Introducción
En el prólogo a su libro The Soviet Century, el historiador M. Lewin señala, a propósito de la proliferación de debates y publicaciones acerca de la Unión Soviética, que “la URSS como ‘pasado’ es necesaria en el presente por la simple razón de que no es posible deshacerse de la historia”. Esa historia indica que la “cuestión rusa” fue uno de los principales problemas políticos del siglo XX que marcó la experiencia vital de millones de personas. Además de este problema “biográfico”, como lo llama Lewin, -que se manifiesta en expresiones culturales o como “nostalgia” social- probablemente, las claves para comprender las características del proceso de restauración capitalista y la situación actual de decadencia de Rusia esté en su pasado reciente [1].
Desde el punto de vista del marxismo revolucionario, la reflexión sobre las condiciones que llevaron a la degeneración de la ex URSS y su posterior colapso resulta imprescindible porque, como balance del primer experimento en la historia del poder obrero, sigue constituyendo una fuente inagotable de lecciones programáticas, estratégicas, políticas y organizativas para el futuro del socialismo. [2]
El problema teórico-político sobre la naturaleza de clase de la sociedad soviética fue uno de los temas centrales de discusión desde comienzos de la degeneración burocrática en 1924. El colapso de la ex URSS y los estados obreros deformados de Europa del Este reabrieron la polémica alrededor de los orígenes y el carácter del fenómeno stalinista.
¿Actuó una “necesidad histórica” en la burocratización de la ex URSS como plantearon los que hacían eje en la correspondencia entre el nivel de “desarrollo de las fuerzas productivas” y la “burocratización”, aceptando de hecho el “socialismo en un solo país? ¿La burocratización se ha transformado en el destino de toda revolución proletaria como plantean los que buscan la explicación del “totalitarismo” desde el punto de vista objetivo en la concentración estatal de los medios de producción y desde el punto de vista subjetivo en la dirección bolchevique?
Las respuestas positivas a estas preguntas que hoy hegemonizan la producción ideológica coinciden en negar la necesidad de una fase transitoria entre el capitalismo y el socialismo, llevando a una aceptación acrítica de la democracia burguesa o su contracara supuestamente radical representada por el autonomismo. El cuestionamiento a la idea de la “transición” al socialismo ha alcanzado también a corrientes de la izquierda marxista, como muestran las últimas elaboraciones teóricas del Secretariado Unificado, que han vuelto a considerar algunos argumentos de viejas teorías -principalmente del llamado ‘colectivismo burocrático’- que estuvieron en discusión a fines de los años ’30 y luego de la Segunda Guerra Mundial, y que trataban de encontrar los fundamentos de un nuevo régimen de explotación en la Rusia stalinizada.
Desde el punto de vista teórico, esta suerte de revisión del pasado ha llevado al cuestionamiento de la definición de Trotsky de la ex Unión Soviética como un Estado obrero degenerado, definición que buscaba expresar la contradicción entre las conquistas de la Revolución de Octubre que vivían aún en las bases del Estado obrero, por un lado, y la burocracia contrarrevolucionaria con sus intereses, por otro. Esta contradicción no podía seguir profundizándose y manteniéndose en el tiempo, por lo que el pronóstico de Trotsky en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, era alternativo y de corto plazo: o una revolución política derrotaba a la burocracia y reestablecía las bases de la dictadura del proletariado, o triunfaba la contrarrevolución burguesa e iniciaba la restauración del capitalismo.
Sin embargo, el pronóstico de Trotsky aunque como veremos acertado en el contenido, fue errado en cuanto a los tiempos. El resultado de la Segunda Guerra Mundial terminó fortaleciendo a la burocracia stalinista que extendió su dominio a los países de Europa del Este y una porción de Alemania, dando lugar a una situación compleja y contradictoria. Como plantea M.Lewin, “la victoria de 1945 ‘rehabilitó al stalinismo -incluso, hasta cierto punto a escala global- en el mismo momento en que el sistema y Stalin personalmente habían comenzado una fase de decadencia marcada” [3].
La inestabilidad que caracterizaba al régimen totalitario bajo Stalin, luego de algunos años difíciles de la reconstrucción de postguerra, había dado lugar a una dictadura bonapartista-policial mucho más estable, situación que fue interpretada por gran parte de la intelectualidad antiestalinistas y por sectores del propio trotskismo como la señal de que la burocracia, al modo de las clases explotadoras, había encontrado las vías de su reproducción por toda una época histórica.
Las presiones del mundo surgido como resultado de los acuerdos de Yalta, actuaron sobre el movimiento trotskista dando lugar a su fragmentación en un ala estalinófoba -que adhirió al capitalismo de Estado o al colectivismo burocrático, alejándose tempranamente del trotskismo- y un ala que tenía expectativas en la autorreforma de la burocracia, expectativas que se veían alentadas por cada nueva ruptura en el aparato stalinista. Por ejemplo, frente a la revolución Yugoslava, el trotskismo supo reconocer correctamente el surgimiento de un nuevo Estado obrero, pero sembró ilusiones en la dirección de Tito por sus conflictos con Stalin.
En el Tercer Congreso Mundial de la IV Internacional realizado en 1951, Michel Raptis (Pablo), en ese momento uno de los máximos dirigentes del Secretariado Internacional, publicó un tristemente célebre documento titulado Where are we going?, cuyo argumento central consistía en que el período de transición del capitalismo al socialismo se prolongaría por siglos, lo que implicaba la coexistencia de estados obreros deformados y estados capitalistas, es decir, la división del mundo en dos “campos”, uno hegemonizado por Estados Unidos, el otro por la Unión Soviética y su zona de influencia. La URSS y los estados obreros deformados, a pesar de no ser socialistas, serían el único obstáculo al capitalismo que tendería permanentemente a la guerra contra ellos. Esta situación objetiva de hostilidad llevaría a los partidos stalinistas a dirigir una lucha revolucionaria para defenderse del imperialismo. La conclusión de esta situación era que los trotskistas debían disolver sus organizaciones dentro de los partidos stalinistas, política que se conoció como entrismo sui generis. Esto llevó a la ruptura en la IV Internacional en 1953 de un sector que rechazó esta política liquidacionista extrema. A pesar de esta y otras peleas parciales correctas, el trotskismo en la postguerra se transformó en un movimiento centrista, lo que significaba que, si bien se mantuvo una débil continuidad con la tradición revolucionaria y se consiguieron nuevas conquistas teórico-programáticas, como por ejemplo la definición de los países del glacis como estados obreros deformados [4], lo que primaba de conjunto era la adaptación ya sea a la socialdemocracia o al stalinismo en sus distintas variantes, como el castrismo, u otras direcciones no proletarias como el sandinismo.
Una de las grandes enseñanzas para la práctica revolucionaria actual, que surge del balance del stalinismo y de la lucha contra la degeneración burocrática dirigida por Trotsky, es que en general los acontecimientos históricos concretos no ocurren exactamente según las hipótesis teóricas o las normas programáticas de los marxistas, pero esa discrepancia no niega ni la teoría revolucionaria ni la defensa de conquistas o avances parciales que den como resultado esos acontecimientos. Como demuestra la experiencia del stalinismo, los que no supieron defender la conquista histórica que significaba la expropiación de la burguesía y la colectivización de la economía en la URSS -lo que por otra parte se demostró muy difícil de repetir a lo largo del siglo XX a pesar de las grandes luchas revolucionarias, como los procesos anticoloniales-, igualando la propiedad nacionalizada con la burocracia stalinista, terminaron aportando argumentos teóricos “críticos” o “radicales” a la restauración capitalista.
Su contracara es la adaptación acrítica a los hechos tal cual aparentan ser, aceptándolos como una fatalidad histórica, debida a causas “objetivas” que lejos de permitir comprender las raíces de los fenómenos sociales y actuar en consecuencia, terminan siriviendo de justificación para aberraciones históricas como la degeneración burocrática del Estado soviético.
Por lo tanto, el balance de más de medio siglo de stalinismo y de sus consecuencias políticas no es un ejercicio histórico sobre un pasado muerto, sino una tarea insoslayable para la lucha actual por el socialismo, que sólo será posible a través de la recuperación del método marxista y de la tradición de lucha contra el stalinismo encarnada por el trotskismo revolucionario, para transformarlos en programa y organización para los próximos combates contra el capital.
Una reflexión necesaria sobre 1989:
La derrota de la revolución política. Del “gobierno metalúrgico” a la caída del muro de Berlín
El colapso de los regímenes stalinistas que comenzó con la caída del muro de Berlín en 1989 y culminó con la disolución de la URSS en 1991, seguido por los avances del proceso de restauración del capitalismo en los países del este europeo y Rusia, han llevado del desconcierto al intento de encontrar las razones por las cuales, si el Estado obrero, aún degenerado hasta lo irreconocible por la burocracia, de todos modos representaba una conquista histórica para los trabajadores soviéticos, no hubo una resistencia encarnada a la restauración capitalista.
Efectivamente, el reestablecimiento del capitalismo, a pesar de significar una catástrofe económica y social para las amplias masas, se viene desarrollando de forma mucho más pacífica que la propia contrarrevolución stalinista [5], si exceptuamos las guerras nacionales como las de los Balcanes o la de Chechenia.
A la luz de estos acontecimientos las corrientes que habían abandonado tempranamente la IV Internacional, cuestionando la estrategia de revolución política, intentaron tomar como prueba de validez de sus (seudo)teorías el hecho que las masas soviéticas no defendieron la “economía planificada”. Para estas corrientes 1989 era la mayor refutación a la definición de Trotsky de que la URSS era un Estado obrero burocráticamente degenerado. El razonamiento era simplista: si no hubo resistencia, guerra civil o contrarrevolución armada, esto se debía a que el cambio que se estaba produciendo era sólo de grado y no de calidad, es decir, que de un régimen dictatorial capitalista de Estado se pasaba gradualmente y siguiendo la tendencia mundial, a un capitalismo “multinacional”, con una autonomía mayor del capital privado y algunos elementos de democracia burguesa.
Pero la realidad una vez más se empeñaba en desmentir estos esquemas dogmáticos.
El carácter de los levantamientos de 1989-91 y sus consecuencias sólo puede comprenderse como el último acto de un largo proceso de revoluciones políticas derrotadas que sacudieron los países de Europa del este, combinado con retrocesos importantes de la clase obrera occidental ante el avance de la ofensiva neoliberal.
A comienzos de la década de 1930, Trotsky explicaba el ascenso del stalinismo mediante una analogía histórica con la revolución francesa; así el “termidor” soviético -la contrarrevolución política burocrática- se había impuesto como resultado de una serie de “pequeñas guerras civiles”, entre las que se contaban, por ejemplo, las medidas represivas, los desplazamientos internos y la derrota de la Oposición de Izquierda, que habían socavado a lo largo de los años la capacidad de resistencia de los trabajadores rusos.
Siguiendo esta analogía, los golpes contrarrevolucionarios con que la burocracia derrotó los intentos de revolución política en Europa del este jugaron un rol similar. A su vez, los levantamientos de los trabajadores del este europeo confirmaban no sólo la definición de Trotsky de las sociedades de transición en las que el capitalismo había sido expropiado, sino también el pronóstico de revolución política contra el despotismo burocrático. Un breve recorrido por los más importantes de estos procesos nos muestran tanto la radicalidad de sus comienzos como las consecuencias de las derrotas sufridas.
El “gobierno metalúrgico”. Alemania Oriental, junio de 1953
Casi inmediatamente después de la muerte de Stalin, ocurrida en marzo de 1953, estalló un proceso de rebelión obrera contra la burocracia en los países del este europeo, primero con una oleada huelguística en Checoslovaquia en mayo de 1953 y luego en Alemania Oriental. En el marco de los forcejeos de Stalin con occidente, en 1952 el gobierno del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) había procedido a la estatización de la industria y a la colectivización de la economía. Pero en abril de 1953 elevó en un 10% las cuotas de trabajo para compensar las concesiones que el régimen le hacía a Alemania occidental. La imposición de objetivos de producción más elevados sin suba salarial desencadenó primero la huelga de los trabajadores metalúrgicos que se transformó en huelga general e insurrección el 16 y 17 de junio. Las protestas se hicieron más violentas y de las demandas económicas (contra el aumento del 10% en la producción y el alza de los precios) pasó rápidamente a plantear demandas políticas, como la renuncia de los burócratas, la realización de elecciones libres y la unificación obrera del país. Decenas de miles de trabajadores ocupaban los edificios gubernamentales y atacaban las sedes del partido stalinista, exigían la caída del gobierno y su reemplazo por un “gobierno provisional metalúrgico revolucionario” mientras se extendían los consejos obreros. Más de 250 ciudades participaron en el levantamiento.
Una editorial de la revista Fourth International de la época sacaba las siguientes conclusiones: “Este levantamiento político de los obreros alemanes muestra el conflicto irreconciliable entre las masas trabajadoras y la burocracia parasitaria stalinista. Las relaciones y condiciones que produjeron los eventos de Alemania Oriental no se limitan a este país, sino que son las que prevalecen en los países del ‘glacis’ y en la misma Unión Soviética. Alemania Oriental anticipa los futuros eventos y luchas revolucionarias en los países bajo dominio stalinista.(...) Los obreros alemanes (...) asumieron su expresión más aguda en primer lugar porque son los trabajadores más avanzados de Europa, con las más ricas tradiciones socialistas, organización y combatividad. Sus acciones demostraron la necesidad de una revolución política contra el dominio stalinista, que fue pronosticada años atrás por León Trotsky” [6].
Esta primera insurrección fue sofocada brutalmente por alrededor de 300.000 soldados rusos que con tanques y armamento pesado se desplegaron en Berlín bajo estado de sitio.
La “revolución de los consejos”. Hungría, octubre de 1956
El levantamiento de Hungría de 1956 constituye sin lugar a dudas uno de los puntos más altos del proceso de revolución política que recorrió Europa del este, combinando demandas contra la opresión nacional que sufrían estos países a manos de Moscú, con la lucha por la expulsión de la burocracia y por la democratización del régimen y de la planificación de la economía. A pesar de que el proceso duró sólo 18 días antes de ser aplastado por los tanques rusos, se extendieron por todo el país consejos de fábrica y consejos de distritos o consejos revolucionarios, que mantuvieron un enfrentamiento armado con las tropas rusas que ingresaron para reestablecer el orden. Los obreros húngaros habían comenzado un desarrollo incipiente de un sistema político basado en los consejos de distrito con delegados revocables, asesorado por un ‘parlamento obrero’, que representaba una forma embrionaria de gobierno de “una sociedad basada en el gobierno directo de los productores”.
Sin embargo la dirección del proceso recayó en el ala “reformistas” del gobierno húngaro, encarnada por Imry Nagy, que llegó a un compromiso con el sector “moderado” de Janos Kadar, a través del cual impuso un cese del fuego y logró la aceptación de las condiciones negociadas con el gobierno ruso. Esta política “negociadora” se alimentaba de las ilusiones que había generado el gobierno de Nikita Khrushchev con su famoso discurso secreto ante el XX Congreso del PCUS en el que había denunciado los crímenes de Stalin dando inicio al período de “desestalinización”.
En el curso del proceso se estableció un consejo obrero central en Budapest que tenía a su cargo la negociación con el gobierno de Kadar y que“en interés de la construcción socialista de Hungría” planteaba suspender la huelga general a cambio de una serie de condiciones que incluían “que se fije fecha para elecciones libres en las que sólo podrán participar aquellos partidos que reconocen y siempre han reconocido el orden socialista, basado en el principio de que los medios de producción pertenecen a la sociedad” . [7] Este programa obrero desmentía la calumnia stalinista que se trataba de “contrarrevolucionarios” y agentes del capitalismo occidental. Ante la radicalidad del proceso, Janos Kadar viajó a la Unión Soviética y regresó con las columnas de los tanques soviéticos el 4 de noviembre. Según los informes de la época, 19 divisiones con más de 200.000 soldados atacaron Budapest, que resistió durante tres días. La revolución fue aplastada, Imry Nagy fue depuesto, arrestado y más tarde ejecutado. 20.000 húngaros y 3.500 rusos murieron en los enfrentamientos [8]. Sin embargo, las huelgas políticas y las luchas de retaguardia se prolongaron hasta comienzos de 1957, cuando el régimen logró disolver los últimos consejos obreros.
A pesar de que el aplastamiento de la revolución húngara causó un daño importante a la credibilidad del stalinismo, -principalmente en Europa, donde algunos partidos comunistas sufrieron divisiones-, por la magnitud de la derrota sirvió de advertencia e hizo retroceder la radicalidad de las acciones y los programas, lo que se vería en los levantamientos posteriores.
La primavera de Praga. Checoslovaquia, agosto de 1968
La derrota de Hungría y las mejoras en las condiciones de vida en los países del este europeo, sacaron durante un tiempo a las masas de escena.
El retorno de la revolución política, con la llamada “primavera de Praga”, coincidió con el último ascenso obrero y popular que abarcó los países centrales, el mundo semicolonial y los estados obreros deformados.
El proceso se inició con la oposición al presidente Antonin Novotny por parte del IV Congreso de Escritores de Checoslovaquia, celebrado en 1967, al que se sumó luego el movimiento estudiantil. Novotny fue reemplazado por Alexander Dubcek, un “reformista” partidario de Krushchev que puso en marcha un programa conocido como “Programa de Acción” con eje principalmente en la ampliación de las libertades civiles y políticas, popularizado como “comunismo de rostro humano”. Este proceso se extendió desde enero a agosto cuando el gobierno soviético de Breznhev decidió invadir el país junto con sus aliados del Pacto de Varsovia, con una fuerza que duplicaba a la que había invadido Hungría doce años atrás. Las protestas masivas no lograron hacer que se retiraran las tropas y finalmente, dirigentes del partido comunista, encabezados por Husak aceptaron la “normalización” del país.
A diferencia de la revolución húngara, la invasión a Checoslovaquia no enfrentó una resistencia armada, la clase obrera acompañó las movilizaciones pero no fue protagonista lo cual empezó a mostrar el inicio de la hegemonía de otros sectores sociales, como los estudiantes y la intelectualidad disidente, con métodos y programas menos radicalizados.
La “Primavera de Praga” tuvo enormes repercusiones en todo el mundo. El repudio a la invasión soviética, junto con el rol nefasto de los Partidos Comunistas en occidente, -centralmente la oposición del PCF al Mayo Francés-, produjo el alejamiento de importantes sectores, sobre todo en la intelectualidad de los países imperialistas, que cambiaron sus simpatías hacia el maoísmo y algunos hacia el trotskismo.
Polonia, de la rebelión obrera de Poznan a Solidaridad (1956-1981)
Polonia fue el único país del bloque soviético donde el proceso de luchas obreras, populares y estudiantiles mantuvo continuidad por casi tres décadas. En junio de 1956 alrededor de 15.000 trabajadores de la planta metalúrgica de Cegielski en Poznan, una de las ciudades industriales más importantes del país comenzaron una huelga con movilizaciones callejeras en protesta por las nuevas pautas de producción y en reclamo de subas salariales. El 28 de junio más de 100.000 trabajadores participaron de la jornada de movilización. Las fuerzas de seguridad, el ejército y la policía reprimieron salvajemente, logrando disolver la manifestación pero a costa de profundizar la crisis en el Partido Obrero Unificado Polaco (POUP) con su base obrera. Las acciones huelguísticas se extendieron a otras ciudades y plantas y comenzaron a desarrollarse consejos obreros que reclamaban la autogestión de las empresas. Luego de semanas de tensión con las tropas soviéticas amenazando entrar a Varsovia, la situación se resolvió con el ascenso al poder de Wladyslaw Gomulka, dirigente disidente del partido comunista que había sido condenado a prisión en 1951.
El nuevo gobierno reconoció formalmente a los consejos obreros pero los vació de todo contenido, transformándolos en órganos puramente económicos que acabaron burocratizándose por completo.
La popularidad de Gomulka se fue agotando y ya a fines de los años ’60 su gobierno era ampliamente cuestionado. En 1968 los estudiantes se movilizaron contra el gobierno pero fueron duramente reprimidos. Esta revuelta estudiantil que tenía como demandas centrales mayores libertades políticas y académicas sólo contó con el apoyo de los intelectuales, y no logró ganar la simpatía de la clase obrera.
Sin embargo, esta situación no iba a durar mucho tiempo. El 12 de diciembre de 1970 los trabajadores de los Astilleros Lenin en Gdansk salieron a protestar contra la suba de precios. La movilización terminó con enfrentamientos con la policía. Tres días después las protestas se extendieron a los astilleros de Gdynia, mientras que en Gdansk se declaraba la huelga general y eran atacada la sede del partido y la estación de trenes. Rápidamente se extendió la oleada de huelgas a otros astilleros, puertos, y prácticamente se paralizó el país. En menos de una semana había en ciernes un proceso insurreccional, a pesar de lo cual se profundizaba la división entre la clase obrera y los estudiantes y la intelectualidad que prácticamente no intervino. El proceso llevó a la caída de Gomulka quien fue reemplazado por Edward Gierek.
En 1976 se agudizaron las luchas contra el aumento de precios dando lugar a una nueva oleada de huelgas y al ataque al partido oficial que prácticamente había perdido toda su base obrera. Se creó el Comité de Defensa Obrera (KOR) junto con otros centros opositores ilegales y publicaciones clandestinas. La Iglesia Católica, con mucha tradición en el país, aprovechó para disputar el movimiento de oposición al stalinismo, apoyándose en su ala derecha que se vio reforzada por la acción del Papa Juan Pablo II.
En el verano de 1980 estalló una nueva oleada de huelgas cuyo emblema fueron los astilleros de Gdansk y su comité de huelga presidido por Lech Walesa. En el curso de dos meses surgió el sindicato Solidaridad que tenía alrededor de 10 millones de miembros. En este proceso se desarrollaron importantes elementos de democracia obrera, los dirigentes se veían obligados a transmitir públicamente a la base las negociaciones que llevaban adelante. Surgió un ala izquierda del sindicato Solidaridad que levantaba elementos de un programa de revolución política. Sin embargo, ya la influencia de la Iglesia Católica habían avanzado cualitativamente, y tras ella, se perfilaban las variantes procapitalistas. Esta lucha impresionante fue derrotada por la promulgación de la ley marcial por parte del gobierno del general Jaruzelski, en 1981, tras lo cual encarceló a miles de activistas. Este proceso constituyó la última oportunidad para la revolución política. También fue la señal de pánico hacia la burocracia rusa que le hizo tomar la decisión de entrar en el camino de las “reformas” aperturistas que terminaron desarticulando la ya erosionada planificación estatal.
La ex URSS de Stalin a Gorbachov. Clase obrera y burocracia
El desarrollo de estos procesos de revolución política que casi sin excepción abarcaron a los países de Europa del Este, contrasta con una situación de relativa calma social en la Unión Soviética, que prácticamente se mantuvo hasta las primeras huelgas que se desarrollaron a los inicios de la perestroika y que darían lugar posteriormente a la oleada de huelgas de 1989-91 con epicentro en los sectores mineros.
Más arriba nos habíamos referido a la explicación que da Trotsky sobre el ascenso del stalinismo y su consolidación en el poder a través de una serie de “guerras civiles", entre las cuales las purgas de 1936-38 constituían una forma de golpe preventivo de Stalin para consolidar su giro derechista -que se vería confirmado con la constitución de 1936-, la política criminal en la revolución española y el pacto con Hitler en 1939, para nombrar sólo algunos ejemplos.
Sin lugar a dudas la contrarrevolución stalinista de fines de las décadas de 1920 y 1930 tuvo consecuencias históricas, pero por sí misma no es suficiente para explicar la situación de la clase obrera rusa luego de la muerte de Stalin, haciéndose necesario incorporar al análisis los procesos económicos, políticos y sociales que han caracterizado a la URSS de la postguerra.
El alto costo del triunfo de la URSS en la Segunda Guerra Mundial
El triunfo de la URSS en la Segunda Guerra Mundial tuvo efectos contradictorios: por un lado el pueblo soviético tenía el orgullo de haber derrotado la ocupación nazi, pero por otro, había pagado un precio demasiado elevado bajo la dirección burocrática de Stalin: durante más de tres años el territorio soviético fue escenario de guerra, alrededor de 1.700 ciudades de pequeñas a medianas y 70.000 aldeas campesinas fueron totalmente destruidas. Fueron aniquiladas generaciones enteras de obreros y jóvenes: 21 millones ciudadanos soviéticos murieron en la guerra y más de un millón y medio fueron deportados por orden de Stalin. El impacto demográfico se sintió a lo largo de los años, y aún en 1950 la población de la URSS estaba en el 90% de sus niveles anteriores a la guerra.
A pesar de los sufrimientos de las masas obreras y campesinas, la burocracia stalinista salió fortalecida de la guerra: el régimen se había relegitimado y el Ejército Rojo ocupaba vastas zonas del territorio europeo.
Inmediatamente después de la guerra, junto con las tareas de reconstrucción, Stalin inició un curso decididamente conservador. Como plantea el historiador M. Lewin, “la reconstrucción, más allá de lo impresionante que fue en algunas esferas -en primer lugar en la producción de armas y especialmente de armas atómicas- coincidió con la restauración del stalinismo, que era un sistema en descomposición y profundamente disfuncional. Esto incluía el retorno al terror desenfrenado -el principal instrumento político del dictador- y la promulgación de una ideología retrógrada de ’gran potencia’. Abiertamente adoptada por el dictador durante la guerra, ahora era perfeccionada en el molde autocrático de la Rusia imperial. El régimen era la dictadura personal de un hombre cuyos títulos casi rivalizaban con los de los zares(...)”. [9] Este chovinismo era evidente en el trato que la burocracia stalinista le daba a las minorías nacionales y sobre todo a los países ocupados, a los que les cobraba “reparaciones de guerra" a través de la apropiación de materias primas y recursos para la reconstrucción de la economía soviética.
Estos elementos implicaron un verdadero corte histórico con las tradiciones revolucionarias de la Rusia soviética. Aunque tras la muerte de Stalin en 1953 la situación de dominio totalitario se había vuelto insostenible, el régimen pudo darle una solución reformista, con el ascenso de Kruschev (y las purgas de los elementos más implicados en el terror como Beria) que combinó concesiones económicas con el proceso de “desestalinización” y una política de descentralización de la economía, quitándole peso a los ministerios nacionales y dándole autonomía relativa a las burocracias locales.
Del atraso campesino a segunda potencia mundial
La sociedad soviética de fines de los ’50 y principios de los ’60 era muy distinta a la de los años ’30 y la Segunda Guerra Mundial.
La buena situación económica que vivió la URSS, principalmente entre 1954 y 1960, le había permitido mejorar cualitativamente el nivel de vida de la población, una situación que se asemejaba al Estado de bienestar en occidente y que había generado nuevos sectores sociales, como una intelligentsia extendida y una aristocracia obrera que tenía buenas relaciones con los directores de fábrica y las burócratas locales. Las reformas agrarias y el vuelco de la industria pesada hacia una mayor inversión en la industria de bienes de consumo, fueron elementos que permitieron un cierto reformismo social con medidas como la reducción de la jornada laboral (de 48 a 42 horas semanales), el aumento de salarios y de pensiones, la reducción de la edad de retiro, la construcción acelerada de viviendas, la inversión en ciencia y técnica, etc.
Sobre la base de los éxitos económicos de la Unión Soviética, que mostraban la potencialidad de la planificación a pesar de su carácter burocrático, por los cuales se había transformado en la segunda potencia industrial del planeta, se había desarrollado una retórica voluntarista de “construcción acelerada del comunismo”, es decir, una afirmación reaccionaria del “socialismo en un solo país” que entre otras cosas implicaba alcanzar y superar la producción de Occidente (principalmente de Estados Unidos) en determinados bienes, y la coexistencia pacífica como política de convivencia con el imperialismo.
Los cambios en el régimen buscaban adaptarlo a la nueva realidad social que había resultado de un proceso sostenido de urbanización e industrialización que había dejado atrás el carácter esencialmente campesino de la Unión Soviética. Este Estado de bienestar que alcanzaba a todos los sectores de la población “en el caso de los estratos privilegiados asumía proporciones lujuriosas en las condiciones soviéticas dadas” y alimentaba “el desarrollo de un mecanismo perverso que implicaba a empleados de alto rango, que hacían lobby para lograr prebendas como condición para un buen desempeño, y a sus poderosos empleadores (Comité Central, Consejo de Ministros, ministerios) que usaban esas prebendas como zanahoria (otorgándolas) o garrote (quitándolas). Esto amenazaba con exceder lo que el sistema podía tolerar, porque giraba en torno a la redistribución de los recursos existentes, sin crear nuevos”. [10]
Efectivamente ese día llegó. A partir de 1959 los indicadores económicos empezaron a registrar el fin de los años dorados de Kruschev con la caída del consumo, de la productividad del trabajo y de la producción agrícola.
El gobierno de Kruschev empezó a tomar medidas impopulares, como subas de precios y recortes salariales. Esta situación dio lugar en junio de 1962 a uno de los pocos levantamientos masivos en Rusia que se asemejaban a las luchas de los países del este, localizado en la ciudad de Novocherkassk, que comenzó con una huelga obrera contra el aumento de precios y derivó en una movilización de decenas de miles a la sede del gobierno local. Según M. Lewin, “La administración local, el partido y el ejército estaban paralizados: los soldados confreternizaban con los huelguistas y sus oficiales no daban la orden de abrir fuego. Para ellos, así como para la KGB, la situación era inédita. Pero cuando amenazó con salirse completamente de control, Moscú despachó tropas y el levantamiento fue aplastado”. [11]La represión fue muy dura, 14 de los dirigentes fueron juzgados, la mitad ejecutados y los otros condenados a trabajos forzados. El otro proceso de significación fue la huelga de los mineros de la cuenca del Donbass en Ucrania ese mismo año.
El estancamiento económico
Kruschev fue desplazado en 1964 y sucedido por L. Brezhnev que estuvo en el poder hasta su muerte ocurrida en noviembre de 1982. Los últimos años del período de Brezhnev se conocen como el “gran estancamiento” económico. En realidad las altas tasas de crecimiento resultaban centralmente de un esquema de “inversión extensiva”, es decir, de la inversión de grandes cantidades de insumos, trabajo, capital y recursos naturales. Pero la productividad del trabajo, aunque había crecido con respecto a los años de la preguerra, en 1965 estaba entre el 40 y el 50% de la productividad industrial y el 25% de la productividad en la agricultura de Estados Unidos, y el promedio histórico nunca fue mayor a un tercio de la productividad norteamericana.
En 1965 la burocracia había implementado la reforma Liberman, que implicaba la reintroducción de ciertos mecanismos de precios y rentabilidad, sin embargo, no pudo evitar la caída sostenida de la tasa de crecimiento y las consecuencias perniciosas de la construcción del “socialismo en un solo país” que ya estaba mostrando signos de agotamiento. A mediados de la década de 1970, por primera vez desde los años de la postguerra, la Unión Soviética sufrió un desaceleramiento del crecimiento de su economía con respecto a los países occidentales. Para el periodo 1966-1975, la Unión Soviética había crecido el 4.0% comparado con el 1,5% de Estados Unidos, pero entre 1976 y 1988, mientras que la URSS creció sólo el 2,0%, Estados Unidos había crecido el 6,7%. [12]
La política brezhneviana combinaba medidas que socavaban los elementos planificados de la economía, aunque a la vez fortalecían a las instituciones centrales de la burocracia, todo esto en el marco de una retorno del culto a Stalin que marcaba un retroceso discursivo con respecto al período de “desestalinización” de Kruschev. El curso de la “economía de comando” ilustraba en concreto el significado profundo que tenía la definición de Trotsky y cómo el dominio burocrático estaba carcomiendo las bases del Estado obrero degenerado, desarrollando elementos procapitalistas. Así mientras la burocracia veneraba a Stalin, se garantizaba sus privilegios y empezaban a destacarse sectores que hacían de la especulación y el robo su pequeño negocio.
Durante estos años, y producto del deterioro de las condiciones de vida hacia fines de la década de 1970, hubo un incremento considerable de luchas económicas de la clase obrera soviética, pero ninguna alcanzó un nivel de radicalidad política similar al del levantamiento de 1962 o a los procesos de Europa del Este.
El período de Gorbachov. Perestroika, resistencia obrera y colapso de la URSS
Las primeras medidas de Gorbachov -que asumió como Secretario General en 1985- intentaban retomar la iniciativa económica por la vía de reformar ciertos aspectos del sistema de planificación, siguiendo el camino de las reformas anteriores, flexibilizando algunos elementos de la centralización de la economía. Sin embargo, hacia principios de 1987 estas medidas no habían dado ningún resultado, la tasa de crecimiento seguía declinando y la economía soportaba períodos de desabastecimiento. En julio de 1987, Gorbachov anunció su nuevo programa, conocido como perestroika (reestructuración), que comprendía una serie de medidas que profundizaban la introducción de mecanismos de mercado, que la burocracia consideraba como la única posibilidad para superar la crisis de la economía. Esta reestructuración derivó en la descomposición del Estado obrero degenerado, con duras consecuencias para la población rusa. Este programa económico iba acompañado de una apertura política conocida como glasnot, que terminó siendo funcional a las reformas promercado, ofreciendo una importante herramienta de cooptación para la clase obrera y ganando base en la oposición de la intelectualidad liberal.
La perestroika se puso en marcha con la Ley de Empresas del Estado, aprobada por el Soviet Supremo en julio de 1987, que en los hechos constituyó el primer paso del desmantelamiento de la planificación de la economía. Según esta ley, las empresas estatales podían determinar los niveles de producción según la demanda de los consumidores y de las otras empresas, podían negociar el precio de sus insumos con sus proveedores, y debían autofinanciarse, es decir, cubrir con sus ingresos los costos de salarios, impuestos, insumos y deudas en caso de tenerlas. El gobierno ya no se haría cargo de rescatar empresas no rentables que tendrían que enfrentar la quiebra. El Gosplan seguía existiendo pero sólo para dar los criterios generales de la inversión nacional. Por medio de la Ley de Cooperativas, de ese mismo año, se reestablecía la propiedad privada de empresas en el sector servicios, en ciertas manufacturas y en los sectores ligados al comercio exterior. Prácticamente el programa eliminaba el monopolio del Ministerio de Comercio Exterior, y permitía a los ministerios de las distintas ramas industriales y agrícolas realizar sus propias operaciones de comercio exterior sin intervención de la burocracia central. Esta libertad de comercio exterior llegaba incluso a organizaciones regionales y empresas individuales.
Pero estas medidas lejos de resolver los problemas llevaron a la economía soviética del estancamiento al caos. La eliminación de la planificación central, principalmente en las cuotas de producción y en los circuitos de distribución de bienes de consumo popular, llevaron a que colapsara el sistema tradicional de venta minorista que derivó en una escasez generalizada de bienes básicos y obligaron a la gran mayoría de la población a soportar colas interminables para abastecerse de elementos mínimos.
Esta situación no afectaba para nada a los privilegios de la burocracia. M. Lewin cita a Anatoly Dobrynin cuando en marzo de 1986 asumió como miembro del Comité Central, y se enteró que “por ley le correspondían tres guardaespaldas, una limusina Zil, una dacha cerca de Moscú (...) con el siguiente personal: dos cocineras, dos jardineros, cuatro mucamas y los guardas. El edificio tenía dos pisos, con un gran comedor, un living, varios dormitorios y una sala de proyección de películas. Había cerca otro edificio, con una cancha de tenis, un sauna, un naranjal y una huerta (...) Y eso que Anatoly Dobrynin era simplemente uno de los varios secretarios del Comité Central, ni siquiera miembro del Politburó”. [13]
Las consecuencias de la perestroika fueron devastadoras. En 1991 el PBI había sufrido una caída del 17% y seguía declinando, y la inflación era incontenible, -entre 1990 y 1991 los precios minoristas habían aumentado un 140%-.
Bajo estas condiciones la calidad de vida de la población se deterioró a niveles inéditos mientras florecía una corrupción sin límites, ligada al comercio ilegal y al mercado negro. Sectores de la burocracia especulaban con la escasez, beneficiandose de su rol en la distribución de bienes, haciendo excelentes ganancias.
Un elemento de importancia en el estancamiento y la desorganización de la economía rusa fue el sostenimiento durante décadas de la carrera armamentista con Estados Unidos, que se aceleró en la década de 1980 bajo la presidencia de Ronald Reagan. El lanzamiento del programa “star wars” en 1987, un impresionante escudo de defensa del territorio de Estados Unidos, fue uno de los grandes hitos en el militarismo norteamericano. Pero mientras que en Estados Unidos la industria militar permitía dinamizar la economía dando lugar al llamado “Keynesianismo militar”, la situación en la Unión Soviética era la opuesta. Por esto mismo, Gorbachov decidió detener esta carrera con su iniciativa unilateral de limitación del armamento nuclear en la mesa de diálogo conocida como SALT (Strategic Arms Limitation Talks), por lo que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990.
Lo que vino después es conocido. En junio de 1991 Gorbachov declaró que ya no era posible la “construcción del socialismo” y que había que iniciar la transición rápida al mercado, solicitar el ingreso al FMI y construir un modelo de “economía abierta”. En diciembre de 1991 la URSS se disolvió formalmente.
Las huelgas mineras de 1989-91 y el ascenso de Yeltsin
Desde 1987, la clase obrera ensayó una resistencia primero aislada y luego masiva ante las consecuencias de la perestroika. S. Clarke plantea al respecto que “La disrupción causada por la primera fase de la perestroika, en particular la reforma de los salarios, provocó un creciente número de pequeñas huelgas salvajes que en general se resolvían rápidamente en la forma tradicional soviética con concesiones inmediatas para aplacar y aislar a los huelguistas”. [14] Destaca además que si bien esas huelgas no dejaban tras de sí organizaciones nuevas, sí quedaban activistas jóvenes que luego constituirían los núcleos de grupos obreros que se fueron formando en las principales ciudades aunque con una ideología sindicalista y antipolítica.
En julio de 1989 estalló la primera huelga minera en la región de Kuzbass, en Siberia occidental, que rápidamente se extendió a Vorkuta, a Donbass (Ucrania) y a las minas de Kazahstan. Los mineros exigían una completa reorganización de las minas, suba de salarios y mejoras en las condiciones de trabajo. Esta oleada de huelgas marcó la entrada en la escena política del movimiento obrero ruso, después de décadas de ausencia. Los comités de huelga de los mineros, que se habían establecido contra los sindicatos oficiales que rechazaban la huelga, se transformaron en los pilares de la organización sindical indpendiente del Partido Comunista, y establecieron una estrecha relación con la llamada “Plataforma democrática” liderada por Boris Yeltsin, que asumió la posición política reformista en contra de los sectores conservadores del régimen.
Las siguientes huelgas de 1990 y 1991 fueron planificadas por la dirección en acuerdo con Yeltsin, que usó al movimiento como su base de maniobras. Como concluye el trabajo antes citado, “en el enfrentamiento final entre Gorbachov y Yeltsin quedó claro que el movimiento obrero había sido decisivo no por derecho propio sino en la lucha por el poder entre las fracciones enfrentadas del estrato dirigente”. [15]
Esta confianza en un ala de la burocracia se demostró fatal para la clase obrera rusa que terminó siendo instrumental a la restauración capitalista.
Los procesos de 1989 y la restauración capitalista
La prolongada sobrevida de la burocracia stalinista, la extensión de su dominio, el carácter de los levantamientos de 1989-91, entre otros elementos, parecían darle la razón a aquellos que, con matices en la fecha de inicio, coincidían en señalar que en la Unión Soviética ya se habían reestablecido los mecanismos capitalistas desde la década del ’30 o desde el fin de la Segunda Guerra, aunque con características particulares. Para usar una conocida expresión de Trotsky, afirmaban que, contra toda predicción lógica, efectivamente habíamos visto desenvolverse la “película del reformismo al revés”. Sin embargo, para Trotsky no se trataba de defender un dogma a priori sobre cómo se podría desarrollar un proceso histórico concreto [16]. Por esta razón, analizaba cuidadosamente ante cada giro importante en la Unión Soviética o la situación mundial, las posibles vías para la contrarrevolución social y también las perspectivas de la revolución política.
Por ejemplo, la constitución stalinista de 1936 tuvo para Trotsky importantes consecuencias ya que dejaba abierta vías “legales” que podían ser usadas para restaurar relaciones capitalistas, como la legislación sobre la familia ligada a la reintroducción del derecho a herencia. En La Cuarta Internacional y la Unión Soviética planteaba el problema en los siguientes términos: “La propia burocracia, que trata de basarse políticamente en la familia conservadora, siente que su dominación es defectuosa e incompleta, porque no está en situación de legar sus privilegios materiales a sus sucesores. Por su parte, el derecho de herencia conduce a la mayor extensión de los límites de la propiedad privada. Esta es una de las posibles vías de restauración del capitalismo. En todos los terrenos de la vida social la burocracia pone en peligro todo lo que el sistema soviético tiene de progresivo. No es el guardián de la ‘propiedad socialista’; se ha convertido en su sepulturero”. En ese mismo texto continúa planteando que “la nueva constitución sanciona la dictadura de los estratos privilegiados de la sociedad soviética sobre las masas productoras. De esta manera la burocracia elimina la posibilidad de la extinción pacífica del Estado y crea las vías ‘legales’ para la contrarrevolución económica, es decir, la restauración del capitalismo mediante un ‘golpe blanco’.” [17] Así establecía una relación entre la Constitución de 1936, como forma “jurídica” de la liquidación del poder obrero, la consolidación del aparato estatal y el rol de la burocracia en una eventual restauración capitalista.
En La revolución traicionada, Trotsky volvió a plantear como hipótesis una variante de retorno al capitalismo más indirecta, comparada con una contrarrevolución social armada (y en gran medida con apoyo externo) de la burguesía: “Sin embargo, admitamos que ni el partido revolucionario ni el contrarrevolucionario se adueñen del poder. La burocracia continúa a la cabeza del Estado. La evolución de las relaciones sociales no cesa. Es evidente que no puede pensarse que la burocracia abdicará en favor de la igualdad socialista. Ya desde ahora se ha visto obligada, a pesar de los inconvenientes que esto presenta, a restablecer los grados y las condecoraciones; en el futuro, será inevitable que busque apoyo en las relaciones de propiedad.(...) No basta ser director de trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora.” [18].
Aunque para Trotsky esta era la perspectiva menos probable, ya que se avecinaban acontecimientos de magnitud histórica como la Segunda Guerra Mundial, era una posibilidad que estaba inscripta en el carácter contrarrevolucionario de la propia burocracia que, defendiendo “a su modo” las relaciones de propiedad establecidas por la revolución, era el principal agente interno de la restauración capitalista.
Con cinco décadas de atraso, esta hipótesis fue la más aproximada a la realidad.
El dominio burocrático fue descomponiendo progresivamente las bases sociales de los estados obreros deformados y degenerados, haciendo que cada vez menos la revolución viviera “en las relaciones de propiedad y en la conciencia de los obreros”. En los intersticios del aparato burocrático fue formándose una protoclase capitalista, que cuando se presentó la oportunidad, fue la mejor posicionada para aprovechar el saqueo de la propiedad estatal, tema sobre el que volveremos más adelante.
Hemos intentado demostrar, a través de este repaso de los hechos históricos, que la clase obrera resistió e intentó regenerar las relaciones de producción y el régimen político principalmente en varios de los estados obreros deformados de Europa del este. Esos estados obreros deformados, cuyos trabajadores y campesinos sufrían la doble opresión del aparato burocrático local y del de Moscú, actuaron de hecho como amortiguadores de las contradicciones entre la burocracia y las masas al interior de Rusia, lo que le permitió al Kremlin, mediante la combinación de reformas preventivas y represión, alejar la posibilidad de luchas de carácter revolucionario en el centro mismo de su poder. Esta situación reproducía en la zona de influencia soviética la tendencia que primó en la postguerra a nivel internacional, período en el cual la revolución social había sido desplazada de los países centrales al mundo semicolonial.
El desarrollo de los procesos de revolución política mostraba, en el terreno de la lucha de clases, la relación entre el centro del poder soviético y sus satélites que constituían eslabones débiles del dominio burocrático. Por ejemplo, el período de Kruschev que llevó en la Unión Soviética al surgimiento de grupos disidentes, sobre todo de intelectuales, y a cierta expectativa en la autorreforma de la burocracia, se traducía en los países del Este en levantamientos de obreros y estudiantes como sucedió en Hungría. A su vez, la lucha de clases en el glacis, sobre todo los procesos de Polonia en distintos momentos, impactaban preventivamente acelerando reformas impulsadas por la burocracia en la URSS.
Los procesos de 1989-91 mostraron que las derrotas previas de las revoluciones políticas del Este y también de los trabajadores en los países capitalistas donde se imponía la ofensiva neoliberal con los gobiernos de Reagan y Thatcher, habían minado la capacidad de resistencia, organización y voluntad revolucionaria tanto de los obreros del “bloque soviético” como a nivel internacional. Los levantamientos antiburocráticos expresaron un nivel muy bajo de subjetividad del movimiento de masas, lo que permitió que luego de un primer y breve momento “tercerista” (“ni capitalismo ni socialismo”), las masas fuesen ganadas por las ilusiones depositadas en la democracia burguesa y el capitalismo occidental. El aparato stalinista no fue derrocado ni por una contrarrevolución burguesa, ni por una revolución proletaria, simplemente colapsó por presión interna y externa, mostrando que sus bases ya estaban corroídas. Excepto en China [19], donde la burocracia derrotó brutalmente al movimiento estudiantil con la represión en la plaza Tiananmen, los procesos fueron desviados, llevando a la conformación de gobiernos restauracionistas.
El debate sobre el carácter de clase del Estado soviético. Estado obrero degenerado. Capitalismo de Estado. Colectivismo burocrático
La definición de Trotsky. Burocracia y Estado obrero degenerado
La reflexión teórica sobre las características concretas que podría asumir la sociedad socialista una vez derrocado el capitalismo siempre fue problemática e insuficiente.
En el siglo XIX, Marx nunca pudo presentar un “modelo” acabado del socialismo, sino sólo esbozar sus líneas generales, imaginando que la sociedad que emergería del capitalismo todavía conservaría muchos de sus rasgos -notablemente la persistencia de las “normas burguesas de reparto”- y que por lo tanto consistiría en una formación transitoria. Pero esta forma transitoria, a la que Marx llamaba “la fase inferior del comunismo” [20] suponía que esta sociedad surgía del máximo desarrollo que se había logrado bajo el capitalismo, esto estaba acorde con sus expectativas de que la revolución comenzaría en los países capitalistas avanzados.
En los primeros años del siglo XX los marxistas fueron teorizando la sociedad de transición al ritmo del desarrollo de la revolución rusa, que por cierto presentaba sus propios obstáculos, al haber ocurrido en un país atrasado subvertiendo la “norma” para la cual se había preparado el marxismo “ortodoxo” de la II Internacional.
El stalinismo vino a agregar una enorme dificultad teórico-política no sólo para la reflexión sobre las sociedades de transición sino también para la estrategia política de la dictadura del proletariado.
A comienzos de la década de 1930 Trotsky planteaba que era necesario responder a la pregunta del “sentido común” si realmente se podía seguir llamando “dictadura del proletariado” a la dictadura del aparato partidario, que “incluso se había transformado en una dictadura personal de Stalin” contra el proletariado.
En La revolución traicionada Trotsky presentó la definición más acabada del Estado soviético y del régimen burocrático, sintetizando sus elaboraciones sobre la URSS principalmente en lo que atañe a las de la década de los ’30 [21]. Destacaremos algunos de los elementos centrales de esta definición.
– Sobre el carácter del Estado soviético
La Unión Soviética constituía una sociedad de transición inestable, una forma intermedia entre el socialismo y el capitalismo, en la que “el Estado asume directamente y desde el comienzo un carácter dual: socialista, en la medida en que defiende la propiedad social de los medios de producción; burgués, en la medida en que la distribución de los bienes se lleva a cabo con una medida de valor capitalista y todas las consecuencias que surgen de ello.” [22] Sostener la definición del régimen soviético como “transitorio” tenía la ventaja de “mantener a distancia las categorías acabadas como el capitalismo (incluido el ‘capitalismo de estado’) y el socialismo”. [23]
Si objetivamente toda sociedad de transición estaría desgarrada por esta contradicción, esta estructura dual, la Unión Soviética planteaba el problema adicional de que el proletariado había sido expropiado políticamente y sometido por una burocracia bonapartista a la que Trotsky definía como una casta privilegiada. Este proceso de burocratización tenía sus orígenes mayormente en el carácter atrasado de Rusia -escasez económica, abrumador peso campesino, bajo nivel cultural del movimiento de masas- y en la derrota de la revolución alemana a comienzos de los años ’20.
A pesar del carácter profundamente contrarrevolucionario del régimen stalinista, Trotsky mantuvo la definición de la URSS como un Estado obrero burocráticamente degenerado, en el que aún sobrevivían las conquistas sociales de la revolución de octubre, encarnadas en la economía nacionalizada.
Desde el punto de vista metodológico, esta concepción se basaba en la distinción entre régimen político y Estado, común en las definiciones del marxismo clásico. Por ejemplo para Lenin, históricamente el Estado burgués podía asumir distintas formas políticas -democráticas o dictatoriales- pero siempre expresaría la dictadura de clase de la burguesía que imponía sus relaciones de producción y se servía de la maquinaria estatal para perpetuarlas.
En el mismo sentido, la dictadura del proletariado tenía dos acepciones que no podían confundirse [24]: una como régimen político, y otra como contenido social del Estado. La contrarrevolución política stalinista había liquidado el régimen soviético de la dictadura revolucionaria del proletariado y lo había reemplazado por una monstruosa dictadura burocrática. En el análisis de Trotsky la contradicción aguda entre el régimen político y las bases del Estado obrero no podía prolongarse durante mucho tiempo. De ahí su pronóstico según el cual la burocracia no iba a sobrevivir a la Segunda Guerra, o bien era derrotada por una revolución política o bien por la contrarrevolución burguesa. En última instancia, el destino de la revolución de octubre se terminaría definiendo por la lucha de clases internacional.
– Sobre el régimen político
Para Trotsky la dictadura stalinista era un régimen totalitario que se correspondía con la degeneración del Estado obrero. Era el “astro gemelo” del régimen nazi, ambos regidos por una burocracia estatal que se mantenía en el poder a través del terror. Como régimen totalitario, el stalinismo, al igual que el nazismo, era un régimen transitorio y temporal. “La dictadura descarada ha sido, a lo largo de la historia, el producto y el síntoma de una crisis social especialmente severa, nunca un régimen estable. Las crisis profundas no pueden ser una condición permanente de la sociedad. Un régimen totalitario es capaz de suprimir las contradicciones sociales durante cierto tiempo, pero es incapaz de autoperpetuarse”. [25]
La analogía con el nazismo y el fascismo era un lugar común, ya que los rasgos de similitud eran evidentes. Pero a diferencia de los que los confundían con un “nuevo tipo de sociedad de explotación”, la analogía de Trotsky terminaba en el terreno de la forma del dominio, ya que desde el punto de vista del contenido nazismo y stalinismo eran opuestos. La burocracia hitleriana estaba al servicio de salvar la propiedad capitalista, mientras que el Estado soviético, a pesar de la contrarrevolución burocrática, seguía expresando distorsionadamente la dictadura del proletariado, basada en la propiedad nacionalizada.
La degeneración del régimen y la liquidación de la democracia soviética estaban ligadas para Trotsky a la degeneración del Partido Bolchevique, que se había transformado en una maquinaria estatal al servicio de Stalin. Esta degeneración, por los ritmos acelerados de los acontecimientos, había sido mucho más rápida y radical que la de la propia socialdemocracia, que había tomado al menos medio siglo. Pero para Trotsky, a diferencia de los anarquistas y ultraizaquierdistas que establecían una relación directa entre stalinismo y bolchevismo, “el stalinismo ‘devino’ del bolchevismo, pero no de manera mecánica, sino dialéctica; no como afirmación revolucionaria, sino como negación termidoreana.” [26] Del mismo modo, con respecto al régimen de partido único, éste nunca había sido parte del programa o la “teoría” bolchevique. La prohibición de los partidos y las fracciones durante los años de la guerra civil, había sido una medida defensiva y transitoria de la dictadura del proletariado, los bolcheviques eran concientes del enorme peligro que implicaba esta medida excepcional, que luego el stalinismo transformó en norma. Al respecto Trotsky planteaba “La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las fracciones; la prohibición de las fracciones llevó a prohibir el pensar de otra manera que el jefe infalible. El monolitismo policíaco del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que, a su vez, se tranformó en la causa de todas las variedades de desmoralización y corrupción”. [27] Una de las tareas centrales de la revolución política consistía en la regeneración de la dictadura revolucionaria del proletariado, es decir, en la restauración del poder y la democracia de los soviets, basada en el pluripartidismo soviético [28].
– Sobre la naturaleza social de la burocracia
Trotsky sostuvo en innumerables polémicas (con Laurat, Urbahns, Craipeau, Rizzi, Carter, Shachtman, Burnham, etc.) que no se podía afirmar científicamente, desde el punto de vista marxista, que la burocracia fuera una nueva clase social explotadora, es decir que surgiera necesariamente de las relaciones de producción establecidas por la propiedad nacionalizada ni que tuviera un modo orgánico de apropiación del excedente social. Efectivamente, la burocracia consumía una parte importante de la renta nacional por la vía de la administración del Estado. Pero en sentido estricto, más que “explotación de clase” se trataba de un “parasitismo social a gran escala”. [29]
La consolidación del dominio burocrático era más bien el producto de causas “políticas y coyunturales”, no orgánicas, principalmente de la combinación entre el atraso ruso y la postergación de la revolución internacional. En el marco de la escasez que caracterizó a la sociedad soviética, el Estado lejos de extinguirse había reforzado sus funciones coercitivas, y la burocracia, como “una poderosa casta de especialistas del reparto se formó y se fortificó gracias a la maniobra nada socialista de quitarle a diez personas para darle a una”. [30] Por lo tanto, era un fenómeno accidental y transitorio, una capa cuyos privilegios dependían del control del Estado y por esa vía de la distribución del excedente social. Esto hacía que frente a la burguesía, como clase propietaria de los medios de producción, fuera infinitamente más débil e inestable. Su propiedad se limitaba mayormente a objetos de uso personal y consumo lujoso, y estos incluso dependían de que el burócrata conservara su puesto. Esta situación de fragilidad quedaba expuesta con las purgas, que como señalaba Trotsky “con una plumada arroja miles y miles de familias de burócratas a la mayor pobreza”.
Esto de ninguna manera negaba el hecho que, para Trotsky, la burocracia había desarrollado una técnica de clase dominante. No casualmente retomó en La revolución traicionada algunas de las principales afirmaciones del conocido artículo de Christian Rakovsky, Los peligros profesionales del poder. Ya en 1928 Rakovsky analizaba cómo la desigualdad social entre la casta burocrática y la mayoría de la población rusa se había tranformado de “funcional” en “social”, dando lugar a la formación de una casta autónoma.
Sin embargo, Trotsky no compartía plenamente la conclusión de Rakosvky quien afirmaba que “bajo nuestros ojos se está formando un enorme clase gobernante con sus propias divisiones internas, que crece a través de la cooptación, directa o indirecta (promoción burocrática, elecciones ficticias). Lo que une a esta clase original es una forma, también original, de propiedad privada, a saber, la posesión del poder estatal” [31]. Para Trotsky, la burocracia stalinista había logrado una autonomía sin precedentes con respecto a la clase obrera rusa, había dado lugar a una desigualdad social inadmisible, no sólo a través de sus privilegios y su consumo de lujo, sino al interior mismo del proletariado, con la introducción de importantes diferenciaciones salariales, de capas acomodadas como los stajanovistas, etc. Sobre esta base, mantenía como hipótesis la posibilidad de que la burocracia se transformara en una nueva clase poseedora, e incluso consideraba que la concentración en manos del Estado de las principales fuerzas productivas, la había colocado en una posición social favorable para esa transformación [32]. Sin embargo, se negaba a confundir la hipótesis con un hecho consumado.
En “La filosofía bonapartista del Estado”, Trotsky sintetizaba del siguiente modo la relación entre el carácter de la burocracia con el del Estado: “El desfalco y el robo, principales fuentes de ingreso de la burocracia, no constituyen un sistema de explotación en el sentido científico de la palabra. Pero, desde el punto de vista de los intereses y de la posición de las masas populares, es infinitamente peor que cualquier explotación ‘orgánica’. En el sentido científico del término, la burocracia no es una clase poseedora, pero encierra en sí decuplicados todos sus vicios. La ausencia de relaciones de clase cristalizadas y su misma imposibilidad sobre las bases sociales de la Revolución de Octubre son precisamente lo que dan un carácter tan compulsivo al funcionamiento de la maquinaria estatal. Para perpetuar el sistemático latrocinio de la burocracia, su aparato está obligado a recurrir a sistemáticos actos de bandidaje. La suma total de ellos constituye el sistema del gangsterismo bonapartista” [33].
– Sobre el pronóstico y la revolución política
¿Cómo se articulaba la definición del Estado y la burocracia con el pronóstico político en la concepción de Trotsky? Una vez expuestos los fundamentos sociales del Estado obrero degenerado, y del carácter de la burocracia, Trotsky plantea que “Bajo ningún otro régimen la burocracia alcanza semejante independencia. (...) La burocracia soviética se ha elevado por encima de una clase que apenas salía de la miseria y de las tinieblas, y que no tenía tradiciones de mando y de dominio. (...) En este sentido no se puede negar que es algo más que una simple burocracia. Es la única capa social privilegiada y dominante, en el sentido pleno de estas palabras, en la sociedad soviética. (...) Los medios de producción pertenecen al Estado. El Estado ‘pertenece’ en cierto modo, a la burocracia". De esta situación concluía que “si estas relaciones completamente nuevas se estabilizaran, se legalizaran, se hicieran normales, sin resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, concluirían por liquidar completamente las conquistas de la revolución proletaria". [34]
El correlato programático de estas definiciones se puede resumir en dos grandes cuestiones: 1) la necesidad de una revolución política a través de la cual la clase obrera soviética derrocara al régimen stalinista y recuperara el poder de los soviets. Con la definición de política se señalaba que la principal tarea de esta revolución no era la expropiación de la propiedad privada de los medios de producción ni la destrucción de la clase capitalista, objetivos ya realizados por la Revolución de Octubre, sino la regeneración de un Estado obrero revolucionario. Esto no negaba que, como toda revolución, la revolución política en la URSS fuera a tener profundas consecuencias sociales, pero sus dimensiones serían secundarias comparadas con las revoluciones que históricamente instauraron el poder de una nueva clase social [35]; 2) la defensa de la URSS frente al ataque del imperialismo que no se confundía con la defensa de la burocracia. Trotsky lo planteaba del siguiente modo: “¿Qué defendemos de la URSS? No precisamente aquello en lo que se parece a los países capitalistas, sino en lo que se diferencia (...) En la URSS, la destrucción de la burocracia es indispensable para preservar la propiedad estatal. Sólo en este sentido defendemos a la URSS.(...) Defensa de la URSS no significa aproximación a la burocracia del Kremlin, aceptación de su política o de sus aliados. En este tema, como en todos los demás, permanecemos totalmente dentro del campo de la lucha de clases internacional. (...) Realizaremos nuestras tareas, entre ellas “la defensa de la URSS” no a través de los gobiernos burgueses ni del Gobierno de la URSS, sino a través de la agitación y la educación de las masas, explicando a los trabajadores lo que deben defender y lo que deben destruir.” [36]
Hasta aquí sintéticamente hemos expuesto los conceptos centrales y los ejes programáticos de Trotsky y la Cuarta Internacional en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, tanto dentro como fuera de las filas del marxismo revolucionario surgieron corrientes que propusieron una definición alternativa de la URSS a la de Estado obrero degenerado. Estas se pueden agrupar en dos grandes vertientes [37]: el capitalismo de Estado, que sostenía que no había diferencias cualitativas entre la Unión Soviética y el capitalismo occidental y que ambos expresaban un misma tendencia del sistema mundial hacia una mayor intervención estatal en la economía; y el colectivismo burocrático que planteaba que la Unión Soviética -y sus estados satélites- constituía una sociedad de explotación aunque de un tipo distinto al capitalismo. Ambas definiciones expresaban en realidad una suerte de fascinación que ejercía la burocracia moscovita, al punto que tanto la izquierda antiestalinista como los intelectuales marxistas en los países occidentales -que casi sin excepción mantuvieron su adhesión a los Partidos Comunistas al menos hasta la represión de la Primavera de Praga-, creían que era un fenómeno histórico necesario. Los primeros por considerarla una clase cuyos mecanismos de explotación eran incluso superiores a los de la propia burguesía imperialista. Los segundos porque adaptaban los fundamentos de sus teorías para demostrar que la burocracia stalinista era “inevitable” en una sociedad de transición que partía de un desarrollo capitalista atrasado.
Ni el capitalismo de Estado ni el colectivismo burocrático, que pretendían presentar una visión alternativa a la del marxismo clásico pasaron la prueba del derrumbe del dominio stalinista entre 1989 y 1991 y el paso de la burocracia al capitalismo.
Los capitalistas de Estado se econtraban en la situación bizarra de tratar de explicar, a contramano de la realidad, que la desaparición de la Unión Soviética y de los ex estados obreros deformados no había producido ningún cambio histórico, sino sólo un cambio de “modelo” dentro del capitalismo. Por su parte los colectivistas burocráticos que le habían dado a la burocracia stalinista el carácter de “nueva clase” y la atribuían una forma superior y más eficaz de explotación, tenían que explicar cómo esta supuesta “nueva clase” estaba desesperada por abandonar esa condición y transformarse en “vieja clase capitalista”. Programáticamente hacía tiempo que ambos habían abandonado toda defensa de la propiedad nacionalizada frente a la restauración de la propiedad privada y las relaciones de producción capitalistas.
La inconsistencia teórica del “capitalismo de Estado”
La llamada teoría del “capitalismo de Estado” tiene al Socialist Workers Party británico y a su corriente internacional como sus máximos exponentes, aunque no sus partidarios exclusivos.
Esta teoría ha tenido otros adherentes por fuera de la corriente fundada por Tony Cliff. Entre ellos el más destacado (y tardío) es Charles Bettelheim [38] quien pasó de ser el típico intelectual occidental de izquierda que había aprendido no sólo a convivir con el stalinismo, sino también a justificarlo teórica y políticamente como expresión legítima de las “dificultades y contradicciones” que planteaba el proceso de la transición al socialismo, a plantear que la Unión Soviética no sólo era capitalista, sino también imperialista, acorde con su adhesión al maoísmo en la época de la Revolución Cultural. La Unión Soviética era así una sociedad de explotación, similar a los países capitalistas occidentales. La propiedad estatal no había logrado abolir la relaciones de producción capitalistas ni los antagonismos de clase y la burguesía seguía existiendo bajo la forma de una “burguesía estatal”. En este apartado sólo nos referiremos a la formulación de Cliff y el SWP.
En 1948 Tony Cliff expuso en forma sistemática su teoría sobre el “capitalismo de Estado” en un documento titulado The Nature of Stalinist Russia [39] que determinó su ruptura con la Cuarta Internacional y su alejamiento del trotskismo [40].
En líneas generales la concepción de Cliff era que la Unión Soviética había sufrido una transformación profunda en 1928, con la implementación del Primer Plan Quinquenal, que había cambiado su carácter y que de Estado obrero degenerado había pasado a ser capitalista de Estado. Esta mutación se debía a una combinación de factores internos y externos, en la que estos últimos eran decisivos. La burocracia se había lanzado a una acelerada acumulación de capital no sólo impulsada por sus privilegios, que consumían una parte cada vez mayor del excedente generado por los trabajadores soviéticos, sino principalmente por presión de la competencia con las potencias capitalistas en el mercado mundial.
Sintetizando la posición de Cliff, la sociedad soviética era capitalista porque a través de la industrialización acelerada y la colectivización forzosa iniciadas en 1928, se realizaba la acumulación primitiva de capital. Según Cliff esta acumulación era “capitalista” por el simple hecho de subordinar el consumo a la producción, el trabajo vivo al trabajo muerto (este último argumento será retomado por P. Naville en su análisis del “trabajo asalariado socialista”), rasgo característico del modo de producción capitalista.
Cliff consieraba que este salto había ocurrido durante el Primer Plan Quinquenal porque “por primera vez la burocracia buscaba crear un proletariado y acumular capital rápidamente. En otras palabras, en ese momento la burocracia buscaba realizar la misión histórica de la burguesía lo más rápidamente posible. Una rápida acumulación de capital sobre la base de un bajo nivel de producción, de un bajo ingreso nacional per capita, debe ejercer una enorme presión sobre el consumo de las masas y sus estándares de vida. Bajo estas condiciones, la burocracia, se transformó en la personificación del capital...”. El terror stalinista respondía a las necesidades de la “acumulación primitiva capitalista” basada en gran medida en los campos de trabajo forzados [41]. El cambio del régimen totalitario a una dictadura bonapartista luego de la muerte de Stalin, se correspondía para Cliff con la evolución hacia un ‘capitalismo de Estado maduro’ basado en el “trabajo libre”.
¿Era suficiente la “subordinación del consumo a la producción” para afirmar que la economía soviética, en la que no había propiedad privada, ni concurrencia de distintos capitalistas, ni producción generalizada de mercancías, ni gobierno de la ley del valor, era una economía capitalista?
Evidentemente no. Las limitaciones y el formalismo en el que se basaba la analogía de Cliff entre el capitalismo occidental y la Unión Soviética fueron señalados desde el comienzo por sus numerosos críticos. En la URSS, como en toda sociedad que hubiera superado el estadio de la producción para el autoconsumo, había acumulación de medios de producción y trabajo excedente. Sin embargo, estos medios de producción que se acumulaban no eran capital, ante todo porque no eran mercancías sometidas a las condiciones capitalistas de intercambio, sino que eran propiedad nacionalizada y como tal su distribución no estaba sujeta a la ley del valor sino que se adjudicaban a las distintas ramas de producción en función de un plan (otra discusión es que esta planificación tenía un carácter burocrático que la transformaba en una seudoplanificación, una “economía de comando” que atentaba contra el desarrollo de los elementos socialistas). La fuerza de trabajo, a pesar de recibir un salario, tampoco constituía una mercancía al estilo del trabajo asalariado bajo el capitalismo, no se vendía en un verdadero mercado de trabajo y por lo tanto no estaba sujeta a sus fluctuaciones (retomaremos este punto a propósito de la discusión con P. Naville).
A su vez el llamado capitalismo de Estado sólo puede entenderse como un sector de la economía capitalista que coexiste junto con la propiedad privada de los medios de producción (ya sea de capitalistas individuales o de sociedades) porque no podría hablarse de capitalismo en el caso en que la mayoría de los medios de producción fuesen propiedad estatal, y se liquidase la competencia entre múltiples capitales, elemento central del modo de producción capitalista. Por eso en los debates marxistas el capitalismo de Estado “puro” era sólo una construcción teórica para mostrar las tendencias del capitalismo pero no una forma histórica concreta.
Cliff reconocía parcialmente estos hechos. Al problema que planteaba la imposibilidad fáctica de la negación del capitalismo a través del capitalismo de Estado, respondía introduciendo una diferencia de origen aunque cuantitativa entre los países occidentales y la Unión Soviética [42]. En el primer caso, aceptaba que no era posible el cambio orgánico y evolutivo del capital privado monopolista al capitalismo de Estado, lo que significaba que en la práctica nunca llegarían a una concentración total en manos del Estado de todo el capital social. Pero esta dificultad no implicaba la necesidad de reconsiderar la utilidad del término, por el contrario, desde el punto de vista de Cliff, Rusia era su máxima expresión porque era un capitalismo originado en una revolución proletaria, por lo que la propiedad privada había sido abolida y esto permitiía que se concentraran en el Estado los principales medios de producción. Lo que sigue sin explicación es por qué el sistema soviético que constituía la realización más pura del “capitalismo de estado” y, por lo tanto, su más pura negación, seguía siendo de todos modos capitalista [43].
Este enigma se hace todavía más opaco cuando Cliff afirma que, a pesar de haber acumulación capitalista, la ley del valor no operaba dentro de la URSS.
En un artículo publicado en International Socialism a propósito de la defensa de la teoría capitalista de Estado en pleno colapso de la Unión Soviética, su autor, D. Howl, plantea que”si comparáramos un modelo de capitalismo con la URSS tomada en su ‘aislamiento’, la teoría del capitalismo de Estado no podía sostenerse. Los bienes no eran comparados dentro de la URSS sobre la base del tiempo de trabajo empleado en su producción. (...) Una vez que se ve a la URSS en relación con la economía mundial, las cosas cambian. El sistema mundial es un sistema de estados competidores, más allá de los bloques y alianzas temporales, y la URSS está dentro de esta competencia. El SWP ubica el establecimiento del capitalismo de Estado burocrático en la URSS a partir de 1928 porque es a partir de esa fecha que la competencia internacional se transforma en el principal determinante del proceso interno” [44].
Es notoria la falta de fundamentos sólidos de esta posición. Resulta evidente que las relaciones de propiedad y de producción sobre las que se basa un Estado -y que le confieren su carácter de clase-, no pueden diferir hasta transformarse en su contrario según un punto de vista unilateral, nacional o internacional, de un observador eventual.
La definición de la URSS como capitalista de Estado resultaría así de dos abstracciones: la negación absoluta de la ley del valor al interior de la economía soviética y su absolutización en la economía internacional.
Aún queda un inconveniente adicional, y es que en realidad la Unión Soviética tenía una participación menor en el mercado mundial, tanto en relación con el volumen de su producción como en comparación con la participación de Estados Unidos y otras potencias imperialistas. Pero para Cliff la competencia entre los estados y el funcionamiento mismo de la ley del valor, ya no estaba regido por el intercambio de mercancías, sino por la fabricación de armamentos. Es cierto que la industrialización al servicio del armamento tuvo una relevancia constante en la Unión Soviética en detrimento de la producción de bienes de consumo y servicios, y también que la carrera armamentista jugó un rol importante, sobre todo entre las décadas de 1970 y 1980, en la crisis de la economía soviética, manifestando la presión imperialista y las consecuencias desastrosas de la política de la burocracia de “competir” con las grandes potencias en todos los planos, como producto de la coexistencia pacífica y el socialismo en un solo país. Pero la presión decisiva de los mecanismos de mercado y la ley del valor se ejerció a través de la debilitación del monopolio del comercio exterior y de la planificación económica que abonaron el surgimiento del mercado negro, el endeudamiento externo -de gran magnitud en los países del Este como Polonia, Rumania y Yugoslavia-, y en última instancia facilitaron el proceso restauracionista.
Una definición abstracta de la burocracia stalinista
Para Cliff la burocracia “al cumplir las tareas de la burguesía” se había transformado en una clase, y “aunque diferente de la clase capitalista, es lo más cercano a su esencia histórica. La burocracia rusa como negación parcial de la clase capitalista tradicional es al mismo tiempo la personificación más verdadera de la misión histórica de esta clase”. Pero al considerar a la burocracia desde 1928 como “personificación del capital” su teoría resultaba estéril para explicar fenómenos concretos, como por ejemplo las motivaciones que impulsaron a distintas alas del PCUS a tratar de implementar “reformas” con las que buscaban restaurar mecanismos capitalistas parciales en la economía.
El primer intento serio de introducción de reformas económicas procapitalistas ocurrió en 1949, motivado por las dificultades de la reconstrucción de postguerra y el atraso relativo con respecto a los países capitalistas que gozaban de los beneficios del plan Marshall. Inspirada y dirigida por Nikolai Voznesensky [45], que era en ese momento presidente de la Comisión de Planificación Estatal (Gosplan), la reforma comenzó a implementarse el 1° de enero de 1949, con una reorganización de los precios para acercarlos a sus valores o “precios de producción” (que comprendían el costo de producción más una ganancia promedio estimada), lo cual llevó a una suba generalizada de precios. La reforma cayó a mediados de 1950. Voznesensky fue destituido, expulsado del partido y luego ejecutado junto a otros dirigentes que habían apoyado su propuesta, principalmente en Leningrado [46]. Esta reforma fue el antecedente de la llamada “reforma Liberman” implementada en 1965 bajo el gobierno de Brezhnev-Kosigin. La reforma Liberman se basaba en el aliento al mercado, los precios, las ganancias y la iniciativa de los directores de planta, lo que resultó en una importante autonomía de las burocracias locales, situación que caracterizó el gobierno de Brezhnev y que no iba a dejar de profundizarse en detrimento de los aspectos planificados de la economía, hasta llegar a su desmantelamiento con la perestroika bajo Gorbachov.
Con estas breves referencias no pretendemos dar cuenta de la evolución económica y política de la URSS sino sólo mostrar que la definición de “capitalismo de Estado” evitaba tener que dar explicaciones concretas al fenómeno burocrático, que estaba lejos de ser homogéneo. La nomenklatura no podía convertirse de conjunto en clase capitalista. M. Lewin basándose en los datos empíricos de la composición de la burocracia en las décadas de 1970 y 1980, muestra cómo se fueron conformando, a partir de operadores que actuaban en los márgenes del sistema oficial como intermediarios en una inmensa economía en las sombras que traficaban insumos, desde materias primas hasta empleados, los sectores que transformaron el robo en una acumulación primitiva capitalista. Estos “comenzaron a atacar el principio sacrosanto de la propiedad estatal de la economía. El proceso espontáneo en curso vació una serie de principios ideológicos y políticos de todo contenido. El más importante de ellos -la propiedad estatal de los activos y los medios de producción- fue lentamente erosionado, inicialmente con la formación de verdaderos feudos dentro de los ministerios,y luego con la privatización de facto de las empresas por sus directores. Este proceso debe ser llamado por su nombre real: la cristalización de un protocapitalismo dentro de la economía estatal” [47]. Sin comprender la dinámica de los sectores ligados a distintos aspectos de la producción, de la administración o del Estado, se hace más difícil aún comprender cómo fueron surgiendo, a partir de ciertos estratos de la burocracia, los que luego de la caída del réigmen se iban a transformar en “nuevos ricos” y “oligarcas”, que aspiraban a devenir la “personificación del capital”.
Capitalismo de Estado e imperialismo. De Lenin a Bujarin
Cliff aplicaba a la Unión Soviética la misma teoría que tenía para el capitalismo de la postguerra, desarrollando las formulaciones de Hilferding y Bujarin, quienes unos años antes que él habían planteado que el capitalismo mundial tendía a una suerte de “capitalismo de Estado” [48] con la fusión creciente entre el capital (financiero) y el Estado. En su libro El imperialismo y la economía mundial, Bujarin veía esta tendencia en los cambios económicos que formaban parte de los preparativos de los estados para la Primera Guerra Mundial, y planteaba que “Los establecimientos del Estado y los monopolios privados se fusionan en el seno del trust capitalista nacional. Los intereses del Estado y los del capital financiero coinciden sin cesar cada vez más. De otro lado, la enorme tensión de la concurrencia en el mercado mundial exige del Estado un máximun de centralización y de poder. Estas dos causas (...) son las que constituyen los principales factores de la estatización de la producción dentro del marco capitalista”. [49]
Bujarin desarrolló hasta el extremo tanto la posibilidad lógica de la fusión del Estado con la economía como la tendencia a liquidar la competencia a escala nacional y trasladarla a la economía mundial. En su análisis del imperialismo considera que el “capitalismo de Estado” es su realidad histórica concreta y que constituye la especie “más perfecta de capitalismo”. En este cambio del modelo clásico del capitalismo al capitalismo de Estado, este último se convierte en un agente “explotador colectivo directo”.
La discusión sobre el creciente rol del Estado en la economía llevó a grandes confusiones. En La revolución traicionada Trotsky hace una distinción entre “capitalismo de Estado” y “estatismo”, mostrando el carácter parcial del primero y reaccionario del segundo. Plantea que “Después de la guerra, y sobre todo después de las experiencias de la economía fascista, se entiende por “capitalismo de Estado” un sistema de intervención y de dirección económica por el Estado. Los franceses usan en tal caso una palabra mucho más apropiada: el estatismo. El capitalismo de Estado y el estatismo indudablemente se tocan: pero como sistemas, serían más bien opuestos. El capitalismo de Estado significa la sustitución de la propiedad privada por la propiedad estatalizada, y conserva, por esto mismo, un carácter parcial. El estatismo -así sea la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, los Estados Unidos de Roosevelt o la Francia de León Blum-, significa la intervención del Estado sobre las bases de la propiedad privada, para salvarla. Cualesquiera que sean los programas de los gobiernos, el estatismo consiste, inevitablemente, en trasladar las cargas del sistema agonizante de los más fuertes a los más débiles. Y concluye que “la primera concentración de los medios de producción en manos del Estado conocida por la historia, la realizó el proletariado por medio de la revolución social, y no los capitalistas por medio de los trust estatalizados. Este breve análisis bastará para mostrar cuán absurdas son las tentativas de identificar el estatismo capitalismo con el sistema soviético. El primero es reaccionario, el segundo realiza un gran progreso” [50].
Efectivamente ese fue el carácter del capitalismo de postguerra, en el cual la intervención estatal y las nacionalizaciones estaban al servicio de recomponer el funcionamiento y la rentabilidad del capital privado.
El carácter formal de la analogía entre la nacionalización de los medios de producción en la URSS y las estatizaciones en los países capitalistas fue criticada desde el comienzo. Por ejemplo la resolución del Segundo Congreso Mundial de la Cuarta Internacional planteaba al respecto que “en Rusia se trató de expropiar y destruir a la burguesía como clase a través de la acción revolucionaria del proletariado y del Estado obrero. En los países capitalistas lo que tenemos es la nacionalización -con compensación- de ciertos sectores no rentables de la economía burguesa en beneficio de los grandes monopolios. La ‘fusión entre el Estado y la economía’ en Rusia significó la destrucción de la burguesía como clase” [51].
El segundo aspecto que Cliff retoma de Bujarin es la tendencia a reemplazar la competencia entre empresas -monopolios multinacionales- por la competencia entre estados. Esto implicaría que la competencia capitalista entre firmas privadas, desaparecida dentro de las fronteras nacionales bajo la forma de trusts capitalistas de Estado, retornaría en la competencia mundial entre los Estados.
Contra toda evidencia, Cliff fundamenta su teoría en la suposición de que la posibilidad lógica planteada por Bujarin de un capitalismo de Estado absoluto se habría realizado como realidad concreta del sistema imperialista de postguerra. Nunca el mundo capitalista llegó a esa situación, ni siquiera luego de la crisis de 1929 y en el período entre guerras en el que había una mayor autarquía y el comercio internacional fue drásticamente reducido. Menos aún después de la Segunda Guerra Mundial con la creciente internacionalización de las fuerzas productivas y la ofensiva neoliberal de fines de los ’70.
Hay un elemento adicional que los partidarios del capitalismo de Estado toman para validar su teoría y es el rol del Estado luego de la Segunda Guerra Mundial, principalmente en los países capitalistas más débiles, en los procesos de industrialización y “modernización” de la economía, fenómeno que tenía su correlato político en el nacionalismo burgués. Sin embargo, a diferencia de la Unión Soviética y los estados obreros deformados de Europa del este, nunca la industrialización o modernización tardía y parcial de esos países pudo desarrollarse al margen de su naturaleza semicolonial ni les permitió superar esta condición.
Pero la categoría de “semicolonia” no tiene lugar en la concepción de imperialismo que implicaba la teoría del capitalismo de Estado. El SWP siempre rechazó esta definición y prefirió hablar de países del “tercer mundo”, incluso en la actualidad [52].
La debacle del “capitalismo de Estado” después de 1989
A propósito de las innumerables críticas que recibió la teoría del capitalismo de Estado, D. Howl intenta aclarar el método y los objetivos de la elaboración de Cliff, planteando que “la teoría del Socialist Workers Party del capitalismo de Estado burocrático ha sido frecuentemente mal interpretada como una teoría desarrollada para explicar las diferencias entre la URSS y el capitalismo occidental. Por el contrario, Cliff desarrolló la teoría en respuesta a la expansión del stalinismo a Europa del este, argumentando que si esto representaba el derrocamiento del capitalismo entonces los marxistas se habían equivocado en plantear que sólo un proletariado conciente podía construir estados obreros. Empleó el método marxista de abstraer las diferencias aparentes entre oriente y occidente para explorar las similitudes subyacentes” [53]. No vamos a insistir en la discusión del error en el que comúnmente caen los razonamientos formales, de confundir los hechos empíricos con la norma teórica, y, en lugar de responder a las negaciones parciales que los hechos hacen de las teorías, considerar que un solo elemento es suficiente para su negación absoluta [54]. Sin embargo resulta significativamente equivocado el método de “abstraer las diferencias aparentes”. En primer lugar, no había ningún aspecto que indicara en abstracto y a priori, que las diferencias entre la economía nacionalizada soviética y el capitalismo occidental fueran “aparentes”, es decir de grado, y no de calidad ni que subyaciera una “esencia” común. En segundo lugar, si bien la abstracción es un momento del conocimiento, y es lo que hace posible las analogías históricas, sin el límite de las diferencias concretas que determinan (o no) naturalezas distintas, el conocimiento resulta falso y la entidad que surge de él una construcción arbitraria.
La teoría del capitalismo de Estado construida en base a este método abstracto es un ejemplo de esto.
El “capitalismo de Estado” era al “estatismo” de la postguerra lo que la ideología de la “globalización” es al “neoliberalismo” de la década de 1990, es decir, la absolutización de una tendencia parcial y contradictoria y su transformación en una “nueva” etapa del capitalismo o en una “nueva forma de acumulación” que niega todo lo anterior.
Esta teoría basaba todo su andamiaje en dos aspectos: la “fragmentación” del mercado mundial y sobre todo el creciente peso del armamentismo en los años de la Guerra Fría, lo que se correspondía con un rol del Estado que se reforzaba como comprador de las mercancías aptas para la guerra [55].
El retiro del Estado de importantes esferas de la economía en las décadas de 1980-90, con la privatización de servicios y empresas públicas, sobre todo en los países semicoloniales, la mayor internacionalización de la economía, la tendencia a la concentración y a la conformación de monopolios multinacionales -que crearon la ilusión opuesta de que los estados nacionales se habían vueltos superfluos- dejaron al descubierto la endeblez de esta teoría. Chris Harman da la siguiente explicación, por cierto poco convincente, de la crisis del capitalismo de Estado y el giro neoliberal: “lo mismo que hacía ver al capitalismo de Estado como una salida a los problemas que enfrentan países en un estadio del desarrollo del sistema mundial -el continuo crecimiento de las fuerzas productivas- hace ver al capitalismo de Estado como un impedimento para la eficiencia económica en un estadio más tarde. El desarrollo posterior de las fuerzas productivas durante cuatro o cinco décadas comenzó a chocar con dicho modo de organizar la producción. (...) El capitalismo multinacional comenzó a suplantar al capitalismo de Estado como la vanguardia del sistema. (...) El capitalismo mundial ha superado la etapa del capitalismo de Estado. Pero sería incorrecto llamar a lo que lo ha reemplazado ‘capitalismo privado’ o incluso ‘capitalismo de mercado’ como si el Estado hubiera desaparecido. Lo que existe es una combinación de capitalismo de Estado y capitalismo multinacional. Lo llamo para abreviar “capitalismo multinacional” pero sus componentes se desarrollan a partir de las bases capitalistas del Estado nacional y nunca rompen completamente con ellas” [56].
Este enfoque teórico se reveló aún más estéril para explicar los procesos de 1989 y sus consecuencias, que a diferencia de las reformas realizadas bajo la burocracia que mantenían la propiedad nacionalizada como base de la economía, implicó un cambio cualitativo y el inicio del proceso de restauración capitalista. El SWP se encontró en la extraña posición de tener que sostener que en esencia nada había cambiado porque ya se trataba de estados capitalistas y que la reintroducción de los mecanismos de mercado y la propiedad privada no representaban ni un avance ni un retroceso sino sólo un “paso al costado” de la burocracia. Ni los más entusiastas ideólogos del capitalismo pueden sostener sin sonrojarse esta afirmación.
Si la URSS ya era capitalista, ¿por qué resulta tan tortuoso el reestablecimiento de las relaciones capitalistas y la reubicación de Rusia en la escena internacional? Si la burocracia había sustituido a las clases capitalistas y cumplía desde 1928 las tareas de acumulación capitalistas en la URSS, ¿cómo se explican las características actuales de la acumulación capitalista en Rusia, basada en el saqueo abierto de la propiedad estatal?
Para el SWP, la burocracia como “clase dirigente capitalista”, no ha caído sino que está en proceso de transformarse en una clase propietaria, acompañando el cambio de tendencia del capitalismo a nivel mundial que se expresaría en la apertura de la economía al “capital multinacional”.
Esta operación que parece tan sencilla en el esquema teórico del capitalismo de Estado en el plano de la realidad es uno de los grandes problemas y obstáculos que ha encontrado la legitimación de la reintroducción del capitalismo. La población rusa no consideraba a la nomenklatura como “propietarios legítimos” de las empresas nacionalizadas, ni tampoco al Estado, ya que la propiedad colectivizada tenía un carácter ‘social’. Por esto el proceso de pasar de la propiedad colectiva a la propiedad privada no era un mero cambio cuantitativo con respecto a la situación anterior y las privatizaciones tuvieron que hacerse al estilo del “capitalismo popular” por la vía indirecta del reparto de cupones entre los trabajadores de las empresas que luego los compraba a bajo precio el burócrata aspirante a “nuevo rico” para quedarse con la firma privatizada. Sobre este proceso, S. Clarke plantea “El grueso de las privatizaciones ocurrieron entre 1992 y 1995, la mayoría de las empresas medianas y grandes eligieron privatizarse según la ‘segunda opción’ en la cual el 51% de las acciones eran vendidas a precio de liquidación a la fuerza de trabajo, la minoría eligió la ‘primera opción’ en la cual las acciones sin derecho a voto eran distribuidas gratuitamente entre la fuerza de trabajo" [57]
El descalabro estatal ruso luego de la caída del régimen stalinista y las disputas entre camarillas ligadas al viejo aparato estatal y sectores de oligarcas, el estatus aún indefinido de Rusia en el mundo, y no menos importante la caída abrupta en todos los indicadores económicos muestran que la restauración de los mecanismos básicos capitalistas en el conjunto de la economía rusa está lejos de ser un mero cambio de “orientación económica” sino que constituye una verdadera contrarrevolución social que ha avanzado cualitativamente en los últimos quince años.
En un artículo reciente el SWP plantea a modo de “balance” del stalinismo y su caída: “El ascenso del stalinismo a fines de la década de 1920 dividió a los oponentes de la socialdemocracia (...) Mientras que muchos de los mejores militantes en el movimiento obrero internacional permanecían en la tradición comunista, otros tantos fueron empujados nuevamente a los brazos de la socialdemocracia por el hecho de que la principal alternativa en la izquierda estaba asociada con la tiranía stalinista.(...) Esta división desapareció cuando los estados stalinistas dejaron de existir en 1989. Todavía hay serios desacuerdos sobre la historia, los métodos de organización, las tácticas y la estrategia, pero pocos involucran cuestiones de principios”. Para el autor de este artículo, la desaparición de la Unión Soviética ha sentado las bases para superar las “diferencias” con los partidos comunistas y permitir la unidad de la anteriormente dividida oposición al capitalismo de “libre mercado”. [58] Nuevamente queda sin explicar cómo fue posible el cambio en el carácter de los partidos comunistas occidentales, que de agentes del “capitalismo de Estado” pasaron a ser aliados posibles y deseables para la constitución nuevos partidos “anticapitalistas”. La inconsistencia teórica se traduce una vez más en oportunismo político.
Las teorías de la “nueva clase”. El “colectivismo burocrático” como régimen de explotación
El llamado “colectivismo burocrático” era otra variante de las teorías que afirmaban que la Unión Soviética era una sociedad reaccionaria dominada por relaciones de explotación y que la burocracia stalinista, a través del control de la producción por medio del Estado, se había transformado en una nueva clase explotadora. Estas posiciones empezaron a encontrar una audiencia relativa en el período de los preparativos de los estados imperialistas para la Segunda Guerra Mundial y del pacto Stalin-Hitler pero tuvieron su auge en los primeros años de la segunda postguerra.
Al igual que el capitalismo de Estado, el colectivismo burocrático sostenía la hipótesis de la transformación de la propiedad privada en propiedad colectiva, tendencia que caracterizaría al sistema capitalista internacional. Esta falla de origen común es lo que hace que en muchos aspectos sean teorías convergentes y que en última instancia terminen confudiéndose.
Las principales ideas del colectivismo burocrático se encontraban sistematizadas en el libro La burocratización del mundo, de Bruno Rizzi, publicado en 1939. Allí Rizzi sostenía la hipótesis de que el mundo -y no sólo la URSS- tendía al dominio de una burocracia transformada en nueva clase explotadora. La argumentación era sencilla, giraba en torno a la naturaleza de clase de la Unión Soviética y más en general a los tres sistemas que se disputarían el dominio mundial en la guerra que estaba a punto de estallar, dos de los cuales, el capitalismo como expresión de la burguesía decadente y el socialismo como estrategia política del movimiento obrero internacional, estaban prácticamente derrotados, frente a un tercero en ascenso, el colectivismo burocrático, que regía en la Unión Soviética, Italia, Alemania y Japón y se perfilaba como el destino del mundo. Según Rizzi, la Unión Soviética era un nuevo sistema de explotación “anticapitalista” en el que la burocracia como clase dominante, se apropiaba de la plusvalía de forma indirecta, a través del Estado. Esto expresaba la realización extrema de la tendencia internacional a reemplazar al capital privado por la propiedad colectiva estatal lo cual daba lugar a un nuevo orden social totalitario, ni capitalista ni socialista, controlado por la burocracia en el que la explotación en cierto sentido se perfeccionaba, porque pasaba de ser individual a realizarse colectivamente. El proletariado, en el sentido clásico de la clase de quienes venden “libremente” su fuerza de trabajo a cambio de un salario, había desaparecido dando lugar al surgimiento de una nueva clase de esclavos. Posteriormente en la década de 1960, en una polémica con Pierre Naville [59], Rizzi vuelve a considerar sus hipótesis, reafirmando que se trata de un nuevo régimen basado en la propiedad colectiva, que llama propiedad de clase, en el que no existe la plusvalía ni ningún mecanismo de mercado. El sistema de expoliación burocrático es más brutal que el capitalismo y se asemeja a un régimen feudal de servidumbre de estado [60].
El “colectivismo burocrático” no constituía un cuerpo teórico sofisticado ni fundamentado empíricamente. Más bien respondía a la tentación de inventar una categoría intermedia para definir a la Unión Soviética como un Estado ni capitalista ni proletario, y evitar así el esfuerzo de dar cuenta de las enormes dificultades que planteaba la sociedad rusa bajo el dominio de la burocracia. Incluso para Trotsky sus argumentos no eran novedosos, sino que surgían de la reformulación de viejos dogmas anarquistas de principios de siglo [61], que antes de la revolución de octubre de1917 y de la degeneración stalinista afirmaban que la dictadura del proletariado conduciría inevitablemente al ascenso de una burocracia estatal explotadora.
Sin embargo, esta concepción encontró eco dentro de las filas del trotskismo, particularmente en el SWP norteamericano. El primero que adoptó los preceptos del “colectivismo burocrático” fue Joseph Carter quien sostenía que la burocracia stalinista poseía colectivamente a través del Estado los medios de producción, que organizaba la economía a través de la planificación totalitaria y el terrorismo de Estado y que por lo tanto el trabajo forzado era un elemento inherente a las relaciones de producción rusas.
Más tarde se le sumaron Burnham y luego Shachtman quienes políticamente asumieron una posición antidefensista de la URSS en la guerra, lo que terminó llevando a su ruptura con la Cuarta Internacional [62]. Esta posición siguió desarrollándose en el movimiento trotskista a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1946 y 1948 llevó a una lucha fraccional dentro del PCI francés que terminó con el alejamiento del grupo Socialisme ou Barbarie dirigido por C. Castoriadis y C. Lefort.
A pesar de que el colectivismo burocrático hoy ha perdido toda vigencia, algunos de sus argumentos aún conservan un cierto atractivo, principalmente su intento de explicar el rol de la burocracia en las complejas sociedad actuales con respecto a la división del trabajo entre las tareas de ejecución y planificación, que son retomadas por ejemplo por A. Artous en su propuesta de incorporar el “despotismo de fábrica” en el análisis de la sociedad soviética en particular, y su continuidad en la sociedad de transición al socialismo, en general.
El antidefensismo sigue manifestándose en las posiciones “democratistas” con respecto a Cuba que terminan cediendo a la presión restauracionista por la vía de las reformas políticas. En este apartardo, vamos a limitar la crítica al colectivismo burocrático a los aspectos teóricos que siguen teniendo influencia en la actualidad.
Weber y los antecedentes teóricos del “colectivismo burocrático”
El origen teórico del colectivismo burocrático se remonta en realidad a las tesis del sociólogo alemán Max Weber [63], quien ya a principios del siglo XX había anunciado el advenimiento de un nuevo orden burocrático que se correspondía con el nivel de desarrollo, complejidad y centralización de las modernas sociedades capitalistas. Para Weber, la burocracia era la forma más racional de la organización social. Caracterizada por la eficiencia y basada en el saber profesional, constituía ésta “una de las organizaciones sociales de más difícil destrucción”, que una vez en el gobierno establecía “un dominio prácticamente inquebrantable”.
En la teoría de Weber había una homología entre el Estado y las corporaciones industriales, al punto que la burocratización era la forma racional de organización de la esfera de la economía y la esfera política. Esta similitud se basaba en que el “fundamento económico decisivo, o sea la ‘separación’ del trabajador de los medios materiales de trabajo (...) es común, como tal fundamento decisivo, tanto a la empresa político-militar estatal moderna como a la economía capitalista privada” [64].
Ligada a lo anterior, la otra idea central de la teoría sociológica weberiana es el carácter inevitable de la burocratización y su extensión como proceso histórico a partir de la Primera Guerra Mundial. Según Weber “este hecho escueto de la burocratización universal se oculta en verdad también detrás de aquello que de modo eufemístico se designa como ‘socialismo del futuro’, detrás de la consigna de la ‘organización’, de la ‘economía cooperativista’ y, de modo general, detrás de todas las expresiones análogas del presente. En efecto, éstas significan siempre en su resultado (aunque a veces se propongan precisamente lo contrario) creación de burocracia. (...) El futuro es de la burocratización... La burocracia se caracteriza frente a otros vehículos históricos del orden de vida racional moderno por su inevitabilidad mucho mayor.” [65]
En ese mismo escrito, publicado poco después de la revolución rusa, a propósito de las perspectivas del socialismo Weber planteaba “Puede concebirse teóricamente una eliminación cada vez más extensa del capitalismo privado (...). Pero, aun suponiendo que se lograra alguna vez, ello no significaría prácticamente en modo alguno, con todo, una ruptura de la acerada estructura del moderno trabajo industrial, sino que significaría, por el contrario, que ahora se burocratizaría también la dirección de las empresas estatificadas o confiadas a una forma cualquiera de ‘economía colectiva’.(...) toda lucha por el poder con una burocracia estatal es inútil (...) Una vez eliminado el capitalismo privado, la burocracia estatal dominaría ella sola. Las burocracias privada y pública, que ahora trabajan una al lado de la otra y, por lo menos posiblemente, una contra la otra, manteniéndose, pues, hasta cierto punto mutuamente en jaque, se fundirían en una jerarquía única” [66].
Si bien en su momento estas ideas de Weber no tuvieron repercusiones en el marxismo revolucionario [67], muchos años después se transformaron en una suerte de premonición para algunos marxistas que comenzaban a buscar las raíces de la burocratización en la economía nacionalizada y el surgimiento de una nueva clase dominante que estaba destinada a reemplazar a la burguesía a nivel mundial y que tenía su avanzada en la URSS bajo Stalin.
Sin embargo, esto implicaba un salto con respecto al análisis de Weber, que estaba más acorde con las definiciones de la teoría política clásica sobre la burocracia estatal y los estratos administrativos en general. Para Weber la burocracia no constituía una clase independiente, sino que representaban la forma más racional de organización social cuyo rol estaba determinado por los agentes sociales concretos. Estaba integrada por un cuerpo de funcionarios asalariados que si bien permanecía neutro con respecto al sistema político y económico, era un producto genuino de la complejidad que había alcanzado la sociedad capitalista. Este comportamiento “profesional” de la burocracia se podía ver claramente en el caso de un país ocupado, en el que la potencia ocupante no debía destruir al cuerpo burocrático estatal, sino por el contrario, debía valerse de él para ponerlo a funcionar a su servicio [68]. Resultaba más difícil intentar articular esta teoría de la dominación política con una concepción marxista de las relaciones sociales de producción, ya que la concepción de Weber de las clases sociales parte de otros supuestos. Como plantea E. Meiksins Wood, “la inclinación [de Weber] a identificar la ‘economía’ con los mercados se hace evidente en su concepto de clase. Como categoría puramente ‘económica’, la clase es definida por el mercado; no por las relaciones de explotación entre los apropiadores y los productores, sino por ‘oportunidades de mercado’ desiguales. Donde no hay mercado predominarán otras formas de estratificación, notablemente el ‘estatus’; donde quiera que haya mercados hay clases”. [69]
El ‘colectivismo burocrático’ intentaba usar tanto a Weber como a Marx pero despojaba a ambos de los elementos centrales de sus sistemas teóricos. Trataba de definir a la burocracia stalinista con los criterios de Weber pero negaba las características centrales que para este autor tenía toda burocracia tales como la “racionalidad” o la “eficiencia”, que resultaban incompatibles desde todo punto de vista con el aparato estatal ruso. A la vez intentaba darle el carácter de “nueva clase” según las categorías económicas de Marx, pero no encontraba los fundamentos del “nuevo modo de producción” más que a nivel de la superestructura política, con lo que generaba una extraña categoría social de una “clase estatal asalariada” o mejor una “clase-partido” que no tenía propiedad ni una forma exclusiva de apropiación del excedente social, más que a través de retener el poder del Estado. Sería la primera clase dominante moderna cuya reproducción dependiera no sólo del Estado sino también de su representación política.
Esto ha llevado a formulaciones sin ningún rigor científico ni constatación empírica. Uno de los ejemplos más salientes es el de la supuesta “clase de los directores”que postuló James Burnham en 1941. La tesis central de su libro The managerial revolution, era que tanto el New Deal norteamericano, como el nazismo y el stalinismo expresaban que el mundo estaba en transición hacia una nueva sociedad de explotación, a la que llamó “directorial”, dominada por esta “nueva clase” [70]. Esta construcción fantástica inspiró obras de ficción [71] pero no tuvo nada que ver con la realidad. La burguesía sólo perdió sus propiedades y su poder político por la acción revolucionaria de las masas (como en Yugoslavia, China o Cuba) o por las expropiaciones realizadas por el Ejército Rojo en las zonas ocupadas por la URSS, en ningún caso fue reemplazada como clase dominante por gerentes o mandos intermedios. El propio Burnham no sostuvo sus argumentos por más de un año y en 1947 ya estaba “aportando” sus servicios para que Estados Unidos derrotara al “peligro del comunismo” en la guerra fría.
Del ‘colectivismo’ al ‘capitalismo burocrático’. Breve comentario sobre Socialisme ou Barbarie
Uno de los exponentes más conocidos de la teoría de la “nueva clase burocrática” surgido de las filas del trotskismo fue C.Castoridis. Junto a C. Lefort habían formado en 1946 la oposición interna al PCI francés [72] y tras su ruptura en 1948, fundaron el grupo Socialisme ou Barbarie, alrededor de la crítica a la definición de Trotsky de la Unión Soviética como Estado obrero degenerado.
Aunque es conocida la evolución política de Castoriadis [73] que lo llevó a coincidir con anarquistas y reformistas en que el Partido Bolchevique, junto con la nacionalización de la economía, habían sido los elementos clave en la burocratización, y posteriormente a romper definitivamente con el marxismo, algunos todavía recurren al arsenal teórico de Socialisme ou Barbarie y rescatan argumentos parciales para justificar “por izquierda” el abandono de la estrategia de la revolución proletaria.
Está fuera del alcance de este artículo hacer una crítica sistemática de las posiciones de Socialisme ou Barbarie, solamente nos vamos a referir a algunos de sus aspectos centrales que hoy siguen teniendo influencia dentro del espectro de la izquierda “radical”.
– Relaciones de producción y “clase burocrática”
Socialisme ou Barbarie sostenía que la teoría de Trotsky sobre la Unión Soviética se había demostrado fundamentalmente equivocada, ya que estaba basada en el supuesto de la inestabilidad absoluta del régimen stalinista, lo que había sido desmentido por el resultado de la Segunda Guerra. El fortalecimiento de la burocracia rusa obligaba, según Castoriadis, a revisar la definición de la URSS y a admitir que desde 1927 ya no se la podía considerar más como un Estado obrero, incluso degenerado. En cuanto a la naturaleza del Estado y la burocracia, afirmaba que “las relaciones de producción en la URSS son relaciones de clases.(...) Una clase social, la burocracia, posee los medios de producción, mientras que el proletariado es absolutamente desposeído. (...) El Estado en la URSS no es más la dictadura del proletariado dirigida contra los capitalistas, expresa la dictadura de la burocracia sobre el proletariado y los otros sectores de la población” [74].
Socialisme ou Barbarie insistía en identificar las definiciones de Trotsky sobre la economía de transición y la dictadura del proletariado con la sociedad socialista, para considerarlo luego como uno de los máximos “mistificadores” de la Unión Soviética stalinizada. La crítica teórico-política se centraba principalmente en el terreno de la economía, alrededor de dos argumentos relacionados: 1) que Trotsky nunca había analizado las relaciones de producción en Rusia; y 2) que sostenía que la nacionalización de los medios de producción le daba a ésta por sí misma un carácter socialista, por lo que los efectos de la burocratización se limitaban a la esfera de la distribución.
En realidad el problema no era que Trotsky no hubiera analizado las relaciones de producción bajo el stalinismo, sino que el análisis concreto de esas relaciones de producción arrojaban conclusiones que Socialisme ou Barbarie no quería aceptar, principalmente que la burocracia seguía siendo una capa privilegiada, privada de derechos de propiedad, y que por lo tanto sus prebendas dependían del control del aparato estatal, y en el caso de cada burócrata individual, de mantener su puesto y el favor de sus jefes de lo que, al menos bajo Stalin, dependía no sólo su bienestar y el de su familia, sino incluso su vida. Esta relación débil y exterior con la propiedad estatal, hacía que la burocracia, a pesar de apropiarse de una porción mayor del excedente, no constituyera una “nueva clase” y que a lo sumo aspirara a reestablecer las relaciones de propiedad capitalistas.
El análisis económico de las relaciones de producción de Castoriadis [75] se basaba en la reafirmación teórica de la relación entre producción y distribución, como dos momentos del mismo proceso, ya expuesta in extenso por Marx en El Capital.
Trotsky no cuestionaba la teoría de Marx, que por otra parte no estaba en discusión, sino que afirmaba -con razón- que las condiciones históricas concretas que habían llevado al surgimiento de la burocracia tenían su origen en la combinación del retraso de la revolución internacional con la “economía de la escasez” que imperaba en la Rusia atrasada. Planteaba que “la estratificación social de la sociedad soviética se produce sobre todo en el terreno de la distribución, y parcialmente, sobre todo en la agricultura, en el de la producción. Pero no existe un muro infranqueable entre la distribución y la producción. Al fomentar la avidez de individuos y grupos hasta el punto de hacerles perder todo control, la burocracia desacredita la concepción de la propiedad social. El crecimiento de los privilegios económicos da lugar a una duda legítima entre las masas: ¿a quién servirá el sistema en última instancia? Las ‘normas de distribución burguesas’, que ya han excedido ampliamente los límites tolerables, amenazan con desbaratar la disciplina social de la economía planificada y, con ella, la propiedad estatal y koljosiana” [76].
La clave para resolver el “enigma” ruso no estaba en autonomizar la esfera de la distribución para “preservar” intacta la propiedad nacionalizada, sino en determinar si había un modo de producción propio de la burocracia, es decir, si la sociedad soviética había dejado de ser una forma transitoria -una sociedad híbrida y dual- y se había consolidado como un nuevo tipo de régimen social de explotación.
– Directores y ejecutores
Más cerca de Burnham que de Marx, Castoriadis partía del supuesto de que la propiedad privada de los medios de producción ya no era clave para definir a las clases sociales, sino que el antagonismo que bajo las relaciones de producción capitalistas oponía a burgueses y proletarios, en la Unión Soviética se daba entre dos clases: la burocracia y el proletariado, o la clase de los directores y los ejecutores. Esta misma tendencia se daba en los países capitalistas occidentales: “En lo esencial, la división de las sociedades contemporáneas -occidentales u orientales- en clases no corresponde ya a la división entre propietarios y no propietarios, sino a una mucho más profunda y mucho más difícil de eliminar: la división entre dirigentes y ejecutantes en el proceso de producción” [77]. Esta división del trabajo se reproducía en las organizaciones obreras de masas, dando lugar a su burocratización.
Llegado el momento de la definición concreta de la burocracia y de su supuesto “modo de producción”, la argumentación daba un giro de la economía a la política: en realidad la burocracia se basaba en las condiciones de dominación política (e ideológica) y, a los fines de personificar “la etapa final del desarrollo capitalista”, era menester una revolución que con antelación destruyera de forma radical las bases del propio capitalismo. En un artículo posterior C. Lefort reconocía que “el análisis limitado a la explotación dentro de las relaciones de producción perdería de vista la naturaleza de la clase burocrática. Este análisis permitiría localizar al estrato privilegiado. Pero los gerentes de fábrica y los planificadores no son los únicos miembros de la clase dominante y, a su vez, todos los privilegiados no necesariamente son parte de esos grupos. (...) La naturaleza social de la burocracia no puede ser deducida de su función económica. (...) Los burócratas no tienen un interés común que pudiera generar un poder suficiente para dirigir la sociedad en su propio nombre. (...) Son lo que son sólo en virtud de su dependencia del poder estatal que mantiene la jerarquía social”. Más aún esta seudo clase no dependería únicamente del Estado sino incluso del partido político que la representaba, que “por medio de la ideología, el terror y los privilegios, fundía en el mismo molde todos los elementos desprendidos de todas las clases de la vieja sociedad rusa”. Así el partido y no las relaciones de producción es lo que le daba su unidad como clase, “porque su mediación ‘politiza’ toda la sociedad de modo que el Estado tiende a fusionarse con la sociedad civil”. [78]
Evidentemente la fusión del Estado con la sociedad civil se contradecía con la supuesta realización perfecta de la explotación, porque para cumplir esta función, era necesario que el Estado se separase cada vez más y apareciera como un “poder independiente”. El fenómeno parecía ser más bien que el Estado alcanzaba un grado tal de autonomía que causaba la ilusión óptica de que se había independizado completamente de sus bases sociales. Esta autonomía estatal ya había llevado a Trotsky a definir al Estado soviético burocratizado como un aparato bonapartista.
Las reformulaciones sobre la definición de la burocracia de Socialisme ou Barbarie, dejaban expuestas las dificultades teóricas que surgían cuando se trataba de justificar en qué consistía el rol específico de la casta burocrática y cuál era su composición social. Sobre todo conducía a la dudosa afirmación, desde el punto de vista histórico, de que la burocracia sólo se constituía como clase a posteriori de apoderarse del poder del Estado, lo que en líneas generales lograba expropiando la revolución obrera. Así mientras que en la URSS y su zona de influencia los directores de fábrica y la administración policíaca del Estado constituían una clase, en occidente no terminaba de serlo y estaban subordinados a la estructura social burguesa. [79]
– Reformismo y autonomía
A pesar de que Castoriadis discutía explícitamente contra el capitalista de Estado, su teoría se fue confundiendo con éste y, de la postulación inicial de un nuevo régimen de explotación, termina sosteniendo que la URSS es un tipo de capitalismo al que llama “capitalismo burocrático total” mientras que al sistema occidental lo llama “capitalismo burocrático fragmentado”. La característica de la burocracia, en ambos casos, es que introduce un elemento de irracionalidad al buscar dirigir desde el exterior de las relaciones de producción la actividad ajena de los “ejecutores”. El resultado, según Castoriadis, es que “en su época Marx oponía el despotismo en la fábrica a la anarquía en la sociedad. Pero el capitalismo burocrático, tanto en el este como en occidente, es el despotismo y la anarquía en la fábrica y en la sociedad”. [80]
Sin embargo, para Castoriadis había una diferencia cualitativa entre ambos tipos de capitalismo, que termina favoreciendo al mundo occidental “donde la clase obrera tiene derechos y ejerce presión sobre la evolución del sistema, lo que constituye el principal factor limitante de la irracionalidad” (...) Por esas luchas y esas libertades (que es ridículo decir que son ‘formales’) la clase obrera logró después de 175 años reducir la jornada de trabajo, frenar el aumento de la tasa de explotación, limitar el desempleo, etc.”. [81] Castoriadis oponía este cuadro de conquistas en occidente a la situación en la URSS, donde el dominio de la burocracia había alcanzado una forma “total y totalitaria”, y la falta de libertades políticas impedía hablar más que en un sentido formal, de una clase de “asalariados”. Se puede observar cómo a partir de una crítica aparentemente “radical” a la burocracia y al stalinismo, Castoriadis termina rompiendo con el marxismo y adoptando una posición abiertamente reformista, que en términos de “imaginario social” reivindica la herencia del mundo occidental, no la del “capitalismo burocrático”, sino la de un proyecto de “autonomía individual y colectiva”, que de la Antigua Grecia culmina en el último gran proyecto de emancipación que para Castoriadis es la revolución francesa de 1789 y la democracia (capitalista). Aunque hoy aún inspire relecturas “libertarias”, la crítica “radical” al stalinismo de los comienzos de Socialisme ou Barbarie se terminó transformando en sentido común reaccionario [82].
En su polémica contra Schachtman, Trotsky insistía en que las teorías del ‘colectivismo burocrático’ no podían ir más allá del nivel de la apariencia, por lo que eran meramente descriptivas y, en última instancia, falsas. Esta caracterización fue ampliamente confirmada por el destino de la teoría, que rápidamente cayó en el olvido, como también por el de sus figuras más salientes. Tras abandonar el marxismo, el colectivismo burocrático demostró que no tenía una base teórica propia. Esta falta de fundamentos hizo que terminara siguiendo las teorías sociológicas burguesas de moda, que veían el totalitarismo y la burocratización como un producto inevitable de la complejización creciente de las sociedades industriales. Las consecuencias políticas están a la vista, Burnham y Schachtman se transformaron en activos anticomunistas, al punto de apoyar en la década de 1950 al macartismo. Por su parte el derrotero de Castoriadis terminó en la revalorización de la democracia burguesa y del individualismo. Como lógica política “democratista” el antidefensismo con respecto a las formas iniciales de la propiedad colectiva ante ataques del capitalismo, está inscripto en su matriz teórico-programática.
“Socialismo de Estado” y explotación mutua. Una apreciación crítica de algunos conceptos de Pierre Naville
La concepción sobre la Unión Soviética de Pierre Naville aparece hoy para algunos [83] como una alternativa que permitiría evitar el “dogmatismo” de sostener las definiciones de Trotsky, sin romper con el método marxista.
Según Naville, había tres tipos de errores comunes en la evaluación de las relaciones sociales de producción en la URSS que derivaban en una justificación del stalinismo y de la desigualdad social: 1) los que decían que los antagonismos al interior de la Unión Soviética eran producto de la presión exterior ejercida por el cerco de estados capitalistas enemigos; 2) los que atribuían los conflictos internos a la herencia del pasado burgués que todavía sobrevivía ligado a ciertas formas económicas, y que creían en la posibilidad del desarrollo autárquico del socialismo en un solo país; 3) los que creían que las desigualdades y antagonismos sociales, al igual que la burocratización, eran eventos propios del período de transición en un país atrasado, y que se explicaban no por la degeneración del Estado obrero, sino por el “crecimiento del socialismo”.
Frente a estos errores comunes, que convergían en la adaptación activa o pasiva al régimen burocrático, Naville desarrolló una formulación que pretendía ser alternativa tanto al ‘colectivismo burocrático’ como al ‘capitalismo de estado’. Sin embargo, su categoría de “socialismo de Estado” parecía surgir, en realidad, de la combinación de algunos elementos de estas teorías y encerraba una ambigüedad fundamental. Por un lado, el trabajo asalariado acercaba estructuralmente el sistema soviético al capitalismo sobre todo en la época de primacía de los grandes monopolios. Por otro, el carácter nacional y estatal de este régimen, que no era ni capitalista ni socialista, lo asemejaba a una suerte de “colectivismo burocrático” que era lo máximo que podía engendrar el socialismo en un solo país, sobre todo en un país atrasado como Rusia [84].
Este “socialismo de Estado” como régimen de transición tenía mucho en común con el capitalismo, más precisamente la relación asalariada que, extendida a prácticamente toda la economía mundial, era el emergente de “un sistema económico único, aunque no uniforme, en el que los elementos esenciales son el trabajo asalariado y el capital” [85]. La abolición del gran capital privado, la nacionalización de la industria pesada, el transporte, la energía, etc., el monopolio estatal del comercio exterior no eliminaban las leyes económicas generales que regían el funcionamiento de las relaciones capitalista a escala mundial [86] -en última instancia en esta depedencia se encontraba la explicación de la necesidad de la NEP- con la particularidad de que el antagonismo social ya no enfrentaba a burgueses y proletarios, sino a categorías sociales pertenecientes a la misma clase asalariada.
Sintetizando sus aspectos más importantes, todo régimen de transición al socialismo, ya sea un Estado obrero revolucionario o degenerado por la burocracia, se basaba en relaciones sociales de producción en las que la explotación capitalista era sustituida por una “explotación mutua” de los trabajadores, similar a un régimen cooperativista. La persistencia del trabajo asalariado sería el testimonio de la supervivencia de relaciones de explotación.
Con respecto al régimen político, Naville incorporaba a su concepción de la explotación como rasgo permanente de toda sociedad de transición, la visión del surgimiento de una burocracia asalariada como cierto destino inexorable, ya que consideraba que el poder burocrático es el que mejor expresaba la esencia política de la explotación del hombre por el hombre. Según Naville, este rol de la burocracia ya había sido previsto por Hegel, Marx y Weber, aunque no con la fuerza con que se había apropiado de las sociedades contemporáneas, que la transformaba en el “nuevo Leviatán”. Siguiendo el razonamiento de Weber y la sociología burguesa, consideraba que esta tendencia a la burocratización no era exclusiva del “socialismo de Estado”, sino que actuaba también en las democracias capitalistas y era producto del creciente rol del Estado en la economía, principalmente después de la crisis de 1930 [87].
Aquí solamente nos vamos a referir a dos aspectos que creemos críticos en la posición de Naville, el concepto de “explotación mutua” y ligado a éste la vigencia de las leyes del mercado capitalista, cuyo emblema sería el trabajo asalariado [88].
– Trabajo asalariado, “explotación mutua” y planificación
Uno de los ejes de la argumentación de Naville es que “por definición, donde hay salario, independientemente de su modo de establecimiento y de su nivel, hay plusvalía (en relación con ese salario) porque el salario supone un intercambio, y el intercambio implica una desigualdad fundamental entre la capacidad [de trabajo] y el producto, de la cual surge la plusvalía” [89]. Es decir, que mientras persistiera la forma asalariada del trabajo en la sociedad de transición, habría explotación y extracción de plusvalía, que en ausencia de una clase propietaria de los medios de producción, sería apropiada por una categoría diferenciada y particular de la clase asalariada, la burocracia estatal en el caso de la Unión Soviética. Esto daría lugar a un sistema, que a falta de un nombre mejor, Naville llama de “explotación mutua” o también “explotación no orgánica”, que se correspondería con una contradicción social “que no opone empresarios privados a asalariados libres, sino a los asalariados del Estado entre ellos -explotación mutua y diferencial- bajo la égida de una burocracia estatal arbitraria”. [90]
Discutiendo contra los argumentos de Mandel [91], para quien la principal contradicción de la economía soviética estaba en la divergencia entre la planificación y los intereses propios de la burocracia, que actuaban como motor de realización del plan, lo que llevaba a otras contradicciones, como la escasez de bienes de consumo a pesar del nivel alcanzado en el desarrollo de las fuerzas productivas y la excesiva centralización burocrática que derivaba en aberraciones en la producción, Naville consideraba que tanto los errores en la planificación como el creciente poder burocrático derivaban de otro elemento central: la oposición entre las normas capitalistas para determinar el valor y el precio de la capacidad de trabajo, por un lado, y la forma de apropiación estatal-colectiva de la plusvalía, por otro.
Para que la fuerza de trabajo tenga el carácter de mercancía y actúe como “modelo” de los intercambios regidos por la ley del valor, Naville intenta demostrar que, a pesar de la planificación, existe un mercado de trabajo. Sin embargo, esta demostración se torna viciosa y circular porque se basa en dos argumentos que son contradictorios entre sí.
Por un lado, Naville afirma que en la Unión Soviética había compra-venta de la fuerza de trabajo basada en la desigualdad fundamental que caracteriza todo intercambio, que tras la máscara de la planificación económica se ocultaban relaciones de explotación, y que existía un mercado de trabajo similar al de occidente que se manifestaba como presión en los groseros errores de estimación del plan.
Pero a la vez señala que en realidad, este era un “seudo mercado”, porque a diferencia del capitalismo occidental, esta acción de compra-venta no era “libre”, ya que, si exceptuamos el período de la NEP en el que se reintroducen mecanismos capitalistas como la explotación privada de la fuerza de trabajo, no hay más que un “comprador”, el Estado, que establece con antelación los fondos de salario en las previsiones del plan.
El propio Naville reconoce que “el capitalista determina el salario en función de las exigencias de la empresa (rentabilidad, ganancias, etc.)”, mientras que “el director de empresa soviético no tiene esta facultad porque el nivel general de salarios está fijado por el plan, su rol es reclutar mano de obra según las normas fijadas por el plan. Se transforma en ejecutor del plan.” [92]
Esta concepción del trabajo asalariado, lo lleva a Naville a afirmar que la planificación “liquida el libre debate” sobre el contrato de trabajo que existe en las relaciones salariales capitalistas [93], aunque este debate no desaparece por completo, sino que se manifiesta con antelación en las discusiones previas a la implementación del plan.
Junto a la planificación había otros elementos que negaban el funcionamiento de un mercado laboral “occidental”, a pesar de que la retribución del trabajo mantenía su forma salarial. Uno hacía a la propia composición del salario: sólo una parte era monetaria, otra importante representaba un salario social en acceso gratuito a determinados bienes comunes (educación, salud, etc.) [94] y a otros bienes que más que con dinero se conseguían con influencias en el aparato burocrático. Otro tenía que ver con que los directores de fábrica carecían de instrumentos importantes para disciplinar a la fuerza de trabajo como por ejemplo la amenaza de despido y la existencia de un ejército industrial de reserva. La garantía de empleo se había transformado para la burocracia en un elemento importante para mantener una cierta cohesión política y económica, y para los trabajadores, pasados los años del terror stalinista [95], implicaba un control mayor de los ritmos y la intensidad del trabajo que en cualquier fábrica capitalista regida por la productividad del trabajo y la sed de ganancias. Esto no negaba de ninguna manera el hecho que la burocracia, por su posición dominante, se apropiara de “trabajo ajeno” bajo la forma de salarios más altos y privilegios y que, como planteaba Trotsky, difícilmente el trabajador bajo el despotismo burocrático, se sintiera un trabajador “libre”, aunque hubiera sido liberado de la coerción de la propiedad privada.
En un sentido se puede hablar de un “mercado de trabajo” soviético, pero que al no estar regulado por la ley del valor, tiene características muy distintas al mercado laboral capitalista, que se puede apreciar en la alta rotación del empleo, que el mismo Naville señala. Al respecto, M. Lewin plantea “los administradores del sistema tenían que enfrentar lo que legítimamente se podía llamar un ‘mercado de trabajo’ (...) Esto creaba una interesante anomalía: los trabajadores que dejaban sus empleos en los áreas difíciles donde había escasez de empleo, argumentando que el Estado no había cumplido con sus obligaciones contractuales, garantizándoles condiciones de vida decentes, podían regresar a las regiones en las que la mano de obra ya era excesiva, y de todos modos conseguían empleo” [96]. Esta situación anómala desde el punto de vista capitalista, se debía a que los criterios del empleo no estaban regidos por la rentabilidad sino por las necesidades de los directores de fábrica de conservar reserva de mano de obra, sobre todo en zonas desfavorables.
Las reformas que buscaban introducir elementos procapitalistas, como la “reforma Liberman”, apuntaban a transformar lo más posible a la fuerza de trabajo en una mercancía, por la vía del reestablecimiento de mecanismos típicos del mercado de trabajo como la redundancia de mano de obra ligada a criterios de rentabilidad, productividad y ganancias.
Este concepto del salario soviético, aún hoy con un proceso de restauración capitalista avanzado, sigue siendo un problema, y en ocasiones obliga al Estado a “mantener” el salario de trabajadores completamente improductivos desde el punto de vista capitalista.
El otro aspecto clave en la elaboración de Naville, ligado al anterior, es que en la sociedad de transición, la explotación “unilateral” capitalista da paso a una “explotación multilateral” o “mutua” [97], similar a las cooperativas obreras en las que, como planteaba Marx, los trabajadores “son sus propios capitalistas” y “utilizan los medios de producción para explotar su propio trabajo”. Tomando la definición de Marx de que las formas cooperativas constituían -al modo de las sociedades por acciones- formas transitorias entre el modo de producción capitalista y la asociación productiva, Naville hace de las cooperativas la forma económica de la sociedad de transición. Más precisamente, para Naville “el socialismo de Estado es una suerte de agrupamiento de cooperativas funcionando según una serie de leyes heredadas del capitalismo, y coordinadas centralmente por la mano brutal de una burocracia. En cierto sentido, los trabajadores son sus propios capitalistas, explotan su propio trabajo. Reproducen así el tipo de desigualdad típica de las relaciones dominadas por la ley del valor aunque no haya propietarios privados para asegurar su reproducción.” [98]
Esta definición del régimen soviético no se ajusta a la realidad, ya que los principales medios de producción eran de propiedad estatal, no cooperativa. Esta última forma implica que si bien la propiedad no es privada, tampoco es social, ya que es exclusiva de los asociados a la cooperativa. La forma cooperativa bajo el régimen capitalista, tenía para Marx una doble valoración: positiva, en la medida en que hacía concreta una discusión teórica, porque mostraba que el capitalista no era esencial para la producción y por lo tanto tenía un valor anticipatorio con respecto a la abolición de la propiedad privada de los medios de producción; y negativa en la medida en que desviaba la lucha por el poder del Estado a objetivos menores reformistas, en este sentido iba la discusión de Marx contra algunos dirigentes como Lasalle. En cuanto a la definición de que los obreros “eran sus propios capitalistas”, es decir, que explotaban su propio trabajo, esta situación está determinada por el hecho que, como cooperativa, compite en un mercado capitalista en general en peores condiciones que los grandes capitales, y por lo tanto está sujeta a sus leyes, lo que implica aumentar la productividad del trabajo, lograr ganancias, o de lo contrario ir a la quiebra.
Ese no era el caso de la propiedad nacionalizada soviética, que constituía una forma indirecta de propiedad social, mediada por el Estado, que no estaba sujeta a la competencia de múltiples capitalistas ni a las leyes del mercado. Naville usa la analogía para justificar que la burocracia se eleva a “clase despótica” pero no a la manera de una nueva clase surgida de las relaciones de producción, sino como categoría diferenciada de la propia clase asalariada, que regula los intercambios surgidos de la explotación mutua de los trabajadores, dando como resultado una distribución desigual del excedente social. No casualmente, cuando hace una revisión de las distintas teorías económicas que han intentado dar cuenta de las relaciones sociales en los ex estados obreros burocratizados, Naville se inclina por las teorías de la “economía socialista de mercado” elaboradas por los llamados “revisionistas” o “reformistas” checos, rusos y polacos, como Lange y Sik entre otros. Naville sostiene su teoría a pesar de reconocer que este tipo de apropiación burocrática es más parecida a los “fraudes” y a las “expoliaciones parasitarias” y que esta explotación “no es orgánica ni funcional porque las relaciones de trabajo no la implican obligatoriamente”, es decir que se parece más al parasitismo social del que hablaba Trotsky que a la explotación capitalista de la fuerza de trabajo como mercancía [99].
En el trabajo teórico de Naville hay una cierta deshistorización de determinadas categorías como la de explotación asalariada, ley del valor o plusvalía, que por lo tanto perduran mucho más allá del modo de producción específico que les dio origen. Incluso en su concepción, llega a plantear que la “explotación del hombre por el hombre” se extendería bajo las formas de la desigualdad social y, en última instancia, respondería a las diferencias naturales entre los hombres, que sentarían las bases tanto de la posibilidad de asociación y cooperación como del utilitarismo y la explotación mutua.
Desde el punto de vista programático, Naville apelaba a formulaciones abstractas como por ejemplo “la rebelión del trabajo vivo contra las jerarquías dominantes” o afirmaba los aspectos salariales como el reestablecimiento de la “libre negociación del precio de la fuerza de trabajo”, de los sindicatos no sólo con las autoridades del plan, sino con otros sindicatos. Naville sostenía que ese mecanismo era posible dentro del esquema de la planificación, ya que al no haber competencia entre obreros, estaba descartada la posibilidad de reproducir la “anarquía capitalista”. Creía que a través del mecanismo de negociación salarial se podía llegar a una suerte de “perecuación” del salario y disminuir las insostenibles desigualdades sociales, incluso mantener un control sobre los salarios de la burocracia, Yugoslavia sería un ejemplo de esta situación a partir de las reformas encaradas en 1950. Llega a plantear que esta libertad de negociación salarial sería “el freno más esencial y decisivo al desarrollo de la burocracia” y haría que “los funcionarios del Estado y del partido sean reconducidos al derecho común de la situación de los trabajadores en todo el país: sus privilegios desaparecerán, y la opresión que resulta de éstos cesará o será reducida a las dimensiones de las presiones inevitables” [100].
Indudablemente, la discusión sobre el rol de los sindicatos en la sociedad de transición en general, y en la URSS en particular, conservaba toda su vigencia. Había tenido una importancia considerable en los inicios de la implementación de la NEP, que culminó con la aprobación del Código Laboral de1922, que otorgaba amplias garantías a los trabajadores frente a la explotación privada pero también a los abusos de los directores de fábrica. Las reivindicaciones tendientes a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, así como su situación en el empleo, su derecho a crítica, etc. constituían un punto destacado en la plataforma de la Oposición Conjunta de 1927. Pero a diferencia de Naville que no hace siquiera mención del problema, esto sólo era posible recuperando la independencia de las organizaciones obreras, ya sometidas al control de la burocracia y de los directores de fábrica, y reestableciendo los mecanismos de la democracia en las unidades de producción, como los comités de fábrica.
La consolidación del régimen de partido único sobre la base de la liquidación de todo vestigio de independencia de los trabajadores, hacía totalmente insuficiente un programa “sindical” para terminar con los privilegios de la burocracia, garantizados por su dominio absoluto del Estado y por la autonomía sin precedentes de la que gozaba. Los privilegios y la desigualdad social insostenible, sólo podían desaparecer como producto de una revolución política que derrocara a la burocracia y reestableciera los mecanismos de planificación democrática.
En realidad, en la perspectiva de Naville la revolución política resultaba mucho menos radical que lo que preveía Trotsky, más bien era producto de “un programa de reformas consecuente, surgido de la acción de los trabajadores”. Esta relación entre “evolución y revolución” surge de que si bien es posible el reformismo burocrático, su límite sería el cuestionamiento al régimen de partido único que se reservaba el rol dirigente en las “reformas” emprendidas. La mecánica de la revolución en la URSS comenzaría con “una nueva revolución económica”, que debería tener como objetivo “la abolición del régimen asalariado y del mercado”. Para lograr ese objetivo era preciso abolir a la burocracia como poder político dominante. Así “un programa transitorio, de reformas, supondrá una relación entre el aspecto económico y el aspecto político de la revolución democrática y antiburocrática” [101], que combinaría la libertad de partidos con la autogestión.
Algunos debates actuales sobre el balance del stalinismo y la transición al socialismo
La LCR y el “despotismo de fábrica”
En los últimos años el Secretariado Unificado, y principalmente sección francesa la LCR, viene en un proceso de reelaboración no sólo de categorías de Trotsky sino también de su dirigente histórico E. Mandel, inclinándose cada vez más por considerar equivocada la definición de la URSS como Estado obrero degenerado.
En lugar de combatir la pesada carga de la herencia stalinista reivindicando lo mejor de la tradición del trotskismo, el Secretariado Unificado -y otras corrientes menores- reniegan cada vez más abiertamente de la revolución, por la vía de considerar que en la propia sociedad de transición y en el Estado obrero anida el totalitarismo burocrático, lo que lleva a cuestionar hacia el futuro la necesidad de la nacionalización y la planificación de la economía, como forma transitoria de la propiedad colectiva a favor de otras modalidades de “propiedad pública pero no estatal”, como por ejemplo las pequeñas unidades cooperativas.
El abandono programático de la LCR de la dictadura del proletariado y su reemplazo por la lucha por la “democracia hasta el final”, es la expresión más acabada de la influencia del reformismo en las organizaciones de izquierda y de su progresiva adaptación a la democracia burguesa [102].
Según A. Artous, dirigente de la LCR que viene elaborando sobre el tema, una debilidad del análisis de Trotsky sobre la Unión Soviética, tributaria de una debilidad más general en la elaboración teórica marxista sobre el Estado, es la subestimación de un elemento que en gran parte ha puesto de relieve la estatización de la propiedad en la URSS y su relación con el desarrollo de la burocracia. Esta insuficiencia en el análisis se debería para Artous en un “olvido” de los desarrollos teóricos de Marx sobre el despotismo de fábrica a la hora de dar cuenta del fenómeno burocrático [103].
Sintéticamente Artous plantea que la definición de Estado obrero degenerado ya no era correcta para la URSS luego de la stalinización, porque la apropiación de la burocracia del poder estatal -y por esa vía del control del conjunto de la economía nacionalizada-, había llevado a que la sociedad soviética reprodujera el “despotismo de fábrica” capitalista. Esta analogía lleva a la conclusión de que la burocracia se desarrolló de hecho como clase dominante en la esfera de la producción.
Esta posición se basa en que el Estado obrero transicional mantiene la separación de los productores directos con respecto a los medios de producción nacionalizados. Esta separación reproduciría la división del trabajo manual e intelectual entre los que conciben el plan -la burocracia- y la clase obrera que, como trabajador colectivo, se limita a su ejecución. Por esta vía la burocracia, y más en general el Estado obrero transicional, perpetuaría el “despotismo de fábrica” del mismo modo en que el capital dirige el proceso de producción y se beneficia con la explotación de la fuerza de trabajo colectiva. Artous, acercándose a las concepciones de Weber, considera que en el marxismo clásico habría una cierta subestimación de la tendencia de la burocracia a conformar una clase explotadora aún sin ser propietaria de los medios de producción.
Pero la analogía entre la “economía de comando” stalinista y el “despotismo de fábrica” capitalista, sólo es posible haciendo abstracción de los elementos determinantes, y por lo tanto es formal.
Para Marx el despotismo de fábrica caracterizaba el paso a la producción en gran escala en la que el capitalista explota una fuerza de trabajo colectiva. Así, “en un principio el mando del capital sobre el trabajo aparecía tan sólo como consecuencia formal del hecho de que el obrero, en vez de trabajar para sí, lo hacía para el capitalista, y por ende bajo sus órdenes. Con la cooperación de muchos asalariados, el mando del capital se convierte en el requisito para la ejecución del proceso laboral mismo, en una verdadera condición de producción.” [104] Esta “función directiva” que reúne y cohesiona a la fuerza colectiva de trabajo en una gran empresa, es una función del capital, que tiene como motivación “la mayor autovalorización posible del capital”, es decir, “la mayor producción posible de plusvalor y por consiguiente la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo”. Por esto la “función de mando” del capital es inseparable del objetivo de obtener más ganancias. Como la cooperación de los asalariados se les presenta como “externa” a los obreros, ya que es un efecto del capital que los emplea, “la conexión entre sus trabajos se les enfrenta idealmente como plan, prácticamente como autoridad del capitalista, como una voluntad ajena que somete a su objetivo la actividad de ellos.” [105] Según Marx, el contenido del mando capitalista en la fábrica, siguiendo al del proceso de producción que comanda “es dual, de una parte proceso social de trabajo para la elaboración de un producto, de otra, proceso de valorización del capital” [106]; la forma en que se ejerce es despótica.
Este despotismo de fábrica, que aparece bajo la forma de la imposición de una “racionalidad”, de una voluntad ajena a las capacidades productivas del trabajador, es delegada por el capitalista “transfiriéndola a un tipo especial de asalariados”, así se ejerce a través de los capataces, los gerentes, etc., que no pertenecen a la clase obrera justamente por ser ejecutores de la función de mando del capital. “El capitalista no es capitalista por ser director industrial, sino que se convierte en jefe industrial porque es capitalista. El mando supremo en la industria se transforma en atributo del capital.” [107]
En la sociedad capitalista la contracara de este “plan despótico” en las fábricas que aparece bajo la forma de racionalización del proceso de trabajo y aumento de su productividad social, es la anarquía de la producción y la competencia desenfrenada entre las firmas.
Nada de este contenido se puede encontrar en la “economía de comando” stalinista, aunque la burocracia tuviera la falsa creencia de ser un “cerebro universal” que podía planificar y regimentar el conjunto de la producción y la vida social, prescindiendo “del control del mercado y de la democracia soviética”, erigiéndose así como una ‘burocracia del saber’. Esta planificación burocrática estaba basada en relaciones de producción en las que la ganancia y la competencia habían sido eliminadas junto con la propiedad privada de los medios de producción. Si bien la ley del valor operaba a través de la mediación del Estado e indirectamente por el mercado y la economía mundial, no gobernaba la economía, es decir que la distribución de recursos no seguía el patrón del capital que se invierte en aquellas ramas de la producción que permiten maximizar las ganancias, bajando los costos de producción y aumentando la productividad del trabajo.
El objetivo de los directores de las fábricas estatales no era la ganancia y la acumulación sino cumplir con las metas cuantitativas del plan, independientemente de si esto introducía un elemento de racionalidad económica o no.
El rol dictatorial de la burocracia que administraba las empresas estatales no era particular del proceso de producción, sino que era parte del despotismo burocrático que regía el conjunto de la sociedad. Por otra parte los directores de empresas eran sólo una fracción de la burocracia, que abarcaba el conjunto de las funciones públicas y que por lo tanto estaba compuesta por millones de personas que excedían con mucho la esfera de la producción.
La economía soviética se caracterizó más bien por la baja productividad del trabajo. La planificación burocrática en general llevaba al despilfarro y desde el comienzo desarrolló una gran desproporción entre las distintas ramas de la economía lo que llevaba a menudo faltantes de insumos y a interrupciones en la producción en un sector, mientras que en otro la burocracia acumulaba recursos y mano de obra que no utilizaba.
El desperdicio generado por esta seudo planificación se fue acentuando a medida que la burocracia se autonomizaba aún más de todo control, y despreciaba las necesidades de la mayoría de la población, al punto que las crisis se expresaban no a través de la sobreproducción sino en el desabastecimiento de las tiendas para el consumo popular y en las colas interminables para acceder a bienes básicos.
Es cierto que en toda sociedad de transición se mantienen normas de reparto burguesas como el salario y que, como forma transitoria entre el capitalismo y el socialismo, el Estado obrero (revolucionario o burocrático) no representa “el reino de la libertad” ni está basado en la “abundancia”. Por esto mismo la transición no es la realización del socialismo ni puede en lo inmediato representar la “asociación de productores libres”. Cuanto más atrasado desde el punto de vista capitalista es el país, peores son las condiciones que “hereda” esta sociedad transitoria y mayor el peligro del surgimiento de una casta burocrática, que esencialmente se genera en el reparto de la escasez.
También es cierto que en la ex URSS la liquidación de la democracia soviética como democracia de los productores, introdujo un fuerte autoritarismo en las fábricas y que producto del atraso y el aislamiento, el Estado obrero degenerado recurrió a métodos brutales de trabajo -como el trabajo a destajo o el stajanovismo. Evidentemente esto nada tenían que ver con el programa de la revolución de octubre, que entre otras cosas, consideraba indispensable la reducción progresiva de la jornada laboral para ampliar la participación de las masas en la dirección de los asuntos estatales y por esa vía ir sentando las bases de la extinción del propio Estado.
Artous hace una evaluación crítica de la “estatización” o del “estatismo obrero” tratando de buscar vías alternativas para la “apropiación pública” de los principales medios de producción [108] que evite la cristalización de una capa burocrática que se arrogue la atribución de la función directora del proceso de trabajo.
Evidentemente la nacionalización de la producción y su concentración estatal fue utilizado como un punto de apoyo por la burocracia para ejercer su dominio. Para Trotsky “el Estado, en tanto que aparato de coerción, es indudablemente una fuente de degeneración política y moral”, e incluso el Estado obrero, “es hijo de la barbarie”. [109] Por eso el programa del socialismo es el de la abolición del Estado y el avance hacia una verdadera propiedad social. Trotsky planteaba que “la propiedad del Estado no llega a ser del ‘pueblo entero’ sino a medida que desaparecen los privilegios y las diferencias sociales, cuando el Estado pierde su razón de ser. En otras palabras, la propiedad del Estado se hace socialista a medida que va dejando de ser propiedad del Estado.” [110]
Pero este objetivo estratégico no se alcanza de un solo golpe. Como señalaba Trotsky “la propiedad privada para hacerse social, debe pasar por la estatización así como la oruga se hace crisálida antes de ser mariposa. Pero la crisálida no es la mariposa; y millones mueren antes de serlo.” La dictadura del proletariado, como organización del poder obrero basado en la propiedad colectiva -estatal- de los medios de producción, constituye una precondición necesaria para el desarrollo de los elementos socialistas. Pero a diferencia del capitalismo, que funciona por automatismo económico, el socialismo es un proyecto que se construye concientemente, y para esta construcción es clave quién detenta el poder del Estado durante la transición que inevitablemente media entre el derrocamiento del capitalismo y el socialismo.
Por eso si bien no hay ninguna garantía histórica, al modo de un talismán, contra la burocratización, no hay una relación necesaria entre propiedad nacionalizada y burocracia. En el caso de la URSS ésta se impuso no como un resultado relativamente automático de la división del trabajo en las fábricas, sino luego de liquidar las instancias de la democracia obrera, los soviets, los comités de fábrica, los congresos de delegados de fábricas y empresas, que en el marco aún del dominio estatal, eran los elementos que contrarrestaban el despotismo burocrático en la producción y el consumo.
A modo de conclusión. La transición al socialismo después del stalinismo
Hemos tratado de demostrar a lo largo de este artículo que el problema que planteaba la consolidación y extensión de la burocracia staliniana no era terminológico, y que definir a la burocracia como una “clase explotadora” ya sea capitalista de Estado o de nuevo tipo no sólo no resolvía la cuestión, sino que llevaba inexorablemente a renunciar a la defensa de las bases sociales del Estado obrero, la propiedad nacionalizada, negando así que la expropiación de la burguesía significaba una enorme ventaja para el proletariado y era una precondición indispensable para avanzar hacia el socialismo.
La verdadera discusión seguía siendo tanto programática como alrededor de las fuerzas sociales que podían regenerar el carácter revolucionario de los estados obreros.
Ni los que optaron por el “capitalismo de Estado” ni los partidarios del “colectivismo burocrático” presentaron un programa -como sí lo era el de la revolución política- para que el proletariado de los estados obreros burocratizados pudiera derrotar al stalinismo. Más aún la gran mayoría se alejó definitivamente del marxismo y terminó sirviendo a alguna potencia imperialista.
Por el contrario, la definición de Trotsky de Estado obrero degenerado demostró ser la más científica y precisa, más allá de que toda definición, más aún de un proceso tan complejo y contradictorio, expresa en sus propias insuficiencias las tensiones de la misma realidad. Su concepción profundamente dialéctica, puso en evidencia una vez más la superioridad del método marxista frente a teorías dogmáticas como el capitalismo de Estado o subjetivistas, como la de Socialisme ou Barbarie, que pretendieron superar las contradicciones a través de unilateralidades y terminaron construyendo falsas teorías y programas políticos aún más equivocados.
El análisis marxista pormenorizado de Trotsky sobre el fenómeno stalinista estaba estrechamente vinculado al programa de la revolución política, que era el único posible para derrocar a la burocracia defendiendo las bases del Estado obrero, permitiendo combatir tanto las posiciones proestalinistas como las de los críticos “radicales” de la burocracia que terminaban siendo agentes “democráticos” del imperialismo. Como plantea P. Anderson “la interpretación de Trotsky sobre el stalinismo sobresale por su equilibrio político, su rechazo a todo tipo de adulación o reproche y por una sobria estimación de la naturaleza y dinámica contradictoria del régimen burocrático en la URSS. (...) No hay duda de que ha sido la firme insistencia de Trotsky -tan fuera de moda en años recientes incluso entre muchos de sus propios seguidores- de que la URSS era en última instancia un Estado obrero, la clave de este equilibrio. Aquellos que rechazaban esta clasificación en beneficio de la noción de ‘capitalismo de Estado’ o de ‘colectivismo burocrático’ tuvieron invariablemente la dificultad de definir la actitud política frente a una entidad así definida por ellos, ya que si una cosa era evidente en relación al ‘capitalismo de Estado’ o al ‘colectivismo burocrático’ era que en Rusia no había vestigios de libertades democráticas que se podían encontrar en el ‘capitalismo privado’ de occidente. ¿No tendrían que apoyar los socialistas a este último en un conflicto entre ambos, como peligro menor, ya que por lo menos era ‘no totalitario’? La lógica de estas interpretaciones, dicho en otras palabras, tendía en última instancia (haciendo la relativa excepción de algunas de esas personas) a empujar a sus adherentes hacia la derecha. Kautsky, el padre de los conceptos de ‘capitalismo de estado’ y de ‘colectivismo burocrático’ en los años veinte es un símbolo de esta trayectoria; Shachtman terminó su carrera aplaudiendo la guerra de Estados Unidos en Vietnam en los años sesenta. En contraste, la solidez y disciplina de la interpretación del stalinismo por parte de Trotsky adquiere relieve retrospectivo con el intento que sigue de repensar al stalinismo.” [111]
Las revoluciones políticas de la postguerra, como la húngara de 1956, mostraron la justeza de esta perspectiva, en algunos elementos programáticos parciales que partían de la defensa de la propiedad colectiva para derrocar a la burocracia. Esto a pesar de la crisis de dirección revolucionaria de magnitud histórica, que se manifestó recurrentemente en la falta de un partido marxista revolucionario que pudiera dirigir esos procesos.
La experiencia del siglo XX realzó el valor predictivo de la teoría de la revolución permanente como dinámica de la revolución internacional en las condiciones de dominio imperialista. Efectivamente, por una combinación de elementos, la revolución estalló en los eslabones débiles de la periferia capitalista, dando lugar, allí donde se consiguió derrotar a la burguesía, a estados obreros profundamente deformados dirigidos por distintas variantes stalinistas nacionales que se dedicaron a construir “el socialismo en un solo país”, reforzando la idea que la burocracia encontraba su necesidad histórica en el atraso.
En su lucha implacable contra el stalinismo, Trotsky desarrolló en la década de los ‘30 las bases de un programa revolucionario para la sociedad soviética, y para la sociedad de transición en general, mostrando claramente que había una alternativa al stalinismo y que el dominio burocrático no era inevitable [112].
Este programa que permitía desarrollar las tendencias “socialistas” de la economía y mantener bajo control las “tendencias burguesas”, mientras no se consiguiera un triunfo revolucionario en algún país avanzado que fuera en ayuda de la revolución rusa, se basaba la realidad insoslayable del carácter dual de todo Estado transicional, partiendo de la imposibilidad de declarar “abolidos” el mercado, el salario y la circulación monetaria. Centralmente se basaba en la planificación democrática de la economía, la utilización de mecanismos que permitieran controlar la marcha del plan, como por ejemplo el funcionamiento subordinado del mercado y una moneda estable que actuara cada vez más como medio “contable” que pudiera expresar objetivamente la verdadera productividad del trabajo; y la lucha por la revolución socialista internacional que terminara con el aislamiento y el atraso.
La burocracia stalinista progresivamente se fue liberando de todo mecanismo de control sobre el proceso económico. Sus estadísticas de producción eran falseadas según las necesidades de la casta gobernante o de burócratas medios en función de alcanzar los objetivos del plan, que respondían a las prioridades de la burocracia en detrimento de las necesidades del bienestar popular.
Por la negativa, la burocratización demostró que la democracia política está indisolublemente ligada a la democracia económica. Como planteaba Trotsky para la URSS, “la democracia soviética no es una reivindicación política abstracta o moral. Ha llegado a ser un asunto de vida o muerte para el país”. Esto es así porque la calidad supone necesariamente la democracia de los productores y de los consumidores que permitan corregir los errores de producción por medio de la crítica y la participación obrera y popular en el proceso productivo. Esta democracia de los productores sólo podía realizarse a través de los soviets y los comités de fábrica, que eran los organismos a través de los cuales el Estado se iba metabolizando con la sociedad, indicando que su camino era el de la disolución y no el de su reforzamiento burocrático.
Contra el régimen de partido único y la dictadura burocrática, Trotsky sostuvo el pluripartidismo soviético como norma programática, fundamentado en la existencia de otra clases sociales no explotadoras en la sociedad de transición, -como por ejemplo el campesinado y la intelligentsia- y en la heterogeneidad de la clase obrera.
Esta misma heterogeneidad social es la que plantea en forma aguda la necesidad de un partido obrero revolucionario que que persiga concientemente la realización de los fines de la revolución y que gane la dirección en los organismos soviéticos, ya que la dictadura del proletariado, como fase transitoria, muestra que la conquista del poder es sólo el inicio de un proceso de transformación en todos los aspectos de la vida económica, política y social de un país, que abre un período inestable en el que se agudizan las contradicciones económicas que se traducen en antagonismos sociales.
Es decir, es un momento plagado de peligros y de oportunidades, cuyo destino no está escrito de antemano, sino que está indefectiblemente ligado a la lucha de clases internacional y a la existencia de una organización marxista revolucionaria e internacionalista. Estos lineamientos programáticos conservan toda su validez en la actualidad a la hora de pensar las líneas estratégicas para la transición al socialismo, que permita avanzar hacia la conquista definitiva del “reino de la libertad”, una sociedad comunista basada en la desaparición del trabajo asalariado, las mercancías, la moneda y el Estado.
Adenda. A propósito de una polémica tardía del MAS con nuestras posiciones
El abandono progresivo de la estrategia de la revolución política también alcanzó a quienes formalmente sostenían definciones “ortodoxas” de los estados de Europa del este, la ex URSS, China o Cuba, pero que políticamente cedían a posiciones democratistas. La corriente morenista fue quizás uno de los ejemplos más notables de esta orientación política [113]. Esta situación quedó en evidencia durante los acontecimientos de 1989, principalmente ante la caída del muro de Berlín y el proceso de unificación alemana. En ese momento la LIT tenía un programa de unidad democrática, sin contenido obrero ni estrategia socialista, ya que consideraba que “objetivamente” el peso numérico de una clase obrera unificada iba a actuar a favor de los trabajadores. Esta posición era tributaria de una interpretación global de la revolución que rompía con la mecánica interna de la revolución permanente que ligaba en un solo proceso de revolución proletaria la resolución de los problemas democráticos pendientes con las primeras tareas socialistas. Pero la LIT había retornado a una suerte de revolución por etapas: una etapa democrática (a la que llamaba “febrero”) y otra socialista.
Después de de sostener esa teoría durante varios años, hoy distintos grupos e individuos provenientes de la ex LIT han realizado una ruptura unilateral con sus antiguas concepciones objetivistas, adoptando posiciones subjetivistas próximas por ejemplo al colectivismo burocrático, pero muy alejadas del marxismo y de la estrategia de la revolución [114].
Tal es el caso del MAS argentino que en un extenso dossier en el que se presenta un balance de las revoluciones del siglo XX y de la teoría y el programa que sostuvo Nahuel Moreno, llega a la extraña conclusión de que por ejemplo las revoluciones en China, Yugoslavia, Cuba o Vietnam, por nombrar algunos procesos, fueron “revoluciones democrático-nacionales, antiimperialistas y anticapitalistas, pero no obreras ni socialistas” (sic) y que “las sociedades no capitalistas a las que dieron lugar no llegaron por tanto a configurar Estados obreros ni sociedades de transición al socialismo, en la medida en que esta transición fue bloqueada desde el principio por el poder encarnado por las capas pequeño burguesas burocráticas estalinistas, que no constituyeron verdaderas dictaduras proletarias.” [115]
En uno de los artículos, dedicado a las revoluciones de la postguerra, en el marco de una crítica nuestras elaboraciones sobre los ex estados obreros, el autor sostiene que “Las experiencias de postguerra fueron sin duda procesos revolucionarios progresivos antiimperialistas y anticapitalistas. Pero lo que ‘hay que decir claramente’ es que al quedar dirigidos por la burocracia y con los métodos de ésta (una vez más, el rol decisivo de ‘el cómo y el quién’) fueron revoluciones no obreras, sin socialismo, que no abrieron el proceso de transición al socialismo”. [116]
En realidad, no queda claro en qué sentido o con respecto a qué alternativas serían “progresivos” estos procesos “antimperialistas” que describe el MAS, dirigidos por clases o sectores de clase ajenos a los intereses del proletariado, que terminaron estableciendo estados que no constituían ni siquiera conquistas elementales frente al capitalismo, en los que la propiedad nacionalizada de los medios de producción pudiera transformarse en punto de apoyo para una revolución política que abriera la transición al socialismo. De lo contrario, los marxistas deberíamos admitir que, a lo largo del siglo XX y producto de revoluciones proletarias expropiadas por la burocracia, ha surgido otra clase social “progresiva”, llámese campesinado, burocracia o pequeño burguesía, que ha sido capaz de sostener durante décadas un modo de producción no capitalista.
El autor del artículo recurre la concepción de P. Naville de la “explotación mutua” y del funcionamiento pleno de la ley del valor en la ex URSS, China y los países Europa del este para fundamentar su posición. Sin embargo, y a pesar de sus ambigüedades, Naville no consideraba a estos estados como formaciones sin contenido social, sino que los definía como países regidos por un “socialismo de Estado”, sistema al que le concedía una estabilidad mucho mayor incluso de la que Trotsky le atribuía a la sociedad soviética como “régimen transitorio”, al punto de que creía a comienzos de la década de 1970 -momento al que pertencen los textos citados- que era prácticamente imposible la restauración del capitalismo “en un país en el que el socialismo de Estado, cualquiera sea su fórmula particular, ya está sólidamente establecido”. Más bien pareciera que Naville, a pesar de considerar correctamente que los trabajadores resistirían el retorno de la explotación privada, como habían demostrado hasta ese momento los procesos de revolución política en países como Hungría y Polonia, confiaba por demás en que la burocracia defendería “a su modo” las relaciones de propiedad nacionalizada [117].
Este retorno sin fundamentos a una concepción de un Estado sin contenido social, o a la creación de un nuevo tipo de Estado “pequeño burgués” da lugar a todo tipo de sofismas que lleva a incluso profundizar el curso de Nahuel Moreno. El actual MAS, por la vía subjetivista, retornó a la teoría de la “revolución cualquiera”, que comprendería no sólo la “revolución democrática”, sino toda una gama de “revoluciones” que va desde la “revolución agraria” hasta la “revolución antiimperialista”. Pero, ¿podría, después de todo, llamarse “revolución” a un proceso que no subvierta de raíz el orden capitalista, como por ejemplo una rebelión agraria, que pudiera cambiar las relaciones en el campo pero no terminar con la propiedad privada de los medios de producción y la extracción de plusvalía? Y ¿cuál sería el destino alternativo, por ejemplo, de una “revolución antiimperialista” que o bien avanzara hacia establecer la dictadura del proletariado o bien fuera canalizada por el nacionalismo burgués?
Como han mostrado decenas de procesos revolucionarios que no han culminado en la destrucción del Estado burgués y el establecimiento de la dictadura del proletariado, como por ejemplo las revoluciones anticoloniales como Argelia, e incluso más cercano en el tiempo, la revolución sandinista, (¿a estos procesos se referirá el MAS cuando habla de revoluciones democrático-nacionales y antiimperialistas?) sin la expropiación de las clases explotadoras no se pueden siquiera consolidar las conquistas democráticas ni antiimperialistas más elementales, como la liberación de la opresión nacional.
Por lo tanto, hay una diferencia de calidad entre los ex estados obreros burocratizados y procesos como los de Nicaragua, que pudieron ser “reabsorbidos” en el mecanismo burgués, sencillamente porque nunca habían superado los marcos capitalistas.
El MAS le dedica varios apartados de esos artículos para polemizar con nuestras posiciones. Pero esta extensa discusión se desarrolla a partir de una falsa suposición de R. Saenz de que nuestra corriente “no rompió con el objetivismo”, citando una frase de un artículo aparecido en Estrategia Internacional N° 3, en la que afirmamos correctamente que el carácter de la revolución en nuestra época es obrero y socialista, cuestión que el «nuevo MAS» parece negar en su novedosa concepción de “revolución antimperialista” o “anticapitalista”. El MAS sostiene a lo largo de páginas esta falsa polémica a pesar de estar discutiendo, con más de una década de atraso, contra un extenso trabajo teórico escrito en 1993 en el que hacíamos una profunda crítica a la concepción objetivista de Nahuel Moreno, sin siquiera aclarar que el PTS fue la única corriente proveniente de la tradición morenista que realizó esta crítica, mientras el resto del «tronco morenista» sostenía que las condiciones objetivas de descomposición capitalista hacían que cualquier levantamiento, independientemente de las fuerzas sociales y de su dirección, fuera “objetivamente socialista”. Los ideógolos del «nuevo MAS» parecen olvidar que hasta entrada la década de los ‘90 mantenían acríticamente una visión objetivista expresada en caracterizaciones bizarras como la de “situación revolucionaria que se profundiza” en plena ofensiva neoliberal. Ahora, en lugar de «sacar las conclusiones» correctas, han dado un giro unilateral hacia un subjetivismo igualmente equivocado. Los compañeros del MAS intentan demostrar sin éxito que nuestra corriente sostiene una identidad entre socialismo, propiedad nacionalizada y burocracia, lo cual es indemostrable sencillamente porque es falso. Por ejemplo, R. Saenz cita la siguiente afirmación: “Dicen los compañeros: ‘en los países en los que expropiaba, [el estalinismo] imponía Estados obreros deformados, que ahogaban todo intento de organización independiente del proletariado y las masas”. Y retóricamente se pregunta, “Pero si el estalinismo ‘ahogaba’ a la clase trabajadora y las masas: ¿en qué consistía y dónde residía el carácter obrero del Estado? ¿Cómo se podía verificar su dominación política o social sobre la sociedad?”
Es evidente que el “carácter obrero” del Estado referido a los regímenes burocráticos de Europa del este es una abstracción si no se incorpora a la definición el carácter “deformado” que lejos de ser un adorno o un mero adjetivo, constituía un determinante decisivo de la naturaleza del Estado. Aclarado este punto, el “carácter obrero” estaba en las relaciones de propiedad que el stalinismo había impuesto en la mayoría de los casos “en frío”, luego de algunos años de ocupación militar de la zona del glacis, del mismo modo que el “carácter obrero” de la Unión Soviética burocráticamente degenerada, estaba en las relaciones de propiedad creadas por la Revolución de Octubre, a pesar de la política contrarrevolucionaria extrema de Stalin que incluso llegó a hacer un pacto con Hitler. Llevada hasta el final esta nueva concepción de la revolución, los compañeros deberían decidirse por adoptar una posición ya sea “capitalista de Estado” o “colectivista burocrática” para definir a la URSS al menos desde el triunfo del termidor stalinista.
No se puede confundir la innovación teórica con la repetición de viejos errores. Con estas nuevas “lecciones” de la experiencia stalinista, el MAS se suma tadríamente a quienes consideran que la expropiación de la burguesía, la destrucción de las relaciones capitalistas y la nacionalización de los principales medios de producción son elementos totalmente secundarios y no premisas indispensables para una eventual transición hacia el socialismo. Como consecuencia, afirma que los ex estados obreros deformados, por su propio carácter “bastardo”, podían ser “reabsorbidos” sin grandes inconvenientes en el sistema capitalista, definición que da por confirmada por los procesos de 1989-91. Lo que no aclara el autor del artículo es que entre el establecimiento de los estados obreros deformados de la postguerra y los procesos de restauración capitalista, median más de cuarenta años, durante los cuales se han desarrollado procesos de revolución política en casi todos los países del Este europeo, algunos con programas avanzados y hegemonía proletaria, como Hungría en 1956. Aún hoy, Cuba se basa en la propiedad nacionalizada de los medios de producción, y, a pesar de la burocracia castrista y los avances parciales de elementos restauracionistas, sigue siendo un Estado obrero deformado, por lo que el peligro del restablecimiento capitalista está todavía por delante.
Sosteniendo definiciones del tipo de las que ha adoptado el MAS, la perspectiva de una revolución política en Cuba carecería completamente de sentido, ya que la revolución política es aquella cuyo programa parte de la defensa de las bases económicas de la dictadura del proletariado, es decir, la propiedad nacionalizada de los medios de producción para derrocar a la burocracia y su dictadura y reemplazarla por un régimen de democracia soviética, terminando como tantos otros en el “antidefensismo” de lo conquistado.
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