1. El istmo centroamericano: dependiente, inestable políticamente y de importancia geoestratégica para el imperialismo norteamericano
Centroamérica es una de esas regiones del mundo en donde se expresan con claridad los rasgos de atraso, dependencia económica, el carácter semicolonial y la penetración imperialista. Para comenzar, algunos de sus países como Nicaragua y Honduras se cuentan entre los más pobres del continente, únicamente superados por Haití en la región. Centroamérica es una región sumamente dependiente, que ha vivido después de su independencia de la Corona española, directamente sometida a la suerte de Estados Unidos: en la actualidad más del 60% de sus exportaciones –por ejemplo– dependen del mercado estadounidense, sin contar el alto grado de sensibilidad frente a las remesas provenientes de la nación del Norte, que significan para países como El Salvador y Honduras más del 10% de su Producto Interno Bruto (PIB); esto al mismo tiempo que la Inversión Extranjera Directa (IED) es, en su aplastante mayoría, estadounidense.
La penetración imperialista toma formas agresivas y de intervencionismo directo: a lo largo de su historia la mayoría de sus países han sido directamente ocupados e invadidos por el imperialismo norteamericano: la ocupación del Canal de Panamá durante la mayor parte del siglo XX por parte de Estados Unidos, después de que Inglaterra “aceptara” el dominio norteamericano sobre la vía interoceánica en el año de 1901 mediante el tratado Hay-Pouncenfate; en Nicaragua el Estado somocista fue prácticamente una creación del imperialismo norteamericano, presente con sus tropas desde 1911 hasta 1933, creando, entrenando y equipando fuerzas reaccionarias locales como la Guardia Nacional somocista; y en El Salvador, la interferencia directa norteamericana ha sido histórica y particularmente constante luego de la derrota de los acontecimientos revolucionarios de 1932.
Pero no sólo la intervención militar directa ha sido la actividad predominante en la región, sino que Centroamérica fue objeto de inacabables golpes de Estado y maniobras durante prácticamente todo el siglo XX, que perseguían primero asegurar el dominio de las parasitarias burguesías de la región sobre sus pueblos así como consolidar la hegemonía norteamericana sobre los países ístmicos. Desde temprano en la década del ’30 los yanquis sostuvieron el régimen de los Somoza, mientras apoyaron en 1932 en El Salvador la masacre de 30.000 personas perpetrada por el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez, el cual debió aplastar un movimiento esencialmente campesino y de trabajadores agrícolas (que también combinó la acción de sectores de obreros urbanos y en menor escala estudiantiles) que reclamaba sus derechos a la tierra, contra la explotación, y que llegó a reclamar un gobierno de obreros y campesinos. Y ni que decir en Honduras, donde durante buena parte de la década definida por la Gran Depresión el imperialismo norteamericano dio su apoyo abierto a dictaduras como la de Tiburcio Carías Andino, el cual gobernó en todo momento para las transnacionales y la United Fruit Company (UFCO).
La historia del istmo ha demostrado que Estados Unidos siempre alentó golpes cuando alguna fracción de la burguesía avanzaba hacia reformas o pequeñas concesiones a las masas agobiadas por la miseria y la explotación, como lo atestiguó el golpe militar que derrocó a Jacobo Arbenz en 1954 en Guatemala, precisamente después de que intentara impulsar una tímida reforma agraria que cuestionaba las grandes extensiones de tierra de poderosos hacendados así como del capital transnacional como el de la UFCO, en una de las primeras señales de que ni el imperialismo norteamericano ni el grueso de las familias poseedoras permitirían cambios en la propiedad de la tierra, el medio de producción más importante en países atrasados y eminentemente agrícolas.
Es que el interés de Estados Unidos en la región no ha sido para nada producto de la casualidad. Como señalan algunos especialistas: “… el valor centroamericano es geoestratégico antes que económico (…) Los Estados Unidos perciben Centroamérica como un territorio geoestratégico y su interés en él es, por tanto, geopolítico (…)”, entre otras cosas “es vital para la circulación interna y externa de mercancías norteamericanas. No es por ello casual que un 70% del tráfico del canal de Panamá tenga como origen o destino los Estados Unidos” [1]. En el plano militar, ante una eventualidad bélica con sus competidores, se calcula que “(…) cerca del 50 por ciento de las toneladas de embarque que serían necesarias para reforzar el frente europeo y cerca del 40 por ciento de las que se requieren para un caso de emergencia en el Asia oriental, deberían pasar por el Golfo de México y la zona de Centroamérica y el Caribe” [2]. Además “(…) Centroamérica se localiza en la vecindad de los Estados Unidos. Debido a eso es percibida como un territorio clave para la seguridad norteamericana. Los calificativos de “patio trasero”, “buffer zone” o “perímetro de defensa” son indicativos de esa percepción. Cualquier amenaza en ella, resulta intolerable” [3]. En medio de todo esto es que se entiende el intervencionismo económico, político y militar de Estados Unidos en el istmo Centroamericano, tanto a finales del siglo XIX como en todo el siglo XX.
La Revolución Cubana, y el desarrollo de la “Guerra Fría” añadieron nuevos elementos al dominio del imperialismo norteamericano sobre Centroamérica. Con el triunfo del Movimiento 26 de Julio, pero sobre todo con las primeras medidas de nacionalización y expropiación llevadas adelante por la dirección castrista –que acercaron a Cuba a la Unión Soviética–, Estados Unidos tuvo “razones” para preocuparse y redoblar su política de control sobre la más estrecha franja de tierra del continente americano que separa al océano Pacífico del Atlántico. Se reforzaron los ejércitos centroamericanos y hubo un primer intento por frenar el avance de la Revolución Cubana (y a la propia URSS que aprovechaba el momento político) mediante la invasión a la Bahía de Cochinos, pero ante su escandaloso fracaso, la administración de John F. Kennedy lo combinó con la política de la Alianza para el Progreso, que buscaba desactivar el descontento y la convulsividad en la región mediante créditos y concesiones millonarias para financiar planes de salud, vivienda o educación. Su objetivo era la combinación del plano del control militar con el plano social, para descomprimir las tendencias más radicalizadas. Pero la política de las “concesiones” y la Alianza para el Progreso no tardaron en acabarse y mostrarse un fracaso, con la entrada en crisis del capitalismo mundial en los años ’70 y las acciones de los movimientos de masas centroamericanos impulsados por la derrota de Estados Unidos en Vietnam. El imperialismo norteamericano tuvo que dar otra vuelta de tuerca a la política para la región.
En este cuadro, Centroamérica se convulsionó por constantes agitaciones políticas y sociales, dando un nuevo ímpetu a las luchas obreras, del proletariado agrícola, del pueblo pobre y los campesinos. Mientras en el Cono Sur veníamos de la oleada revolucionaria 1968-1976, con acontecimientos claves que pusieron al proletariado y al pueblo pobre de países como Chile, Argentina, Bolivia y Uruguay a la ofensiva –siendo derrotada con cruentas dictaduras militares con métodos de guerra civil– en Centroamérica presenciamos otra eclosión revolucionaria de una nueva oleada que puso a los trabajadores, los campesinos, al pueblo y a una juventud radicalizada en acción, y que jaqueó al dominio capitalista e imperialista en la región.
De esta manera, a fines de los años ‘70 se produjeron dos importantes triunfos casi simultáneos de la revolución en América Central: primero, la destrucción del ejército de la Guardia Nacional y la derrota de Anastasio Somoza en Nicaragua mediante un profundo proceso insurreccional de masas y acciones guerrilleras, y segundo, la caída de la siniestra dictadura de Carlos Humberto Romero en El Salvador tras las constantes huelgas y acciones masivas en los principales centros urbanos, abriendo una intensa guerra civil de más de una década. Guatemala constituyó otro de los países donde el levantamiento de campesinos, trabajadores y de pueblos originarios hizo resistencia a las clases dominantes y dictaduras.
La fuerza de esta oleada revolucionaria, que ocupó centralidad como acontecimiento en la época a la par de la revolución en Irán, fue de tal magnitud, que obligó a Estados Unidos a usar métodos brutales para infligir una derrota, que solo hacían recordar a los métodos usados en Vietnam. Genocidios, masacres, bombardeos a poblaciones campesinas e infraestructuras, miles de “asesores” militares y el reordenamiento de nuevas bases militares, constituyeron todo un despliegue de intervencionismo más directo, que llegó incluso a convertir a Honduras en un verdadero portaaviones militar.
Mediante una combinación de aplastamientos físicos [4] y planes de paz reaccionarios –cubiertos bajo formas “democráticas”– el imperialismo norteamericano y las burguesías nativas de la región lograron imponerse y conservar el capitalismo semicolonial centroamericano; integrando al Estado burgués a todos aquellos grupos guerrilleros como nuevos partidos políticos, o más bien verdaderas maquinarias electorales, inofensivas para el capitalismo de la región. El resultado está a la vista: después de años de heroicos combates de las masas centroamericanas, donde cayeron casi 300.000 luchadores, en Centroamérica impera el “orden” imperialista.
a) Centroamérica, uno de los puntos de apoyo de la política imperialista
hacia el continente
En un contexto signado por la debacle de la hegemonía del imperialismo norteamericano, acelerada por la derrota sufrida en Irak, EE.UU. se ha relanzado sobre Latinoamérica para tratar de asegurar el control sobre el conjunto de su “patio trasero”, y todo parece indicar que trata de utilizar a Centroamérica como uno de sus puntos de apoyo para lanzar semejante política, como se expresó con la implementación de tratados de comercio de total expoliación y ahora con la legitimización del golpe de Estado en Honduras mediante las fraudulentas elecciones. Lo anterior es lo que comienza a quedar al descubierto, primero que ante el fracaso del área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) como proyecto de alcance continental, el imperialismo norteamericano intentará avanzar por regiones, primero con un Tratado de Libre Comercio (TLC) regional con el conjunto de Centroamérica; luego complementándolo con la firma (o intento de suscripción) de otros tratados con aliados regionales como Colombia o Perú. Sin mucha dificultad, el imperialismo norteamericano logró avanzar a principios del nuevo milenio sobre los países del istmo, especialmente sobre Nicaragua, El Salvador y Guatemala, que fueron realmente los que menos resistencia presentaron al avance de la potencia imperialista a los planes del TLC regional.
Pero Estados Unidos, a pesar de la complicidad de los aparatos electorales reformistas (otrora guerrilleros) como el FSLN en Nicaragua o el FMLN en El Salvador, debieron enfrentar ciertas resistencias de los trabajadores, que por poco le complican la tranquila avanzada sobre la región. En Costa Rica, un país que durante casi toda la década de los años ’70 y ’80 se había mantenido en la retaguardia de la lucha de clases regional, a principios de la primera década del siglo XXI fue el escenario de movilizaciones obreras y populares de cientos de miles, que paralizaron por más de cuatro años la aprobación del tratado. Esto tuvo sus repercusiones en Centroamérica, donde lentamente comenzó a reactivarse un movimiento anti-TLC incluso después de aprobado. Ante esta situación, y la posibilidad sin precedentes de que fuera derrotado el TLC en Costa Rica, Estados Unidos junto con el gobierno de Óscar Arias Sánchez reorientaron su política hacia la concertación, mediante el Referéndum de 2007, donde finalmente salió aprobado el TLC con los votos en las urnas bajo una fuerte sospecha de fraude [5].
Pero en un contexto donde el aceleramiento de la decadencia hegemónica norteamericana ha disparado el surgimiento de potencias regionales como el caso de Irán en Asia o Venezuela en Latinoamérica, Estados Unidos ha tratado de ajustar su política para recuperar el terreno que siente “disputado”. Y esto en los últimos años ha trascendido la simple firma de tratados comerciales regionales, como era explicado líneas atrás. En este marco se da el golpe de Estado en Honduras, uno de esos países semicoloniales donde la postración ante el imperialismo toma formas abiertamente grotescas.
b) Honduras, fuerte base de dominio norteamericano
Honduras es un país donde los contrastes y las formas grotescas de dominación imperialista, se expresan de la manera más abierta. Desde inicios del siglo XX, el país se perfiló como una nación sometida directamente al capital transnacional de empresas como la United Fruit Company, alcanzando a mediados de la década del ’20 el primer lugar como exportador de bananos a nivel mundial. “En Honduras una mula vale más que un diputado”, afirmaba en los años ‘30 Samuel Zemurray, uno de los magnates bananeros norteamericanos que operaba en el país. La United Fruit ponía y sacaba gobernantes en casi toda Centroamérica, en Honduras le puso la banda presidencial a Tiburcio Carias, que gobernó durante 16 años, y propuso la construcción de un ferrocarril desde la costa atlántica a la capital, Tegucigalpa. A cambio, por cada kilómetro de línea férrea la empresa exigía diez hectáreas de tierras. La construcción serpenteó por los plantíos de la costa atlántica, pero jamás se acercó a Tegucigalpa, y las tierras quedaron en manos de la transnacional.
Al mismo tiempo en Honduras se fortaleció un sector social, política y económicamente dominante vinculado al capital transnacional y a los enclaves bananeros. Durante fines del siglo XIX y principios del XX esto se tradujo en disputas agudas por el control del Estado como fuente de privilegios y vía de conexión con el capital transnacional. Aunque luego surgiría un sector de la burguesía vinculado a la exportación de café y otros productos, el hecho de que las principales instituciones del Estado se formaran bajo la tutela directa del capital transnacional y la producción bananera, a menudo llevaron a la construcción de un Ejército y un aparato represivo desproporcionado para sofocar los constantes levantamientos que protagonizaban los peones agrícolas contra las injustas condiciones de vida impuestas por las transnacionales, en torno a las que se agrupaban las principales fracciones burguesas hondureñas, la del Partido Liberal y la del Partido Nacional. Uno de estos levantamientos lo iniciaron a principios de mayo de 1954 los trabajadores agrícolas bananeros, que se fueron a una huelga que, luego de una semana de iniciada, cubriría el país en un gran alzamiento que involucraría a casi la totalidad de los trabajadores del país, formando un movimiento social sin precedentes (en ciudades como El Progreso, los obreros agrícolas llegaron a formar un “pequeño gobierno”, que el novelista Ramón Amaya Amador bautizara como la “Comuna de París en embrión” en su libro “Prisión Verde”).
Los golpes de Estado y las asonadas militares fueron el pan de cada día en Honduras, especialmente en las últimas dos décadas del siglo XIX y la mayor parte del siglo XX. Estas asonadas no podían desarrollarse independientemente de los grandes empresarios transnacionales, sino todo lo contrario: las propias compañías de capital imperialista financiaban los golpes y daban toda la asistencia logística para materializarlos [6].
Pero no sólo eso, sino que más tarde Honduras se convirtió en una verdadera base de operaciones del imperialismo norteamericano a nivel político, con muchas características que asemejan a este país a una colonia. En territorio hondureño, Estados Unidos tiene no sólo bases militares como Palmerola –complementadas en la región por las de Comalapa en El Salvador y las de Panamá–, sino que tiene un país completamente penetrado, dependiente por completo de la inversión norteamericana y con un TLC absolutamente favorable a los intereses imperialistas. Todo en el marco de haber sido históricamente un punto de apoyo de la política norteamericana para la región, especialmente desde los años ’70 y ’80, cuando desde Honduras se desplegaban distinto tipo de dispositivos logísticos y militares para combatir los levantamientos revolucionarios que vivía la región centroamericana.
En consonancia con lo anterior, luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en el marco de la llamada “Guerra Fría” sirvió como una de las bases de operaciones del imperialismo, para estrangular las revoluciones nicaragüense, salvadoreña y guatemalteca.
En este marco, con el golpe de Estado de junio de 2009, las viejas contradicciones de Honduras, olvidadas o desconocidas, saltaron nuevamente a la palestra de la política internacional.
2. El golpe como catalizador de las contradicciones estructurales de Honduras
Después de un año de gobierno caracterizado por políticas abiertamente antipopulares, pero en parte alentado por la crisis capitalista que comenzó en la segunda mitad de 2007, Manuel Zelaya inició un lento giro de la política pronorteamericana hacia una de alineamiento con el bloque regional del Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América (ALBA) encabezada por Hugo Chávez. Este giro se explica no por un giro ideológico de Zelaya, sino más bien por intereses económicos, relacionados con el petróleo barato que podía garantizarle Venezuela en el marco del convenio PETROCARIBE. Pero aquí la cuestión es que el alineamiento creciente con Chávez y el ALBA llevaron a Zelaya a tener crecientes roces con sectores de la burguesía hondureña (incluyendo su propio partido, el Partido Liberal), lo que se traducía en una relación política cada vez más inestable con el imperialismo norteamericano.
Entre finales de 2008 y principios de 2009, el ex presidente lanzó un decreto de aumento salarial, que combinado con la integración de Honduras al ALBA (cuando al principio solo formaba parte de PETROCARIBE), sirvieron para introducir más tensión a sus relaciones con importantes fracciones burguesas hondureñas, incluido al propio PL, con una tradición proimperialista abierta. Si bien algunos sectores burgueses al inicio lo venían apoyando porque se beneficiaban de los acuerdos con Chávez y su convenio con PETROCARIBE, la debilidad estructural de la burguesía hondureña-dependiente económicamente y sometida políticamente- tras la fuerte presión del imperialismo yanqui, alineó a casi todas las facciones burguesas contra Zelaya. Esto explica que, aunque prácticamente todos los parlamentarios habían votado un año antes en el Congreso el ingreso de Honduras al ALBA y a PETROCARIBE, por la injerencia y presión norteamericanas hayan dado un giro brusco y decidieran derrocarlo. De esta manera, Zelaya se quedó prácticamente solo, –con el apoyo de su gabinete– recostado sobre el movimiento de masas para enfrentar al presidente de facto Roberto Micheletti.
El detonante inmediato del golpe de Estado del 28 de junio fue el intento de Zelaya de realizar ese día un referéndum, donde le pedía a la población la aprobación para colocar una cuarta urna en las elecciones del 29 de noviembre; donde la gente votaría a favor o en contra de la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Esta situación agregó más tensión dentro de la clase dominante, y también causó nerviosismo a Estados Unidos, preocupado por el giro populista del mandatario hondureño; y al igual que en otros episodios de la historia centroamericana, los sectores más duros de la burguesía hondureña, representados en el Partido Nacional (PN) y la mayoría del PL, en conjunto con el imperialismo norteamericano, se decidieron a intervenir [7].
Si bien al comienzo la política de Barack Obama fue buscar distanciarse del golpe al decir que “no fue legal”, y que fue incentivado por sectores del establishment de Estados Unidos –lo que llevó a muchos gobiernos de la región, incluyendo al propio Chávez, a decir que si se presionaba a Obama se podría restablecer a Zelaya–, la verdad es que la resultante de la política norteamericana fue la legitimación del golpe. Es que casi toda la política de Estados Unidos y la burguesía hondureña, a diferencia de los golpes militares auspiciados por el imperialismo en los ’70 –que respondieron a ascensos en la actividad del movimiento obrero y de masas (como en Argentina en el ’76 o Chile en el ’73) y que conllevaron la anulación del Parlamento y otras instituciones del régimen burgués– obedeció a una maniobra preventiva [8], que combinó la acción de las distintas instituciones burguesas para respaldar al Ejército. Es así como se entiende que el Parlamento hondureño llegara a falsificar la firma del derrocado Zelaya en una carta donde éste supuestamente renunciaba al cargo de presidente de la República; o cómo la Corte Suprema de Justicia llegó a establecer criterios sobre si restituir o no a Zelaya, dictando incluso órdenes de captura internacional después de haber sido expulsado a Costa Rica.
En resumen, el golpe de Estado terminó de reflejar cómo disputa Estados Unidos su influencia sobre el conjunto de la región frente a los bloques o “competidores” regionales latinoamericanos. Desde luego, antes, durante y después del golpe se combinaron formas duras de dominio con formas “democráticas” por parte de la fracción más proimperialista de la burguesía (representada por Roberto Micheletti y sus seguidores) para sostener a la dictadura. La mejor muestra de esa combinación entre formas duras (golpe militar y represión masiva o selectiva según las circunstancias) de dominio y formas “democráticas” quedó al descubierto con la mediación de Óscar Arias, y la apuesta tanto de los golpistas como del imperialismo a las elecciones fraudulentas del 29 de noviembre. Todo esto ayudó a consolidar a todos los autores del golpe, debilitar el movimiento de masas y garantizar la perdurabilidad del régimen surgido de los acontecimientos del 28 de junio.
3. El golpe en Honduras, su impacto regional y la política de Washington para legitimarlo
Es evidente que el asentamiento del golpe en Honduras, luego de las fraudulentas elecciones que legitimaron a uno de los hijos del gobierno de facto, Porfirio Lobo, tendrá sus consecuencias a nivel regional, sirviendo de envalentonamiento a posibles nuevas tentativas tal como mostraron los supuestos movimientos militares en Paraguay, donde la estructura militar stroesnerista no ha sufrido grandes cambios. Esto no sólo reposiciona al imperialismo norteamericano en la región sino que envalentona a una derecha política que resurge sustentada en clases medias derechizadas, que pujan por restablecer una correlación de fuerzas diferente, incluso, para desplazar a los gobiernos que denominamos “posneoliberales” o “progresistas” en la región. Obama realinea sus fuerzas en América Latina, tradicional área de influencia, en el marco de la crisis económica capitalista y luego de años de “descuido”, que permitieron la emergencia de gobiernos nacionalistas y frentepopulistas, así como la penetración económica y política de agentes europeos y asiáticos. El abierto apoyo del gobierno yanqui al golpe militar en Honduras y de sus iniciativas políticas, que buscan frenar en toda la línea el avance del “populismo” en Centroamérica, así como el reposicionamiento militar en Colombia a través del acuerdo militar y amplias posibilidades de acción en siete bases militares, son la concreción de este giro reaccionario del gobierno “de la esperanza” de Barack Obama.
Es así que la consolidación y legitimización del golpe de Estado es la expresión de una creciente polarización regional y del fortalecimiento en los últimos años de una derecha a nivel continental, que representa poderosos intereses económicos de la industria y el agro, que ya se había puesto de relieve en el intento de golpe de Estado en Venezuela de 2002, en el enfrentamiento de la oligarquía de Santa Cruz contra el gobierno de Evo Morales; y en otras circunstancias menos claras como en Guatemala. En la propia Venezuela, el realineamiento internacional se hizo sentir hacia su interior, donde una derecha que se encuentra a la defensiva tomó aire liderando un movimiento de opinión que vio en la ofensiva de los golpistas en Honduras nuevas esperanzas continentales. En países como Perú, se expresó como un corrimiento más a la derecha del gobierno de Alan García, con un movimiento de masas cada vez más en la resistencia.
Las burguesías necesitan gobiernos y políticas económicas más funcionales a sus intereses, con gobiernos en condiciones de contener a las masas y descargar los paquetes de ajuste y austeridad que se verán obligados a aplicar. Frente a la creciente presencia del chavismo en la región y sus intentos de penetrar en Centroamérica, el programa del imperialismo es, en la práctica, contener esta extensión del “populismo”, instalar “personal propio” al frente de los gobiernos que responda a los intereses norteamericanos y disminuir los costos que significan los gestos populistas, el despilfarro del presupuesto estatal, el “mal reparto” según la necesidad de los empresarios, entre otras medidas.
En este marco, el golpe de Honduras, “legitimado” por elecciones fraudulentas, se inscribe en un cuadro regional donde sectores de las burguesías latinoamericanas no están dispuestos a que se les toque un centavo de sus rentas ni los privilegios garantizados por el Estado capitalista. En Centroamérica, ya habíamos visto, los intentos de la derecha nicaragüense –apoyada por la embajada norteamericana– de anular el triunfo del FSLN en las elecciones municipales de 2008 y, más recientemente, el intento de la derecha de Guatemala de aprovechar el crimen del abogado Rodrigo Rosemberg en un confuso episodio para destituir a Álvaro Colom. Pero la afirmación del golpe en Honduras intenta también imponer límites al gobierno de Funes en El Salvador, avisándole lo que le puede acontecer si coquetea con el chavismo (más allá de que este presidente haya anunciado su inclinación hacia las relaciones con el Brasil de Lula). En este sentido, no es casual que el golpe en Honduras haya despertado una gran discusión política entre las burguesías latinoamericanas, donde sus representantes más de derecha discuten que hay que introducir “correctivos” en las democracias para impedir la tentación de ir al populismo o la seducción de los “petrodólares” chavistas.
En consonancia con este clima continental, aunque en un comienzo el gobierno norteamericano se negaba a admitir el golpe de Estado y llamaba a “respetar la ley”, habló de rechazar al gobierno golpista y reconocer a Zelaya como presidente de Honduras, terminó –tal cual era la política norteamericana– legitimando a los golpistas vía las fraudulentas elecciones tras sacar a Zelaya lisa y llanamente de la escena política. Es que Obama nunca pudo ocultar que su gobierno, que también se oponía al plebiscito que pretendía realizar Zelaya, estaba al tanto de los planes de la burguesía hondureña de destituirlo. Fue público que funcionarios norteamericanos como Hugo Llorens, ex director de Asuntos Andinos del Consejo Nacional de Seguridad en Washington cuando sucedió el golpe contra Chávez en 2002, y embajador de Estados Unidos en Honduras, participaron en las reuniones secretas donde se discutieron los planes de golpe militar antes del secuestro de Zelaya y la autorización para que pasara por la base de Palmerola antes de ser conducido a Costa Rica. En la misma línea, un sector importante de legisladores norteamericanos hacía lobby para el recibimiento de los golpistas en Washington, recibiendo asesoramiento directo norteamericano en las posturas que presentara dentro del proceso de mediación de Costa Rica.
La política de Estados Unidos de ganar tiempo fue implementada a través de la Organización de Estados Americanos (OEA) y Óscar Arias, para abrir una negociación con los golpistas, desalentando el retorno de Zelaya a Honduras sin un acuerdo con el gobierno de Micheletti. La OEA se puso al frente de este plan, salió a condenar el golpe, no reconoció al gobierno de Micheletti y finalmente suspendió a Honduras del organismo, aplicando el artículo 21 de la Carta Democrática, siguiendo la orientación del imperialismo norteamericano de impulsar una salida consensuada con los que dieron el golpe. Aunque con un discurso duro, la OEA dejó correr en los hechos el golpe, evitó toda medida que llevara a un aislamiento categórico del gobierno golpista y se pronunció sólo por “revisar” las relaciones de cada país con Honduras.
Pasado el tiempo y durante todo el período anterior a las fraudulentas elecciones, la OEA, que tiene en su historial una larga lista de apoyo a gobiernos golpistas, además de ser el vehículo del sometimiento de las burguesías latinoamericanas al imperialismo, se llenó la boca hablando de democracia e instando a los golpistas a restablecer el orden democrático. Con el aval de la OEA, y el papel entreguista de Óscar Arias, el gobierno norteamericano se apareció el 28 de octubre en Tegucigalpa con Thomas Shannon a la cabeza, quien en ese momento era encargado para América Latina del Departamento de Estado, junto al secretario de Estado adjunto Craig Kelly, el asesor de la Casa Blanca para América Latina Dan Restrepo y el tristemente célebre embajador estadounidense en Tegucigalpa, Hugo Llorens, para intentar “buscar” una salida, que no era otra cosa que una nueva celada: hacer entrar a Zelaya en la gran maniobra norteamericana, en complicidad con los golpistas, apoyándose en sus ansias de pactar fuera lo que fuere.
Las declaraciones de Micheletti como su propia interpretación de lo negociado eran parte de un libreto preparado por Washington. Estas maniobras eran para el imperialismo un gesto necesario para normalizar las excelentes relaciones que mantiene con el empresariado, la elite política y los militares hondureños. Y la jugada le salió completa, realizándose unas descaradas elecciones para legitimar el golpe, con Porfirio Lobo en el palacio de gobierno.
El golpe de Estado en Honduras y su desarrollo en medio de maniobras “democráticas” y represivas demostró que el imperialismo norteamericano ha puesto todas las cartas sobre la mesa, en el sentido de hasta dónde está dispuesto a llegar con los sectores más duros de las semicoloniales burguesías latinoamericanas con tal de frenar las más mínimas reformas o concesiones. Pero a pesar de la maniobra exitosa del imperialismo norteamericano y los sectores burgueses agrupados tras Micheletti con el golpe de Estado, esto no quiere decir que los imperialistas y los sectores más derechizados de las burguesías centroamericanas y latinoamericanas apuesten como una regla a los golpes cívico-militares, sino que en todo momento dependerá de una mezcla de circunstancias, como la situación económica y la correlación de fuerzas dentro de las distintas instituciones burguesas.
4. La expresión de la resistencia de masas, su enfrentamiento a los golpistas y la política de Zelaya y los zelayistas
Cuando expulsaron a Zelaya, los golpistas no contaban con que entrara en escena un actor imprevisto y que complicó sus planes prolongando la crisis política hondureña: el amplio movimiento de resistencia de los trabajadores y el pueblo pobre. La resistencia del pueblo hondureño fue un proceso que llegó a desencadenar movilizaciones diarias desde que se inició el golpe y acciones en las principales ciudades del país. Esto fue muy significativo porque se desplegó un movimiento permanente en las calles que no permitió al gobierno golpista imponer la “normalidad”. En el interior del país también se vivió una situación muy politizada, donde comunidades que vienen de procesos de luchas por la defensa de sus tierras hace años, se incorporaron a la resistencia con sus propios métodos de lucha. Como parte de la resistencia, se sumaron con paro de labores, trabajadores de las empresas estatales como la ENEE (Energía Eléctrica) –que incluyó toma de las oficinas centrales durante varios días por reivindicaciones propias del sector-, el Servicio Nacional de Acueductos y Alcantarillados (SANAA), la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (HONDUTEL) y otras empresas del Estado cuyos empleados están afiliados a las tres centrales obreras que hay en el país.
Llegamos a ver que, luego de la fortaleza inicial que detentaba el gobierno de facto, sostenido por el conjunto de las instituciones del Estado hondureño, producto de las acciones crecientes de las masas, el régimen tendía a debilitarse. Incluso, luego de las violentas represiones y persecuciones, y la política de Zelaya de llevar todo a las negociaciones, las movilizaciones se mostraron fuertes luego de que se supiera que el presidente derrocado se encontraba en la embajada de Brasil.
Uno de los actores que jugó un rol dirigente en la resistencia contra el golpe fue el Frente Nacional de Resistencia contra el Golpe de Estado, que mantenía entre sus demandas la convocatoria a una Asamblea Constituyente, con el apoyo de las centrales obreras CGT, CUTH y CTH, organizaciones campesinas y populares como la Coordinadora Nacional de Resistencia Popular, de la que participan Vía Campesina, los pueblos originarios y otros movimientos sociales.
Micheletti buscó derrotar a la resistencia aumentando las medidas represivas. El gobierno de facto además de aplicar los toques de queda generales, los intensificó selectivamente en los barrios de mayor concentración de la resistencia. Allí, se llegó a enfrentar masivamente la entrada del Ejército a los barrios. Por el clima de impunidad reinante no se ha podido cuantificar hasta hoy el número de asesinatos, desaparecidos, detenidos y represiones, pero la resistencia se mantuvo en pie durante todo el período anterior a que se realizaran las fraudulentas elecciones.
Pero, ¿qué fue lo que impidió que un movimiento tan masivo, con gestas heroicas de por medio, no consiguiera derrotar el golpe? Hay una sola respuesta: la política de Zelaya y los zelayistas, que al frente de la resistencia, jugaron todo a la negociación. Las negociaciones generaron falsas expectativas entre el pueblo y favorecieron a los golpistas. Esto permitió mantener la unidad del frente interno de los golpistas, luego de las crecientes movilizaciones durante los primeros días del golpe. Ante el peligro de que la movilización diera un salto en su enfrentamiento contra el conjunto de las instituciones que se habían alineado detrás del golpe militar, la opción de la negociación apareció como la más adecuada para todas las partes. Es que no sólo la administración Obama quería evitar este escenario, sino también el mismo Manuel Zelaya, razón por la cual se terminó sometiendo al plan norteamericano.
La política de Zelaya, apoyada por Chávez y el bloque del ALBA, fue subordinarse a la estrategia norteamericana, esperando que Obama, para tratar de mostrar una política distinta a la que había tenido Bush para América Latina, presionara a los golpistas para que permitieran su vuelta a la presidencia. A cambio, Zelaya aceptó todas las condiciones impuestas en la Declaración de San José que sostendría el Diálogo de Guaymuras, incluida la renuncia a convocar una Asamblea Constituyente.
En vez de recurrir a la movilización de las masas para derrocar a los golpistas, la política de negociación de Zelaya se acentuaba, y así el 30 de octubre, Zelaya y Micheletti, a través de sus representantes volvieron y suscribieron el llamado Acuerdo San José/Tegucigalpa–Diálogo de Guaymuras, con el que se buscaba cerrar la crisis política abierta con el golpe cívico militar. Este acuerdo reaccionario significó la capitulación total de Zelaya a los objetivos del bando golpista, con el aval del gobierno de Obama. Entre otros puntos incluía: la conformación de un “gobierno de unidad y reconciliación nacional” integrado por los partidos políticos golpistas y organizaciones sociales que entraría en funciones el 5 de noviembre, el llamado “al pueblo hondureño para que participe pacíficamente en las próximas elecciones generales” , la instauración de una “Comisión de Verificación” para supervisar el cumplimiento del acuerdo y una “Comisión de la Verdad para esclarecer los hechos cometidos antes y después del 28 de junio”. En su segundo punto, el acuerdo hace explícita “la renuncia a convocar a una Asamblea Nacional Constituyente o reformar la Constitución en lo irreformable” [9] (es decir, en los cuatro artículos que componen el nudo del régimen oligárquico hondureño surgido después de la última dictadura), prohibiendo el llamado a una Asamblea Constituyente “de modo directo o indirecto, y renunciando también a promover o apoyar cualquier consulta popular con el fin de reformar la Constitución para permitir la reelección presidencial, modificar la forma de Gobierno o contravenir cualquiera de los artículos irreformables de nuestra Carta Fundamental” [10]. Es decir, una entrega que no era más que una celada para que el propio Zelaya cayera fácilmente en sus ansias negociadoras.
A esta política se sumó la dirección mayoritaria del Frente Nacional de Resistencia, que nunca tuvo la política de desarrollar una verdadera huelga general de masas y transformó la movilización popular en un instrumento de presión a favor de Zelaya en el marco de la negociación con los golpistas, con lo que contribuyó a que la movilización no pudiera dar un salto. Uno de sus dirigentes, Juan Barahona, al retirarse del Diálogo Guaymuras, cuando Zelaya renunció a la Constituyente, reconoció el derecho del presidente derrocado a hacer los compromisos que considerara necesarios, dejando en claro que no daba por concluida la experiencia con el diálogo. De esta manera, la dirección del Frente Nacional quiso hacer pasar como “victoria popular” lo que en realidad era el triunfo de la estrategia de Micheletti y del imperialismo. Por la vía de la negociación, la dirección zelayista del Frente Nacional entregó las banderas de lucha de la resistencia, que tenía como objetivo la derrota del golpe. Pero este resultado no era inevitable. Incluso, el dirigente sindical Carlos Reyes, que postulaba una candidatura independiente a la presidencia, se mantuvo especulando con que finalmente el gobierno de Micheletti aceptara algún compromiso y se pudiera dar por “restablecido” el “orden constitucional”; lo que en los hechos quiere decir que nunca tuvo una política decidida de organizar el boicot a las elecciones convocadas por el régimen para legitimar el golpe, sino que lo hizo cuando ya Zelaya había sido prácticamente derrotado. Tampoco tuvo esta política de boicot Unificación Democrática, más afín a la política de Zelaya.
Luego, sobrevino lo que ya eran habas contadas: el no cumplimiento del acuerdo de Micheletti, el apoyo abierto de Obama a los golpistas, las fraudulentas elecciones que terminaron con otro golpista en la presidencia, Porfirio Lobo. Hoy el régimen golpista se ha legitimado luego de las fraudulentas elecciones, camino al que se llegó producto de la política de Zelaya y los zelayistas.
5. La Declaración de San José y la entrada en escena de Óscar Arias
Casi inmediatamente después de los sucesos del Aeropuerto de Toncontín en Tegucigalpa el domingo 5 de julio, la alternativa de la diplomacia del imperialismo norteamericano y las burguesías de la región tomó el centro en la escena política.
En este marco, el Presidente de Costa Rica, Óscar Arias, a pedido de Hillary Clinton intervino como mediador estelar en el conflicto. Arias, un verdadero especialista en las salidas “democráticas” para imponer intereses burgueses e imperialistas, se convirtió a la postre en la columna vertebral de los planes de los golpistas y Estados Unidos, consistente en mantener el régimen surgido del 28 de junio, a la vez que legitimar el propio derrocamiento de Manuel Zelaya por medio de las elecciones presidenciales del 29 de noviembre.
Luego del golpe de Estado y la firma de la “Declaración de San José” en Tegucigalpa, se crearía una supuesta comisión verificadora, con un integrante de cada bando en disputa, así como dos observadores internacionales, todo con la intención de hacer más creíble la farsa, que bajo el disfraz democrático, solo perseguía mantener a los golpistas en el poder en el marco de un gobierno de “unidad nacional”, garantizarles amnistía por todos sus crímenes y negarle al tercer pueblo más pobre de Latinoamérica la posibilidad de materializar su aspiración de realizar una Asamblea Constituyente.
Pero a la vez que un escenario abiertamente desolador se presentaba en Honduras, una historia no muy distinta sucedía con Hugo Chávez y los países integrantes de su bloque, el ALBA. Es que más allá de las habladurías del líder venezolano respecto a la “trampa” que significaba la negociación, y más allá de sus ofensas verbales hacia Óscar Arias, lo cierto es que en los hechos terminó por entregarle en bandeja de plata a Hillary Clinton y a la administración de Obama las riendas de la crisis política hondureña.
Después de muchas idas y venidas, represión y negociación, las comisiones se sentaron de nuevo a dialogar; esta vez con los principales dirigentes del FNR, que habían exigido espacio en las mismas pues se habían convertido en parte del “proceso de cambio”. Finalmente, el 30 de octubre se firmó el pacto con los golpistas, donde el propio Zelaya aceptó que fueran la Corte Suprema de Justicia (que legalizó su derrocamiento) y el Parlamento (que falsificó su firma y una carta de renuncia) los que decidieran su restitución. Por supuesto, ninguna de estas instituciones daría el sí para que Zelaya regresara al poder, pues el pacto ya venía impregnado del veneno de la política de los golpistas y el imperialismo.
De acuerdo con el diario El País del Estado español, no sólo Zelaya sino sus propios asesores en la dirección del FNR fueron los encargados de autoliquidarse políticamente. Para este diario “Zelaya, atado de pies y manos en la Embajada de Brasil, vendido por sus propios negociadores que no supieron darse cuenta del acuerdo envenenado al que pusieron rúbrica, sólo pudo certificar dos derrotas. La del diálogo. Y, por extensión, la suya propia” [11].
En síntesis, más allá del uso exitoso que los golpistas dieron al diálogo y a la Declaración de San José, el régimen de Micheletti nunca estuvo amenazado de precipitarse hacia una caída revolucionaria. Como bien dice el citado diario del Estado español, “(…) el Gobierno golpista nunca dio la sensación de estar contra las cuerdas, ni siquiera cuando EE.UU. decidió anular los visados de sus integrantes e incluso deportar a una de las hijas de Micheletti (…)” [12]. Todo lo contrario, el gobierno de facto más bien usó la vía “democrática” y de la “concertación” para pasar a la ofensiva contra el propio movimiento de masas y sus organizaciones, más allá de que algunos dirigentes del FNR o el propio Zelaya corrieran a decir alegremente que el resultado de las elecciones del 29 de noviembre –con las cuales finalmente quedó bendecido el golpe– era una “victoria” para el pueblo.
6. La política de Chávez, Evo Morales y Lula
Si hay algo que se puso a prueba durante los acontecimientos hondureños, fue la política del chavismo. Aquí se pusieron sobre el tapete las enormes limitaciones e impotencia del chavismo, y en general del nacionalismo y el populismo, no sólo para llevar a nuestras naciones a la liberación nacional, como es su discurso, sino incluso para oponerse a los golpes de la derecha reaccionaria y a los avances del imperialismo. No hay que olvidar que fue Chávez quien en la reunión de Trinidad y Tobago presentó a Obama como un cambio de la política norteamericana, avalando la política de “buen vecino” que ensayaba la recién electa administración, una política que está al servicio de la continuidad de la agenda estratégica de Washington en la región.
A pesar de sus discursos antiimperialistas y sus movimientos diplomáticos iniciales, que se diferenciaron del resto de los países latinoamericanos, al final la verdadera política de Chávez ante el golpe de Honduras fue dejar la resolución de la crisis en manos del gobierno de Obama. Esto no tiene otra explicación que la negativa de los sectores “bolivarianos” a impulsar una movilización activa de masas contra el golpe en el continente, tomando en cuenta la influencia y simpatía continental con la que cuentan, sobre todo el propio Chávez y Evo Morales. Tras la movida del imperialismo de llevar adelante la negociación a través de Óscar Arias, Chávez permitió que se desarrollara dicha mediación, y sólo cuando era evidente que Micheletti no iba a hacer concesiones, salió a decir que el diálogo era un fracaso y a criticar a Hillary Clinton por negarse a definir el golpe de Estado como tal, exigiéndole a Obama que se pusiera al frente y que tome alguna medida contra los golpistas. Incluso el discurso de la teoría de los “dos Obamas”, acuñada por el chavismo, era expresión de esto, de que el presidente estadounidense estaba sometido al cerco de los halcones [13].
En síntesis, la política de Chávez y del bloque del ALBA no fue llamar a movilizar en toda América Latina, organizar el boicot económico al gobierno golpista y denunciar que la política imperialista fortalecía a Micheletti y a la derecha continental, legitimando futuros intentos de destituir gobiernos cuando ven amenazados sus intereses. Por el contrario, su política fue generar expectativas en que el gobierno de Obama podría haber significado un cambio favorable para la región en lugar de denunciar que, más allá de cambios formales, Obama defiende los intereses del imperialismo norteamericano y que era necesario desarrollar la movilización antiimperialista y en solidaridad con la lucha del pueblo hondureño.
La propia política de Zelaya, alineado con los países del ALBA, contribuyó sobremanera a la confianza en la política imperialista de Obama, sometiéndose a la salida diplomática de Estados Unidos, luego de fracasado el operativo de retorno del 5 de julio, y al ver que la situación podía quedar fuera de control. Acto seguido, todo el bloque del ALBA pasó a un segundo plano en el concierto regional por la vuelta de Zelaya, reinando una retirada incluso diplomática del propio Chávez y Evo Morales.
En este marco, entró en escena el presidente brasileño Lula da Silva. Los gobiernos aglutinados en el bloque del ALBA, liderados por Chávez, intentaban posicionarse como un actor de peso y así establecer una mejor correlación de fuerzas, de allí su incursión en la región centroamericana. La entrada en escena del presidente brasileño vino luego de que la administración norteamericana hiciera público que su aliado por excelencia en América Latina era el Brasil de Lula.
Tanto es así que según algunos medios, el plan de mediación de Arias surgió de un acuerdo entre Obama y Lula para neutralizar el peso de Chávez y mantener la estabilidad en la región. Se consensuó incluso que “Zelaya volvería pero no se quedaría” (Página/12, 26/07/2009). Esto expresaba la posición del gobierno de Obama, que coincidía con los golpistas en los objetivos pero no podía reivindicar la metodología del golpe. Por su parte, la intervención de Brasil en la crisis hondureña tiene que ver con sus propias aspiraciones a jugar un rol de liderazgo regional.
Cuando se conoció la noticia de la presencia de Zelaya en la embajada brasileña, Lula llamó con urgencia a que el derrocado hondureño se limitara a resguardarse en la sede diplomática y no hacer manifestaciones públicas. Sobrevinieron nuevas negociaciones, con las fechas de las elecciones encima, y todo quedó claro: la jugada norteamericana de hacer caer a Zelaya en una nueva emboscada, a la que se prestó rápidamente tal como veremos, aceptando todas las condiciones de los golpistas.
Lula se presentó como una garantía de estabilidad para Estados Unidos, le permitió ganar tiempo, facilitando a los norteamericanos legitimar el golpe mediante las fraudulentas elecciones. Más allá de la pose de “independiente”, el gobierno de Lula era parte de la misma trampa de la negociación que auspiciaba el gobierno de Obama para legitimar el golpe. Pero el “antiimperialista” de Chávez y todo su bloque del ALBA, quien ni siquiera supo establecer una línea de resistencia hacia el golpe, expresó su total fracaso, no digamos ya de cualquier lucha seria de liberación nacional de nuestros pueblos. En este sentido, los sucesos de Honduras han impactado sobre el ALBA –identificado con la retórica antiimperialista de Chávez– así como sobre proyectos como el UNASUR –donde se agrupan diversos sectores de la burguesía suramericana– el cual no logró acordar siquiera una posición común frente al golpe en su última cumbre extraordinaria y quedó agudamente dividido, con un clima regional crecientemente polarizado y una derrota “táctica” en sus hombros después de la escandalosa instalación de las siete bases militares estadounidenses en Colombia.
7. Las lecciones del golpe de Estado. ¿Cuál era la estrategia para vencer a los golpistas en Honduras?
El golpe de Estado en Honduras, que se consolidó finalmente a través de las elecciones del 29 de noviembre , deja lecciones muy valiosas para los revolucionarios. En primer lugar, deja como lección la necesidad de la más absoluta independencia de clase de los trabajadores y los oprimidos respecto de sus opresores, más allá de la fracción burguesa a la que pertenezcan estos explotadores. En segundo lugar, el respaldo y la legitimación del conjunto de las instituciones del régimen al golpe de Estado y el carácter de los acuerdos que firmó Zelaya con los golpistas, donde renunciaba a convocar a una Asamblea Constituyente, incluso con el carácter limitado con que pretendía realizarla el presidente derrocado, demuestran cómo, en los hechos, los derechos democráticos más elementales y las aspiraciones de cambio de las masas hondureñas iban a ser defraudadas por cualquiera de las fracciones burguesas.
Sólo una estrategia revolucionaria que desarrollara la movilización obrera, campesina y popular, organizando la huelga general y la autodefensa frente a la represión del Ejército y las fuerzas de seguridad, podía abrir la posibilidad de derrocar a Micheletti y reemplazarlo por un gobierno provisional de las organizaciones obreras y populares antigolpistas que convocara a una Asamblea Constituyente Revolucionaria. Una Asamblea Constituyente Revolucionaria que permitiera poner en discusión la organización del país, tomando en sus manos la resolución de las demandas de los campesinos sin tierra, mediante una profunda revolución agraria liquidando los residuos semifeudales y de servidumbre que prevalecen en el campo y abriendo la perspectiva de romper con la opresión imperialista histórica que ha sufrido el pueblo hondureño.
Es que, como se mencionaba líneas atrás, las distintas fracciones burguesas hondureñas –incluida la del propio Zelaya– nunca apostaron a una caída revolucionaria de los golpistas. En cambio, la apuesta del presidente derrocado se dirigió siempre a frenar las tendencias más radicalizadas de las masas, que desarrolladas y con una dirección clara, podrían haberse dirigido hacia la ruptura del régimen surgido en 1982 a la salida de la última dictadura. Los sucesos de Honduras no hacen sino demostrar que los trabajadores sólo pueden confiar en sus propias fuerzas y sus métodos para alcanzar la victoria. Ningún pacto ni negociación podía asegurar una victoria sobre los golpistas: solo una gran huelga general insurreccional podía garantizar la caída de Micheletti y sus amigos, pero para esto era necesario tener una política.
La huelga general debía organizarse conscientemente, en la perspectiva de soldar una alianza con los millares de trabajadores superexplotados de las maquilas, los peones rurales, los campesinos pobres y los sectores más empobrecidos de la sociedad hondureña. Los paros docentes, de trabajadores eléctricos, de acueductos y alcantarillados, de telecomunicaciones, universitarios, así como otros contingentes del sector público, debían unificarse en grandes jornadas de lucha y no en simples demostraciones de fuerza, desorganizadas y sin vinculación unas con otras, tal cual fue en los hechos la política de la dirección del FNR, que sacrificó todas estas posibilidades por la negociación. Pero una gran huelga general de los trabajadores de las características que señalamos, solo podía surgir por dos caminos: o que las masas y las principales organizaciones y centrales sindicales recibieran un llamado claro de sus dirigentes a una acción contundente y sincronizada para tirar abajo la dictadura, o bien, por medio de comités obreros y populares organizados por lugar de trabajo y estudio; que unieran desde la base a todos los trabajadores en el marco de grandes acciones de masas.
Sólo la más absoluta independencia de clase respecto de Zelaya y sus amigos “democráticos” podía conducir hacia una caída revolucionaria de Micheletti, Romeo Vázquez Velázquez y el régimen sostenido por los empresarios más acaudalados de Honduras.
La huelga general, como uno de los métodos centrales de la clase obrera para reducir al aislamiento y a la impotencia a sus enemigos de clase, debía impulsarse paralelamente a la construcción de milicias obreras y populares como órganos de autodefensa, que sirvieran no solo para proteger las vidas de los miles de integrantes de la resistencia e incluso asegurar el funcionamiento de los medios de comunicación antigolpistas, sino también en la perspectiva de dividir al Ejército –columna vertebral del régimen– y pasar de una situación defensiva a una ofensiva, asegurando el armamento general de la población e instaurando un gobierno provisional de las organizaciones obreras y populares que enfrentaron el golpe, ya derrocados los golpistas y hecho pedazos el régimen surgido en 1982.
Sólo con esta estrategia, combinada con la más amplia movilización de la clase obrera latinoamericana e internacional, se podía asegurar la caída de los asesinos agrupados tras Micheletti y las diez familias burguesas dueñas de Honduras, así como la instauración de un gobierno provisional de las organizaciones obreras y populares que convocase a una Asamblea Constituyente Revolucionaria, es decir, sobre la base de la demolición del viejo régimen de explotación. Por esta perspectiva luchamos los revolucionarios de la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional (FT-CI), es decir, por una verdadera estrategia obrera e independiente para que los trabajadores tomaran las riendas de su destino en sus propias manos, sentando un precedente para las derechas regionales y dejando un mojón importante para la clase obrera internacional, la única que puede ofrecer una salida progresiva a la debacle capitalista.
8. Perspectivas
A pesar de la “legitimación” del golpe, brindada por las fraudulentas elecciones del 29 de noviembre, la situación sigue siendo bastante inestable. Más allá de los golpes sufridos por el movimiento de masas hondureño, el régimen surgido de la dictadura de Micheletti –con Porfirio Lobo ahora a la cabeza– tiene que enfrentarse al descrédito de un amplio sector de la población que no lo eligió como “su” presidente, lo que puede volver, en un nuevo período, más inestable la situación política en el país centroamericano.
Por otra parte, es probable que la crisis económica que ya se había iniciado en ese país en 2007 –generando decenas de miles de despidos en la maquila y en otras ramas de la economía– [14], no revierta su curso, no sólo por la continuidad de la fragilidad de la situación económica mundial, sino porque el golpe significó un costo para la economía hondureña de conjunto. Algunas fuentes han asegurado que independientemente de los acuerdos por las alturas o el resultado de las elecciones “la economía de Honduras retrocedería y perdería parte del avance de los últimos 10 años (…)”, esto en el marco de que si ya era un país “que sufría los efectos de la recesión en Estados Unidos” [15], con el golpe estas dificultades no hicieron más que acrecentarse.
Porfirio Lobo asume con la labor de devolverle a Honduras la precaria estabilidad política de las últimas décadas, para lo que tiene grandes tareas pendientes, las cuales pasan por la necesidad (para los capitalistas) de propinar duros golpes reaccionarios a las organizaciones obreras y populares, al mismo tiempo que intenta disciplinarlas en el marco de un acomodamiento al régimen surgido del golpe, y que la oposición agrupada tras Zelaya, en base a las ilusiones, se canalice institucionalmente en las elecciones de 2014. Aunque este puede ser el curso que persigue la burguesía hondureña en sus distintas fracciones, habrá que ver hasta qué punto las penurias económicas relacionadas con la falta de empleo y el aumento galopante de la miseria, así como los ataques a la vanguardia del movimiento obrero y sindical, mantendrán impávidos al pueblo hondureño (especialmente a los sectores que enfrentaron el golpe) hasta el año 2014.
Más allá de que Porfirio Lobo goce del apoyo de todo el establishment hondureño y del imperialismo, estará asentado sobre bases precarias con respecto a sectores muy importantes del movimiento de masas que lo desconoce como “su” Presidente, por tanto nace deslegitimado, y con un importante sector de masas que podría salir a enfrentar sus medidas reaccionarias.
La dirección del FNR, abandonando toda perspectiva de lucha y movilización, ha anunciado que su acción central ya no se canalizará en las calles hondureñas sino que apostará a construir un movimiento político-social para las elecciones de 2014, construyendo, con Zelaya a la cabeza, un nuevo partido político. Desde la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional alertamos que quienes colaboraron para la victoria de Micheletti y la política imperialista serán los mismos que construirán una nueva organización que no será más que el reciclaje del sector más “patriótico” expulsado del Partido Liberal, por tanto, un nuevo engendro burgués –por más progresivo que se pinte– que no servirá para que los trabajadores se liberen de la opresión y la violencia. Por eso, una de las lecciones importantes a sacar de la lucha contra el golpe, es que en la pelea para derrotar todo intento reaccionario y en la lucha contra el imperialismo, solo los trabajadores y el pueblo pueden ir hasta el final, no así la burguesía en sus distintas variantes, por muy democráticas y antiimperialistas que se presenten ante los explotados. Por lo anterior, creemos que los trabajadores y el pueblo pobre hondureño deben organizarse independientemente de sus explotadores, sean estos golpistas como Micheletti y Porfirio Lobo o “democráticos” y “patrióticos” como Zelaya.
Una de las tareas centrales planteadas en la actualidad es la de sacar conclusiones revolucionarias de los últimos sucesos de Honduras, en la perspectiva de prepararnos para los combates futuros y luchar por la victoria de la clase obrera y los oprimidos en las acciones por venir.
Desde la Fracción Trotskista, estuvimos desde el momento del golpe en la primera fila de la campaña internacionalista por su derrota. Nos hicimos presentes en Honduras, transmitiendo y difundiendo los principales acontecimientos de la lucha y la resistencia contra el golpe, y en todos en los países donde existen nuestras organizaciones, impulsamos y participamos activamente en todas las iniciativas, actos y marchas contra los golpistas y su régimen.
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