El 4 de noviembre Barack Obama resultó electo presidente de Estados Unidos, con el significado de ser el primer afroamericano en conseguirlo. El candidato demócrata logró un amplio triunfo (mayor en la diferencia de electores que en el porcentaje del voto popular) sobre la fórmula republicana McCain-Pallin y su partido consiguió la mayoría en las dos Cámaras del Congreso, logrando el resultado electoral más importante desde la elección de Lyndon Johnson en 1964.
La campaña de Obama, centrada en una promesa vaga de “cambio” logró entusiasmar a millones de jóvenes y trabajadores que esperan que su gobierno efectivamente lleve a un cambio radical con respecto al de George Bush y a una reversión de la “revolución conservadora” de las últimas décadas. Estas expectativas trascienden las fronteras de EE.UU. y a nivel internacional millones tienen la ilusión de que bajo su gobierno, la principal potencia imperialista tendrá una política más “benévola” hacia el resto del mundo.
Sin embargo, su triunfo no se debe esencialmente a sus “cualidades personales” o a su “capacidad de oratoria, ni es la victoria de la idea de la “igualdad de oportunidades” o del “fin del racismo”, como pretenden la mayoría de los analistas de la prensa liberal, sino que es producto de la situación desastrosa en la que se combinan el lastre de dos guerras inganables e inconclusas en Irak y Afganistán con el estallido de la peor crisis económica desde la Gran Depresión de 1930. En ese sentido recuerda - con todas las diferencias del caso- el triunfo del demócrata Franklin Delano Roosevelt sobre su rival republicano Hebert Hoover a fines de 1932 en plena depresión económica.
Obama asumirá en un momento muy crítico para el imperialismo norteamericano. Su presidencia estará desde el inicio bajo la presión de la crisis económica, que ya se está expresando como crisis social con miles de despidos, además del aumento de las familias que han perdido sus viviendas, y los desafíos al dominio de EE.UU. en el mundo. Sin ir más lejos, Wall Street recibió el triunfo de Obama con una caída de un 5% en el índice Dow Jones, lo mismo que el Nasdaq y el Standard & Poor’s, mostrando que lo que prima es la crisis económica y la recesión antes que el supuesto entusiasmo por el “cambio”. Como dicen algunos analistas, la verdadera noticia del día no es su triunfo sino la confirmación cada vez más clara de un probable “aterrizaje forzoso” de la economía china, la otra pata junto al sobreconsumo norteamericano del ciclo de crecimiento de la economía mundial de los últimos años, que está llegando abruptamente a su fin.
Entre las ilusiones de las masas y los intereses del establishment
La victoria de Obama representa un importante cambio cultural y tiene un fuerte impacto simbólico para la minoría afroamericana y otras minorías oprimidas como los latinos (que en más de un 70% votaron por el candidato demócrata), en un país que no sólo basó su “grandeza” originalmente en la esclavitud de los negros, sino en el que la discriminación racial fue legal en muchos estados hasta hace escasos 45 años, cuando se votó la Ley de Derechos Civiles y el racismo sigue siendo muy fuerte en amplios sectores (ver artículo).
La votación masiva al Partido Demócrata expresa en forma distorsionada el rechazo popular a las políticas de la era Bush, identificada con el desastre de la guerra de Irak y una política imperialista agresiva, con el enriquecimiento de banqueros, empresarios y la elite de gerentes de corporaciones, con el recorte de impuestos a los ricos, en síntesis con una transferencia monumental de recursos hacia el 1% más rico del país. Sin embargo, lo determinante fue el salto de la crisis financiera y económica mundial del mes de septiembre (el llamado “septiembre negro”) en donde su actitud “responsable” contrastó con el autismo del candidato republicano que negaba la existencia misma de la crisis. Sin la crisis económica en curso posiblemente el triunfo de Obama, pese al fuerte desgaste de Bush, tal vez hubiera sido impensable.
Aunque al cierre de esta edición no estaban aún disponibles los análisis detallados de la composición de la base electoral de cada partido, la distribución territorial de la votación muestra que el Partido Republicano, aunque está en una crisis muy importante y una fuerte división de sus líneas internas que pone un cono de sombra sobre una de las patas fundamentales del sistema bipartidista, retuvo su base tradicional en los estados del llamado sur profundo, como Arizona y Texas y en los estados rurales del centro del país (aunque perdió lugares claves como Florida, Virginia, Iowa, Colorado, entre otros estados que habían sido ganados por Bush en 2004). Pese al enorme repudio y la bajísima popularidad del gobierno de Bush, el Partido Republicano mantuvo un porcentaje electoral significativo, poniendo de manifiesto en su campaña que existe una derecha fuerte en el país. Por su parte, el Partido Demócrata arrasó en los estados costeros del este y del Pacífico y en los estados industriales, como Ohio, lo que indicaría que sectores significativos de la clase obrera -sobre todo los sindicalizados- votaron por Obama.
Las expectativas populares en el “cambio” significan concretamente medidas de protección del empleo, ayuda a quienes están por perder su única vivienda, un servicio de salud que dé cobertura a los más de 43 millones de norteamericanos que no tienen seguro médico, la legalización de los inmigrantes, políticas contra el racismo, aumento de impuestos a los ricos, el fin de la guerra en Irak y un cambio radical con respecto a las políticas unilaterales y militaristas de la administración neoconservadora.
Pero tras el triunfo de Obama no están sólo las expectativas de jóvenes, trabajadores, negros y latinos, sino sobre todo la decisión del establishment de la clase dominante que frente a la crisis y al desgaste del Partido Republicano, hace tiempo eligió a Obama como el mejor candidato para recomponer la situación de EE.UU. en el mundo y para lidiar con el descontento social que puede llegar a desatarse al ritmo de la profundización de la crisis y la recesión económica. Por eso financiaron su campaña las principales firmas de Wall Street y entre sus asesores se encuentras los más experimentados políticos imperialistas como por ejemplo Brzezinsky, autor intelectual del apoyo a los muyahidines contra la Unión Soviética en Afganistán, el ex Secretario de Estado de Bush Colin Powell, quien inició la guerra contra Irak, Paul Volcker, jefe de la Reserva Federal en 1979 que dio el puntapié inicial a la ofensiva neoliberal con la suba de las tasas de interés, provocando una profunda recesión y el ex Secretario del Tesoro de Clinton, Robert Rubin. Uno de sus principales asesores económicos es nada menos que Warren Buffet, el hombre más rico del mundo.
Antes de asumir, Obama ya dio muestras de que defiende los intereses de la clase capitalista. Votó e hizo lobby a favor del plan de rescate de Paulson, es decir, de salvar a los banqueros con 700.000 millones de dólares de dinero estatal. Incluso el voto demócrata fue clave para su aprobación en el Congreso ante la oposición de la mayoría del Partido Republicano al plan de su propio gobierno. Esta suma millonaria contrasta con los modestos 50.000 millones que prometió en su campaña para gasto público en obras públicas y gastos sociales, y apenas 10.000 millones para los deudores hipotecarios.
Es que más allá de su condición racial, Obama pertenece a la elite política que con la alternancia en el poder de sus dos principales partidos patronales, el Republicano y el Demócrata, gobierna a favor de los intereses de la burguesía imperialista.
Obama y la crisis de hegemonía norteamericana
En el plano internacional, Obama tendrá que lidiar con la pesada herencia de la administración Bush y su “guerra preventiva” que llevó a los fracasos de Irak y Afganistán, dos guerras que EE.UU. no logró resolver a su favor. Este error estratégico de los neoconservadores que buscaron aprovechar los atentados del 11 de septiembre de 2001 para reforzar el dominio mundial estadounidense con una política imperialista agresiva, apelando a la supremacía militar y al unilateralismo, debilitó cualitativamente la posición de EE.UU., dio lugar a un antinorteamericanismo sin precedentes principalmente en el Medio Oriente, América Latina y en gran medida la “vieja” Europa y facilitó la emergencia de otros actores políticos en la escena internacional. Esta situación de debilidad quedó en cruda evidencia durante la guerra entre Rusia y Georgia, un aliado de EE.UU., en la que Bush no pudo alinear detrás de su política a las potencias europeas, especialmente Alemania que privilegió sus intereses en la relación con Rusia, lo mismo que Francia a pesar del pro norteamericanismo de su presidente Sarkozy. Lejos de las ilusiones de los activistas y el movimiento antiguerra, la política exterior que Obama planteó en la campaña se centra especialmente en retirar gradualmente las tropas de Irak y reconcentrar el poderío militar en Afganistán, donde los talibanes se recuperaron y el conflicto se extendió a Pakistán, para conseguir allí un triunfo imperialista. A diferencia de la posición dura de John McCain, continuidad en lo esencial de la política de Bush, Obama se declaró partidario de un “diálogo sin condicionamientos” con Irán para tratar de conseguir mediante la diplomacia un ala del gobierno proclive a los intereses norteamericanos. Aunque aún no está claro que es lo que Obama tendría bajo la manga para seducir a los iraníes, esta política se contradice con el mantenimiento de la alianza incondicional con el Estado de Israel que empuja hacia una política más ofensiva contra el régimen iraní. De no lograrse un arreglo con el régimen de los ayatolás, su promesa de retiro de tropas de Irak puede quedar en el aire frente al vacío que provocaría en la región el retiro de las tropas norteamericanos sin un claro acuerdo. Por último, el presidente electo se pronunció a favor de un enfoque más multilateral que permita la colaboración de otras potencias, centrado esencialmente en buscar la cooperación europea en la guerra en Afganistán, cuestión que no despierta mucha simpatía en los gobiernos europeos a pesar de su entusiasmo medio iluso con el nuevo presidente electo.
Sea cual sea la orientación política que termine definiendo, la compleja situación internacional pondrá rápidamente a prueba la viabilidad de su política. La profunda crisis económica combinada con los fracasos militares, están cuestionando seriamente las bases del poderío norteamericano. Aunque ninguna potencia esté en condiciones de disputarle la hegemonía a EE.UU., potencias regionales significativas, como Rusia o China e incluso sus principales aliados como las potencias europeas, podrán sí cuestionar los términos de su dominio. Un anticipo quizás de lo que vendrá es la frialdad con que le gobierno ruso de Medvedev recibió el triunfo de Obama, reafirmando su política de ubicar misiles de corto alcance en la frontera occidental rusa si EE.UU. sigue adelante con su plan de instalar un sistema de misiles en Europa del Este.
En este escenario en el que por primera vez desde 1973 el mundo marcha de conjunto hacia la recesión, lo más probable es que recrudezca la competencia entre las corporaciones capitalistas y sus Estados, lo que facilitará el desarrollo de conflictos regionales y abrirá un período de gran inestabilidad y tensiones interestatales a nivel internacional.
Las perspectivas tras el triunfo de Obama
En las próximas semanas se verá qué tendencias expresa la composición del gabinete de Obama, que hasta el momento se ha rodeado de las figuras clave del gobierno de Clinton. La transición desde la elección hasta la asunción de la presidencia el 20 de enero de 2009 (en realidad este proceso puede durar más que las fechas formales debido al proceso de aprobación parlamentaria de todos los candidatos), puede ser un período de gran inestabilidad política tanto en el plano interno como internacional, con desafíos inesperados que busquen testear al nuevo presidente.
Pero el gran desafío de su propio gobierno podría en este caso provenir del plano interno, frente a la magnitud y pesada carga que implica la monumental crisis económica. Más temprano que tarde las ilusiones y expectativas que los trabajadores, las minorías de negros y latinos y los millones que ven amenazada su subsistencia por la recesión, chocarán con la realidad de que el gobierno de Obama no defenderá sus intereses sino el de las grandes corporaciones y bancos imperialistas.
La mayoría de los sectores “progresistas” que con más o menos entusiasmo llamaron a votar por Obama, justificaron su posición en que su gobierno será más presionable por las luchas de los trabajadores. Roosevelt en los ’30, Kennedy en los ’60, u Obama en 2009 confirman una y otra vez, que más allá de la retórica “liberal” (o izquierdista”) o las políticas “populistas”, como el New Deal, el Partido Demócrata junto con el Partido Republicano, defiende los intereses de la burguesía imperialista. Baste recordar en la presidencia de Kennedy EE.UU. invadió Cuba, que el demócrata Johnson inició la guerra de Vietnam y que el propio Roosevelt cuando su política del New Deal se demostró incapaz de revitalizar la economía norteamericana, y se produjo una nueva crisis en 1937, transformó al New Deal en “War Deal”, es decir, cambió el rumbo económico hacia los preparativos bélicos en 1938 para disputar la hegemonía mundial a la Alemania nazi y a Gran Bretaña. Fue esta “industria de guerra” lo que efectivamente permitió la recuperación de la economía y permitió a EE.UU. entrar en la guerra y salir como única potencia hegemónica en 1945, aunque a nivel mundial haya compartido el dominio del mundo con la Unión Soviética. Decimos esto, aún cuando todavía está por verse si Obama aplicará un giro significativo en la política económica en los marcos de la defensa del régimen burgués imperialista. Tampoco podemos descartar un vuelco claramente proteccionista, como puede presuponer cierta retórica electoralista del ex candidato y la composición mayoritaria demócrata de las dos cámaras del Congreso.
Históricamente la estrategia del “mal menor” ha jugado a favor de que el Partido Demócrata actúe como contención de los sectores medios “progresistas” y de las tendencias a la radicalización de la vanguardia obrera, como ocurrió en los ’’30 con la cooptación por parte de Roosevelt del sindicalismo combativo de la CIO o a fines de los ’60 con el movimiento contra la guerra de Vietnam. Esta ha sido un gran obstáculo para la independencia política de los trabajadores, que mayoritariamente votan al Partido Demócrata.
La profundidad de la crisis económica y el nuevo período histórico que se abre probablemente aceleren la experiencia con el gobierno de Obama. Las ilusiones o las expectativas frustradas pueden traducirse en lucha de clases y en la emergencia de nuevos fenómenos políticos, como ocurrió en los ’30 con el surgimiento del CIO (primero Committee for Industrial Organization y a partir de 1937 Congress of Industrial Organization) que en pocos meses el CIO atrajo a sus filas a miles de trabajadores no calificados que eran rechazados por la burocracia sindical de la AFL (American Federation of Labor). Este fenómeno de activismo obrero era parte de un ascenso de huelgas combativas de trabajadores ocupados y desocupados, como las de los obreros automotrices de Toledo en 1934 o los Teamster de Minneappolis.
Es verdad que la historia no vuelve a repetirse, pero también es cierto que estamos en una crisis de una magnitud histórica similar a la que dio lugar a los procesos más agudos de la radicalización de la clase obrera norteamericana. En el próximo período estará abierta la posibilidad que la clase obrera, que fue duramente golpeada desde la presidencia de Reagan, y que sufrió duras derrotas en los últimos 30 años de ofensiva neoliberal, en la que su representación sindical se redujo a sólo el 12% de la fuerza de trabajo, recupere su organización y que se abra la oportunidad para que los trabajadores norteamericanos y las minorías oprimidas rompan con los partidos de sus explotadores.
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