La jornada de huelga del 24/6 contra la reforma de las jubilaciones de Sarkozy tuvo fuertes repercusiones. Aunque no haya sido tan importante como las jornadas del año pasado, fue la huelga más importante desde septiembre, con cerca de 2 millones de manifestantes en las calles según los sindicatos. Al igual que las huelgas del 25/6 en Italia y del 29/6 en Grecia, la de Francia, más allá de sus especificidades, indica dos elementos fundamentales de la situación política y social actual en Europa.
Por una parte, acorralados por la segunda fase de la crisis económica, que se transformó en una crisis de la deuda pública y que tiene por epicentro Europa, los gobiernos del viejo continente están implementando una política brutal de recortes draconianos del gasto público y de reforma del mercado laboral, descargando el costo de la crisis sobre la clase trabajadora.
Por otra parte, estas jornadas de huelga demuestran la potencialidad explosiva de la situación social tanto como los estrechos límites a las protestas impuestos por la burocracia sindical que hasta ahora logró contener completamente la bronca obrera.
En el caso de Francia, ante los anuncios por parte del gobierno de reforma del sistema jubilatorio que reduce las pensiones para los futuros jubilados, la protesta fue creciendo en los últimos meses. Sin embargo, la huelga del 24 demuestra también los límites de este tipo de jornadas sin continuidad (que en el mejor de los casos se hacen una vez por mes).
La lógica de las cúpulas sindicales consiste en negociar con el gobierno modificaciones secundarias, o incluso, como en el caso de la CFDT francesa, acompañar la reforma gubernamental (en su último Congreso, el 60% de los delegados votó a favor de elevar la edad jubilatoria, lo mismo que pregona el gobierno). Sin embargo, tomando en cuenta el descontento real y la inquietud de los trabajadores, saben que tienen que evitar que la situación se les escape de las manos, llamando a jornadas de huelga episódicas para descomprimir. En efecto, el acatamiento al paro y la participación a las marchas crecen, incluso entre la base de aquellos sindicatos más negociadores con el gobierno. Es lo que se pudo ver con las nutridas columnas de la base de la CFDT en la manifestación de Paris, en sectores privados como la metalurgia y el comercio.
Mientras tanto, la extrema izquierda francesa es incapaz de proponer una perspectiva movilizadora distinta entre aquellos sectores más avanzados que se manifestaron el 24. Tanto Lutte Ouvrière como el Nuevo Partido Anticapitalista (NPA) de Besancenot hablaban el 27/5, el día de la penúltima huelga, de la necesidad de otra orientación para hacer retroceder el gobierno. En los hechos sin embargo no intentaron coordinar desde abajo a los sectores movilizados más de vanguardia ni explicar concretamente cómo se podría llegar a doblegar el gobierno. En los hechos, como programa intermedio, se contentaron otra vez con exigir que la burocracia convoque a otra jornada después de la del 27/5 (lo que terminó haciendo el 24/6), tomando en cuenta la bronca latente que existe entre los trabajadores, sin que pueda desembocar obviamente en una pulseada mayor, considerando que se avecina el receso de verano en Europa.
Aunque Sarkozy se apresure a presentar la contrarreforma ante sus ministros a mediados de julio para que se discuta en el Parlamento a inicios de septiembre, es más que probable que el otoño sea caliente en Francia a imagen y semejanza de lo que podría ocurrir en otros países de Europa. Esto es lo que explica el nerviosismo de la burguesía en el marco de una multiplicación de escándalos que salpican el gobierno de Sarkozy. Estos van desde un caso de corrupción en la marina militar pakistaní en el año 1994 (en el que está implicado el actual presidente francés), hasta el caso Woerth, el ministro encargado del presupuesto y de las relaciones laborales, cómplice de la evasión fiscal de Liliane Bettencourt, la mujer más rica de Europa y principal accionista de L’Oreal.
Al igual que la histeria de los gobiernos europeos, que Alemania intenta disciplinar imponiéndoles una política de brutal austeridad para tranquilizar los mercados (lo que hasta ahora rinde pocos frutos como lo vuelve a demostrar la caída de las bolsas europeas en los últimos días), la burguesía francesa sabe que tiene que golpear duramente a las clases subalternas. Sin embargo, ante la situación social, la clase dominante aparece fragmentada entre distintos sectores en relación a la forma y a los ritmos con los cuales habría que llevar a cabo esta ofensiva. Esta es la situación que tendrían que tomar en cuenta los revolucionarios en Francia para discutir junto a la vanguardia obrera, que protagonizó las últimas luchas industriales y en el sector público, cómo concretizar la perspectiva del “tous ensemble!” (“¡todos juntos!”) y de la huelga general, que está al orden del día, como se coreaba ya en las marchas de noviembre y diciembre de 1995 que lograron hacer retroceder al gobierno Juppé y marcaron un punto de inflexión en la situación social del viejo continente. El 7 de septiembre el conjunto de los sindicatos llaman a una nueva jornada de huelga, sin pedir siquiera el retiro de la reforma jubilatoria. Lejos de ser una jornada más de movilización, aquel día tendría que ser el inicio de la pulseada que hay que entablar con el gobierno hasta que retroceda.
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