A sólo un año de haber asumido la presidencia, poco queda de las ilusiones de “cambio” que había despertado el triunfo de Barack Obama: tanto en la agenda doméstica como en la política exterior, la tendencia que prima en su gobierno es la política del “business as usual” [1]. Esta gran desilusión se expresó en la derrota de los demócratas en las elecciones de Virginia, Nueva Jersey y Nueva York en noviembre de 2009 y sobre todo, en las elecciones especiales de Massachusetts –considerado el “estado más liberal de Estados Unidos”– realizadas en enero de 2010, en las que no sólo perdieron la “supermayoría” en el Senado, con la que impedían las maniobras republicanas para obstaculizar el tratamiento de las leyes, sino además una banca que por 47 años ocupó el fallecido senador Edward Kennedy.
El triunfo Scott Brown, un ignoto senador republicano en Massachusetts, puso de relieve el desgaste prematuro que sufre el gobierno de Obama y precipitó la primera crisis seria en las filas demócratas, ante la perspectiva impensada hace menos de un año, de que el partido republicano pueda capitalizar el descontento existente en amplios sectores de asalariados que forman parte de la llamada “clase media” baja norteamericana, y ganar las elecciones de medio término del próximo noviembre.
Más allá de las expectativas de cambio radical de los sectores progresistas, Obama no cambió en lo esencial la política de “keynesianismo neoliberal” con la que Bush y los gobiernos de las grandes potencias respondieron al estallido de la crisis económica, al contrario, extendió los rescates con fondos públicos a las instituciones financieras (consideradas “demasiado grandes para quebrar”) y a los grandes monopolios de la industria automotriz, que con toda obscenidad volvieron a registrar ganancias y a recompensar a sus directivos y gerentes de productos financieros con bonificaciones millonarias, en una situación de crisis social y desempleo persistente.
La estrategia del gobierno de Obama fue continuar la política ya ensayada por Bill Clinton y los “Nuevos Demócratas”, de perseguir una línea “centrista” y lograr un consenso con el partido republicano. Pero a pesar de haber cedido a la presión permanente de los conservadores –en temas tan variados como la reforma del plan de salud, la impunidad para los torturadores de la CIA o la demora del cierre de la cárcel de Guantánamo–, Obama no pudo neutralizar la oposición republicana que critica ferozmente su política y obstaculiza la votación de leyes que el gobierno considera esenciales.
El ejemplo quizás más patético de esta situación es el tratamiento de la reforma del sistema de salud. Aunque el plan de Obama distaba mucho de establecer un seguro universal de salud, en un país en el que la prestación privada excluye a unos 40 millones que no tienen ningún tipo de protección social, la sola inclusión de una cobertura mínima estatal para quienes no pudieran acceder a las aseguradoras privadas desató la sostenida oposición del partido republicano y de un sector no despreciable del partido demócrata –la llamada Blue Dog Coalition [2]–, fuertemente influidos por el lobby de las compañías privadas de salud y los grandes grupos farmacéuticos, que finalmente terminaron logrando sus objetivos. La ley que obtuvo media sanción en la Cámara de Representantes en noviembre de 2009, (y que después quedó en suspenso) borra definitivamente del plan la llamada “opción pública”, obliga a millones de personas a comprar planes de salud de baja cobertura a prestadores privados (quienes además recibirán subsidios del Estado), elimina la regulación estatal sobre la prestación de salud y dificulta la cobertura de la práctica de abortos, lo que constituye un ataque sin precedentes al derecho a decidir de las mujeres y una concesión intolerable a lo más rancio de la derecha religiosa. El proyecto incluye, además, un recorte en el programa Medicare para los ancianos, una demanda de los republicanos para reducir el abultadísimo déficit presupuestario y reordenar las prioridades hacia los gastos de defensa.
El partido republicano había salido muy golpeado de las elecciones de 2008 y su liderazgo se debatía entre mantener el perfil de extrema derecha, adoptado bajo la presidencia de Bush, o girar hacia una política más moderada y tolerante en cuestiones sociales. Aunque aún sigue con índices de aceptación bajos, la oposición a las políticas de Obama le dio un norte para tratar de recuperar, con un discurso populista de derecha, la base oscilante de los votantes independientes y los llamados “demócratas de Reagan”, sensibles a la propaganda conservadora sobre el exceso de gasto público e ideológicamente a la derecha de las políticas más liberales impulsadas por el ala progresista del partido demócrata. Para ese fin, el partido republicano ya parece haber definido como estrategia bloquear toda propuesta del ejecutivo, por lo que algunos medios ya lo llaman el “partido del no”.
Mientras el ala progresista de la coalición electoral de Obama está en crisis y se debate entre la decepción y la línea, cada vez más inviable, de ejercer presión interna para cambiar la agenda del gobierno, ha surgido un nuevo fenómeno político de derecha populista con una amplia base social, que abarca desde asalariados blancos hasta pequeños empresarios y que podría alterar la ecuación bipartidista de las próximas elecciones. Este movimiento populista de derecha, conocido como “Tea Party” [3] , salió a luz en abril de 2009 cuando movilizó decenas de miles de personas en las principales ciudades del país con un discurso “antiestablishment”, contra el aumento de los impuestos y el plan de rescate de los grandes bancos, alentado por dirigentes conservadores de dentro y fuera del partido republicano y la cadena Fox News. En septiembre volvió a organizar una protesta masiva, esta vez contra la reforma del sistema de salud. Aunque es heterogéneo, de conjunto reivindica el programa conservador clásico del “estado mínimo”, el libre mercado y la baja de impuestos.
Por el momento, el “Tea Party” ha contribuido a las victorias electorales del partido republicano y parece estar privilegiando el apoyo a su ala más conservadora, en la que milita la ex candidata a vicepresidente, Sarah Palin. Sin embargo, no está descartado que este movimiento busque una expresión electoral propia disputándole el espacio a los republicanos, reeditando un fenómeno similar a la emergencia de la candidatura de Ross Perot, el empresario texano que se presentó a elecciones como candidato independiente en 1992 y obtuvo casi el 20% de los votos.
“Recuperación estadística” y desempleo
En un panel del Foro Económico de Davos, el jefe de asesores de economía del gobierno de Obama, Lawrance Summers, dijo ante un auditorio compuesto de banqueros y empresarios, que Estados Unidos estaba experimentando “una recuperación estadística y una recesión humana” [4]. La economía norteamericana registró un crecimiento anualizado del 5,7% durante el último trimestre de 2009, antecedido por otro trimestre de crecimiento más modesto, que rondó el 2,2%. Sin embargo, la mayoría de los economistas coinciden en señalar que estos índices dan cuenta de una recuperación precaria, sostenida por la intervención gubernamental a través de los paquetes de estímulo y otros planes, como el programa para reemplazar los automóviles usados (conocido como “cash for clunkers”), y por la reposición de inventarios de las empresas, que compondría al menos el 60% del crecimiento del último trimestre de 2009. El indicio más claro del carácter débil de esta recuperación es que la tasa de desempleo se mantiene en un nivel cercano al 10%, lo que junto con el estancamiento de los salarios [5] y el repago de deuda de los consumidores, hace que la demanda se mantenga muy débil.
Si la recuperación es aún una cifra estadística con una significación poco clara para la economía real, la “recesión humana” vino para quedarse. Para junio de 2009, “el mercado de trabajo ya se encontraba en 8,8 millones de puestos por debajo de lo necesario para mantener el empleo en los niveles pre-recesión”, lo que transformó a la actual crisis en “la única recesión desde la Gran Depresión que canceló todo el crecimiento del empleo generado en el ciclo económico anterior (2000-2007)” [6].
A pesar de que la tasa del desempleo para el mes de enero de 2010 bajó apenas de los fatídicos dos dígitos y se ubicó en el 9,7% (alrededor de 14,8 millones de trabajadores desocupados), la dinámica del mercado de trabajo indica que la desocupación va a persistir en los próximos años, teniendo en cuenta que el 41,2% de los desocupados lleva más de seis meses sin empleo. Desde que se dio por comenzada oficialmente la recesión, en diciembre de 2007 hasta enero de 2010, se han perdido 8,4 millones de puestos de trabajo, lo que implica que “el mercado laboral comenzó 2010 con menos empleos que hace diez años, en enero de 2000, aunque la fuerza de trabajo ha crecido en alrededor de 11 millones de trabajadores desde entonces.” [7] Si se incluyen en las estadísticas los trabajadores desempleados que han dejado de buscar trabajo (2,3 millones) y los que están obligados a trabajar part-time (8,3 millones), el porcentaje de trabajadores con problemas de empleo asciende al 16,3% –unos 25,7 millones de personas– [8]. Estas cifras de desempleo también demuestran que la política de las grandes corporaciones es recuperar ganancias aumentando la productividad de los trabajadores empleados, sin recontratar a quienes han despedido, lo que incluye rebajas salariales y pérdidas de conquistas [9].
Esta situación de crisis social es más grave en el caso de los trabajadores afroamericanos e inmigrantes. Las cifras indican que la llegada de Obama a la presidencia no implicó ninguna mejora en la situación de estos sectores, históricamente vulnerables y marginados. Si a nivel nacional la tasa de desempleo para trabajadores blancos es del 9,0%, ésta asciende al 16,2% en el caso de los trabajadores afroamericanos y al 12,9% para los hispánicos [10].
Mientras los grandes banqueros se han beneficiado con la crisis económica, usando el dinero del rescate estatal para realizar jugosos negocios especulativos que están creando una nueva burbuja y le siguen pagando premios millonarios a sus ejecutivos [11], hay alrededor de 36 millones de norteamericanos que reciben cupones para alimentos y otros 18 millones que pasan hambre pero que, por su situación irregular, están fuera de los exiguos programas de asistencia estatal [12]. Esta situación explica el extendido descontento con la política doméstica de Obama que está en la base de las derrotas del partido demócrata, ya que, como dice el diario New York Times, “la mayoría de los norteamericanos no ven la recuperación. Lo que ven es el desempleo del 10% y la crisis del mercado inmobiliario. Vieron cómo el gobierno federal rescató bancos, financieras y automotrices, pero ellos se sienten a la deriva, todavía esperando la política enérgica hacia el empleo y la vivienda que Obama prometió en 2008” [13].
Los límites de la retórica “populista”
Ante este panorama, Obama decidió dar un giro retórico “populista” y transformar la creación de empleo en una prioridad de su gobierno, que se plasmó en su discurso sobre el Estado de la Unión de fines de enero, dedicado casi completamente a la agenda doméstica. De esa manera busca recuperar la base electoral entre los trabajadores y la clase media baja, que son los sectores más castigados por la crisis. Sin embargo, su plan está lejos de acercarse a una política de recuperación del empleo similar al New Deal, como esperan los sectores progresistas que buscan justificar su apoyo al gobierno: en el presupuesto que envió al Congreso, de 3,8 billones de dólares sólo 100.000 millones están dedicados de manera indirecta a resolver el problema del empleo, en particular, a medidas fiscales como: recorte de impuestos a pequeñas empresas que decidan incorporar nuevos trabajadores; asignación de fondos no utilizados (o devueltos por los grandes bancos) del programa TARP a bancos comerciales para extender el crédito a las empresas; extensión del seguro de desempleo; y giro de fondos a los estados virtualmente quebrados, como California, para evitar el despido masivo de empleados públicos. Esta suma incluye también algunos programas de obra pública y la promoción de empleos en energía alternativa.
La retórica “populista” no resiste las asignaciones presupuestarias de Obama, cuando se comparan los 100.000 millones para empleo contra más de 700.000 millones de dólares destinados a los gastos de defensa. Con la política guerrerista, el aumento del presupuesto del Pentágono para solventar la escalada militar en Afganistán es el principal ítem que explica el crecimiento del déficit fiscal previsto para 2010. Según una estimación del Congressional Research Service (CRS), “el costo de la guerra trepó de 20.000 millones de dólares en el año fiscal 2005 a más de 55.000 para el año 2009”. Teniendo en cuenta el incremento de tropas previsto, el presupuesto para la guerra de Afganistán en 2010 será “más de 100.000 millones de dólares, alrededor de cinco veces más que en 2005”. Si a esto se le suman los gastos en ayuda militar y civil a Pakistán y otros gastos relacionados con la ocupación de Afganistán, el costo mensual de la guerra será de alrededor de 8.000 millones de dólares en 2010 (comparado con 1.700 millones en 2005 y 4.600 millones en 2009) [14].
El otro elemento que marcó este supuesto “giro populista” fue la propuesta de reforma financiera, anunciada por Obama con un discurso encendido contra la “irresponsabilidad de Wall Street y los grandes bancos”, en el que los acusó de “haber puesto al país al borde de una segunda Gran Depresión”. Esta supuesta postura “anti Wall Street” resulta todavía más increíble: no cabe duda de que la administración demócrata gobierna al servicio de los intereses de los grandes monopolios y la oligarquía financiera. Tanto el Tesoro como el equipo económico y sus asesores están en manos de quienes han dirigido las finanzas durante las últimas décadas, y por lo tanto, son los responsables de las burbujas que llevaron al estallido de la crisis actual.
La reforma regulatoria del sistema financiero de Obama está basada en un plan ideado por Paul Volcker, el ex jefe de la Fed bajo Carter y Reagan que prolongó la peor recesión en décadas al subir las tasas de interés a principios de los ’80. La llamada “ley Volcker”, que inicialmente fue resistida por T. Geithner, limita el tamaño de los bancos (el tope sería el 10% del mercado nacional de depósitos) e impide a los bancos comerciales con depósitos asegurados, que son los que tienen acceso a la ayuda de emergencia de la Fed, tener fondos de inversión propios o hacer inversiones de riesgo (hedge funds, reventa de deuda, etc.) con los depósitos de sus clientes. Según Obama, de esta manera “nunca más los contribuyentes norteamericanos van a ser rehenes de bancos demasiado grandes para quebrar”. Sin embargo, estas medidas, junto con la propuesta de un impuesto a los bancos que recibieron fondos del paquete de rescate (que sólo permitiría recolectar 9.000 millones de dólares al año), de ninguna manera implica limitar el negocio especulativo ni retroceder de la enorme concentración bancaria que le siguió a la crisis financiera, por la cual los cuatro principales bancos, que se quedaron a precio de remate con las instituciones quebradas, controlan la mitad de los activos financieros [15]. Aunque algunos partidarios de medidas “keynesianas” creen ver en la reforma de Obama el espíritu de la ley Glass-Steagall [16], esta propuesta es muy limitada y además, sus aspectos más “regulatorios” serán limados en la discusión en el Congreso.
Como ocurre con la reforma del sistema de salud y otras políticas “centristas” del actual gobierno, la reforma financiera también deja descontentos a derecha e izquierda, ya que, más allá de la demagogia y de la protesta de Wall Street, como dice un columnista del diario Washington Post, “en la práctica significa tratar de reformar la industria financiera y a la vez evitar una batalla abierta con los banqueros. Como consecuencia, los que se inclinan hacia el populismo ven que Obama mima a Wall Street, mientras que los titanes de las finanzas lo ven como “anti-bancos” [17].
Deuda, déficit y ajuste fiscal
Los planes de rescate multimillonarios tuvieron como efecto detener las tendencias más catastróficas de la crisis y favorecer la concentración bancaria, al precio de aumentar considerablemente el déficit federal y la deuda del Estado norteamericano, que venía creciendo en los últimos años debido al recorte de impuestos concedido por Bush a los sectores más ricos de la sociedad y a la menor recaudación producto de la crisis. Los datos revelados en la propuesta de presupuesto que Obama envió al Congreso muestran que la economía norteamericana está en rojo, lo que está reavivando el debate al interior del establishment político y financiero, que está dividido entre quienes sostienen la necesidad de reducir el déficit y la deuda y los que, como el premio Nobel de economía, Paul Krugman, son partidarios incluso de aumentar el déficit para sostener los estímulos a la economía.
Hace poco más de un año, antes de incorporarse al gobierno, L. Summers solía repetir la pregunta “¿Por cuánto tiempo el mayor deudor del mundo podrá seguir siendo la mayor potencia mundial?” [18]. Esa preocupación se está generalizando. Si bien Estados Unidos mantiene el “privilegio exorbitante” de que su deuda está denominada en su propia moneda, lo que implica que tiene la capacidad de licuarla, para sectores cada vez más diversos que van desde el centro hasta la derecha del arco político, el peso del déficit presupuestario y de la deuda estatal, y el hecho de que gran parte de esta deuda esté en manos de inversores extranjeros –tanto privados como gubernamentales–, afectará inexorablemente la posición norteamericana en el mundo. Por ejemplo, para el historiador Niall Ferguson la deuda se ha transformado en la “principal amenaza para la seguridad nacional” al punto que si no se reduce y se equilibra el déficit presupuestario en los próximos 5 o 10 años, “existe un peligro muy real de que una crisis de la deuda lleve a un debilitamiento mayor del poderío norteamericano” ya que “lo que empieza como una explosión de la deuda termina con una reducción inexorable de los recursos militares” [19]. En el mismo sentido, en un artículo de la revista Foreign Affairs en el que se analiza el peso de la deuda, el déficit presupuestario y el rol del dólar, el autor afirma que “es sabido que los grandes déficits externos plantean un riesgo sustancial para la economía de Estados Unidos porque los inversores extranjeros podrían en determinado momento, negarse a financiar esos déficits en términos compatibles con la prosperidad norteamericana”. Para apoyar su afirmación, cita las proyecciones del Peterson Institute for International Economics, que entre otras cifras, prevé para el año 2030 una deuda externa neta de 50 billones de dólares el equivalente a un 140% del PBI”, por lo que Estados Unidos “estaría transfiriendo, anualmente, un 7% de toda su producción a acreedores extranjeros para pagar su deuda externa” [20].
Esta discusión tomó una gran actualidad con la presentación del presupuesto de Obama en el que se proyecta un déficit fiscal récord de 1,6 billones de dólares para 2010, que equivale al 11% del PBI (comparable a momentos de guerra como la Guerra Civil, la Primera y la Segunda Guerra Mundial), y de 1,3 billones para el año próximo [21]. Según las estimaciones de la Oficina de Presupuesto, no se espera una reducción significativa del déficit en los próximos 10 años y la disminución gradual depende de que la economía alcance un crecimiento sostenido alrededor del 4% a partir del año 2012.
Tanto la abultadísima deuda pública como el déficit presupuestario están siendo utilizados por los sectores más conservadores para fundamentar la necesidad de un recorte aún mayor de los gastos gubernamentales, excluyendo los gastos militares, a lo que Obama respondió positivamente con su plan de congelamiento del gasto público durante los próximos tres años –del que queda excluido el Pentágono y las agencias de seguridad nacional–. La base de este ahorro fiscal será el recorte de más de 100 programas sociales, mientras aumentan los recursos para la “guerra contra el terrorismo”.
El otro elemento que alarma a los estrategas del predominio imperialista de Estados Unidos es el déficit de la balanza comercial, que si bien se redujo alrededor del 50% durante 2009 (había llegado a 800.000 millones de dólares, equivalente al 6% del PBI en 2005), debido a la caída en las importaciones y a una mayor competitividad de Estados Unidos por la pérdida de valor del dólar frente a otras monedas, aún es muy elevado.
La reducción de este déficit es una de las prioridades del gobierno. Obama ya anunció que espera que la recuperación de la economía sea impulsada por las exportaciones y no por el consumo; rechazó que Estados Unidos vuelva a jugar el rol de “consumidor en última instancia” y empezó a ejercer una presión sostenida para que China permita revaluar su moneda y oriente su crecimiento económico hacia el mercado interno.
El objetivo del imperialismo norteamericano será mantener la competitividad de su economía, lo que augura una profundización de roces y políticas más agresivas para evitar devaluaciones competitivas de otras monedas, y en perspectiva plantea la posibilidad de medidas proteccionistas. Las crecientes disputas comerciales con China parecen estar anticipando este escenario.
Afganistán y la “Doctrina Obama”
Si la guerra de Irak definió la presidencia de Bush, la guerra de Afganistán y su extensión a Pakistán será el sello de la política exterior de la presidencia de Obama.
Los planes de Obama para resolver los conflictos inconclusos de Bush son terminar de consolidar un gobierno mínimamente estable en Irak; encontrar una solución política a la ocupación de Afganistán con el objetivo de impedir que retomen el control del gobierno grupos hostiles a Estados Unidos; y limitar la influencia regional de grupos islamistas radicales, que podrían transformarse en un factor de poder en otros países, principalmente en Pakistán y las repúblicas caucásicas de Uzbekistán y Kirguistán donde en los últimos años han surgido grupos que comparten la estrategia de los talibán de establecer estados islámicos.
Para alcanzar estos objetivos, la estrategia es ir retirando las tropas de Irak, donde actualmente hay aún 120.000 soldados, para concentrar el esfuerzo militar y los recursos en Afganistán y lograr estabilizar, a fuerza de bombardeos, regímenes pronorteamericanos en una zona que cobró importancia geoestratégica para los intereses de Estados Unidos [22]. De esta manera, Obama intenta evitar la posible pesadilla de una derrota en Afganistán, lo que implicaría un debilitamiento aún mayor del poderío imperialista, aunque al precio de comprometer, junto con la guerra de Irak y el conflicto potencial con Irán, los recursos militares y diplomáticos norteamericanos.
En menos de un año, el presidente Barack Obama multiplicó las tropas y el costo de la ocupación norteamericana de Afganistán: de 38.000 soldados norteamericanos que había al momento de su triunfo electoral, pasarán a más de 100.000 durante los primeros meses de 2010, además de los 39.000 soldados de la OTAN, a los que se sumarán otros 7.000, y unos 10.000 mercenarios de empresas privadas a las que el Pentágono terceriza operaciones encubiertas y de seguridad (interrogadores y guardias, entre otros) [23].
Para justificar esta nueva escalada como una “guerra necesaria” [24], Obama recurrió a una retórica muy familiar en el discurso de Bush: los atentados del 11S y el peligro que representaría Al Qaeda para el mundo occidental. Esta política de Obama de continuar con la “guerra contra el terrorismo” se profundizó con el frustrado atentado en un vuelo que se dirigía a Detroit en la navidad de 2009. La supuesta conexión entre el atacante y la red Al Qaeda abrió de hecho un tercer frente de guerra en Yemen, donde Estados Unidos ya venía llevando adelante operaciones militares encubiertas, en acuerdo con el gobierno local.
Sin embargo, según los informes de inteligencia que maneja el gobierno, la presencia de Al Qaeda en territorio afgano se limita a no más de 100 miembros, por lo que el verdadero peligro al que intenta responder Obama es a la creciente resistencia nacionalista, basada fundamentalmente en la etnia pastún.
Desde el año 2006, los talibán y otras milicias que enfrentan al gobierno títere de Karzai y a la ocupación extranjera, vienen recuperando su capacidad de combate. Como resultado, las tropas de la OTAN han perdido el control de aproximadamente el 80% del territorio. Según el periodista pakistaní A. Rashid, “más de la mitad de las 34 provincias se transformaron en áreas inaccesibles para los funcionarios del gobierno afgano, para los trabajadores de las agencias de ayuda extranjera e incluso para las fuerzas de la OTAN, a las que sus gobiernos no les permiten combatir contra los talibán. Por primera vez desde que perdieron el gobierno, las talibán salieron de su base tradicional de poder de la etnia pastún en el sur, desplegando guerrillas en el norte y en el oeste durante 2009” [25].
El deterioro de la ocupación militar de Afganistán fue expuesto con crudeza por el Gral. McChrystal en un informe reservado de fines de agosto de 2009. Este documento fue el fundamento para que el comandante de las tropas norteamericanas y de la OTAN solicitara un número de refuerzos adicionales que iba de los 40.000 a los 80.000 soldados. En este informe, muy crítico de la conducción política de la guerra, McChrystal plantea las dificultades que encuentra la misión de la OTAN (ISAF) para pelear una guerra de contrainsurgencia, sin tener prácticamente ningún apoyo local.
Ante esta situación de crisis, salieron a la luz las diferencias entre distintas agencias del gobierno norteamericano. Por un lado, se expresó un sector, encabezado por el vicepresidente Joe Biden, que presentó una estrategia militar basada fundamentalmente en las operaciones aéreas de la OTAN en Afganistán y Pakistán, sin incrementar el número de tropas, para concentrar la política imperialista en cuestiones más estratégicas, como evitar el fortalecimiento de Rusia. Por otro, el Pentágono y los jefes militares que cerraron filas tras el plan de McChrystal de librar una guerra de contrainsurgencia contra los talibán y otras milicias antinorteamericanas, basada en un incremento cualitativo de las fuerzas de combate de Estados Unidos.
Obama optó por una salida intermedia con objetivos acotados a “degradar” a los talibán, una manera elegante de admitir que es imposible derrotarlos en forma definitiva. Como plantea Rashid, “Según la actual estrategia norteamericana, las tropas de Estados Unidos tienen que debilitar a los talibán antes de negociar con ellos”, y para eso, “el Gral. McChrystal cuenta con un fondo especial de 1.500 millones de dólares para darles incentivos y otras formas de apoyo a los talibán que decidan deponer las armas” [26]. Los aliados europeos y de la OTAN adhirieron a esta combinación de “surge” y compra masiva de los talibán como la mejor salida para la guerra en la conferencia internacional sobre Afganistán, realizada en Londres a fines de enero de 2010, en la que se resolvió crear una fondo “para la reconciliación” que podría llegar a los 500.000 millones de dólares, a pesar de la gran desconfianza en el gobierno de Karzai.
Esta estrategia de debilitar militarmente para cooptar se complementa con el fortalecimiento del gobierno de Karzai y de las fuerzas de seguridad afganas –a las que deberían incorporarse los talibán desertores– para poder traspasarle el control de la seguridad en algún momento a partir de junio de 2011.
Debido a la creciente impopularidad de la guerra entre la población norteamericana, Obama presentó este mayor compromiso de Estados Unidos en Afganistán como si fuera en verdad una estrategia de salida, estableciendo un plazo de 18 meses (junio de 2011) para comenzar el retiro de las tropas. Esto fue muy criticado por los republicanos que consideran que los talibán simplemente esperarán la partida de las tropas para relanzar su ofensiva. Pero la fecha de vencimiento para la operación militar sólo es demagogia para tratar de mantener el apoyo de los votantes demócratas. El gobierno se encargó de aclarar que de ninguna manera hay plazo para el retiro de las tropas, lo que dependerá de si se ha logrado estabilizar la situación del país.
El plan militar consiste en reconcentrar las fuerzas de la OTAN, que se encuentran dispersas en puntos lejanos de la amplia geografía del país, en las principales ciudades del sur, que son bastiones de los talibán y de la etnia pastún. Como en las operaciones de contrainsurgencia en Irak, en las que McChrystal jugó un rol central [27], el objetivo será el control de la población civil y el aterrorizamiento como método para obtener información de inteligencia que permita localizar a los talibán. La ofensiva conjunta de las tropas imperialistas y el ejército afgano para retomar el control de Marja [28], en la provincia de Helmand, es el primer experimento de esta nueva fase de la guerra.
El otro aspecto importante del plan es la “afganización” de la guerra para que, de forma progresiva, las fuerzas de seguridad locales comiencen a encargarse de las tareas de contrainsurgencia. Para esto, el plan de Obama es que para el año 2011, cuando tiene pensado comenzar a retirar las tropas, el ejército afgano pase de los 90.000 efectivos con que cuenta actualmente a 240.000, y la policía aumente sus efectivos de 93.000 a 160.000.
Las contradicciones del “surge” afgano
A pesar de no reconocerlo públicamente, la política de Obama pretende imitar la implementada por Bush en Irak en 2007, conocida como “surge”, que ante la falta de una victoria contundente fue considerada un “éxito” para limitar los ataques y las bajas entre los soldados estadounidenses. Sin embargo, el “éxito” del surge se debió a una combinación de factores, entre los que el incremento de las tropas norteamericanas fue sólo un elemento.
El gobierno de Bush sostuvo una negociación extraoficial con el régimen iraní que disciplinó las fracciones shiitas y desactivó la guerra civil que había estallado entre el partido Dawa del presidente Al Maliki y el Consejo Supremo de la Revolución Iraquí, por un lado, con las milicias del clérigo radical Al Sadr, por otro.
Los jefes sunitas de la provincia de Anbar, acorralados entre la derrota en la guerra civil a manos de la mayoría shiita y la acción de grupos islámicos extremistas que atentaban contra sus objetivos nacionalistas, terminaron negociando con las tropas norteamericanas a cambio de importantes sumas de dinero y de la promesa de Estados Unidos de integrarlos al Estado, dominado por los shiitas. Así los grupos sunitas fundaron el movimiento conocido como “Despertar” y pasaron a colaborar con las tropas de ocupación para detener los ataques contra los soldados norteamericanos y mantener el orden entre la población.
De esta manera, disminuyeron cualitativamente los ataques contra las tropas de la coalición, y en menor medida la cantidad de atentados, y se abrió una negociación con el gobierno iraquí de Al Maliki para un calendario de retirada de las tropas norteamericanas, que se replegarían a sus bases para agosto de 2010 dejando en manos de las fuerzas locales la seguridad del país.
Esta política, presentada como un logro imperialista, está lejos de haber estabilizado la situación en Irak. Siguen los enfrentamientos entre sunitas, kurdos y shiitas por las cuotas de poder dentro del aparato del Estado, hegemonizado por los partidos shiitas, como se pudo ver en la tensa disputa por las próximas elecciones postergadas para marzo de 2010, en las que la oficina de “desbaasificación” proscribió a los candidatos sunitas. Estas pujas entre las distintas fracciones y etnias van acompañadas, por lo general, de un resurgimiento de atentados y otros hechos de violencia, principalmente dirigidos a blancos civiles, que probablemente recrudezcan con el retiro de las tropas norteamericanas.
Pero comparado con el “surge” de Bush, el plan de Obama para Afganistán presenta aún más dificultades, y la mayoría de los analistas militares y de la política internacional ya anunciaron su fracaso. La nueva estrategia es una ampliación de la que Obama viene implementando desde marzo de 2009, cuando decidió el envío de 21.000 soldados adicionales, más otros 4.000 efectivos en concepto de “apoyo” a las tropas de combate. Sin embargo, esta escalada tuvo un efecto inverso al buscado, los ataques contra las tropas de la OTAN recrudecieron al punto que el año 2009 con 520 soldados caídos es, hasta el momento, el de mayor número de bajas para las tropas imperialistas desde que comenzó la guerra en octubre de 2001.
La estrategia de Obama se apoya en gran medida, en el rol que pueda jugar el gobierno afgano pero éste es completamente ilegítimo y corrupto, repudiado por la gran mayoría de la población. Karzai consiguió un segundo mandato por medio de un fraude escandaloso en las elecciones de agosto de 2009 y gobernará con el apoyo de las tropas de ocupación y en acuerdo con los antiguos “señores de la guerra”, a los que le prometió puestos ministeriales a cambio de tenerlos de su lado durante la campaña electoral. Entre ellos se encuentra Rashid Dostum, líder de la fracción uzbeka de la Alianza Norte, acusado de cometer las peores atrocidades durante la guerra civil.
Los estrategas norteamericanos esperan poder contar con el apoyo de las milicias afganas que enfrentan a los talibán en algunas zonas del país. En ese sentido, trascendió que la tribu Shinwari –compuesta por unos 400.000 afganos de la etnia pastún– cerraron un trato con las fuerzas de la OTAN y a cambio de una suma millonaria, se comprometieron a apoyar al gobierno de Karzai y a combatir a los talibán en los seis distritos donde se encuentran [29]. Sin embargo, no hay indicios ciertos de que exista una organización afgana similar al movimiento sunita iraquí “Despertar”.
A diferencia del accionar de Al Qaeda en Irak, la dirección de los talibán, refugiada en la ciudad de Quetta en Pakistán, “se considera que es el grupo más interesado en gobernar Afganistán y no meramente en combatir tropas internacionales y crear terror”. Los talibán parecen también haber llenado el vacío ante la defección del gobierno de Karzai, cuya alicaída autoridad no va más allá de Kabul. Según un informe, “desarrollaron gobiernos en la sombra en 33 de las 34 provincias afganas (…) establecieron comités para los grupos de ayuda humanitaria (…) y en las provincias remotas sus esfuerzos tuvieron el efecto de reforzar la imagen de un gobierno central ausente (o un gobierno presente pero corrupto). Esto no está ocurriendo sólo en el sur, el bastión tradicional de los talibán, sino también en el norte, en provincias anteriormente libres de la influencia talibán como Kunduz” [30]. Una combinación de elementos que van desde el odio a la ocupación extranjera y al gobierno de Karzai hasta la necesidad de protección ante los ataques de la OTAN o de otras milicias, hace que sectores de la población vean a los talibán como un mal menor, a pesar de su carácter profundamente reaccionario.
Quizás por esto Obama introdujo un cambio en la estrategia de McChrystal que pasó de “derrotar” a “degradar” a los talibán, por lo que el “surge” militar tiene por objetivo mejorar la relación de fuerzas de las tropas de ocupación para lograr que se pasen de bando combatientes de bajo rango de los talibán moderados, y ofrecerles a cambio un empleo y una estrategia de “reinserción” en la vida social [31]. Este aspecto político de la estrategia militar parece muy difícil de implementar: el gobierno de Karzai no tiene base social propia, por lo que no parece factible que sin la presencia norteamericana pueda incorporar grupos de los talibán en el gobierno y evitar, a la vez, que esta sea la vía para el retorno de los talibán al poder.
El plan de transferir la seguridad al ejército afgano presenta serias dificultades, además de la ilegitimidad y la debilidad del gobierno central. La más importante es que está compuesto mayoritariamente por tayikos, que aunque representan el 25% de la población, constituyen el 41% de las tropas entrenadas y comandan alrededor del 70% de los batallones del ejército. Mientras que la etnia pastún compone el 42% de la población, está prácticamente excluida del ejército. Existe un problema adicional y es que, aunque aumentó el reclutamiento en este sector, este facilita también la infiltración de los talibán en el aparato estatal.
Los blancos fundamentales de la escalada militar de Obama son las provincias de Helmand y Kandahar, donde se concentra la mayoría pastún y donde los talibán tienen mayor influencia, lo que podría profundizar la dinámica de la guerra civil entre la Alianza del Norte, hegemonizada por los tayikos y los talibán, que fueron los principales contendientes de la guerra civil de comienzos de la década de 1990.
El otro gran obstáculo que señalan los analistas militares es la alta tasa de corrupción y deserción que se registra en el ejército local. Según el Departamento de Defensa norteamericano, entre septiembre de 2008 y septiembre de 2009, uno de cada cuatro soldados que se habían incorporado al ejército lo abandonaron y si se consideran quienes no se vuelven a inscribir luego del primer año, esa tasa supera el 30%.
Aunque Obama intentará involucrar lo más posible a Pakistán en su guerra contra los talibán, y hay indicios ciertos que Arabia Saudita mantuvo durante 2009 un contacto fluido con los talibán, no existe todavía para Estados Unidos un “socio externo” que pueda jugar, aún con sus contradicciones y al precio de aumentar su peso regional, el rol que jugó Irán para estabilizar Irak. El ejército y los servicios secretos pakistaníes tienen profundos lazos con los talibán afganos desde los años en que los entrenaban para combatir a las tropas soviéticas. Además, la etnia pastún se extiende desde el sur de Afganistán hacia las zonas tribales de Pakistán, donde existe una importante solidaridad con los talibán afganos, que se refugian en Quetta y otras ciudades pakistaníes.
Afganistán y el síndrome de la guerra inganable
En su discurso en West Point, Obama pretendió presentar la guerra en Afganistán como una guerra legítima, que a diferencia de la guerra de Irak (y la de Vietnam), estaría conducida no por Estados Unidos, sino por una “coalición de 43 países”. Sin embargo, desde el punto de vista militar el peso de la guerra cae exclusivamente sobre Estados Unidos. De esos 43 países “sólo nueve tienen más de 1.000 efectivos”, mientras que muchos tienen misiones de no más de 10 militares. De los países presentes “sólo Gran Bretaña, Canadá y Francia aportan fuerzas significativas dispuestas a conducir operaciones militares ofensivas convencionales. Eso lleva la contribución de tropas de la coalición a aproximadamente 17.000 soldados. La mayoría de los otros 38 ‘socios’ tienen reglas estrictas que les prohíben hacer cualquier cosa realmente peligrosa” [32].
Desde el punto de vista político, los países de la Unión Europea fueron perdiendo el interés de seguir comprometiendo más recursos en una guerra que se ha vuelto altamente impopular entre sus poblaciones. Las cifras de la oposición a la guerra en Afganistán oscilan entre el 60 y el 85% en países como Francia, Alemania y Gran Bretaña, que aportan los principales contingentes de combate en Afganistán [33]. Esta oposición se incrementa con las bajas en las tropas y también con las muertes de civiles como consecuencia de los ataques de las fuerzas de ocupación [34]. Los gobiernos europeos mantienen su contribución a la misión de la OTAN –que aportará unos 7.000 soldados adicionales y han renovado su apoyo a la “guerra de Obama”, pero hasta el momento no han comprometido nuevos recursos militares, a excepción de Gran Bretaña que enviará 500 soldados adicionales, prefiriendo una solución “multilateral” para una salida política en Afganistán, basada esencialmente en la “reconciliación” y la compra de los talibán moderados, ante la crisis de la solución militar al conflicto.
Con la profundización de la guerra en Afganistán, Obama parece repetir la historia de otros presidentes demócratas que, acosados por la crítica republicana de ser débiles para el uso de la fuerza en defensa del poderío y los intereses nacionales de Estados Unidos, tienden a ser más guerreristas que los propios republicanos. El ejemplo más cercano que viene a la memoria es el del presidente Lyndon Johnson, quien ganó las elecciones en 1964 con la promesa de perseguir una política exterior pacifista y reflotar una suerte de New Deal con su plan de la “Great Society”, y terminó decidiendo la mayor escalada militar en Vietnam, con el envío de decenas de miles de soldados, y siendo responsable de la masacre de aproximadamente un millón de vietnamitas [35].
La perspectiva de un compromiso aún mayor de Estados Unidos, que de hecho está peleando una guerra civil contra los talibán, hace prácticamente inevitable la comparación de la guerra de Afganistán con la guerra de Vietnam, a tal punto que hasta el propio Obama tuvo que tratar de refutar esta comparación durante su discurso en West Point. Es verdad que las analogías históricas son imperfectas, y que Estados Unidos no enfrenta en Afganistán una guerra popular de liberación nacional, como en Vietnam. Sin embargo, lo que alimenta la insurgencia afgana es la ocupación militar extranjera, por lo que es de esperar que la profundización de la línea guerrerista de Estados Unidos y la OTAN incremente tanto la resistencia como la cantidad de víctimas civiles, con consecuencias impredecibles [36].
Pakistán. El eslabón débil de la estrategia de Obama
Una de las claves de la nueva estrategia de Estados Unidos es profundizar el compromiso de Pakistán en el combate contra los talibán afganos que se refugian en las zonas fronterizas, desde donde organizan los ataques contra el gobierno de Karzai y las tropas de la OTAN.
A cambio de esto y de que el gobierno pakistaní acceda a aumentar las operaciones especiales de la CIA en su territorio, Estados Unidos le ofreció mantener el paquete de ayuda de 1.500 millones de dólares anuales durante cinco años, votado por el Congreso norteamericano, más una ayuda especial para el combate contra el terrorismo. Además, Obama prometió usar la influencia que Estados Unidos tiene sobre la India para aplacar el conflicto entre ambos países.
Este plan le fue anticipado al gobierno pakistaní mediante una carta en la que Obama solicitaba mayor colaboración para combatir especialmente a cinco grupos: Al Qaeda, los talibán de Afganistán, la red Haqqani, Lashkar-e-Taiba y la organización de los talibán de Pakistán conocida como Tehrik-e-Taliban. El mayor temor del gobierno de Estados Unidos es que algún grupo islamista se haga del control de parte del arsenal nuclear que posee Pakistán.
Sin embargo, el gobierno de Asif Zardari y el ejército pakistaní recibieron con reservas la estrategia de Obama, tensionados entre sus intereses y la necesidad de mantener su alianza con Estados Unidos y la ayuda económica que recibe del imperialismo norteamericano.
Los planes de Pakistán se concentran en el combate contra los grupos islamistas locales que enfrentan al gobierno, pero no han mostrado interés en atacar a los talibán afganos. Según el diario Asia Times, Pakistán “quiere limitar su rol en la ‘guerra contra el terror’ conducida por Estados Unidos, en la que viene jugando un papel desde 2001, y firmar acuerdos de paz con aquellos grupos que no atenten contra su seguridad nacional” [37].
La participación de Pakistán en la “guerra contra el terrorismo” y las operaciones encubiertas que realiza Estados Unidos dentro del país con la anuencia de Zardari, agudizaron los enfrentamientos entre el gobierno y los grupos islamistas, que tienen como trasfondo las profundas contradicciones que desgarran la sociedad pakistaní. Como si se tratara de una película de terror en la que el monstruo se vuelve contra su creador, algunas de estas organizaciones comenzaron una campaña de atentados y ataques dentro del territorio pakistaní, entre ellos el asesinato de Benazir Bhutto, la ex primera ministra y candidata a presidente del Partido del Pueblo de Pakistán. Esto produjo una profunda división en la sociedad y en las instituciones del Estado alrededor del empleo de la fuerza militar para combatirlos y entre el gobierno, abiertamente pronorteamericano, y sectores del ejército y las fuerzas de seguridad que quieren limitar la influencia de Estados Unidos.
Bajo la presión norteamericana, el gobierno de Zardari abandonó su política original de pactar con los talibán y lanzó una ofensiva militar en el valle de Swat en mayo de 2009, que dejó como saldo unos 2 millones de refugiados y un número indeterminado de víctimas civiles. En octubre el ejército lanzó su mayor operación militar en años y envió 30.000 soldados a combatir contra un grupo talibán instalado en Waziristan del Sur, en la frontera con Afganistán, que culminó a mediados de diciembre.
Pero existe un gran riesgo de que las victorias tácticas que está consiguiendo el ejército en estas operaciones en las zonas fronterizas terminen transformándose en derrotas estratégicas para el gobierno. La brutalidad del ejército y los altísimos costos que paga la población ya hicieron desaparecer el débil consenso que había conseguido Zardari para combatir a los grupos islamistas. Por otra parte, es imposible para el ejército eliminar a los insurgentes, que se ocultan entre la población civil para huir de la zona de combate y reagruparse en otras ciudades y aldeas.
Las consecuencias ya se empezaron a ver en las olas de atentados que sacuden los centros urbanos y que en menos de un mes dejaron un saldo de alrededor de 300 muertos. En vísperas de la ofensiva de Waziristan del Sur, un grupo de talibán vestidos con uniforme del ejército, lanzó un ataque a uno de los lugares más seguros del país, el cuartel central militar en Rawalpindi. Los enfrentamientos con las fuerzas armadas se prolongaron durante casi un día y la operación fue acompañada por atentados menores a edificios de la policía en Peshawar y Lahore y la ejecución en plena vía pública de un general del ejército en Islamabad. Estas operaciones pusieron en evidencia los lazos que aún unen al ejército y los servicios de inteligencia (ISI) con los talibán –sin cuya colaboración hubieran sido imposibles– y la perspectiva casi cierta de que la guerra civil se extenderá de las zonas tribales a las principales ciudades del país. Este recrudecimiento de la violencia se da en el marco de una crisis económica que golpea duramente las condiciones de vida de los asalariados y la población campesina, a la que se suma la escasez de energía y de agua. Estas condiciones alimentan el antinorteamericanismo y el odio popular contra el gobierno de Zardari, un multimillonario conocido como “señor diez por ciento”, por las comisiones que cobrara por la contratación de obras públicas, bajo el gobierno de su esposa Benazir Bhutto.
Mientras tanto “alrededor de 56 millones de pakistaníes, casi el 30% de la población, viven bajo la línea de pobreza”. Los campesinos todavía comprenden el 67% de la población, pero la propiedad de la tierra está altamente concentrada, y “el 80% de los hogares en la provincia de Sind, el 78% en Baluchistán, el 74% en Punjab y el 65% en la Provincia de la Frontera Noroeste no tienen tierras” [38]. Los grupos islamistas explotan estas profundas diferencias de clase para organizar a los campesinos en sus milicias armadas y ampliar su base social [39].
El gobierno de Zardari está sumido en una profunda crisis política, bajo presión del ejército y la oposición política de la Liga Musulmana Pakistaní, dirigida por el ex primer ministro Nawaz Sharif. Como muestra de su debilidad, le tuvo que ceder a su primer ministro el puesto en la Autoridad Nacional de Control, el ente compuesto por militares y civiles que vigila la seguridad del armamento nuclear. Y Sharif retomó la ofensiva para exigir su renuncia luego de que la Corte Suprema anulara la amnistía dictada por el ex presidente Musharraf en 2007, que protegía a políticos acusados de corrupción, entre los que se encuentran Zardari y varios de sus aliados.
Además de la crisis social, política y económica, ha resurgido el conflicto separatista armado en la provincia occidental de Baluchistán, en las fronteras con Irán y Afganistán. Esta provincia representa alrededor del 40% del territorio del país (aunque sólo el 5% de su población) y tiene una importancia estratégica por sus reservas de gas. En este conflicto ya se está perfilando la puja de distintas potencias regionales, como China y la India, a quien Pakistán responsabiliza por alentar el movimiento separatista. Baluchistán está en la mira de los ataques con misiles de Estados Unidos, dado que gran parte de la dirección talibán tiene allí sus bases de operaciones. Esto podría tensar aún más la situación.
El conflicto India-Pakistán como telón de fondo
Otro elemento que genera fuertes tensiones y obstaculiza la política norteamericana es la rivalidad histórica entre la India y Pakistán. Estados Unidos le exige al ejército pakistaní que se concentre en la pelea interna con las milicias islamistas y renuncie a su conflicto con la India, que como señala en una nota el periodista S. Hersh, no sólo arriesga con desatar una guerra nuclear en la región, sino que también alimenta los lazos que unen a las fuerzas armadas con las organizaciones islamistas extremas, a las que Obama pretende que combatan, ya que “a lo largo de los años, el ejército y el ISI se han recostado en grupos islamistas pakistaníes, más notablemente Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Mohammed, para llevar adelante una guerra de guerrillas contra la India en Kachemira” por lo que “muchos militares pakistaníes consideran a estos grupos como una importante reserva estratégica” [40].
El gobierno de Pakistán ya hizo un gesto importante en respuesta a la exigencia norteamericana, desplazando soldados desde la frontera con la India hasta las zonas tribales para combatir a los grupos talibán. Pero un avance mayor en ese sentido no tiene consenso ni entre las fuerzas armadas ni en los servicios de seguridad. Las relaciones entre ambos países han empeorado luego de los atentados en Mumbai a fines de 2008. Por otra parte, Pakistán desconfía de la promesa de Obama de presionar a la India para que ceda algo en el conflicto, esa desconfianza se ve justificada por los acuerdos de cooperación nuclear firmados entre Estados Unidos y la India.
La India ha incrementado notablemente su influencia en Afganistán tras la caída del régimen talibán, se transformó en el mayor donante regional para la reconstrucción de la infraestructura civil del país, con un aporte de 1.200 millones de dólares y mantiene buenas relaciones con el gobierno de Karzai [41]. Esta es una de las razones por las que Pakistán se niega a combatir a los talibán afganos, en los que ve una herramienta para frenar el avance de la India y mantener a Afganistán en la órbita de los países aliados.
La extensión de la guerra de Afganistán al interior de Pakistán y la presión imperialista están haciendo crujir la endeble estructura del país, que arrastra conflictos históricos como los de Kachemira y Baluchistán y la división de la etnia pastún, que en la práctica ignora la frontera que la separa de Afganistán. La crisis económica y la política abiertamente pronorteamericana de Zardari han alentado el desarrollo de distintos grupos islamistas radicalizados y la situación es tan crítica que un asesor de las fuerzas especiales de Estados Unidos advierte que “si presionamos demasiado, desencadenaremos una revolución social” [42]. Para Obama la colaboración de Pakistán es clave para desplegar una estrategia regional favorable a los intereses de Estados Unidos, que busca con un gobierno cliente en Afganistán y regímenes aliados en Pakistán y la India, hacer frente al avance de China y neutralizar la influencia de Rusia. Sin embargo, esta política corre el riesgo de transformarse en su contrario y de llevar a Pakistán, una potencia nuclear de 173 millones de habitantes, al abismo de una guerra civil generalizada.
La crisis de hegemonía imperialista y los límites del “smart power”
La burguesía norteamericana y el establishment político demócrata pusieron sus expectativas en la capacidad de Obama para recrear las condiciones que permitan recomponer la imagen de Estados Unidos y lograr una mayor cooperación de los aliados, indispensables para resolver las dos guerras inconclusas de Irak y Afganistán y lidiar con conflictos regionales que puedan amenazar la estabilidad en zonas calientes del planeta. Estratégicamente, la administración Obama trabaja para evitar que surja un bloque que pueda disputar el dominio mundial, principalmente una alianza entre Alemania y Rusia; hacer avanzar los intereses norteamericanos en Asia Central y volcarse hacia el Pacífico, lo que implica mantener a Japón en la órbita de los aliados y limitar las ambiciones de China.
El gobierno de George Bush había adoptado la estrategia neoconservadora del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, que disminuía la importancia de las bases materiales de la declinación del poderío norteamericano –notablemente la reducción de la participación de la economía estadounidense en el producto bruto mundial y la emergencia de otras potencias regionales– y por el contrario, lo atribuía a la política clintoniana de intervención “humanitaria” donde no estaban en juego intereses fundamentales para Estados Unidos, lo que había llevado a fracasos militares como en Somalia y a desperdiciar la excepcionalidad del “momento unipolar”, abierto con el triunfo de Estados Unidos en la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, para consolidar el dominio norteamericano sobre enemigos y aliados.
Para revertir esta tendencia declinante, la administración republicana apeló a una política imperialista agresiva, basada en la superioridad militar y en el unilateralismo. Sin embargo, esta política “voluntarista” tuvo un resultado inverso al buscado: deterioró el sistema de alianzas tradicional de Estados Unidos, generó roces sin precedentes con Alemania y Francia, escaló la hostilidad contra Rusia aumentando la presión por la ampliación de la OTAN a los países de la zona de influencia tradicional rusa, lo que derivó en el breve conflicto armado entre Rusia y Georgia, y polarizó las relaciones interestatales alrededor de la “guerra contra el terrorismo”, obligando a alineamientos incondicionales con la estrategia de la guerra preventiva, que pocos aceptaron. Como resultado Estados Unidos tuvo que hacer frente a la guerra de Irak acompañado sólo por Gran Bretaña y un puñado de países.
La derrota de los amplios objetivos estratégicos en Irak y Afganistán, sumado a la crisis económica y a la emergencia o recuperación de otros actores en la escena internacional –como Irán, Rusia, China, India o Brasil– con capacidad de disputar cuotas de poder regional, terminó debilitando cualitativamente la hegemonía norteamericana.
Obama llegó a la Casa Blanca en la situación más difícil para el dominio del imperialismo estadounidense desde el fin de la segunda posguerra. Asesorado por lo más granado del ala “realista” de la política exterior, como Z. Brzezinski, con Hillary Clinton como Secretaria de Estado y Robert Gates en el Pentágono, continuó el camino de regreso del “nuevo unilateralismo” [43] a la estrategia clásica del “garrote y la zanahoria”, que ya había emprendido el segundo gobierno republicano, aunque con escasos resultados dada la impopularidad y falta de legitimidad de Bush para llevarla adelante.
Esta estrategia “realista”, rebautizada pomposamente como “smart power” [44], no es más que la vieja receta de combinar el uso del poderío militar y económico con la diplomacia y la negociación para lograr el apoyo de los aliados, semi-aliados y socios por conveniencia, en la consecución de los intereses nacionales de Estados Unidos. En concreto, implica una retirada ordenada de Estados Unidos de objetivos “extravagantes” –como instaurar la “democracia” en estados fallidos o dedicarse al “national building” en Irak o Afganistán– para concentrarse en intervenir donde esté en juego verdaderamente el interés imperialista.
La readecuación de la política exterior a estas épocas de crisis de hegemonía se expresó en el cambio de discurso de Obama, que abandonó el tono arrogante y agresivo de Bush, realizó gestos amigables hacia el mundo musulmán y anunció un giro hacia la “diplomacia” para resolver los conflictos internacionales.
Este cambio de estilo fue percibido como una muestra de debilidad e impotencia por parte de los republicanos, que desde el comienzo criticaron duramente la política exterior de Obama y lo acusaron de haber optado voluntariamente por una política “declinacionista”, en alusión al historiador Paul Kennedy, que en 1987 anunció la decadencia irreversible de Estados Unidos como superpotencia con su tesis de la “sobreextensión imperial” [45].
Para estos sectores “Obama ya se ganó la reputación de que es presionable” y que su política más que una muestra inteligente de diplomacia, es expresión de la debilidad norteamericana que, en lugar de responder con la fuerza, intenta persuadir a sus enemigos con gestos de buena voluntad [46].
Sin embargo, más allá de los gestos y las palabras, en los principales problemas de política exterior el gobierno de Obama representa más una continuidad que una ruptura con el gobierno de Bush: prosiguió en lo esencial la “guerra contra el terrorismo”, mantuvo las tropas en Irak, triplicó la presencia militar en Afganistán, extendió el conflicto a Pakistán y encontró un nuevo blanco en Yemen para su combate contra le red Al Qaeda y el islamismo radical. Esto además de conservar intacta su alianza estratégica con el Estado de Israel, que bajo el gobierno de extrema derecha de Netanyahu-Lieberman continúa su plan de construcción de asentamientos en los territorios ocupados.
Contra las falsas expectativas generadas por los gobiernos latinoamericanos, incluido el de Chávez y los del bloque del ALBA, de que Obama iba a tener una política imperialista “benigna” y que se iba a poder negociar los términos de la relación con Estados Unidos, Obama está llevando adelante la política tradicional de los gobiernos demócratas que históricamente se han caracterizado por una mayor intervención imperialista en América Latina [47]. La administración demócrata asumió prometiendo una política de “diálogo” y “respeto”, lo que incluía un cambio en la política abiertamente hostil hacia Cuba. Sin embargo, a los pocos meses, Obama mostró que su política hacia la región, considerada como el “patio trasero” del imperialismo americano, es recuperar posiciones perdidas durante los ocho años de la presidencia de Bush en los que Estados Unidos se concentró en la “guerra contra el terrorismo”. Obama terminó legitimando el golpe de Estado en Honduras, del que incluso participaron no sólo la derecha republicana, sino también funcionarios de su gobierno; firmó un acuerdo con el presidente Álvaro Uribe para instalar siete nuevas bases militares norteamericanas en territorio de Colombia, lo que supone un dispositivo de vigilancia y de despliegue militar rápido que cubre la extensión del cono sur –generando roces con Brasil y Venezuela; ordenó el envío de miles de soldados a Haití tras la catástrofe causada por el terremoto que asoló el país, transformando la supuesta ayuda humanitaria en un ejercicio militar del que participa la IV flota estacionada en el Caribe; por si faltara algo, el encargado del Departamento de Estado para la región, Arturo Valenzuela, reclamó “seguridad jurídica” para las empresas norteamericanas y añorando el “Consenso de Washington” de la década de 1990.
La política de Obama no dio los resultados esperados en Irán. A fin de 2009 venció el plazo otorgado al gobierno iraní para alcanzar una solución negociada al conflicto generado por su programa nuclear, sin que aún Estados Unidos haya podido definir cómo responderá al desafío de Ahmadinejad. Un sector nada despreciable de los ideólogos de la política exterior norteamericana, ven como un hecho ya inevitable reconocerle a Irán su estatus de potencia regional, y consideran que sin ir a una guerra abierta, como mucho Estados Unidos podría retrasar pero no evitar el desarrollo nuclear de Irán, por lo que se preparan para crear las condiciones que permitan tener bajo control la actividad nuclear del régimen de los ayatolas. Sin embargo, la crisis profunda del gobierno de Ahmadinejad, que sigue enfrentando movilizaciones masivas de una oposición con una amplia base social, sobre todo en las clases medias urbanas, también alienta las tendencias a aprovechar la situación para una política de “cambio de régimen”, al estilo de las “revoluciones coloridas”, lo que suponen, aunque sin mucho fundamento, ahorraría una costosa –y por el momento imposible– intervención militar norteamericana [48].
A la vez, el Estado de Israel y el lobby sionista, el principal aliado de Estados Unidos en el Medio Oriente con gran peso en el gobierno demócrata, presionan a Obama para que tome medidas más drásticas, incluso amenazando con realizar acciones militares limitadas a los blancos nucleares, iraníes. Su principal objetivo es mantener el monopolio del armamento nuclear en la región, lo que considera indispensable para mantener su seguridad.
Aunque en el discurso político Hillary Clinton insista en que están “todas las opciones sobre la mesa” y la administración demócrata nunca descarta públicamente el uso de la fuerza, la “opción militar” en Irán parece estar fuera de la agenda en el corto plazo, ya que en el cálculo militar de Washington no hay posibilidades de abrir un nuevo frente de guerra que además tendría repercusiones en Irak y probablemente en otros países de la región. El eje de la política norteamericana es insistir en la “vía diplomática” y conseguir –hasta ahora sin éxito– el apoyo de China y Rusia en el Consejo de las Naciones Unidas para implementar una nueva ronda de sanciones económicas más duras que Estados Unidos ya negoció con Francia, Gran Bretaña y Alemania. El objetivo de Estados Unidos es que por esa vía se profundice la crisis del régimen iraní y eventualmente se legitime una política más ofensiva. Mientras tanto, Ahmadinejad trata de mantener dividido el Consejo de la ONU, asegurándose la oposición de China y Rusia a los planes estadounidenses. Esto podría llevar a que, siguiendo el ejemplo de Bush en Irak, Obama imponga una política de sanciones, sobre todo apuntando a los intereses de la Guardia Revolucionaria iraní, sin el aval de las Naciones Unidas, respaldado por Francia y otros aliados europeos.
Esta negociación tensa en la que ambas partes esperan que el otro ceda mientras hacen gestos para fortalecer su posición –como las pruebas de misiles de Irán– puede terminar desencadenando un conflicto con implicancias regionales e internacionales.
En el caso de Rusia, Obama había prometido “resetear” las relaciones entre ambos países, marcadas por una hostilidad manifiesta de Estados Unidos que desde mediados de la década de 1990 persigue una política agresiva de cerco sobre la zona de influencia rusa, a través de la ampliación de la OTAN a las ex repúblicas soviéticas. En ese sentido, la política de Obama consistió en retroceder del proyecto de Bush de instalar en Polonia y la República Checa un sistema de defensa antimisiles, suspender la ofensiva por la inclusión en la OTAN de países como Ucrania y Georgia que pertenecen a la esfera de influencia de Rusia y acordar reducir el arsenal nuclear. Esta política de disminuir las tensiones mediante algunos gestos de “buena voluntad”, guiada por el pragmatismo y la necesidad inmediata de lograr la colaboración de Moscú en las negociaciones con Irán y la ocupación de Afganistán, no cambió de ninguna manera la prioridad estratégica de Estados Unidos de mantener una política de cerco sobre Rusia, como muestra el resurgimiento de las hostilidades diplomáticas tras conocerse la relocalización de una parte del sistema antimisiles en Rumania.
En el marco de la crisis económica internacional y de las dificultades que encuentra la economía norteamericana para su recuperación, Obama comenzó el segundo año de su presidencia con gestos más agresivos hacia China: a la venta de armas a Taiwán y la visita del Dalai Lama a Washington, se sumó la acusación abierta a la burocracia del PCCh por la manipulación de su moneda y el llamado sin eufemismos a que China abra su mercado interno y revalúe el yuan, que según los economistas norteamericanos está artificialmente subvaluado entre un 25 y un 40% con respecto al dólar y a otras monedas de referencia.
Aunque Obama aún conserva un capital político que le da una credibilidad infinitamente superior a la que tenía Bush, la política de llevar adelante el programa de Bush con otro discurso tarde o temprano encontrará sus límites, sobre todo en la relación con sus aliados europeos que esperan más que gestos y palabras cambios concretos y mayores concesiones de Estados Unidos.
Lejos del advenimiento de un mundo “multilateral” o una “democratización” del gobierno de los asuntos mundiales, esta disputas anticipan mayores conflictos y tensiones, instigados por el juego de intereses económicos y políticos y por la realidad insoslayable de que, aunque en decadencia, Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia mundial y su estrategia es evitar, por todos los medios, que surja otra potencia o bloque imperialista en condiciones de disputarle el liderazgo, lo que augura un período de acontecimientos convulsivos, que supone crisis y guerras, pero también la posibilidad de revoluciones.
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