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A 20 años de la caída del Muro de Berlín
por : Claudia Cinatti

13 Nov 2009 | A 20 años de la caída del muro, la crisis económica, las guerras, las convulsiones sociales y la recuperación de la clase obrera, luego de tres décadas de retroceso y ofensiva burguesa, están recreando las condiciones para que la perspectiva de la revolución social vuelva a estar planteada en la lucha de los explotados, superando los años de reacción (...)

El pasado 9 de noviembre los representantes de gobiernos imperialistas, entre ellos Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, Gordon Brown y Hillary Clinton, junto con otros invitados como el presidente ruso Dimitri Medvedev, el último presidente soviético Mijail Gorbachov y Lech Walesa, fueron los protagonistas del llamado “Festival de la libertad”, con el que los jefes del mundo capitalista decidieron celebrar el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín. Sus discursos estuvieron plagados de referencias a ese acontecimiento como la “apertura de una nueva época” de “libertad y democracia”.

Tras la caída del muro y la desintegración entre septiembre y diciembre de 1989 de los regímenes estalinistas de Europa del Este, se desató una furibunda propaganda capitalista que buscaba capitalizar en todos los terrenos el derrumbe del mal llamado “socialismo real”. Los 20 años transcurridos desde ese acontecimiento se caracterizaron por una ofensiva ideológica y política contra el marxismo. El pase de la burocracia estalinista a las filas de la restauración, fue acompañada por un giro neoliberal de las direcciones reformistas de la clase obrera. Una parte importante de la izquierda cayó en el desconcierto y la desmoralización. Se desacreditó la idea de la revolución social y se instaló como sentido común la falta de alternativa al capitalismo. Fukuyama anunciaba su ya célebre “fin de la Historia”, que significaba la universalización inevitable y sin obstáculos de la economía de libre mercado y la democracia liberal.

Aunque sin el desparpajo de Fukuyama, los principales medios de comunicación y los intelectuales del sistema aprovechan la ocasión para reafirmar la idea del “fracaso del socialismo”. Agitando el fantasma del “totalitarismo”, buscan lograr un nuevo consenso de que, con sus “imperfecciones” e “injusticias” –léase miles de millones de hambrientos y pobres, opresión nacional, explotación, guerras imperialistas- siempre es preferible la democracia capitalista a cualquier intento de los explotados de crear su propio gobierno, que dan por supuesto que inevitablemente conducirá al establecimiento de una dictadura burocrática. Incluso algunos (como el filósofo argentino Feimann) que se permiten “sospechar” a la luz de los hechos que la “democracia es la dictadura del capital”, -sospecha que debemos decir, atrasa un par de siglos-, ponen su empeño en demostrar que la dictadura del proletariado, como gobierno de la mayoría de la población explotada y oprimida contra la minoría opresora, fue un “dislate teórico” de Marx y un pecado político de la revolución rusa de 1917. Pero esta operación ideológica es absolutamente insuficiente para disfrazar la realidad de que el triunfo burgués obtenido con la restauración capitalista en Europa del Este, Rusia y China, junto con la ofensiva neoliberal, permitió al capitalismo un respiro de corto alcance. Hoy la economía mundial atraviesa su peor crisis desde la Gran Depresión de 1929, generada en el corazón el sistema, Estados Unidos. Esta crisis está desnudando el carácter del capitalismo como un sistema de explotación y opresión, desmintiendo en los hechos los discursos ideológicos de sus apologistas.

Mientras que los gobiernos salvan de la quiebra con dinero público a la élite financiera y a los grandes monopolios, que siguen haciendo sus grandes negocios a costo de aumentar sideralmente la deuda estatal, millones de personas son empujadas a la desocupación y la pobreza.

Lejos de representar el “mundo de la libertad” Europa y Estados Unidos han reforzado sus fronteras transformándolas en verdaderas fortalezas. Los mismos gobernantes imperialistas, que celebran la caída del muro de Berlín, son los que levantan a diario nuevos muros y construyen campos de concentración contra los inmigrantes de los países semicoloniales, a los que el capitalismo hunde en la miseria. Y por si faltara poco toleran la construcción del muro con el que el Estado de Israel pretenden encerrar en guetos al pueblo palestino.

Demás está decir que la restauración capitalista significó una catástrofe social para los trabajadores que han perdido conquistas históricas y llevó a esos países a una decadencia social sin precedentes.

Los países de Europa del Este fueron transformados en el patio trasero de las potencias europeas, principalmente Alemania, que los usa como reservorio de mano de obra barata. Aunque no exista un muro de concreto, después de la unificación imperialista, Alemania sigue dividida, los trabajadores del este tienen los salarios más bajos y los índices más altos de desocupación. Esto explica el fenómeno conocido como “ostalgie”, un juego de palabras creativo que expresa la nostalgia por algunos aspectos de la vida en la ex República Democrática Alemana (RDA), y la alta votación obtenida por el partido Die Linke del que participa el ex partido estalinista reciclado.

Algunos países del este europeo, junto con las ex Repúblicas Soviéticas del Báltico, fueron incorporados como miembros de segunda a la Unión Europea. Estos países como Letonia o Hungría, se transformaron en un eslabón débil ante el estallido de la crisis económica, dejando al desnudo los jugosos negocios que hicieron los bancos occidentales, por los que ahora el FMI pretende que paguen los trabajadores con sus planes de ajuste.

El imperialismo norteamericano, tras su triunfo en la Guerra Fría, había conquistado una década de dominio incuestionado, incluso recibió el mote de “hiperpontecia”. Pero el “momento unipolar” del dominio norteamericano llegó a su fin. Durante el gobierno de Bush los neoconservadores trataron de relanzar un nuevo siglo de dominio norteamericano basándose en el poderío militar. Pero las guerras de Afganistán e Irak fueron un fracaso estratégico y junto con la crisis económica, están agravando la decadencia hegemónica de Estados Unidos. La crítica situación en que se encuentran las tropas imperialistas en Irak y Afganistán, lo que ha llevado a no pocos analistas a compararlo con la guerra de Vietnam.

A 20 años de la caída del muro, la crisis económica, las guerras, las convulsiones sociales y la recuperación de la clase obrera, luego de tres décadas de retroceso y ofensiva burguesa, están recreando las condiciones para que la perspectiva de la revolución social vuelva a estar planteada en la lucha de los explotados, superando los años de reacción ideológica y política que siguieron a la restauración capitalista.

Estalinismo versus socialismo en la segunda posguerra

Después de la Segunda Guerra Mundial, las potencias vencedoras pactaron el reparto del mundo. En ese reparto, a la Unión Soviética le tocó controlar las zonas que estaban bajo ocupación del Ejército Rojo, que comprendían Europa del Este y el sector oriental de Alemania, mientras que Gran Bretaña y Estados Unidos se hicieron cargo de Europa occidental.

El estalinismo jugó un rol profundamente contrarrevolucionario que resultó fundamental para estabilizar el capitalismo en la inmediata posguerra. En los países occidentales, los partidos comunistas ayudaron a desarmar los movimientos de resistencia y colaboraban con la reconstrucción burguesa, apoyando incluso la restitución de viejas monarquías. En los países del este europeo, las tropas soviéticas se encargaron de restablecer el orden y sostuvieron a los gobiernos formados por antiguos fascistas reciclados, como en el caso de Rumania y Bulgaria.

Una vez desaparecida la posibilidad de revolución en occidente, en 1947 Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, una ayuda millonaria para la reconstrucción capitalista de Europa, con el que buscaba disminuir la influencia de la Unión Soviética. Este fue el inicio de la Guerra Fría.

En esta tensa relación Stalin utilizó los países de Europa del Este como una zona de amortiguación entre el Occidente capitalista, bajo dominio norteamericano, y la Unión Soviética. Después de casi tres años, decidió transferir el gobierno de estos estados a manos de los partidos comunistas, además de nacionalizar los principales medios de producción y la tierra en los países ocupados de Europa del Este. Las excepciones a este proceso de “revolución en frío” fueron principalmente Yugoslavia, donde se desarrolló una revolución obrera y campesina, y parcialmente Checoslovaquia.

Como resultado, se liquidaron las relaciones de producción capitalistas y fueron reemplazadas por la propiedad nacionalizada de los medios de producción, aunque sin participación activa de los trabajadores y los campesinos pobres, ni órganos de democracia obrera, como habían sido los soviets rusos en los primeros años de la revolución de 1917. Por estas características los trotskistas de la época definieron a esos estados como “estados obreros deformados”. Esta definición expresaba que, a diferencia de la Unión Soviética donde la contrarrevolución estalinista había liquidado el carácter revolucionario del estado obrero, los de Europa del Este eran estados obreros que ya habían nacido burocratizados, es decir que el estalinismo había implantado una dictadura burocrática que comandaba según sus necesidades e intereses la economía. Esto estaba en contradicción con el hecho de que la expropiación de las antiguas clases poseedoras y la nacionalización de la economía eran importantes conquistas para los trabajadores y los campesinos.

Para los marxistas revolucionarios, los estados obreros deformados surgidos en la segunda posguerra y la Unión Soviética no fueron “estados socialistas” ni representaron el “comunismo”. La casta burocrática que se había apropiado del estado en la Unión Soviética y gobernaba los países del Este, mantenía un régimen de partido único, apoyado en un aparato de vigilancia, que garantizaba sus privilegios extraídos de la administración de la propiedad nacionalizada. Por lo tanto, como en el caso de la Unión Soviética, lo que estaba planteado entonces era una revolución política que basándose en las relaciones de propiedad derribara a la burocracia gobernante y diera lugar a un estado obrero revolucionario, basado en órganos de autodeterminación de masas con un régimen de pluralidad de partidos reconocidos por estos órganos de democracia obrera.

La crisis de la economía de comando y la implosión del estalinismo Entre agosto y diciembre de 1989 los regímenes estalinistas fueron barridos como piezas de dominó de los países de Europa del Este. En su gran mayoría las movilizaciones fueron pacíficas, a excepción de Rumania donde el proceso fue más violento y culminó con miles de muertos y posteriormente con la ejecución del dictador Nicolas Ceaucescu y su esposa, en la navidad de 1989.

En verdad, el éxito fácil de estos movimientos se explica porque el prolongado dominio de la burocracia había carcomido las bases de la economía planificada que respondía a las necesidades e intereses de la casta gobernante y no de la mayoría de la población. Esto hacía que cada vez menos “las relaciones de propiedad vivieran en la conciencia de las masas”.

Después de algunos años de crecimiento de la economía soviética, que asistía además al resto de los países de su bloque, incluido Cuba, la economía se estancó en la década de 1970. Los países del este europeo optaron por ir abriendo parcialmente su economía y endeudarse con occidente para tratar de conseguir financiamiento, por lo que fueron acumulando una deuda que se volvió insoportable.

En la década de 1980 la economía soviética entra en una profunda crisis. En 1985 asume Mijail Gorbachov como presidente de la URSS y comienza a implementar un programa de reformas económicas procapitalistas conocido como Perestroika, junto con una gradual apertura política, la Glasnot.

La degradación de la planificación llevaba a momentos de escasez extrema lo que obligaba a la gran mayoría de la población, que no tenía acceso a los privilegios de la burocracia, a hacer colas interminables para adquirir bienes de consumo básicos. Sectores de la burocracia gobernante especulaban con esta situación y sacaban provecho por su rol en la distribución de los bienes. Así se fue gestando en el mercado negro y la economía ilegal una protoclase capitalista, surgida de las filas de la propia burocracia.

Otro factor determinante en la crisis de la URSS fue la política agresiva del imperialismo norteamericano, que bajo Reagan había lanzado una exorbitante carrera armamentista, que obligaba a la URSS a priorizar el gasto militar. El tiro de gracia fue la retirada humillante del Ejército Rojo de Afganistán derrotado por las milicias islamistas armadas por Estados Unidos.

Producto de la combinación de estos y otros factores, en 1989 el aparato estalinista no fue derrocado ni por una contrarrevolución burguesa, ni por una revolución política. Simplemente implosionó como producto de las presiones internas y externas.

1989: el último acto de un largo proceso de derrotas

Desde el comienzo, el régimen estalinista de la Unión Soviética estableció una fuerte opresión nacional sobre los países de Europa del Este, que se veía reforzada por la necesidad de la economía soviética de recuperarse de la costosa victoria que había obtenido sobre los nazis. Cuatro de estos estados bajo control de la burocracia stalinista –Alemania oriental, Hungría, Rumania y Bulgaria- habían sido parte del Eje (el bando encabezado por Hitler derrotado en la Segunda Guerra Mundial, por lo que la Unión Soviética los obligaba a pagar reparaciones de guerra, cobrándoselas en extracción de materias primas y recursos.

La resistencia a la opresión nacional, el rechazo al régimen burocrático totalitario y a los privilegios de la casta gobernante fueron las demandas que motorizaron los procesos de revolución política que recorrieron a los llamados países del glacis. La huelga insurreccional de los obreros metalúrgicos de Alemania oriental en 1953, las huelgas en Poznan en Polonia, la revolución húngara de 1956, que fue el proceso más radical de revolución política que había desarrollado elementos soviéticos; y posteriormente la primavera de Praga de 1968 y la rebelión obrera en Polonia de la década del ’70 y principios del ’80 que vio el surgimiento del sindicato Solidaridad. Estos levantamientos confirmaban a la vez que la economía nacionalizada era una conquista para la gran mayoría de los obreros de los estados del Este, y que esto podía empujar a la revolución contra el régimen despótico de la burocracia.

Sin embargo, estos procesos de revolución política fueron brutalmente aplastados en la mayoría de los casos por la intervención directa de los tanques rusos. En Hungría se calcula que murieron al menos 20.000 húngaros y 3.500 rusos en los enfrentamientos desatados por la represión del proceso de 1956. Miles fueron encarcelados, muchos de ellos ejecutados.

En Polonia, el gobierno estalinista del general Jaruzelski decretó la ley marcial para hacer retroceder el levantamiento de Solidaridad de 1981. Este sindicato independiente de la burocracia llegó a agrupar a 10 millones de trabajadores, pero estaba dirigido por Lech Walesa, un hombre de la Iglesia Católica que mantenía una importante influencia en el país y aprovechó para fortalecerse el nombramiento del papa Juan Pablo II, el primero de origen polaco, que desarrolló una militancia abierta procapitalista y anticomunista. Aunque Solidaridad tenía un ala izquierda minoritaria, su desarrollo no fue suficiente para contrarrestar la propaganda capitalista y el peso de la iglesia.

Estas derrotas previas de los trabajadores del Este, combinadas con el profundo retroceso de la clase obrera occidental, que perdía una a una sus conquistas a manos del neoliberalismo iniciado por Reagan y Thatcher, explican en gran parte el carácter que tuvieron los levantamientos antiburocráticos de 1989 que culminaron con la restauración en gran medida pacífica del capitalismo.

Las movilizaciones de 1989, a diferencia por ejemplo de Hungría de 1956, se dirigían contra la burocracia pero no tenían el programa de la revolución política de defensa de las relaciones de propiedad en las que se basaban los estados obreros deformados. En su composición social, a excepción de Polonia, fueron hegemonizadas, por sectores medios de la población e intelectuales disidentes, agrupados en foros cívicos policlasistas, que le imprimieron una ideología confusa en la que terminaron primando las ilusiones procapitalistas.

A excepción de China, donde la burocracia reprimió salvajamente las movilizaciones estudiantiles de la plaza Tianamen, estos levantamientos antiburocráticos fueron desviados por elecciones en las que triunfaron gobiernos restauracionistas, la gran mayoría de ellos formados por alas recicladas de la burocracia.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, León Trotsky planteó un pronóstico alternativo para la Unión Soviética: o bien una revolución política liquidaba a la burocracia y restablecía las bases de la dictadura del proletariado; o triunfaba la contrarrevolución burguesa y se restauraba el capitalismo. A su vez, contemplaba una tercera variante, a la que consideraba prácticamente improbable, de que la burocracia mantuviera por un período prolongado el poder del Estado, en ese caso, como agente interno de la restauración capitalista, tarde o temprano iba a buscar las bases materiales de su poder transformando las relaciones de propiedad. Podemos decir que con décadas de atraso, el proceso de restauración capitalista en Europa del este y la ex URSS terminó confirmando la “hipótesis improbable” de Trotsky.


El programa de la revolución política en Alemania

La caída del muro de Berlín planteó a los marxistas qué programa levantar frente a la demanda democrática de la unificación de Alemania, cuyo territorio había sido dividido artificialmente en el reparto del botín de la Segunda Guerra Mundial.

Frente a esto un sector de las corrientes trotskistas, entre las que estaba el Secretariado Unificado, se negó a tomar la demanda democrática de la unificación, a la que consideraban una maniobra del imperialismo, y defendieron las fronteras de la RDA para evitar la restauración capitalista.

En el extremo opuesto se ubicó la LIT, que poniendo una vez más en práctica su teoría de la “revolución democrática”, planteó simplemente la consigna de “reunificación ya”, sosteniendo que más allá de que esta unificación se hiciera bajo el imperialismo, la suma de las dos clases obreras transformaría la proletariado alemán en el más fuerte de Europa.

Nuestra corriente adoptó un programa de revolución política que unía la revolución en oriente con occidente y frente a la unificación imperialista, que liquidaba las bases de la economía nacionalizada en la ex RDA, planteaba la unificación socialista de Alemania, basada en consejos obreros. Este era el único programa que realmente podía haber evitado la derrota que implicó para las masas obreras del este la unificación imperialista de Alemania llevada adelante por Kohl.

 

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