Tras la derrota en las elecciones de medio término del 2 de noviembre, que le permitieron a los republicanos recuperar el control de la cámara de representantes, disminuir sensiblemente la mayoría demócrata en el Senado y ganar la mayoría de las gobernaciones y cámaras locales, Obama ha optado por perseguir una agenda bipartidista conciliadora, adoptando los grandes temas conservadores como la reducción del déficit fiscal, el congelamiento del gasto público en programas nacionales (excepto los gastos de defensa) o el recorte impositivo para las grandes corporaciones.
La primera muestra poselectoral de este acuerdo bipartidista fue la negociación entre Obama y el líder de la minoría republicana en el senado, Mitch McConnell, por la cual los republicanos aceptaron prorrogar por 13 meses el pago del seguro de desempleo a quienes ya se les vencía el beneficio, y Obama aceptó extender durante dos años más el recorte de impuestos otorgado bajo la presidencia de Bush, –renunciando incluso a su modesta promesa de no renovar los recortes de impuestos a quienes ganen más de U$ 250.000 al año–. Además, otorgó una reducción aún mayor para el impuesto sobre las herencias, lo que beneficia, según reconoció Nancy Pelosi, al puñado de 39.000 familias más ricas de Estados Unidos. El recorte impositivo que rige desde 2001 favorece a los sectores más ricos de la población y profundiza el carácter regresivo del sistema impositivo del país. Esta no sólo es una concesión al partido republicano sino sobre todo a la elite financiera e industrial que recibirá de esta manera unos U$ 70.000 millones anuales.
A pesar del descontento popular por el elevado desempleo y la crisis social que viven amplios sectores de trabajadores y asalariados de las capas medias bajas, lejos de los que alimentaban falsas expectativas en un nuevo “New Deal”, la política de Obama para la segunda mitad de su mandato fue aumentar la presencia de ex funcionarios clintonianos y altos ejecutivos de corporaciones en su gobierno, nombrando como jefe de gabinete a William Daley, ex secretario de comercio de Clinton y ejecutivo de JP Morgan, y a Jeffrey Immelt, CEO de General Electric, como jefe de sus asesores económicos, puesto que ocupaba antes Paul Volcker.
A su vez, Obama aprovechó el clima creado luego del atentado en Tucson, Arizona [1], contra la congresista demócrata Gabrielle Giffords, en el que perdieron la vida seis personas y otras catorce resultaron heridas, para componer una imagen de un líder “centrista” que puede ponerse por encima de las disputas partidarias. En ese sentido, su respuesta fue muy similar a la que dio Bill Clinton ante el atentado contra un edificio federal en Oklahoma en 1995 [2].
Este ataque fue atribuido, en última instancia, a la retórica encendida de la derecha republicana, en particular, de los líderes del Tea Party. Esta situación puso a la defensiva a sus figuras más irritantes, e incluso, hizo que algunos de sus senadores recientemente electos no se integren al caucus del movimiento en el Senado [3].
Los sectores “progresistas” y los intelectuales liberales siguen justificando su apoyo a Obama con el argumento del “mal menor” y se entusiasman con que el temor al avance de la derecha, combinado con una posible exacerbación de las divisiones internas del partido republicano entre su ala “moderada” y el Tea Party, permitan la reelección del presidente.
Pero más allá de las oscilaciones y especulaciones electorales, la crisis económica y la pérdida de poderío del imperialismo norteamericano en el mundo ya están dando lugar a fuertes elementos de polarización social y política, que por ahora han encontrado su expresión por derecha en el surgimiento del Tea Party, y que de profundizarse plantearán un escenario convulsivo con nuevos fenómenos políticos y de la lucha de clases.
¿Giro a la derecha o desilusión del “progresismo”?
Paradójicamente, las mismas razones que en noviembre de 2008 llevaron a la presidencia a Barack Obama son las que explican la derrota aplastante sufrida por el partido demócrata en las elecciones de medio término de noviembre de 2010.
El primer factor determinante en el resultado electoral es la crisis económica con su secuela de desempleo persistente y empobrecimiento de amplios sectores asalariados y de las capas medias, ante la cual la política de la administración demócrata ha sido seguir beneficiando a las grandes corporaciones financieras e industriales con sus rescates y paquetes de estímulo. Esta política, que continuó la línea trazada por Bush y la Reserva Federal, permitió una importante recomposición de las ganancias empresarias, en primer lugar de las firmas financieras responsables de la burbuja que llevó al estallido de la crisis [4].
El segundo elemento de peso en la ecuación de la derrota demócrata es la decepción de sectores significativos, principalmente de la juventud, con la política guerrerista de Obama, continuidad de la “guerra contra el terrorismo” de Bush. Aunque indudablemente la agenda doméstica tuvo una importancia decisiva, el fracaso de la estrategia de lograr una recomposición del liderazgo norteamericano por medios “multilaterales” y “diplomáticos”, que había entusiasmado a quienes veían en Obama una alternativa al militarismo neoconservador, ha dado mayor preeminencia al resurgimiento de tendencias unilaterales y, en menor medida, aislacionistas, históricamente ligadas con la derecha norteamericana.
Por su magnitud, este giro a la derecha de la superestructura política superó a la llamada “revolución republicana” de Newt Gingrich en 1994, durante el gobierno de Clinton, que tenía un programa conocido como “Contrato con América”, muy similar a la agenda conservadora actual.
Sectores de la derecha republicana tratan de presentar el resultado electoral como algo natural, una suerte de “retorno a la normalidad” que se explicaría por la brecha insalvable entre el carácter mayoritariamente conservador de la población norteamericana con sus valores tradicionales y una administración que intentó imponer una agenda “extremadamente progresista”, “híper liberal”. Con matices, esta interpretación basada en el atraso cultural y político de buena parte de la sociedad norteamericana, y en una visión distorsionada que presenta a Obama como un presidente “de izquierda”, está bastante extendida [5]. Según C. Krauthammer, uno de los ideólogos de los neoconservadores, “la gran oleada republicana de 2010 es simplemente una vuelta a la norma. Un país de centroderecha restaura el mapa normal del congreso: un mar interior rojo, bordeado por costas azules y salpicado por islas azules de densidad étnica o urbana” [6]. Esta lectura de los resultados electorales abarca un amplio abanico, desde los que consideran que Obama es un heredero del progresismo partidario del “gran gobierno”, surgido en las últimas décadas del siglo XIX y que terminó consolidándose como ala izquierda del partido demócrata en la década de 1960, hasta los más delirantes que acusan a Obama de “socialista” (o incluso de “nazi”) asimilándolo a un intervencionismo estatal “totalitario”.
Pero incluso los más entusiastas como Krauthammer no interpretan la victoria republicana como un cheque en blanco o como un voto positivo por algún programa alternativo de gobierno. A esto se agrega que el partido republicano le debe en gran medida el resultado al movimiento Tea Party que, con una agenda extremadamente conservadora, logró movilizar a los sectores medios acomodados que tradicionalmente votan al partido republicano y sumar una porción mayor de votos independientes, seducidos por su retórica contra el establishment y la “elite de Washington” identificada con el partido demócrata.
Antes que un giro a la derecha masivo, lo que parece explicar el triunfo republicano es, en primer lugar, la defección de la base electoral demócrata. Según un analista de ABC News, 29 millones de personas que habían votado por Obama no fueron directamente a votar en 2010, en porcentajes esto implica que la porción de jóvenes votantes entre 18 y 24 años se redujo un 40%, la de afroamericanos un 15% y la de latinos un 11%. De esta manera, los conservadores representaron una porción desproporcionadamente elevada del electorado, el 41%, comparado con el 34% en 2008 y 32% en 2006. Además de ser un electorado conservador y de más edad, también fueron a votar quienes tienen ingresos más altos, solo el 37% de los votantes tenía ingresos menores a U$ 50.000.
Esto se explica, sencillamente, porque las ilusiones de amplios sectores que votaron por Obama en 2008, esperando que una vez en el gobierno fuera a tomar medidas favorables a los trabajadores y las capas menos favorecidas de la sociedad, se desvanecieron con la misma velocidad con que Obama se dedicó a salvar a los grandes capitalistas y a perseguir una política similar a la de Bush para reafirmar el poderío imperialista en Afganistán e Irak. Como plantea un editorialista del diario New York Times “Obama salvó al capitalismo y por eso pagó un terrible precio político (…) Si hubiera seguido los instintos populistas expresados en la base de su partido, los cimientos del gran capitalismo hubieran colapsado. Además él lo hizo sin nacionalizar los bancos como habían planteado otros demócratas” [7].
Crisis social y obscenidad capitalista
A pesar de que la economía registró en el último trimestre de 2010 un crecimiento del 3,2%, lo que llevó al PBI a superar su nivel previo al comienzo de la recesión, este crecimiento, como dice el economista J. Stiglitz, refleja una “recuperación anémica” [8] y fue insuficiente para bajar sensiblemente la tasa de desempleo, que se ubicó en un 9,4% en diciembre de 2010. Según un estudio, si esta tasa de crecimiento se mantuviera durante 2011, “el desempleo caería solo a 9,3% en diciembre de 2011” [9] .
Entre los desocupados, el porcentaje de trabajadores que permanecen en esa situación por más de seis meses sigue siendo muy elevado, 44,3% en diciembre de 2010, lo que equivale a 6,4 millones de trabajadores. El desempleo golpea más duramente a las minorías, asciende al 15,8% para los trabajadores afroamericanos y al 13% para los hispanos.
Pero incluso estas cifras parecen optimistas cuando se la compara con la llamada tasa de subempleo, que incluye a los trabajadores “oficialmente” desocupados (los que siguen buscando trabajo), a los que ya han dejado de buscar empleo y a trabajadores que tenían un trabajo de tiempo completo y se vieron obligados a aceptar una reducción de su jornada laboral. Esta medición alcanzó a 16,7% en diciembre de 2010, lo que implica que en términos absolutos 26,1 millones de trabajadores están desocupados o subocupados.
Según un estudio del Economic Policy Institute, si se tuviera en cuenta el crecimiento de la población en edad de ingresar al mercado laboral, harían falta 11 millones de puestos de trabajo para restaurar el nivel de empleo previo al inicio de la recesión (diciembre de 2007) [10].
Tanto los datos del desempleo, como los indicadores de ingresos y las ganancias corporativas muestran que bajo la presidencia de Obama son los trabajadores y los sectores populares los que pagan los costos de la crisis y los salvatajes de los capitalistas.
En solo un año (entre 2008 y 2009), el ingreso medio de los hogares norteamericanos cayó un 2,9%,(de U$ 51.726 a U$ 50.221) ese porcentaje se eleva a 4% si se toma como fecha el inicio de la Gran Recesión.
En 2008, la cantidad de norteamericanos viviendo bajo la línea de pobreza (fijada en un ingreso anual de U$ 10.830 para un adulto y U$ 22.050 para una familia de 4 personas) aumentó en 1,7 millones, llegando a 47,5 millones de personas, cifra que se ha mantenido casi sin variación en los últimos dos años, oscilando entre el 14,3 y el 15,7% de la población [11]. Según un informe de la Oficina del Censo sobre los datos disponibles de 2009, esos porcentajes aún son mayores en el caso de las minorías afroamericana (26%) e hispana (25%).
Casi al mismo tiempo, la revista Forbes publicó en septiembre de 2010 su tradicional lista de los 400 norteamericanos más ricos, entre quienes se encuentran famosos integrantes de la elite financiera e industrial del país. Este ínfimo porcentaje de la población posee una riqueza valuada en U$1,37 billones de dólares, lo que implica un aumento del 8% con respecto al año anterior. Según informa la revista, 217 de los 400 “súper ricos” han sido inmunes a la Gran Recesión y vieron incrementadas sus fortunas [12].
Sobre la base de estos datos, un columnista de la revista Businessweek concluye que “los beneficios del crecimiento económico norteamericano desde fines de la década de 1970 han ido a una minoría rica, mientras que la mayoría de los trabajadores vieron estancarse o declinar sus ingresos. La tendencia a largo plazo es hacia que un pequeño grupo de financistas, ejecutivos de empresas, atletas profesionales, y otros siguan embolsando gran parte de la riqueza generada por la sociedad” [13].
Esto demuestra que bajo la presidencia de Obama continuó profundizándose la tendencia a que un sector cada vez más reducido se quede con una porción del ingreso cada vez mayor. Desde mediados de la década de 1970 hasta 2010, la apropiación de ingreso del 1% más rico del país prácticamente se triplicó, del 9% al 25%.
El mecanismo utilizado durante los años de auge del neoliberalismo, sobre todo en los primeros años de la década de 2000, fue alentar el endeudamiento de amplios sectores de la población de bajos ingresos, lo que explica el boom consumista a pesar de que no se registraron aumentos significativos de salarios.
Mientras una gran porción de los trabajadores está en una situación desesperante, las grandes corporaciones siguen obteniendo ganancias. Los datos del Departamento de Comercio del gobierno norteamericano indican que los beneficios corporativos en el tercer trimestre de 2010 alcanzaron un nivel récord de U$ 1,66 billones de dólares. Según el diario New York Times, “desde la baja cíclica del cuarto trimestre de 2008, las ganancias han crecido durante siete trimestres consecutivos, a las tasas más altas de la historia. Los beneficios corporativos también crecieron como porción del producto bruto interno, y ahora representan el 11,2% del total” [14]; la cifra neta es la más alta desde que el gobierno comenzó a medir este índice, hace 60 años. Se calcula que las grandes firmas no financieras tienen una acumulación de U$ 2 billones pero que no están dispuestas a realizar nuevas inversiones.
Polarización política
El temor que expresaron algunos medios y opinólogos de que el gobierno de Obama fuera tentado por una política “populista” de izquierda, por la presión de la coalición progresista que lo llevó a la Casa Blanca, demostró no tener ninguna base en la realidad. Obama inauguró su presidencia convirtiendo en ley el rescate a los bancos y las grandes corporaciones como General Motors, diseñado por la Reserva Federal bajo el gobierno de Bush. Además de los U$700.000 millones que los banqueros recibieron de los fondos estatales, la Fed hizo préstamos por unos 9 billones de dólares a las principales entidades financieras a una tasa de interés cercana a cero, lo que permitió que muchos bancos tomaran esos préstamos para hacer inversiones rentables en otros mercados [15]. Esto supera ampliamente el monto de los paquetes de estímulo. Su política “liberal” más audaz que era la reforma del sistema de salud terminó siendo apenas un cambio cosmético manteniendo el carácter privado de las prestaciones, es decir los negocios de las grandes aseguradoras, obligando a todo trabajador a contratar una cobertura de salud; de la misma manera, la reforma financiera apenas se ha limitado a la introducción de algunas regulaciones menores, dejando intacta la estructura montada durante las últimas décadas, que llevó al estallido de la crisis.
El desvanecimiento de la ilusión progresista de que podía ser posible una salida “reformista” a la peor crisis de la economía desde 1930 y a la decadencia del liderazgo norteamericano en el mundo, dio lugar a la irrupción en la escena política del Tea Party, un movimiento “populista” de extrema derecha, que revitalizó a la base electoral del partido republicano, duramente golpeado luego de la derrota de 2008.
Según un estudio reciente sobre la derecha norteamericana, una de las características de la “excepcionalidad” del conservadurismo estadounidense es su capacidad, a diferencia de los países europeos, de “mantener bajo control a la derecha radical” y que si bien existen expresiones de extrema derecha como las milicias armadas, “en términos generales, el sistema bipartidista estadounidense ha logrado con éxito marginar tanto a la extrema derecha como castrar a la extrema izquierda” [16].
La emergencia del movimiento Tea Party y su rápido ascenso parecen indicar que este rol del bipartidismo histórico está en crisis, y que para un sector de las corporaciones y de las clases medias acomodadas, el consenso que osciló en torno del centro del espectro político ya no es adecuado para enfrentar tiempos de crisis económica, polarización y decadencia del poderío norteamericano en el mundo. No es la primera vez que surgen estos fenómenos. Desde la campaña de Barry Goldwater en 1964 hasta le irrupción en la escena de Ross Perot en 1992, expresan en el terreno político momentos de crisis en los que, como dice el historiador S. Wilentz, “el pánico y la virulencia pasan al primer plano” [17] .
En este sentido, puede estar anticipando la reedición de fenómenos similares a la emergencia de candidaturas independientes de la derecha como la de Ross Perot o Pat Buchanan.
Aunque en las elecciones de 2010 el Tea Party se mantuvo dentro del partido republicano, varios de sus candidatos y figuras más virulentas, como la militante de extrema derecha Christine O’Donnell, compitieron (y derrotaron) en las primarias a los candidatos oficiales del partido, asimilándolos al igual que al partido demócrata a la elite política de Washington. Las tensiones entre los sectores más extremistas del Tea Party y el ala moderada del partido, que ve la necesidad de “desideologizar” la gestión política, ya empezaron a ponerse de manifiesto.
El Tea Party: el populismo de la derecha
El 19 de febrero de 2009, Rick Santelli, un ex empresario devenido reportero de CNBC, irrumpió en el hall de la bolsa de Chicago minutos antes de que comenzaran las operaciones, e hizo un discurso encendido no contra el rescate a Wall Street, sino contra el plan de Obama de facilitar a algunos deudores el repago de hipotecas, apelando a “todos los capitalistas que están hartos de la situación”. Según Santelli, este era una recompensa a quienes habían gastado irresponsablemente, como parte de una política de “redistribución de ingresos a individuos que no lo merecían”. Santelli, emulando a Nixon, apeló a la famosa “mayoría silenciosa” para que se sublevara contra esta situación. Así nacía formalmente el Tea Party.
Mientras los progresistas justificaban el salvataje de Obama a los banqueros de Wall Street y la burocracia sindical de la AFL-CIO participaba en los términos del rescate del gigante automotriz General Motors, el Tea Party usó demagógicamente esta bandera y movilizó decenas de miles de personas en abril de 2009, que luego transformó en un movimiento furiosamente opositor a Obama, sobre todo a la reforma del sistema de salud. Indudablemente, el odio visceral contra el presidente está alimentado también por un racismo profundo, que considera agraviante que un afroamericano, con un nombre poco anglosajón, ocupe la primera magistratura del país.
Sin embargo, lejos de lo que algunos pretenden presentar como una expresión de la bronca del norteamericano común (Main Street) contra la elite política y financiera, el Tea Party es un movimiento que cuenta entre sus principales donantes e impulsores a los hermanos Charles y David Koch [18], propietarios de la segunda mayor corporación privada del país, dedicada al negocio petrolero, y a la corporación mediática Fox News del magnate R. Murdoch.
Según una investigación de la revista The New Yorker, “Los hermanos Koch hace tiempo son libertarianos partidarios de impuestos personales y corporativos drásticamente bajos, servicios sociales mínimos para los necesitados, y menor control para la industria –especialmente en lo que hace a regulaciones ambientales. (…) Donando dinero para “educar”, financiar y organizar a los manifestantes del Tea Party, ayudaron a transformar su agenda privada en un movimiento de masas” [19] .
Esta “agenda privada” de ciertos monopolios constituye el núcleo de las ideas del Tea Party, que aunque no tiene un programa que unifique a los cientos de grupos locales y nacionales que lo componen, comparte principios básicos ligados al “gobierno chico”, los bajos impuestos y la defensa incondicional del libre mercado.
La base del Tea Party está compuesta esencialmente por una combinación de pequeños empresarios y comerciantes (entre un 24 y un 29%), cuentapropistas y sectores medios asalariados, que más que enfrentar en lo inmediato problemas económicos temen perder sus negocios, sus ahorros o ver aumentados sus impuestos y los aportes para la cobertura de salud de sus empleados. Según una encuesta realizada por CBS News y New York Times en abril de 2010, el movimiento es predominantemente masculino (59%), blanco (89%), mayores de 45 años (75%), con mayor porcentaje de graduados que la media de la sociedad (37%), identificados con la clase media o clase media alta (65%) y con salarios más altos que el promedio de $ 50.000 al año (56%), con fuertes creencias religiosas, preferentemente del sur y de zonas rurales o suburbios. Esto se corresponde con el sector “WASP” [20] de la población, que tradicionalmente es base electoral republicana. Además piensan que Obama hizo demasiado por mejorar la situación de las minorías sobre todo la afroamericana [21].
Aunque es un movimiento amplio que incluye cientos de grupos y comités locales, lo que le da una apariencia de descentralización, la realidad es que no solo tiene figuras nacionales, como Sarah Palin, sino que ideológica y políticamente está dirigido por unas pocas organizaciones tradicionales de la derecha. Entre las más influyentes están: American for Prosperity (ligada a Koch Industries), Tea Party National, Tea Party Express (impulsado por el propio partido republicano) y Tea Party Patriots sostenido por FreedomWorks (grupo dirigido por Dick Armey, el ex líder de la mayoría republicana en el Congreso durante la “revolución republicana” de 1994 que responde a los intereses de la industria de la salud y organizó la movilización contra la reforma de Obama).
La ideología del Tea Party es profundamente reaccionaria. En sus filas incluye sectores abiertamente racistas, “nativistas” [22] y fascistizantes (como los que componen las bandas antiinmigrantes), sexistas, homofóbicos y antiabortistas, con predominio de las ideas de la derecha cristiana y el “excepcionalismo” americano como interpretación de la revolución que le dio origen a la república y de su Constitución. Uno de sus propagandistas más conocidos y fundador del Proyecto 9/12, el locutor de Fox News, Glen Beck, agita desde las pantallas que la “elite educada y rica” usa el poder político y estatal para controlar la vida del “hombre común” y adoctrinar a sus hijos, y que Obama es “fascista”, “socialista” o “musulmán”, lo que sorprendentemente es compartido por un alto porcentaje de sus oyentes y simpatizantes del Tea Party. La cruzada de Beck contra el “progresismo” incluye una batalla política e ideológica que se remonta hasta la presidencia de Theodore Roosevelt y su discurso de 1910 sobre el “Nuevo nacionalismo” y la presidencia de Woodrow Wilson, a quien ve como antecesor del New Deal [23].
Por su base social en las clases medias y sus ideas reaccionarias, en el marco de la crisis económica y de la crisis de la democracia burguesa [24], se ha abierto un debate, principalmente entre los intelectuales de izquierda, sobre la naturaleza del Tea Party. La posición más discutida es la de Noam Chomsky, que plantea una analogía entre el Tea Party y el surgimiento del nazismo en Alemania, en un clima de frustración y resentimiento, similar a la crisis de la república de Weimar“ [25].
Sin duda dentro del Tea Party operan grupos semi-fascistas. Sin embargo, a pesar de su evidente ideología de extrema derecha y su programa a favor de las corporaciones, la situación norteamericana hoy no es la de Alemania en los ’30, entre otras cosas, no existe un movimiento obrero organizado al que haya que combatir con métodos de contrarrevolución abierta. El Tea Party más bien parece la instrumentalización por parte de sectores de la derecha y de algunos monopolios de los temores de las capas medias y de su resentimiento ante la elite política a la que percibe alejada de sus problemas, para hacer avanzar sus intereses. Esto va acompañado con una ideología “populista” centrada no en el “pueblo” y el “estatismo”, como había sido la tradición del populismo progresista de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, sino en la exaltación de los individuos, el derecho a la acumulación personal y el libre mercado. El objetivo es desplazar el foco de la responsabilidad por la crisis de los capitalistas y banqueros hacia los sectores más oprimidos y empobrecidos (hacia los inmigrantes, hacia quienes sobreviven gracias a los programas de ayuda estatal, los desocupados y eventualmente trabajadores que resisten recortes y despidos, como los maestros y los empleados públicos) y de esa manera imponer una agenda más conservadora que priorice y preserve los intereses de los grandes capitalistas, por ejemplo, que la reducción del déficit se haga sobre el recorte del gasto público y no implique aumento de impuestos a las patronales.
Si bien es cierto que el conjunto del empresariado y la elite financiera se ha beneficiado con el clima derechista al que ha ayudado la influencia del Tea Party, esto no significa que el Tea Party sea promovido por el corazón del establishment corporativo, que aún no ve la necesidad de recurrir a este tipo de posiciones políticas extremas, ya que el régimen bipartidista tradicional sigue siendo garantía de sus intereses. A excepción de algunos capitalistas como Koch, mayoritariamente, la gran patronal ve con desconfianza el ascenso de un movimiento que tiene entre sus filas a partidarios de la abolición de la Fed o que proponen la liquidación lisa y llana del sistema impositivo y la seguridad social [26].
Tampoco está claro aún si, como plantean algunos analistas, el momento de ascenso “populista” del Tea Party ya ha quedado atrás y ahora empezará un proceso de cooptación por parte del partido republicano para asimilarlo a una derecha “normalizada”.
Aunque por estas consideraciones hoy es prematuro decir que el Tea Party expresa el surgimiento abierto del fascismo en Estados Unidos, indudablemente contiene tendencias fascistas embrionarias, que se expresan no sólo en el racismo contra los inmigrantes, sino también en su política persistente contra la organización sindical, que se desarrollarán en caso de profundizarse la crisis. En ese sentido su emergencia es un alerta para los trabajadores, los inmigrantes, la minoría afroamericana y los explotados en general.
Obama y la decadencia del imperialismo norteamericano
Aunque explícitamente el Tea Party tiene su foco en la política interna y en el plano de la política exterior no tiene una posición unificada, indirectamente es producto de la decadencia imperialista.
La administración demócrata ha decidido concentrarse en la política doméstica, transformada en un campo de batalla de la futura contienda electoral, y en aumentar la competitividad del capitalismo norteamericano para hacer frente a los desafíos que plantea la emergencia de China y a la política agresiva de otras potencias como Alemania [27]. Una muestra de esta orientación fue el discurso sobre el estado de la Unión en el que el presidente solo se refirió marginalmente a las guerras de Irak y Afganistán y a otros temas de política exterior. Según Obama, “el liderazgo norteamericano ha sido renovado”, la guerra de Irak está acercándose a su fin y en Afganistán se habría limitado la influencia de los talibán y se podría iniciar la transferencia de la seguridad al gobierno y las tropas afganas. A esto se agrega que Pakistán estaría colaborando más estrechamente con los objetivos norteamericanos. Además, Obama citó otros ejemplos que a su juicio demostrarían la restauración del liderazgo norteamericano en el mundo, como la aprobación del nuevo Tratado START firmado con Rusia, la imposición de un régimen más duro de sanciones contra el régimen iraní y la presión sobre Corea del Norte para que abandone su armamento nuclear [28].
Sin embargo, la realidad no coincide con este panorama optimista con el que Obama pretendió dar por superada la profunda crisis del poderío imperialista. Estados Unidos aún tiene que dedicar sus recursos a resolver los viejos conflictos de Afganistán, Irak y el Medio Oriente, con un proceso revolucionario que se está extendiendo por todo el mundo árabe, sin poder volcarse de manera decisiva a reforzar su estrategia hacia el Pacífico, donde el ascenso de China como potencia regional plantea los mayores desafíos [29].
En Afganistán, la estrategia de contrainsurgencia copiada casi literalmente de la aplicada por la administración Bush en Irak, no ha dado los resultados esperados. A pesar de haber triplicado la presencia militar –las tropas de ocupación ascienden a 150.000 soldados, 100.000 norteamericanos y 50.000 de otros países de la OTAN– Estados Unidos no logró disminuir las bajas propias ni los ataques contra la población civil. Tras diez años de ocupación, los talibán no solo recuperaron capacidad de combate y control territorial, sino que además, se afirmaron como un actor indispensable para cualquier negociación que permita establecer un gobierno local con mayor legitimidad que el fraudulento y corrupto gobierno de Karzai [30]. La estrategia de “afganización” y contrainsurgencia tampoco funcionó a nivel político. Como era de esperar, las tropas de la ISAF fueron incapaces de ganar “los corazones y las mentes” de la población local, que se mantiene hostil a la ocupación [31].
Bajo la presidencia de Obama, el escenario de guerra se extendió cualitativamente a Pakistán, un aliado dudoso de Washington que a la vez mantiene relaciones históricas con los talibán. Estados Unidos multiplicó sus operaciones militares en territorio paquistaní, exacerbando las profundas tensiones que desgarran la estructura social y política de este país, que además posee armamento nuclear. Si bien Obama reiteró su promesa de comenzar el retiro de las tropas de Afganistán en julio de 2011, la OTAN ya confirmó que las operaciones se extenderían al menos hasta 2014.
Como sintetiza un analista, “No tiene que haber un momento crítico y decisivo para que Estados Unidos enfrente una derrota. Más bien, la derrota acecha en
la incapacidad de obligar a los talibán a detener sus operaciones y en los límites en la cantidad de fuerza disponible que Estados Unidos puede dedicar a la guerra. Estados Unidos puede pelear todo el tiempo que elija hacerlo. Tiene el poder para esto. Lo que parece no tener es el poder para obligar al enemigo a capitular” [32].
Aunque la situación no es tan crítica como en Afganistán, Irak está lejos de haberse estabilizado y los atentados se han vuelto un condimento más de la vida cotidiana. Desde el punto de vista político, luego de un largo proceso de negociación que siguió a las elecciones de marzo de 2010, el primer ministro al Maliki logró un segundo mandato en alianza con el bloque shiita del clérigo Al Sadr, uno de los principales aliados del régimen iraní, derrotando a I. Alawi, el candidato más afín a Washington. Obama continuó la estrategia de reducción de la presencia militar iniciada por Bush, y hacia fines de 2011 debería completar el retiro de unos 50.000 soldados que aún permanecen ocupando el país. Esto inevitablemente incrementará la influencia de Irán tanto en los asuntos internos iraquíes como en el conjunto de la región.
Fracasada la estrategia “dialoguista”, la política de Obama para lidiar con el régimen iraní y su programa nuclear sigue siendo escalar la presión diplomática y económica mediante la aplicación de un régimen de sanciones que cuente con el consenso de los aliados europeos, China y Rusia. De esa manera, tratando de demostrar que el régimen iraní no cumple con las exigencias de la “comunidad internacional”, Estados Unidos prepara el terreno para legitimar el uso de la fuerza militar, una salida por la que no sólo presiona Israel sino también Arabia Saudita y otros aliados imperialistas, para quienes la posibilidad de que Irán desarrolle armamento nuclear cambiaría de manera irreversible el equilibrio de poder en la región. Sin embargo, hasta el momento esta combinación no ha sido efectiva ni para lograr un “cambio de régimen” en Irán ni para obligar a Ahmadinejad a que abandone su programa nuclear.
El imperialismo norteamericano tendrá que lidiar, en esta situación, con un proceso de rebeliones obreras y populares, que se inició en Túnez y se ha extendido a Egipto y otros países del Norte de África, contra los regímenes dictatoriales que han sido los garantes del orden y la estabilidad para los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos y otras potencias imperialistas. Las convulsiones en el mundo árabe amenazan con disparar el precio del petróleo lo que tendría enormes consecuencias para la economía mundial. Para Estados Unidos, la pérdida de aliados estratégicos como el dictador egipcio Hosni Mubarak, que durante tres décadas ha sido una pieza fundamental de la ecuación del dominio norteamericano y su política hacia Medio Oriente, sosteniendo la paz con el Estado sionista de Israel, colaborando con el aplastamiento del pueblo palestino, además de mantener la estabilidad interna con puño de hierro, abre como mínimo una nueva situación de gran incertidumbre.
En el marco de la crisis de la economía mundial, que ya ha cumplido tres años, la debilidad norteamericana para imponer sus intereses a otras potencias imperialistas y países emergentes quedó expuesta en la última reunión del G20 en Seúl, en la que Obama no pudo lograr que China se comprometiera a permitir una revaluación de su moneda en términos beneficiosos para la economía de Estados Unidos, o que junto con Alemania frenaran sus exportaciones. Estos límites volvieron a plantearse durante la visita del presidente chino a Washington a principios de 2011. Esta situación supone políticas agresivas para descargar la crisis sobre el resto del mundo, como la emisión monetaria utilizada por la Reserva Federal [33], lo que profundiza las tensiones geopolíticas y plantea la perspectiva de un enfrentamiento comercial de mayor envergadura.
Para un sector amplio de analistas de la política exterior norteamericana, esta posición debilitada de Estados Unidos en el mundo se relaciona con el endeudamiento del Estado, que algunos consideran que es la “verdadera amenaza para la seguridad nacional”. Según un estudio del Council on Foreign Relations, alrededor del 55% de la deuda federal norteamericana está en manos de inversores extranjeros, 14% privados y 41% corresponde a gobiernos, lo que implica que “el gobierno norteamericano depende de líderes extranjeros, no todos ellos amigables, para financiar sus políticas”. Y concluye que “las superpotencias que se ponen a sí mismas en esta posición tienden a no seguir siendo superpotencias durante mucho más tiempo” [34]. En el mismo sentido, P. Peterson señala que “los déficits estructurales llevarán la deuda pública a niveles sin precedentes e insostenibles que amenazan la competitividad básica y la solvencia del país, plantean el riesgo de una crisis económica de envergadura y socavan el rol de liderazgo mundial de Estados Unidos.” El historiador de derecha N. Ferguson lleva esta conclusión hasta el final, planteando que “hay un juego de suma cero en el corazón del proceso presupuestario: si el pago de intereses consume una porción cada vez mayor de los ingresos, el gasto militar es el ítem con mayores probabilidades de recibir recortes, porque a diferencia de otros programas, es discrecional. (…) Para los enemigos de Estados Unidos en Irán e Irak debe ser un alivio saber que la política fiscal norteamericana hoy está preprogramada para reducir los recursos disponibles para los operaciones militares en los próximos años” [35]. De esta manera, los partidarios de mantener los gastos militares presionan para que el ajuste fiscal se haga sobre los gastos sociales del Estado y la reducción de empleados públicos, exceptuando el área de defensa.
En esta situación se han recreado viejos debates entre “declinacionistas” y “realistas” a quienes se les oponen neoconservadores y partidarios del “excepcionalismo” norteamericano, fundamentado ya sea en las ventajas económicas, tecnológicas y militares que aún conserva Estados Unidos frente a sus competidores, o en ideologías mesiánicas y religiosas. Han resurgido también tendencias unilateralistas y, en menor medida, aislacionistas [36], basadas en el “patriotismo” y el militarismo típico de la derecha republicana, relacionadas con el proteccionismo económico, que presionan para una política más agresiva contra China y otros competidores para hacer avanzar los intereses norteamericanos.
Quizás la metáfora de la decadencia hegemónica haya sido la publicación de 250.000 documentos del Departamento de Estado filtrados a la prensa por el sitio Wikileaks, la mayor filtración de documentos estatales en la historia de Estados Unidos, que muestra el fracaso tanto de la estrategia agresiva neoconservadora y militarista de Bush como de la política “persuasiva” de Obama para superarla. Como dice uno de los tantos artículos sobre la declinación del poderío estadounidense en el mundo, “Estados Unidos nunca volverá a experimentar el dominio global que gozó durante los 17 años comprendidos entre el colapso de la Unión Soviética en 1991 y la crisis financiera de 2009. Esos días quedaron definitivamente atrás” [37].
Perspectivas
A tres años de iniciada la Gran Recesión, la clase obrera y en especial sus sectores más vulnerables –las minorías afroamericana e hispana– son los que sufren más duramente sus consecuencias. Sin embargo, quienes vociferan su descontento y tiñen la situación política con los tonos de la derecha, son por ahora los sectores medios y acomodados agrupados en el Tea Party.
Esto se explica, en gran medida, por la situación de debilidad en que se encuentra la clase obrera norteamericana, como consecuencia de décadas de restauración conservadora y ofensiva neoliberal. Bajo el gobierno de Obama, a pesar de las vagas promesas de facilitar el proceso de organización sindical, fuertemente resistido por las patronales, la tasa de sindicalización siguió cayendo. Según la Oficina de Estadísticas Laborales, el porcentaje de trabajadores sindicalizados pasó de 12,3 a 11,9%, de los cuales sólo el 6,9% corresponde al sector privado. El rol de la dirección burocrática de la AFL-CIO ha sido nefasto, actuando como agente colaboracionista con el gobierno de Obama y las patronales, imponiendo a los trabajadores la pérdida de derechos y salarios, aceptando el chantaje de la crisis, a pesar de que las ganancias empresarias treparon a niveles históricos. Como resultado, en el marco del alto desempleo y de las expectativas en la acción del gobierno de Obama, el nivel de lucha de clases en el país es históricamente bajo.
A pesar de esta difícil situación, surgieron sectores de trabajadores, como los de la educación, que han resistido los ataques, en algunos casos con éxito. Incluso el intento de votación de la racista “ley Arizona” llevó a una gran polarización con el surgimiento de un movimiento que muchos compararon con las luchas por los derechos civiles. Sólo la subordinación de las direcciones de los movimientos sociales permitió desactivarlo y aceptar el veto de Obama a los artículos más virulentos de la ley.
Sin embargo, la crisis económica, la polarización social y política expresada en el surgimiento del Tea Party y la decadencia del imperialismo norteamericano, muestran el desgarramiento profundo que se está gestando en la sociedad norteamericana, que puede llevar a subvertir este panorama. Como dice un editorialista del diario New York Times, “la extrema desigualdad económica es una receta para la inestabilidad social. (…) Los ricos pueden pensar que el pueblo nunca se volverá en su contra. Pero para sostener esa creencia, uno tiene que ignorar la historia turbulenta de los ’30” [38].
Los sectores progresistas justificaron todas las medidas del gobierno de Obama y ahora están desorientados y desmoralizados ante la emergencia del populismo de derecha. Agitando el fantasma del “fascismo” insistirán con su fallida estrategia de “mal menor” manteniendo su subordinación al partido demócrata. Pero justamente esta estrategia del mal menor fue la que impidió que surgiera una alternativa por izquierda y, de hecho, facilitó el ascenso de la extrema derecha. En el próximo período, si las tendencias y contradicciones alimentadas por la crisis económica y la decadencia imperialista se profundizan, estarán planteadas más agudamente las condiciones que permitan que sectores de la clase obrera puedan acelerar la experiencia con sus ilusiones reformistas y abrir un nuevo escenario de la lucha de clases. La movilización de decenas de miles de trabajadores públicos, docentes y estudiantes en Wisconsin que a mediados de febrero salieron a enfrentar los intentos del gobernador republicano recientemente electo, Scott Walker, de liquidar el poder de negociación colectiva de los sindicatos del sector público para poder pasar sus planes de ajuste, y que se ven reflejados en el espejo de la lucha del pueblo egipcio, probablemente sea un anticipo del despertar de los trabajadores norteamericanos.
15 de febrero de 2011
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