Desde que el actual presidente Mahmud Ahmadinejad se adjudicó un triunfo espectacular en las elecciones presidenciales del 12 de junio, con un 63% de los votos contra un 34% de su rival, el “reformista” Musavi, las calles de Teherán y las principales ciudades del país se transformaron en el escenario de movilizaciones multitudinarias, represión policial y parapolicial, enfrentamientos, ataques a los campus universitarios, arrestos y muerte.
Centenares de miles de jóvenes –en su gran mayoría estudiantes universitarios-, profesionales y sectores de las clases medias urbanas acomodadas, partidarios del derrotado Musavi, se movilizaron para repudiar lo que ya se considera un fraude, y para exigir la realización de nuevas elecciones. También los partidarios del presidente Ahmadinejad se han movilizado masivamente para respaldar el cuestionado triunfo electoral.
Si bien es cierto que las denuncias de fraude no han sido probadas y que varios analistas de distintos medios occidentales habían previsto la posibilidad de un triunfo de Ahmadinejad, basado sobre todo en el alto nivel de votación y en que sectores populares pudieron haberlo votado como el “mal menor”, el alcance de la victoria, que prácticamente duplica los resultados que obtuvo en las elecciones de 2005, es a todas luces contradictoria con la percepción de que su gobierno ha engendrado una amplia oposición social y política.
Junto con las divisiones en la cúpula del régimen, otro elemento que ha actuado como detonador de la crisis es el profundo descontento de importantes sectores de la sociedad, sobre todo las clases medias urbanas, con el presidente Ahmadinejad y el régimen teocrático, que mantiene un rígido disciplinamiento basado en la vigilancia religiosa y el control social e ideológico, expresado en la opresión de las mujeres, el castigo brutal a los homosexuales y la negación de derechos democráticos a la organización política y sindical.
Teniendo en cuenta la enorme polarización que antecedió a las elecciones y el crecimiento de las movilizaciones a favor de Musavi, que algunos denominaron la “ola verde” por el color que identifica a sus simpatizantes, probablemente el objetivo de Ahmadinejad al anunciar su triunfo electoral por una diferencia arrasadora, haya sido evitar una posible segunda vuelta electoral en la que el candidato oficialista podía ser derrotado por Musavi.
En un comienzo, el líder supremo de la República Islámica de Irán, el ayatola Ali Khamenei, avaló el triunfo de Ahmadinejad pero, a medida que crecían las movilizaciones y la perspectiva de que se pudieran salir de control, accedió al pedido de Musavi y ordenó un recuento parcial de los votos. Sin embargo, ese gesto político no fue suficiente para poner fin a las movilizaciones, que aún persisten a pesar de la represión estatal y de que el líder opositor Musavi, ha llamado a sus seguidores a quedarse en sus casas para “evitar la violencia”.
Muchos comparan este proceso con las llamadas “revoluciones coloridas” en las que el imperialismo, especialmente norteamericano, apoya y financia movimientos “democráticos” para llevar al poder a sus aliados –como fue el caso de la “revolución naranja” en Ucrania, o la “del cedro” en el Líbano. Efectivamente, junto con la hostilidad militar, una de los opciones de “cambio de régimen” que manejaba el imperialismo norteamericano bajo Bush era impulsar una suerte de “revolución de terciopelo”(emulando las movilizaciones de 1989 contra los regímenes stalinistas), que combinada con la presión de las sanciones económicas y el aislamiento, llevara a la caída del régimen teocrático, pero esta política no dio los resultados esperados y, a pesar de que Irán está rodeado por países ocupados por tropas imperialistas, el derrocamiento de Saddam Hussein reforzó su posición como potencia regional. Con la asunción de Obama, el imperialismo cambió de táctica. A pesar de la presión y las críticas de los republicanos, hasta el momento Obama está evitando pronunciarse abiertamente a favor del candidato Musavi y sus denuncias de fraude, insistiendo en que “respeta la soberanía iraní”. De esta manera intenta no darle al régimen iraní un argumento “antiimperialista”, y a la vez, alejar el fantasma de “cambio de régimen” agitado por Bush y los neoconservadores. La hostilidad es disfuncional para su actual estrategia, que es tratar de “persuadir” mediante la vía diplomática al régimen iraní de que abandone sus pretensiones nucleares y comprometerlo en una colaboración mayor para mantener la estabilidad en Irak y Afganistán.
Aún no está claro cómo se resolverá el conflicto, y si como en casos anteriores, el régimen podrá ahogar las movilizaciones con la represión y el desgaste o se verá obligado a hacer más concesiones. Pero más allá de cómo termine, esta crisis política puede ser un punto de inflexión en el Irán posrevolucionario, y dar lugar a una nueva situación, caracterizada por la intervención de masas en la escena política, una fractura visible en la elite gobernante y una importante erosión de la legitimidad del régimen teocrático.
Fracturas en el régimen
El cuestionamiento a las elecciones y, en última instancia, al régimen, constituye la peor crisis política desde el levantamiento de los estudiantes en 1999, bajo el gobierno del “reformista Khatami, que culminó con una brutal represión. La disputa en torno a los resultados desnuda las luchas por el poder en la cúpula del régimen teocrático y las diferencias ante decisiones que se consideran estratégicas, en primer lugar, cómo encarar las relaciones con Estados Unidos y los países del Medio Oriente. Este conflicto ha dividido a la elite gobernante en dos bandos: por un lado, el bloque llamado “conservador” integrado por el presidente Ahmadinejad, el ayatola Khamenei, gran parte de las instituciones tradicionales de la teocracia iraní y los cuerpos militares y policiales y las llamadas “milicias voluntarias” que patrullan las calles de las ciudades para mantener el orden y el control social. Por el otro, está el bloque llamado “reformista” formado por Musavi, el ex presidente Khatami y el clérigo Rafsanjani, jefe de la Asamblea Consejo de Expertos, uno de los organismos del clero shiita que tiene gran peso en las decisiones estatales y en la elección del líder supremo religioso.
Sin embargo, estas fricciones no implican diferencias estratégicas. Todos los sectores de la elite dominante iraní son partidarios de abrir negociaciones oficiales con Estados Unidos, incluido el “conservador” Ahmadinejad y la alta jerarquía del clero, que colaboró de hecho con la ocupación norteamericana de Irak, de la que salió ampliamente beneficiada. Pero mientras Ahmadinejad y sus aliados son partidarios de mantener una posición más dura en las negociaciones, con “gestos” de cierta independencia, como las pruebas de misiles y la continuidad del programa nuclear, el enfrentamiento con el Estado de Israel o la alianza con Hezbollah y Hamas, Musavi, el bloque “reformista” está por hacer mayores concesiones para aflojar las tensiones entre Irán y “occidente”, y así permitir que se levanten las sanciones económicas que pesan sobre el país y pueda ingresar el capital imperialista, apuntando a una apertura económica.
Dos alas del régimen
Mahmud Ahmadinejad, un ex integrante de la Guardia Revolucionaria ligado a las fuerzas represivas del aparato estatal, había ganado una base popular cuando asumió la presidencia en 2005, denunciando la corrupción de la elite dominante que se ha enriquecido visiblemente durante los 30 años que lleva en el poder. Durante los primeros años de su gobierno, producto de la suba de los precios del petróleo, dio subsidios a los pobres urbanos y rurales y premios a los empleados estatales e indirectamente favoreció a la burguesía del bazar, el núcleo duro de la base social de la teocracia shiita. Esta política fue acompañada de un reforzamiento del control por parte de las fuerzas represivas del estado y de milicias parapoliciales como las basijis (milicias voluntarias). Sus rivales “reformistas”, partidarios de lograr inversiones extranjeras capitalistas, lo acusaron de “populista” y de exacerbar inútilmente las tensiones con Estados Unidos.
Pero la economía iraní sufrió el impacto de la crisis capitalista internacional. Según el Banco Central Iraní, la inflación trepó al 24% (aunque el gobierno reconoce sólo un 14%) y la tasa de desempleo alcanzó el 17%. Las perspectivas indican otro año de declive en el crecimiento económico, producto de la baja en los precios del petróleo y de la falta de inversiones y de una infraestructura adecuada para explotar los recursos petroleros del país.
Durante la campaña, Ahmadinejad retomó su retórica populista, incluso acusó a Rafsanjani y a varios integrantes de la “vieja guardia” de la revolución de 1979 de enriquecerse apropiándose de los recursos del estado. Sin embargo, su política es cada vez más antipopular. No sólo continuó reprimiendo las huelgas obreras y encarcelando a sus dirigentes, sino que además, a principios de año envió al parlamento un presupuesto en el que se recortan los subsidios de los precios de los alimentos que favorece a los sectores más pobres de la sociedad.
Esta situación alimentó el descontento de amplios sectores con el gobierno, lo que fue percibido como una oportunidad por el ala “reformista” del régimen para derrotar a Ahmadinejad en las elecciones presidenciales, lo que unió a figuras clave del establishment político-religioso, tras un programa centrado en una política más conciliadora hacia Estados Unidos y el capital imperialista, con promesas demagógicas de otorgar ciertas libertades. Basta repasar sus antecedentes para darse cuenta que sólo expresan los intereses de otro sector del régimen y la elite dominante.
Mir-Hosein Musavi, a quien los medios occidentales presentan como un “demócrata” y un “reformista”, fue primer ministro entre 1981 y 1989, cuando el régimen iraní, bajo el liderazgo de Khomeini, decidió liquidar a sus ex socios de la izquierda y ordenó la ejecución de miles de militantes comunistas y otros opositores políticos como los Mujaidines del Pueblo. Su principal respaldo en el régimen es el líder religioso y ex presidente Ali Akbar Hashemi Rafsanjani, uno de los hombres más ricos del país, (a quien la revista Forbes ubica como perteneciente a la elite de 1000 familias de la gran burguesía iraní). Aunque ahora sean aliados, en 1989 Rafsanjani estuvo entre quienes impulsaron la destitución del entonces primer ministro Musavi, que estaba llevando adelante en ese momento una política generalizada de nacionalización de la economía. Rafsanjani se opuso a esta política afirmando que la propiedad privada era uno de los principios islámicos. Ahora ambos coinciden y Musavi, como dice el periodista Robert Fisk, “es un partidario de la liberalización económica, prometió controlar la inflación por medio de políticas monetarias y hacer la vida más fácil para el capital privado”.
El otro aliado de Musavi es el clérigo reformista Mahmud Khatami, que fue presidente de Irán entre 1997 y 2005. Khatami tejió contratos con monopolios europeos, como la francesa ELF-Total, que sacó jugosos beneficios y propiciaba una apertura del diálogo con Estados Unidos. Durante esos ocho años, impulsó algunas medidas favorables a limitar la injerencia religiosa, por lo que se ganó una amplia base social entre las clases medias, los jóvenes y las mujeres, pero cuando los estudiantes se levantaron en 1999, Khatami cedió a la presión de la teocracia y permitió la represión y el encarcelamiento de miles de jóvenes. Durante su mandato siguieron las represalias contra los trabajadores y su gobierno terminó siendo altamente impopular.
La base electoral de Musavi y los “reformistas” se concentra, esencialmente, en los sectores más acomodados de la sociedad, en la clases medias urbanas que acceden a la educación universitaria, donde tiene gran peso en el electorado femenino, que se ha visto atraído por sus promesas de terminar con la opresión de género que ha caracterizado a la teocracia iraní.
Ni populistas “conservadores” ni falsos “reformistas”
La disputa por las elecciones abrió una situación donde cientos de miles han salido a las calles. Pero estas movilizaciones tienen un carácter contradictorio: a pesar de levantar demandas democráticas legítimas –como el fin de la opresión de género, libertades políticas y de expresión- y de enfrentar a un régimen confesional reaccionario, han depositado su confianza en un sector del régimen que, tras un falso discurso “democrático”, defiende los intereses de un sector del clero y de la alta burguesía iraní, que ve en la apertura económica y en la “normalización” de las relaciones con el imperialismo, una oportunidad para sus negocios. Por otra parte, los sectores más pauperizados de las ciudades y el campo, que dependen de la ayuda estatal para su supervivencia y están más ligados a las tradiciones religiosas del país, se movilizan tras las promesas populistas de Ahamadinejad.
Las movilizaciones ya han tenido un primer impacto resquebrajando al régimen teocrático, ampliando las brechas en la cúpula gobernante. Para que la movilización dé un salto y verdaderamente responda a los intereses populares, es necesario que los trabajadores iraníes que en los últimos años han protagonizado huelgas y movilizaciones brutalmente reprimidas, como la del transporte público de Teherán en 2006, que culminó con el encarcelamiento de cientos de activistas y dirigentes sindicales, la del sector azucarero en 2008 o la de los trabajadores automotrices en 2009, aprovechen esta crisis y planteen una política independiente de las distintas fracciones del régimen. En la revolución de 1979 la intervención de la clase obrera fue decisiva para lograr la caída del sha Reza Pahlevi. A la huelga petrolera, que duró cuatro meses, se sumó la acción espontánea de trabajadores que tomaban las fábricas y las tierras de los terratenientes y habían empezado un proceso de autoorganización. Pero ese proceso fue ahogado por la consolidación en el poder de Khomeini y de la teocracia shiita que lanzó una brutal represión contra los trabajadores y la izquierda y terminó estableciendo un régimen totalmente reaccionario de clérigos y políticos, una nueva elite que se beneficia del manejo de la renta petrolera y de los resortes de la economía y mientras resguarda los intereses de la burguesía iraní, somete a la mayoría de la población al tutelaje religioso. El desarrollo de esta crisis puede ofrecerles a los trabajadores y los jóvenes y los sectores populares una segunda oportunidad.
Claves
1953: Un golpe de estado orquestado por la CIA y los servicios británicos destituye al Primer Ministro Mohamed Mossadeg, del Frente Nacional. Mossadeg había asumido en 1951, había nacionalizado la industria petrolera iraní, bajo control de la Anglo-Iranian Oil Company, actual British Petroleum.
1953-1979: Gobierna el país la monarquía del sha Reza Pahlevi, un agente del imperialismo norteamericano. El sha que era presentado en occidente como un “demócrata” y un progresista había desarrollado un brutal aparato represivo, la temible policía política (Savak) que perseguía y encarcelaba a los militantes del partido comunista (Tudeh) y del ala izquierda del Frente Nacional.
1977-1979: Se desarrolla el proceso revolucionario que culmina con la caída del sha. La clase obrera se incorpora en 1978 a la revolución, protagoniza huelgas y desarrolla elementos de autoorganización, los consejos llamados shuras que expropian las grandes fábricas y establecen un control obrero embrionario. Pero la dirección de la revolución recae en un clérigo, el ayatola Rulloah Khomeini, quien regresa del exilio en febrero de 1979, tras la caída del sha. El Tudeh (Masas-nombre del partido comunista prosoviético) apoya a Khomeini que de hecho encabeza un frente popular que une a la burguesía del bazar con los trabajadores y pobres rurales. Se proclama la República Islámica y el régimen empieza a reprimir a los trabajadores, a las mujeres, a los homosexuales y a la izquierda marxista. El régimen teocrático se consolida en 1981.
Estado teocrático: Recibe este nombre porque paralelamente a las instituciones políticas del Estado (el presidente y el parlamento) existen instituciones religiosas –la Asamblea de Expertos, el Consejo de Guardianes de la Revolución y el líder supremo, entre otras- donde verdaderamente reside el poder, ya que son quienes aprueban o vetan los candidatos a presidente o diputados, deciden sobre la legitimidad de las leyes del Estado y mantienen los preceptos del islamismo.
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