revolución desde arriba” con elementos de una “revolución desde abajo”. Sin embargo, la primera argumentación, aquélla de una transformación impuesta desde el aparato del Estado, es más convincente que aquélla del apoyo popular “desde abajo” que posee el stalinismo y del cual nos habla la autora. Ésta afirma: “El invierno de 1929-30 fue una época de frenesí, en la cual el ánimo apocalíptico y la retórica encendidamente revolucionaria del período realmente recordaba a la del ‘período heroico’ previo, la desesperada culminación de la guerra civil y el comunismo de guerra en 1920” [29].
La autora encuentra, en la “prosa inflamada” de la burocracia y en el apoyo urbano a la colectivización forzosa a la cual adherían los “jóvenes comunistas de la Komsomol” [30], razones suficientes para clasificar los “movimientos convulsivos” de la sociedad rusa en la década del ‘30 como movimientos de una “revolución cultural” que terminará finalmente imponiendo los objetivos originarios de la Revolución de Octubre. Los fines explícitos de la Revolución de Octubre son así conquistados en el momento de mayor reacción política contra estos objetivos y los hombres y mujeres que los encarnaron.
Esta identidad supuesta entre los principios proclamados en 1917 y aquéllos de la década del ‘30 se cimientan para la autora en su interpretación del marxismo como un “esencialismo” de clase. Los bolcheviques promueven la idea de un Estado en manos de las clases explotadas, de un Estado con hegemonía de los trabajadores en unidad con los campesinos pobres. Este objetivo, para la autora, es el que finalmente se impone mediante “la revolución de Stalin”. Para ella es durante los años ‘30 cuando la administración estatal es definitivamente conquistada, ya que “1/6 del personal administrativo eran, hacía 5 años, obreros manuales” [31].
La historiadora, de esta manera, indicará que “el propósito de la ‘revolución cultural’ era establecer la ‘hegemonía’ comunista y proletaria, lo que en términos prácticos significaba tanto afirmar el control del partido sobre la vida cultural como abrir la elite administrativa y profesional a una nueva cohorte de jóvenes comunistas y trabajadores” [32]. La nueva generación de jóvenes comunistas estuvo dispuesta a enfrentar “políticas de confrontación cultural más agresivas” (concretamente a imponer el reinado del silencio en las universidades y entre los jóvenes obreros). Así, Fitzpatrick se apoya en la existencia del denominado “ejército cultural del Komsomol”, que profesaba una fuerte “retórica antiburguesa y modernizante”, para deducir el “apoyo popular” al stalinismo.
La burocracia soviética, que ya en la década de los ‘30 había aplastado al proletariado primero, y luego al campesinado, también debía aplastar a los restos sobrantes de la “vieja guardia” bolchevique y a la antigua intelligentzia. A esta tarea se abocaron febrilmente los jóvenes stalinistas de la Komsomol. Lejos de los objetivos del bolchevismo de una democracia proletaria basada en los soviets y de un aparato de Estado donde la clase obrera (hasta una “cocinera”, decía Lenin) pudiera cumplir tareas de administración, el ascenso de un sector de obreros y campesinos a las funciones estatales no agregó nada al peso específico que el proletariado cumplía bajo el régimen de la dictadura burocrática. En realidad, el papel real jugado por los jóvenes de la Komsomol en las universidades (y el sistema de enseñanza) así como en la administración estatal fue parte de la consolidación de una elite adicta a la burocracia. En ese sentido, “el ascenso del stalinismo marca la ‘paralización teórica’ de la inteligencia, incluso de aquellos que la apoyaban (a la revolución) pero no así a los bolcheviques, la tradición de tolerancia de éstos es destruida” [33].
A través de esta serie de amalgamas entre la visión y los objetivos políticos propuestos por los marxistas en la Revolución Rusa y el fenómeno de reacción, Fitzpatrick periodiza el calendario revolucionario. Enfrentando esta visión lineal y superficial de la revolución, Trotsky, quien jugó un rol protagónico en esta lucha, coloca las “convulsiones” que atraviesa el régimen soviético como diversos momentos del ascenso de la reacción termidoriana que concluye en la coronación de la burocracia soviética y la dictadura stalinista.
Así, Trotsky establece tres tendencias, “puntos ideológicos” en torno a los cuales se agruparon las distintas fuerzas políticas: “Eran tres en conjunto, y a su tiempo se suplieron y reemplazaron en parte unas a otras”. Su análisis marxista trata de establecer las relaciones existentes entre representaciones ideológicas y políticas, los “discursos” de los actores y las clases y fracciones de clase a los cuales están asociados. De esta manera, no se conforma con el “ropaje” que gusta vestir la burocracia sino que penetra su cobertura y devela los intereses sociales reales de la sociedad en convulsión. Devela la alegoría a la cual es propensa la burocracia soviética para penetrar en el análisis marxista. El hecho de que haya sido un hombre del propio Partido Bolchevique el que haya personificado la reacción no es un impedimento para aproximarse al fenómeno de ruptura en el proceso revolucionario abierto por octubre.
Así, tres nudos “ideológicos” centrales fueron levantados en distintos momentos por distintas fracciones en pugna. El punto ideológico central, el proceso de industrialización, es rechazado, en el año 1923-24, por la alianza entre los “viejos bolcheviques”, la aún insegura burocracia soviética y los campesinos nepistas, cuyo basamento central era la posibilidad de adoptar una posición autosuficiente respecto al progreso económico del socialismo [34]. Esta alianza económica y política inicial permitió a la burocracia soviética “quebrantar la resistencia de las masas obreras y a sus portavoces en la oposición de izquierda” [35]. La alianza es inicial, lo que la obliga a oscilar. En esta lucha, un sector del Partido Bolchevique ayuda a la burocracia a aplastar al proletariado y descabezar su dirección. El bolchevismo como partido revolucionario, dice Trotsky, se ha comenzado a “descomponer” [36].
En una segunda fase, la reacción sobre la democracia soviética emprende su lucha contra sus antiguos aliados nepistas pero en función de asentar su propia “cuota en el reparto de la renta y el poder”. De aquí que deben hablar en nombre del “proletariado” para quebrar la resistencia de sus “antiguos” aliados. La burocracia soviética ve amenazada su propia existencia y mediante un giro brusco rompe con los campesinos nepistas y pega un salto violento a la “superindustrialización”, “por desgracia, predominantemente en el papel y en los discursos” [37].
El segundo nudo ideológico de la reacción aparece expresado mediante una nueva alianza compuesta por un sector nacionalista del Partido Bolchevique y la burocracia soviética. “La campaña contra la teoría de la revolución permanente, carente de valor teórico intrínseco, sirvió de expresión a una desviación conservadora nacionalista del bolchevismo” [38]. Aquí Trotsky especifica que esta lucha se inició ayudada por la política de autodefensa conservadora de la “vieja guardia bolchevique” encarnada por Zinoviev y Kamenev, pero pronto se volvió contra ella misma. Así, ayudada inconscientemente por sectores revolucionarios se impulsó la teoría del socialismo en un solo país. “Los viejos bolcheviques sólo después cayeron en la cuenta del proceso que se había iniciado” [39].
Trotsky define estos desplazamientos en las alianzas políticas, estos cambios en la base de sustentación del régimen, bajo el concepto de “centrismo burocrático”. Debajo de estas modificaciones se suceden dos giros, al primero de “retórica” moderada y procampesino le sucede la prosa inflamada del tercer período y la industrialización. El primer giro termidoriano, indica Trotsky, se parece al termidor francés: allí la casta termidoriana se apoya en los campesinos acomodados para aplastar la masa revolucionaria de las ciudades, para descabezar al proletariado. La lucha contra el “jacobinismo” se impulsa no como lucha contra él sino como aniquilamiento de los “terroristas”, de “los montañeses”, al igual que la lucha contra el bolchevismo se lleva adelante como lucha contra el “trotskismo”, “obrerismo”, etc. La segunda fase del termidor, iniciada en 1927-28, es impulsada por la lucha descarnada de la burocracia soviética contra su antiguo aliado, la pequeño burguesía rural. Aquí, dice Trotsky, terminan las analogías con el caso francés, ya que las bases sociales de la Unión Soviética se hacen “intangibles”.
La posición dominante de la burocracia parte de parasitar los logros del estado obrero, las conquistas del proletariado sobre la sociedad capitalista. Sólo manteniendo el “equilibrio” entre éstas y los impulsos a la restauración capitalista directa, es que podía la burocracia sostener su posición y preservar sus privilegios de casta. En 1927, acompañando las consecuencias de la catastrófica derrota de la revolución china, “la burocracia llegó a asustarse de su aislamiento, de su divorcio del proletariado. Sola no podía derrotar al kulak, a la pequeño burguesía, que había crecido y continuaba creciendo sobre la base de la N.E.P.; tenia que contar con la ayuda del proletariado. De ahí su esfuerzo concertado por presentar su lucha contra la pequeño burguesía, por los productos sobrantes y por el poder, como la lucha del proletariado contra las tentativas de restauración capitalista” [40].
Luego de estos giros sucesivos, indica Trotsky, surge el “bonapartismo burocrático”. El momento de ascenso y consolidación del bonapartismo se basa, según Marx, “en la postración común de los partidos antagónicos”. Sobre el descabezamiento de las clases enemigas “el régimen pretoriano” impone el dominio de las armas sobre la sociedad [41]. Pero el caso ruso es un bonapartismo muy especial, ya que posee el control de toda la economía en sus manos, de manera que el tercer punto ideológico de la burocracia en su lucha contra el “trotskismo” se desarrolla como lucha contra la “nivelación y la igualdad”. Contra la tradición “puritana” y “austera” de los bolcheviques se produce la transformación de la desigualdad social inevitable que persiste bajo un estado de transición en desigualdad económica a favor de la casta burocrática [42].
Las consecuencias sociales aparejadas por la colectivización forzosa fueron impensadas y profundas. Sus repersecuciones en el campo generaron una primera corriente migratoria hacia la ciudad, especialmente entre los jóvenes, que ingresaron como mano de obra del impulso “industrializador” del primer plan quinquenal. Una segunda corriente migratoria se generó luego del fracaso de los planes de colectivización en el campo, que hicieron descender la productividad del trabajo y originaron las hambrunas de 1932-33. Existió además la corriente inversa, obreros e intelectuales que huían de la persecución de las ciudades hacia el campo o hacia las nuevas ciudades-fábricas implantadas por la planificación. Isaac Deutscher indica que en este momento de desplazamientos impuestos desde arriba la vieja clase obrera se ve reforzada por campesinos emigrados, mientras que los lazos de vida de éstos son resquebrajados.
De esta manera, el bonapartismo burocrático no sólo había descabezado al proletariado y a las fracciones directamente restauracionistas, sino que también mediante su control sobre el conjunto de la sociedad, había desorganizado los lazos de solidaridad de clase más elementales. De allí su componente totalitario. De modo que: “En consecuencia, los cuadros de la vieja clase obrera se diluyeron en la masa marginal de aquellos campesinos que habían perdido sus propias tradiciones, sus hábitos de trabajo y sus ideales sociales. En un país donde la población entera había sido convertida, hasta un punto considerable, en una masa desclasada, la burocracia quedaba como la única fuerza socialmente organizada. El terror cumpliría el mismo papel sobre la intelligentzia que la colectivización jugó con el campesinado. La relativamente vieja intelligentzia fue reemplazada por una masa desclasada de ‘nuevos especialistas’” [43].
Es justo en este momento de ascenso del terror reaccionario cuando la autora plantea que se logra una nueva “inteligencia soviética” extraída de obreros y campesinos que llega a la administración del Estado y al gobierno, cumpliendo así los objetivos planteados por Lenin y el bolchevismo. Este es el momento fijado por la autora para cerrar el calendario revolucionario. Como vimos, el análisis que hace Trotsky es mucho más complejo que la secuencia lineal que traza la visión liberal en la cual el stalinismo es la continuidad “necesaria” del bolchevismo, de manera tal que el primero lleva adelante “como su continuidad” los objetivos concientes del segundo. Un abismo se abre entre el desarrollo de la Revolución Rusa y el marco conceptual de la historiadora. Abismo que, como vimos a lo largo de esta nota, deja afuera la apreciación de la verdad histórica en la revolución proletaria.
|