El próximo 1 de enero se cumplirán 50 años del derrocamiento de la sangrienta dictadura de Fulgencio Batista marcando el triunfo de la revolución cubana, que poco después iba a dar lugar al primer Estado obrero de América Latina. Este proceso despertó el entusiasmo de generaciones en nuestro continente y encendió la simpatía de jóvenes y trabajadores en todo el mundo.
El 1 de enero de 1959, en medio de una huelga general en las ciudades y una gran agitación en el campo, el Ejército Rebelde encabezado por Fidel Castro hacía su entrada triunfal en La Habana. Sin embargo, la dirección del proceso recayó en el Movimiento 26 de Julio, un frente político policlasista con un programa democrático limitado. Ante la presión del imperialismo norteamericano, Fidel Castro declara a Cuba un “país socialista” y se terminan expropiando los principales medios de producción -las empresas imperialistas y de la burguesía local-. Esta transformación de Cuba en una economía de transición al socialismo, desmentía las falsas tesis de los stalinistas de la “revolución por etapas” en los países semicoloniales, según la cual la clase obrera debía subordinarse a la supuesta “burguesía nacional”. Por esto mismo, la revolución cubana fue recibida con hostilidad por los partidos comunistas del continente.
Sin embargo, el estado obrero que surgía de esta revolución no estaba basado en consejos de obreros y campesinos, sino que el ejército guerrillero que se había apropiado del poder del Estado estableció un régimen que reproducía su estructura verticalista, es decir un Estado obrero burocráticamente deformado. El nuevo Partido Comunista Cubano, surgido de la fusión de un ala mayoritaria del Movimiento 26 de Julio con el viejo partido comunista que había colaborado con la dictadura de Batista, progresivamente fue adoptando la política de la burocracia stalinista de la Unión Soviética, imponiendo un régimen de partido único.
Mientras el Che Guevara avanzaba en su crítica a la burocracia de la URSS hasta exigir que liquiden “su complicidad tácita con los países explotadores del Occidente” en su famoso discurso de Argel de 1965, el ala mayoritaria del régimen dirigido por Fidel Castro adoptaba la estrategia del “socialismo en un solo país”, poniendo la política exterior del Estado cubano no al servicio de la revolución socialista internacional sino al servicio de los intereses de la burocracia rusa y su coexistencia pacífica con el imperialismo, cuya ayuda económica era vital para la isla. Este alineamiento llevó no sólo a la represión de los trotskistas dentro de Cuba sino al apoyo activo de Fidel Castro a la invasión soviética que aplastó la revolución política en Praga en 1968. En la década del ’80 Fidel Castro llevó adelante la política de la burocracia de Moscú colaborando con la derrota de la revolución en Centroamérica, llamando a “no hacer de Nicaragua otra Cuba” y alentando la “reconciliación” de la guerrilla con el estado en El Salvador.
A pesar de ser un pequeño país con una estructura económica atrasada y de estar sometido al bloqueo económico de Estados Unidos y a la hostilidad permanente de la burguesía cubana en el exilio en Miami, la liquidación de las relaciones de propiedad capitalista en Cuba han significado una enorme conquista para los trabajadores y campesinos. Pero esas conquistas están en peligro.
Por medio del control del Estado y por esa vía de los medios de producción, la burocracia cubana, al igual que sus homónimas de los otros países mal llamados “socialistas”, se transformó en una capa con privilegios materiales y con intereses propios que no coinciden con los de las amplias masas populares. Esto no es una novedad, el propio Che Guevara había denunciado los privilegios de los funcionarios del gobierno, aunque éstos fueran menores.
Como se puede ver en la nota central, estos privilegios han aumentado considerablemente durante los últimos años ligados a la introducción de nuevos negocios y a la relación directa con el capital extranjero. A pesar de los zigzag de la burocracia gobernante que pasó del “período especial” (aunque sin eliminarlo) a la llamada “batalla por las ideas”, contrariamente a los que igualan al régimen burocrático con el estado obrero, nosotros sostenemos que la propia permanencia en el poder de esta burocracia va debilitando las bases del mismo, es decir la propiedad nacionalizada. Esto favorece el desarrollo de fuerzas sociales internas hostiles que tarde o temprano llevarán a la restauración de las relaciones sociales capitalistas a menos que una revolución política triunfante derrote el bloqueo imperialista y termine con los privilegios de la burocracia.
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