Parte I. Cuadro de situación
El fin de año fue propicio para que circularan diversos balances de la década en América latina, cuyo rasgo político más notable ha sido el ascenso de gobiernos que se presentan como progresistas y nacionalistas. Alrededor de ese balance, en las alturas del mundo oficial se contrapusieron el optimismo desmesurado y las autoalabanzas de gobiernos e intelectuales del campo “nacional y popular” a las críticas apocalípticas del polo conservador y neoliberal. Pero en general, puede decirse que prima un cierto “sentido común” que contrapone la “década pérdida de 1980” al neoliberalismo de la década 1990, una “década recuperada” en la que “América Latina conoce una especie de edad de oro política”, como dijera Ignacio Ramonet (según cita Frank Gaudichaud en El Volcán Latinoamericano).
Se espera que los “avances” puedan prolongarse en el decenio que comienza a tono con las perspectivas económicas regionales optimistas a pesar del desarrollo de la crisis capitalista internacional. Así, desde distintas visiones, el presidente del BID pronostica que “esta va a ser la década de América Latina” y Alicia Bárcena, Sec. Ejecutiva de CEPAL, plantea que: “Esta debe ser la década de América Latina en materia productiva, educativa, en disminución de la desigualdad, en el combate a la pobreza”.
Para la mayor parte de la izquierda reformista el componente clave del “cambio” son los proyectos representados por un lado, por el progresismo de los gobiernos de Lula, el Frente Amplio, Lugo, Funes, Ortega o el kirchnerismo y, por otro, los procesos nacionalistas encabezados por Chávez (“revolución bolivariana” y “socialismo del siglo XXI”), Evo Morales (“revolución descolonizadora”) o Correa (“revolución ciudadana”). Ya más sobriamente, voces que apoyaron esos procesos se ven obligadas a admitir el contraste entre las ya viejas promesas de soberanía, mejor distribución de la riqueza, transformaciones y democratización, y los magros frutos de su gestión al frente de los Estados burgueses semicoloniales.
La década de las rebeliones y el “posneoliberalismo”
América latina se convirtió en “tierra prometida del posneoliberalismo”, durante la década pasada, luego de haber sido “campo de experimentación del neoliberalismo” (como dijera Perry Anderson) a fines del siglo XX.
La región ocuparía así un lugar particular en la larga etapa de reacción y “restauración burguesa” (ver “En los límites de la restauración burguesa” en esta revista) de las últimas décadas. La ofensiva contrarrevolucionaria fue muy profunda en respuesta a los desafíos al orden capitalista que había planteado el ascenso revolucionario de los años 1970 en el Cono Sur y la revolución centroamericana a inicios de los años 1980. El agotamiento del viejo patrón de acumulación capitalista de “sustitución de importaciones” y la aguda crisis de los años 1980 empujaron a las clases dominantes locales a disciplinarse al imperialismo y abrazar el programa neoliberal. Pero a pesar de la profundidad de la contrarrevolución neoliberal, el precario equilibrio alcanzado en los años 1990 tuvo escasa duración y estuvo sembrado de crisis financieras y políticas. La recesión regional de 1998-2002 mostró su agotamiento, mientras que la resistencia popular se transformaba en una contraofensiva de masas en varios países, abriendo un nuevo ciclo de la lucha de clases.
Con el cambio de siglo se abrió una fase de crisis agudas y ascenso de masas con tendencias a la acción directa que entre 2000 y 2003 adquirió la magnitud de una suerte de “ensayo general” prerrevolucionario, con episodios como las Jornadas revolucionarias de 2001 en Argentina o el levantamiento insurreccional de octubre de 2003 en Bolivia. En medio de grandes movilizaciones fueron derribados varios de los gobiernos más afines al imperialismo, desde Ecuador y Argentina a Bolivia o Perú, mientras en Venezuela, en abril de 2002 la movilización popular derrotaba un intento de golpe proimperialista. Así, las masas pusieron un freno al avance de la semicolonización, simbolizada en la caída del proyecto norteamericano del ALCA, a los planes de los sectores más concentrados del capital y a algunos de los regímenes más proimperialistas.
Sin embargo estos grandes combates de masas no se transformaron en revolución abierta (aun en Bolivia, escenario de las acciones más avanzadas, se mantuvo la “continuidad institucional”, no se quebraron las FF.AA. ni emergió un poder dual más que de manera efímera y local). Además, el ascenso tuvo un carácter predominantemente popular, campesino e indígena, sin que la clase obrera, que venía muy golpeada por las derrotas anteriores y los efectos de la recesión, pudiera imprimir su impronta y sus métodos ni ganar centralidad en el proceso de lucha para orientar el combate hacia el corazón del orden burgués semicolonial.
Esto facilitó las maniobras burguesas para sortear agudas crisis con el concurso de las mediaciones nacionalistas y reformistas y la burocracia sindical para frenar y desviar el proceso de movilización. En varios países las clases dominantes debieron resignarse a un viraje político y permitir el acceso al gobierno de fuerzas de origen social más plebeyo, capaces de garantizar la contención de esos procesos como forma de salvaguardar el régimen de dominio. A partir de 2003 acceden los gobiernos de Kirchner, Lula, se consolida Chávez, posteriormente asume Evo Morales, lo que va dando cuenta del cambio de escenario político al calor de las nuevas relaciones de fuerza que generaban el ascenso de masas, la crisis de la clase dominante y el debilitamiento del control imperialista. En algunos países, este viraje fue en condiciones de crisis muy agudas como en Venezuela o después de que las masas golpearan, como en Argentina y Bolivia, por lo que la salida tuvo rasgos más frentepopulistas; en otros tuvo un carácter más preventivo y relativamente “en frío”, como en Brasil o Uruguay (se temía entonces un “contagio” luego de las jornadas de 2001 en Buenos Aires).
De esta forma, se pasa a una segunda fase en la década, de estabilización política bajo signo reformista, aunque no exenta de tensiones y crisis localizadas por la confrontación con sectores conservadores recalcitrantes. Los nuevos gobiernos se van consolidando al calor del crecimiento económico, mediando con las distintas fracciones del capital extranjero y nacional y frente a las clases subalternas, para avanzar en su tarea de “descomprimir” las situaciones de crisis y recomponer o reedificar regímenes más acordes a las nuevas correlaciones de fuerza. Recurrirán a una combinación de concesiones democráticas y materiales parciales, a la cooptación de los “movimientos sociales” y los sindicatos, mediante una fuerte y extendida intervención asistencialista del Estado, tendiente a paliar el hambre y las secuelas sociales de la ofensiva neoliberal, y a la renovación/ampliación de la composición política y social de las “élites” estatales. Con todo ello, se logrará paulatinamente “pasivizar” el movimiento de masas, creando una falsa conciencia “posibilista” de un ascenso social gradual y evolutivo en los marcos capitalistas, que prometía un “país de clases medias” (como en Brasil el lulismo) y permitiría “vivir bien” (según Evo).
Sin embargo, esos aprestos reformistas iniciales se van lavando en la medida en que se recompone la estabilidad, aunque se reproducirán situaciones de polarización con una “nueva derecha” apoyada en los sectores más ligados al mercado internacional (como los “escuálidos” venezolanos, el autonomismo oriental en Bolivia o el bloque patronal del “campo” en Argentina), que finalmente retroceden o son derrotados aunque arrancando concesiones y compromisos como en Bolivia, donde el pacto de octubre de 2008 con la derecha congresal “lava” la nueva Constitución, poniéndose un límite a las veleidades reformistas y acentuando la moderación de los gobiernos “populares”.
Progresistas y nacionalistas
Los agentes políticos del giro posneoliberal surgieron o se fortalecieron al calor del ascenso de los primeros años o el deterioro de las viejas mediaciones burguesas. Entre ellos, nuevos fenómenos políticos alentados por la crisis como el ala militar nacionalista que representó Chávez, o una “nueva izquierda” ligada a los “movimientos sociales” (como el MAS en Bolivia); pero también partidos que ya venían jugando un rol como “pata izquierda” de los regímenes (como el PT o el Frente Amplio) o en Argentina, un ala centroizquierdista del viejo peronismo representada por Kirchner. Es un rasgo notable el papel de líderes de origen plebeyo o vistos como ajenos a la desprestigiada “clase política” gestora del neoliberalismo, como Lula (ex metalúrgico), Evo (líder campesino indígena) o el propio Chávez (militar perseguido por sublevarse contra un putrefacto régimen y sus planes neoliberales). Si durante el ascenso estas mediaciones, encarnando distintas variantes de colaboración de clases con la burguesía, jugaron un papel de freno de la movilización, en su ascenso al poder actuaron expropiando políticamente a las masas de sus avances en las calles y en el campo, para canalizar el movimiento en el marco reformista según la consigna que acuñara Evo Morales: “pasar de la protesta a la propuesta”.
En líneas generales, y a partir de su carácter general de gobiernos de mediación y arbitraje que en distinta medida intentan recuperar algún grado de autonomía política estatal con respecto al capital extranjero y la gran burguesía local, se puede caracterizar dos tipos fundamentales: nacionalistas y progresistas o de centroizquierda.
a) Allí donde la descomposición político-estatal fue más aguda o el movimiento de masas golpeó con más fuerzas, el péndulo político osciló más acentuadamente a izquierda, con más confrontación con las clases dominantes y debiendo apoyarse en las masas para ejercer un rol de arbitraje en medio de la polarización política, dando gobiernos de corte nacionalista como el de Chávez, con rasgos bonapartistas sui generis y basado en las FF.AA. y el encuadramiento “populista” del movimiento de masas o, ante la magnitud de la irrupción de masas en Bolivia, un gobierno frentepopulista sui generis (por su base social mayoritariamente campesina e indígena) como el de Evo Morales.
b) Donde los gobiernos “posneoliberales” accedieron en una situación menos crítica, de manera preventiva y con continuidad formal del régimen, tomaron un carácter “progresista” o centroizquierdista moderado, como el de Lula en Brasil o el Frente Amplio en Uruguay, con más consenso burgués, planes más acordes con el empresariado y menos compromisos o concesiones a las clases subalternas. En Argentina, en respuesta a la aguda crisis de 2001, surgió el kirchnerismo, asumiendo rasgos particulares al combinar un carácter “progresista”, de centroizquierda, con ciertos elementos frentepopulistas a partir del rol de los sindicatos.
En general se expresan distintos niveles de crisis de hegemonía, expresada en una “crisis de representación política” de burguesías que no logran estabilizar gobiernos que ejerzan en su propio nombre como lo intentó con el neoliberalismo, y deben tolerar personal político de origen plebeyo en la dirección del Estado , con gobiernos que no toman por propios (“orgánicos”) y cuyos métodos y políticas de contención les resultan onerosos e irritantes pese a los buenos servicios prestados.
Condiciones internacionales favorables
El “éxito” de estos gobiernos en consolidarse y dirigir la recomposición de una relativa estabilidad económica, social y política fueron posibles por dos factores internacionales de fundamental importancia:
a) El dinamismo de la economía mundial, que catapultando la demanda y los precios de las materias primas, motorizó un importante ciclo de crecimiento económico regional entre 2002 y 2008, permitiendo atemperar las agudas contradicciones sociales y políticas y financiar los presupuestos estatales y sus planes de asistencia social;
b) la acentuación de la declinación hegemónica del imperialismo norteamericano, que se expresó en el debilitamiento de la presión imperialista sobre América latina en la segunda presidencia de Bush hijo, luego de cosechar varios fracasos regionales (debido al cambio en las relaciones de fuerza como subproducto del ascenso regional). EE.UU., concentrando esfuerzos en el Gran Medio Oriente (ocupaciones de Irak y Afganistán, etc.) y, más en general, en sus múltiples frentes en Eurasia, debió tolerar una mayor “indisciplina” de las semicolonias latinoamericanas, cediendo mayores márgenes de maniobra que facilitaron la consolidación del chavismo en Venezuela, el auge del MAS en Bolivia y el ascenso de Brasil bajo Lula con pretensiones de “potencia emergente”, entre otros fenómenos.
Pero estos factores internacionales comenzaron a disgregarse ya a fines de 2008. El desarrollo de la crisis capitalista internacional no sólo provoca la recesión de 2009 en la región sino que pese a la subsiguiente recuperación, genera “turbulencias” y complica el escenario económico latinoamericano (como analizaremos más abajo). Entre tanto, el nuevo gobierno de Obama en Washington, bajo un discurso “amistoso”, inicia una contraofensiva sobre América latina en un intento por recomponer su dominación que cuestiona los márgenes de maniobra existentes.
2009, un año clave en la dinámica regional
Por ello puede afirmarse que el año 2009 marcó los límites de la fase “reformista” del posneoliberalismo y abriendo paso a nuevos “vientos reaccionarios” sobre América Latina para tratar de imponer un giro político a derecha ante las nuevas “turbulencias” económicas y el cambio en las condiciones generales: crisis capitalista internacional y contraofensiva imperialista sobre la región.
La recesión regional de ese año se produjo bajo el impacto de la crisis mundial, poniendo término al ciclo de crecimiento 2002-2008, y detonó una primer ronda de ataques empresariales en varios países, la necesidad de varios gobiernos de armar esquemas de “salvataje” para empresas y bancos, y una redoblada presión de las clases dominantes locales por planes económicos y políticos más funcionales a sus necesidades.
Por otro lado, el golpe en Honduras en junio señaló un salto en la presión imperialista buscando contener las tendencias “populistas” y recuperar un mayor grado de control, especialmente en Centroamérica y el Caribe. El triunfo del golpe alentará otros pasos como los acuerdos para facilidades militares en Colombia, el desembarco marine en Haití, etc.
La recesión fue corta y la posterior recuperación económica de 2010 fue importante, aunque desigual y sobre bases más inestables que el crecimiento de años anteriores. Esa reactivación está basada en la forma paradójica en que se desarrolla la crisis capitalista internacional en sus primeras etapas, deprimiendo el centro mientras sectores de la periferia mantienen dinamismo, lo que para América latina implicó mantener mercados y precios para las materias primas y la reanudación de importantes flujos de capital financiero hacia Brasil y algunos otros países.
Entre tanto, la desigualdad en la recuperación y en la intensidad de los “vientos reaccionarios” que soplan tras el triunfo golpista en Honduras contribuyeron a diferenciar la coyuntura política en los dos grandes bloques latinoamericanos:
a) En América latina-norte, que incluye a México, Centroamérica y el Caribe, priman las tendencias reaccionarias. Este bloque, por gravitar fuertemente hacia EE.UU. bajo lazos semicoloniales más estrechos, se vio más golpeado por el deterioro de la economía norteamericana y, debido a la escasez relativa de materias primas valorizadas, la recesión de 2009 fue más aguda y la recuperación más débil, mientras que es el escenario principal del redespliegue imperialista, incluyendo una mayor presencia militar y operaciones como en Haití y Costa Rica o la mayor “asistencia contra el narcotráfico” a México, lo que alentó el avance de la reacción desde el golpe hondureño.
Un elemento de gran importancia es la crisis estatal en México –un país de grandes dimensiones y que juega un rol clave en la estabilidad geopolítica regional–. El Estado mexicano muestra elementos de descomposición bajo los efectos deletéreos del fenómeno narco, y cuyas raíces hay que buscarlas en el salto en la semicolonización del país que significaron el NAFTA y la transición del bonapartismo priísta a una “democracia” fuertemente degradada que dejó en pie muchas de las lacras del viejo régimen. Mientras el gobierno de Calderón implementa un giro represivo, privatista y antiobrero, asestando golpes a los trabajadores como la derrota de los electricistas, aumenta la injerencia de EE.UU., incluyendo la actuación de sus agencias de seguridad en suelo mexicano.
Si bien hubo importantes procesos de masas en la década (la lucha contra el “combo” en 2000 en Costa Rica, las protestas contra el fraude de 2006 en México, la resistencia haitiana, entre otross) fueron derrotados o no lograron transformarse en una contraofensiva. Los recambios políticos con pretensiones reformistas con el acceso del FMLN (El Salvador), donde Funes se mantiene más que moderado, y el FSLN (Nicaragua) con la retórica de Ortega fueron más limitados y sufrieron una derrota con el derrocamiento de Zelaya. Debido a su dependencia de EE.UU. y escasez relativa de recursos naturales valorizados, la recesión de 2009 fue más aguda y la recuperación débil, mientras que fue más violento el avance reaccionario, como mostró el golpe de Honduras y la posterior represión a la resistencia, y el rumbo de los gobiernos derechistas en Costa Rica y Panamá, estrechando lazos con EE.UU. además de la fuerte polarización (como muestra el conflicto fronterizo entre Costa Rica y Nicaragua). En este contexto, Cuba está ingresando en una fase crítica donde la aplicación de reformas económicas y ajustes hace crecer la amenaza de desbarranque hacia la restauración capitalista.
Pero el avance reaccionario, provocando polarización en medio de fuertes elementos de crisis, genera también tendencias a la persistente resistencia de masas como la hondureña o haitiana, huelgas obreras y luchas estudiantiles en Panamá, Puerto Rico y otros procesos (hay que recordar la huelga general de Guadalupe en 2008).
b) En Sudamérica primó una fuerte reactivación económica y las presiones por derecha se dan más amortiguadas, bajo predominio “posneoliberal”. La subregión se benefició del buen mercado para las materias primas, lo que permitió la continuidad de una relativa “calma social”, mientras que la presión yanqui se ve amortiguada a pesar de contar con el régimen colombiano como puntal contra el bolivarianismo y frente a las aspiraciones de Brasil. Por ello, el giro político a la derecha, si bien contó con triunfos electorales como el de Santos (Colombia) y Piñera (Chile), se expresa de manera más mediada, con continuidad del escenario político “progresista” tras el triunfo electoral de Dilma Roussef en Brasil y las perspectivas de un segundo gobierno para Cristina Fernández de Kirchner (CFK) en Argentina.
En síntesis, en la coyuntura política hay movimientos convergentes “hacia el centro” buscando un nuevo punto de equilibrio para no arriesgar la “gobernabilidad” en momentos en que prima el crecimiento en la mayoría de los países sudamericanos. Los gobiernos “posneoliberales”, sean nacionalistas o progresistas buscan “normalizarse” en la gestión del Estado burgués y mejorar sus entendimientos con la burguesía y el imperialismo y se endurecen frente a las presiones de las clases subalternas que emergen en su flanco izquierdo, lo que puede dar pie a distintos elementos de polarización y actividad obrera y popular como muestran Argentina (huelgas obreras, polarización ante las acciones de los más explotados y oprimidos como en las tomas de tierras urbanas o las luchas de tercerizados) o Bolivia (desde la “rebelión fabril” o el paro cívico de Potosí al rechazo al “gasolinazo” de Evo).
Nacionalismo en declinación
A fines de 2010-inicios de 2011 se plantea un nuevo punto de inflexión en la política regional: los gobiernos nacionalistas y progresistas acentúan ese giro a derecha, como simboliza el frustrado “gasolinazo” de Evo Morales en Bolivia –una cruda medida de “ajuste” antipopular derrotada por la airada reacción popular–. Claro que, como muestra el ajuste de Piñera de los precios de combustible en el sur chileno, medidas así también las toman gobiernos de derecha, pero esa fue la expresión más notable de un curso que involucra a Chávez (con un una nueva devaluación y la adopción de medidas antidemocráticas), CFK (que endurece la política gubernamental ante los reclamos de sectores de trabajadores tercerizados y pobres urbanos mientras la inflación erosiona el poder adquisitivo del salario), Correa (en un franco giro represivo y a derecha) o Dilma Rouseff, que asume en continuidad con el programa lulista pero virando también a derecha para buscar mejores relaciones con EE.UU. y en medio de debates sobre una posible devaluación del Real. El posicionamiento de Mujica en Uruguay contra las huelgas, el rumbo del gobierno Lugo en Paraguay, se inscriben en ese movimiento. Puede estar gestándose un escenario donde el viraje a la derecha del progresismo y el sesgo bonapartizante de los gobiernos nacionalistas lleve a mayores contradicciones con sectores de su base social obrera y popular.
Como muestra Argentina, aún en un cuadro de crecimiento económico, pasividad de masas y predominio progresista, pueden comenzar a gestarse condiciones para el avance de sectores de vanguardia, preparatorios de choques mayores en la lucha de clases. En Bolivia, que ya ha visto importantes luchas obreras y populares en 2009, es posible que continúe desarrollándose un proceso ante la carestía de la vida y las medidas del MAS.
Este rumbo confirmaría que, como afirmamos desde 2009, el momento más alto de los gobiernos nacionalistas (y progresistas) ha quedado atrás. Ha comenzado la declinación del nacionalismo en sus pretensiones de hegemonía política sobre el movimiento de masas –lo que no significa que no siga cosechando triunfos electorales y manteniendo una amplia base popular–. Las turbulencias en el horizonte económico y político internacional los empujan a querer “normalizarse” en términos burgueses, contemporizando con el imperialismo, buscando mayores acuerdos con la clase dominante y endureciéndose ante las presiones populares e incluso tomando medidas de “ajuste” puesto que se achican los márgenes para las políticas de contención social. De hecho, los proyectos nacionalistas y progresistas, lejos de ser un muro contra la reacción y el imperialismo, se adaptan cada vez más y cuando la crisis económica golpee la factura más abultada de sus costos les será presentada por los “gobiernos populares” a los trabajadores y el pueblo.
Perspectivas
En realidad, este año se inicia bajo el signo de un contraste creciente entre la visión “optimista” de la coyuntura latinoamericana, de las posibilidades progresistas y nacionalistas y las contradicciones estructurales de la región en tiempos de crisis capitalista, lo que expresa en última instancia el trastocamiento del contexto internacional con que contaron los gobiernos latinoamericanos en los últimos años.
Los pronósticos económicos apuntan a un menor ritmo de crecimiento, del orden del 4% menos, para 2011 y 2012. La coyuntura de recuperación actual se mueve entre dos oleadas de la crisis mundial y si las nuevas tensiones internacionales, entre el ajuste europeo, las amenazas de una guerra monetaria y las repercusiones de la rebelión árabe se generalizan como ocurrió con el impacto recesivo de fines de 2008, podrían tener efectos desestabilizadores mayores para toda América latina.
De hecho, las “turbulencias” en el panorama internacional están acumulando dificultades ante ciertas desproporciones en la economía y en las cuentas fiscales, como los desajustes cambiarios (que pueden llevar a políticas devaluatorias y proteccionistas), la inflación (como en Argentina, Venezuela y Bolivia) y las presiones sobre las cuentas fiscales que obligan a una línea más “conservadora” para cuidar el “equilibrio macroeconómico” (como dice CEPAL) y restricciones a las demandas salariales para proteger la rentabilidad empresaria.
Están planteados los umbrales, todavía indefinidos, de una nueva etapa en América latina, cuyas coordenadas podrían estar dadas por la resistencia frente a los avances del imperialismo y la reacción, la lucha contra los ataques capitalistas y el avance de la experiencia política con gobiernos que presentándose como populares, no podrán sino administrar la crisis a costa de los trabajadores y el pueblo pobre. Esto podría conducir a procesos más “clásicos” de lucha de clases, es decir, con la clase obrera jugando un rol protagónico en el movimiento de masas.
Si bien la recuperación de 2010 enlentenció ese tránsito ¿continuará este cuadro bajo los efectos de un dinamismo económico que se prolongue más allá de 2011? ¿O bajo los efectos de un nuevo agravamiento de la situación internacional se abrirán las puertas de una desestabilización mayor?
Hoy, los fenómenos más activos de la crisis económica, de los cambios políticos y de la lucha de clases se han trasladado a Europa –expresión de la crisis de esa gran empresa imperialista que es la Unión Europea– y a la crisis del mundo árabe. A las movilizaciones de los trabajadores y jóvenes franceses, griegos y de otros países europeos hay que sumar el gran proceso de lucha de clases que, luego de la caída revolucionaria del gobierno en Túnez, tiene su punto más alto en Egipto, sin olvidar las señales iniciales del despertar del nuevo proletariado asiático. La hoy relativamente estable –todavía– Latinoamérica hace una década anticipó con sus crisis y movilizaciones el principio del fin de la larga etapa de reacción, ¿estará llamada a sumarse al nuevo proceso internacional de lucha de clases en puestos avanzados?
Parte II. Promesas y realidad
Hay una enorme distancia entre las promesas y discursos de Chávez, Evo, Kirchner e incluso los mucho más moderados Lula o el Frente Amplio, y la realidad después de años de gobernar contando con favorables condiciones económicas, políticas e internacionales. Y esa distancia se manifiesta precisamente en los temas que son sus banderas: “soberanía”, “transformación económica”, “inclusión social” y “democratización”. En sus programas y “obras” al servicio de la contención y la colaboración con la burguesía nacional, han mostrado su naturaleza de clase, su sujeción y defensa del orden burgués y sus estrechas limitaciones ante los problemas democráticos más acuciantes.
A. Promesas de soberanía y claudicaciones ante el imperialismo
Los gobiernos “progresistas” mantuvieron buenas relaciones y escasas fricciones con Estados Unidos y el capital extranjero. Los gobiernos nacionalistas fueron poco más allá de la retórica antinorteamericana, incluso en el caso de Chávez y Evo. Pero ninguno de estos gobiernos asumió medidas de fondo hacia la ruptura con el imperialismo, como hubieran sido el no pago de la deuda externa, la renacionalización
de las empresas y servicios públicos enajenado en los años 1990, la nacionalización de los recursos naturales en manos de mineras, petroleras y agroindustrias extranjeras o la denuncia de los viejos pactos políticos y militares con Washington. Peor todavía, han terminado aceptando el mayor despliegue militar estadounidense, que apunta sobre la región con la reactivación de la IV Flota, “ejercicios conjuntos”, facilidades militares en Colombia, acuerdos “contra el narcotráfico” con México, Costa Rica, etcétera.
Estados Unidos está desplegando una política más agresiva para recomponer su dominación sobre América latina, política que enfrenta fuertes contradicciones y que el debilitamiento del gobierno de Obama pone en dificultades, pero que persigue objetivos de orden estratégico, porque simplemente el imperialismo no va a “resignarse” pacíficamente a perder el dominio regional, sino que la crisis misma lo acicatea a retomar control.
América latina es un teatro secundario, pero no desdeñable, de las rivalidades interestatales que cruzan la economía y la geopolítica mundiales. La “revalorización” de los mercados y recursos naturales locales alienta la creciente concurrencia de China y la competencia europea y japonesa. Además, las pretensiones de Brasil como potencia regional, los escarceos nacionalistas de Venezuela y otros países, los fenómenos de crisis como en México, acentúan la “preocupación” de Washington por la “seguridad” regional.
Al comienzo, Obama implementó un “cambio de estilo” más dialoguista luego de los fracasos del “unilateralismo” de la era Bush e invitó a constituir una “nueva alianza” a los países de la región, apoyándose en México, Colombia y Brasil, pero al servicio de los mismos objetivos de fondo y como “envoltura táctica” del movimiento para recuperar “autoridad” política en la región, apoyándose en un redespliegue militar.
Los gobiernos latinoamericanos han sido incapaces de enfrentar esta contraofensiva y más bien, ante cada movida del imperialismo, como ante el golpe de Honduras, la reactivación de la IV Flota, los acuerdos militares con Colombia y Costa Rica, el desembarco marine en Haití, etcétera.
El rol de Brasil y sus límites
En este cuadro, muestra su inconsistencia la apuesta a que el ascenso de Brasil como “potencia emergente” permitiría jugar un papel autónomo a América del Sur. De hecho, el verdadero rol “geopolítico” de Brasil es el de un interlocutor y aliado/agente clave del imperialismo en Sudamérica, como mostró “conteniendo” al chavismo y a Evo, y jugando un activo papel a favor de la estabilidad regional en todos los casos de crisis políticas (Bolivia) o choques bilaterales (Colombia-Ecuador/Venezuela).
Bajo los gobiernos de Lula la economía brasileña se expandió a un ritmo considerable, siendo visto como parte del BRIC (es decir, junto a China, India y Rusia, el grupo de países grandes “en desarrollo”). Entre 2003 y 2010 la economía brasilera pasó de la décimosegunda a la octava posición entre las mayores del mundo, con un Producto Bruto Interno (PBI) de US$ 2 billones en este año. Paralelamente desplegó una política ofensiva para emerger como actor internacional con ambiciones propias, buscando asentar su liderazgo regional desde UNASUR, tendiendo lazos con Irán y el Mundo árabe, lo que implica rediscutir con el imperialismo sus atribuciones y, por tanto, es fuente de fricciones con EE.UU..
Sin embargo, ese crecimiento no ha alterado el carácter fundamental del Brasil como una economía dependiente, donde las trasnacionales tienen un enorme peso y no hay un desarrollo autocentrado, autónomo, pese a la presencia de un puñado de grandes monopolios locales que se expanden internacionalmente. Además, el crecimiento brasileño ha sido, en realidad, más lento que el de otros países, como China o India y más alejado de las ramas de punta en tecnología y productividad. Brasil está sujeto a lazos semicoloniales con el imperialismo, si bien de carácter especial, más laxos, dado que por sus dimensiones, demografía y grado relativo de industrialización, en la actual correlación de fuerzas no puede ser tratado bajo las mismas pautas que semicolonias menores y mucho más directamente subordinadas, como Colombia, Argentina o los países centroamericanos.
En suma, tesis como la del “subimperialismo” brasileño no tienen sustento sólido. Entre las aspiraciones de “potencia emergente” y la debilidad estructural de su base económica, fuertemente dependiente del capital extranjero, en una formación social plagada de contradicciones y desarrollos desiguales y combinados, hay una contradicción histórica que tarde o temprano hará crisis. Por lo pronto, con el nuevo gobierno de Dilma, la tendencia es a contemporizar con Washington y reducir los acentos independientes de su política internacional (ya ha renunciado a mediar ante Irán). En América latina, esto significa retroceder ante las exigencias yanquis, como ya lo viene haciendo, y revela la inconsistencia de la tesis de un bloque regional autónomo liderado desde Brasilia para pelear por un mundo “multipolar”.
Ni UNASUR ni ALBA son alternativas para la unidad latinoamericana
La constitución de UNASUR fue presentada como la constitución de un bloque regional detrás de una política independiente de los designios de Washington. Inspirada por Brasil, se la supuso una alternativa al viejo “sistema panamericano” de la OEA, es decir, a los mecanismos tradicionales de subordinación al imperialismo. Sin embargo, a pesar de las declamaciones y algunos roces, se ha mantenido en los marcos de la colaboración con el imperialismo y sus agentes regionales más directos, como lo muestra su actuación en distintas crisis políticas y diplomáticas. La intervención conjunta de la OEA, Lula y Kirchner ante la asonada autonomista de 2008 en Bolivia respaldó el pacto con la derecha como salida a la crisis introduciendo toda clase de garantías y concesiones a la burguesía y los terratenientes en el texto aprobado por la Asamblea Constituyente. Ante la ruptura de relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela, Kirchner viabilizó el acuerdo sellado por el abrazo entre Santos y Chávez que garantizaba los objetivos de “seguridad” en sus fronteras del régimen colombiano que busca aislar y aplastar a la guerrilla. UNASUR debió tragarse “el sapo”
de los acuerdos militares entre EE.UU. y Colombia que viabilizaban la instalación de nuevas bases y facilidades ampliadas para los militares yanquis en ese país. En suma, UNASUR no va más allá de una instancia diplomática para el regateo y la negociación con el imperialismo.
Por su lado, el ALBA, es un acuerdo defensivo conformado en torno a la alianza de los gobiernos de Caracas, La Habana y La Paz. Políticamente y más allá de la retórica y los discursos de ocasión en cada “cumbre”, cada socio ha privilegiado sus intereses nacionales y nunca se propuso –ni podía hacerlo– una alternativa antiimperialista porque aunque exhibiendo políticas internacionales autónomas en ciertas ocasiones, su objetivo es negociar con Estados Unidos y las grandes potencias y no desarrollar una lucha continental para expulsar al imperialismo. Por todo ello, el ALBA se ha ido desdibujando cada vez más como bloque y terminó subordinándose en todos las cuestiones decisivas a la política más moderada impuesta por Brasil, y de hecho, a una línea contemporizadora con el imperialismo y sus intereses fundamentales.
En Haití se cubren de oprobio los progresistas
En Haití los progresistas se cubren de vergüenza como gendarmes en la escandalosa ocupación “humanitaria” por cuenta del imperialismo. En lo que es todo un símbolo, son cómplices y auxiliares en la reducción de este país a un status de virtual “protectorado” bajo la ocupación militar integrada por tropas latinoamericanas con el mandato de la ONU, es decir, según los designios de Estados Unidos y Francia. Estados Unidos aprovechó el terremoto de comienzos de 2010 para desembarcar a miles de “marines”, en una demostración de fuerzas que ratifica sus “atribuciones” sobre el Caribe, a lo que tuvieron que resignarse los mandos latinoamericanos.
Si bien Chávez se ha pronunciado por el fin de esta ocupación, Evo Morales, el Frente Amplio, Lula, los Kirchner, contribuyen con tropas militares y policiales a las fuerzas de la MINUSTAH que sostienen en el gobierno a corruptas y reaccionarias camarillas como la de Preval, reprimen las protestas de las hambrientas masas haitianas y son cada vez más rechazadas entre la población.
El país más pobre de América latina está sumergido en una catástrofe social sin precedentes, como secuela de la expoliación histórica por el imperialismo que sostuvo a la sanguinaria dictadura de los Duvalier (padre e hijo), a la que se suman los desastres naturales como el devastador terremoto, la intervención “humanitaria” de la “comunidad internacional” y las ONG y el rol represivo y opresor de la propia ocupación.
A seis años de intervención militar, el imperialismo y sus aliados no han logrado estabilizar el país ni recomponer un régimen viable en lo que consideraban un “Estado fallido”, y por el contrario, sus intentos de “modernizar” la economía haitiana como un paraíso de mano de obra barata y enclaves turísticos para los monopolios, principalmente norteamericanos, destruyendo al agricultura campesina, han agravado la situación al extremo.
La “solución política” impuesta por la OEA-MINUSTAH frente a un proceso electoral fraudulento y antidemocrático no puede ocultar, a fin de cuentas, la crisis del proyecto de ocupación, cuyo velo de legitimidad “democrática y humanitaria” se está desgarrando y donde los gobiernos de la región evidencian su subordinación a los intereses estratégicos de Estados Unidos.
Honduras y la impotencia ante el golpismo
La capitulación ante Estados Unidos y sus protegidos, los golpistas hondureños, es una muestra cabal de la impotencia de progresistas y nacionalistas frente a la reacción. El golpe de junio de 2009 contra “Mel” Zelaya constituyó un grave paso reaccionario, en el marco de la política del imperialismo y las oligarquías centroamericanas de “frenar el avance del populismo”. La diplomacia norteamericana impuso el proceso de negociación con los golpistas a través de sus agentes dilectos como el ex presidente costarricense Arias, contribuyendo así a la consolidación del golpe y posteriormente a su “legalización” mediante las fraudulentas elecciones que llevaron a Porfirio Lobo a la presidencia. Brasil, Argentina, entre otros, se subordinaron a esta línea aunque hasta hoy cuestionan formalmente la legitimidad de Lobo que, con apoyo imperialista, se fue asentando sobre la represión y el desgaste del amplio movimiento de resistencia.
El zelayismo, influyente en la dirección del Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP) y otras organizaciones de la resistencia, facilitó esta tarea apostando en todo momento a la negociación por arriba –incluso con “jugadas” audaces como el retorno temporal de Zelaya a Tegucigalpa para albergarse en la Embajada brasileña–, y negándose siempre a desarrollar la movilización de masas hacía una huelga general activa e indefinida ya que este camino amenazaría abrir las puertas de un desborde revolucionario. Zelaya terminó acordando su salida del país y se impuso la antidemocrática salida electoral que con Lobo, pretende legitimar y consolidar los objetivos del golpe. El resultado de esta política no podía ser más que la derrota, pese a la combatividad y persistencia del movimiento de resistencia. Chávez y con él Evo Morales, Correa y los gobiernos del FSLN y el FMLN, apoyaron a Zelaya y la línea negociadora, y en ningún momento organizaron una campaña de movilización continental que pudiera alentar a la resistencia hondureña a dar un salto y desvirtuara la política de “normalización” electoral impuesta por EE.UU. y sus agentes, lo que además era vital para enfrentar la contraofensiva yanqui, que desde entonces se apoya en los gobiernos de derecha como el de Chinchilla en Costa Rica para reafirmar el giro reaccionario e incrementar su presencia incluso militar en toda la cuenca del Gran Caribe.
Una vez más, se reproduce la lección que tantas derrotas y tanta sangre ha costado en el pasado a los pueblos latinoamericanos: los gobiernos nacionalistas y populistas son incapaces de organizar una lucha consecuente contra la reacción y el golpismo, porque eso significaría impulsar una movilización de masas contra las instituciones del régimen burgués, entre ellas las FF.AA., pero también contra el poder y la propiedad de la oligarquía y los grandes grupos capitalistas, es decir, contra el orden burgués del que son parte y al que se deben.
Cuba y el rol de los “gobiernos amigos”
El año 2011 apunta a ser un año clave para el proceso cubano. El gobierno de La Habana busca una salida a la crisis económica implementando un programa de cambios, con ataques a conquistas de los trabajadores y nuevas concesiones “de mercado” y al capital extranjero que empujan aún más hacia el despeñadero de la restauración capitalista. El contenido del proceso político abierto con el llamado al VI Congreso del PCC es imponer ese programa, definido en los “lineamientos de Política Económica y Social” y asegurar su continuidad preparando la sucesión a la “generación histórica”. Este camino puede llevar a la destrucción de las conquistas de la revolución que, si bien gravemente degradadas, aún sobreviven mediante una “vía cubana” a la restauración, es decir, que mantenga el monopolio del poder político en manos de la burocracia como en los “modelos” de China y Vietnam.
Después del “período especial” de los años 1990, la colaboración venezolana (con la provisión de petróleo y otros acuerdos en el marco del ALBA), el intercambio económico y las relaciones diplomáticas con la mayor parte de los países latinoamericanos proporcionaron un respiro a Cuba. En este alivio se reflejaban las nuevas relaciones de fuerza sociales impuestas por el ascenso continental que contribuyeron a contrapesar la presión imperialista por imponer una “apertura” drástica mediante el bloqueo. Por supuesto Cuba necesita ampliar sus relaciones económicas y diplomáticas y tiene pleno derecho a recurrir a diversos acuerdos para maniobrar frente al imperialismo. Pero el papel de la colaboración de los gobiernos progresistas y nacionalistas tiene doble filo, pues alienta las tendencias restauracionistas en la burocracia gobernante, a través de iniciativas comunes, como las emprendidas con el “socialismo con empresarios” de Chávez o del papel de los grandes grupos brasileños interesados en “invertir” en Cuba. Para los gobiernos burgueses del área, las buenas relaciones con el gobierno castrista permiten contar con una carta en los regateos con el imperialismo. Además, les permite rodearse de una aureola izquierdista al usufructuar la imagen de la Revolución Cubana en el imaginario colectivo latinoamericano. El destino de ésta se determinará en la lucha de clases pero el papel histórico de los gobiernos burgueses “amigos de Cuba” está del lado de la burocracia y la restauración y no del lado del proletariado cubano y la lucha por la defensa de sus conquistas revolucionarias.
B. Ni “desarrollo” ni transformación: un ciclo de crecimiento dependiente
Nacionalistas y reformistas de todo tipo propusieron “salir del neoliberalismo” por medio de cambios graduales mediante una mayor regulación estatal que permitiría iniciar el despegue económico “humanizando el capitalismo”. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, tras largos años de gobierno en condiciones favorables no hay ninguna superación de las contradicciones estructurales del capitalismo semicolonial latinoamericano.
La gestión de los gobiernos posneoliberales tuvo a su favor un contexto de importante crecimiento, pues el ciclo 2002-2008 fue el de mayor expansión en décadas. La imagen optimista del paso de una “década recuperada” a una naciente “década de América latina” remite a la idea de que “la periferia ha reemplazado al centro como motor de crecimiento” y América latina, como parte de ella, habría iniciado el ansiado despegue que llevaría a un país tras otro a “emerger” y alcanzar un desarrollo pleno.
Estas interpretaciones presuponen que la recesión regional de 2009 habría sido un breve episodio tras el cual se retomaría la senda de un crecimiento sostenido a largo plazo, pero América latina no está al margen de la crisis capitalista global.
El primer momento de agudización de la crisis global a partir de la caída de Lehman Brothers repercutió con la recesión regional de 2009, que contrajo un 2% el PBI latinoamericano, golpeando duramente a México (-7% de PBI), Centroamérica, Chile, Venezuela, entre otros, y obligó a los gobiernos a intervenir con costosos “salvatajes” de empresas y medidas anticíclicas como en Brasil, Argentina o Chile.
En un segundo momento se inició una importante reactivación que en 2010 permitiría un incremento del 5,7% del PBI regional. La misma fue desigual, más débil en México, Centroamérica y el Caribe, más golpeados por la crisis norteamericana, más acentuada en Sudamérica debido a que continuó la demanda asiática de materias primas con altos precios y se reanudó la afluencia de capitales (ese año entraron en la región más de 100.000 millones de dólares como IED), posibilitando incrementos de un 7% del PBI en Brasil, el 8% en Perú o el 7%-9% en Argentina.
Se expresa así un comportamiento paradojal debido al desarrollo desigual y con ritmos cambiantes de la crisis internacional, con fluctuaciones contradictorias entre las distintas partes de la economía mundial que “beneficiaron” a la región: las tendencias recesivas en el centro conviven temporalmente con el dinamismo en sectores de la periferia. América latina se torna más atractiva a corto plazo para el capital extranjero ávido de rentabilidad (mercados, recursos naturales y mano de obra barata) y refugio financiero. Pero eso no implica que se hayan restaurado condiciones para un crecimiento orgánico y de largo plazo. Cabría recordar que la anterior época de crisis internacional iniciada con la recesión estadounidense de 1971 se caracterizó también por desarrollos desiguales y cambiantes entre centro y periferia. En la primera mitad de los años 1970, el mundo semicolonial se “benefició” por un corto lapso de los altos precios del petróleo y las materias primas y del exceso de capital sin empleo en el centro. En América latina este proceso le dio cierta sobrevida al agotado patrón de acumulación basado en la “sustitución de importaciones” alimentando la colosal expansión de la deuda externa que llevaría al desmoronamiento regional de los años 1980.
El ciclo “dorado” 2002-2008 ha terminado y las condiciones internacionales que lo alimentaron se están disgregando, si bien la demanda de materias primas y los flujos financieros hacia América latina actúan como contratendencias a nivel local.
Por todo un período, la economía internacional tuvo a Estados Unidos como “motor” en tanto gran “comprador en última instancia” y a China y Asia oriental como “talleres del mundo”, lo que benefició a las economías sudamericanas proveedoras de materias primas como partícipes de tercero o cuarto orden en ese esquema, sin que se revirtiera la pérdida histórica de posiciones de América latina en el comercio y la producción mundiales. Por el contrario, aún en el período reciente, el ritmo de crecimiento siguió siendo menor al de las economías asiáticas y fuertemente dependiente del sector exportador.
Nuestro continente profundizó su inserción subordinada en el mercado mundial respecto de los polos más dinámicos de la economía mundial, no sólo ante las economías imperialistas, sino también en tanto proveedor de insumos para los “talleres del mundo” asiáticos. Durante los últimos años, esto favoreció la diversificación de mercados y lazos económicos para Sudamérica, pues China está desplazando a la Unión Europea del segundo puesto después de EE.UU. como socio comercial de varios países (entre ellos Brasil), pero al mismo tiempo, China y Asia oriental se convirtieron en proveedores de bienes manufacturados que compiten y desplazan a la industria local. En el caso de México, Centroamérica y el Caribe, el esquema de acumulación estrechamente supeditado a la economía norteamericana se apoyó en la “exportación de sudor” a través de las maquilas o con la emigración masiva de mano de obra barata que retornaría remesas y en los servicios turísticos.
La crisis señala el agotamiento de ese esquema y la vulnerabilidad estructural de la posición latinoamericana. Con Estados Unidos en extrema debilidad económica y decadencia política (aspecto que desarrollaremos más adelante), Europa en ajuste y China empujada a replantearse su estrategia de crecimiento exportador, el comportamiento a mediano plazo de los productos básicos es poco previsible, mientras que la recomposición del flujo de capitales hacia la región está directamente relacionada con los temblores en las finanzas mundiales, y por tanto, son cuestionables las perspectivas optimistas.
El neodesarrollismo y su variante seminacionalista
Los programas económicos de los gobiernos pos neoliberales buscaban avanzar en una especie de neodesarrollismo acomodándose a las tendencias fundamentales impuestas por el mercado internacional a través de la creciente “especialización exportadora” de energéticos, materias primas y algunos pocos rubros industriales (como en el caso de Brasil y en menor grado, en algunos otros países), por lo que no es de extrañar que a lo largo del período no hubiera diferencias cualitativas en el comportamiento de los países con gobiernos “populares” frente a otros “neoliberales”, siendo movidos por los mismos motores básicos: marcada dependencia de las exportaciones de materias primas y de los flujos de capital extranjero y con altos niveles de explotación obrera.
Los “modelos” en boga se limitan más bien a tratar de retener en el ámbito interno una cuota mayor del “excedente” –en particular de las rentas petrolera, agraria o minera– para dinamizar la economía nacional y financiar sus políticas de contención social y obras públicas. Para ello buscaron un equilibrio en base a compromisos económico-políticos entre los intereses de las transnacionales y las clases dominantes locales, así como entre el conjunto del capital y el proletariado y las clases subalternas, con el mínimo de concesiones posibles.
Así, el plan económico conservó alto grado de continuidad con la herencia de los años 1990 en Brasil, manteniendo básicamente el consenso entre los distintos intereses capitalistas en un marco “social-liberal” que ni siquiera apuesta a una industrialización intensiva y otorga peso a los intereses agroexportadores y financieros. Algo similar podría decirse del “modelo” frenteamplista en Uruguay. El “modelo nacional y popular” de los K en Argentina, adoptó una orientación neodesarrollista sin revertir las privatizaciones y apoyándose en un peso devaluado.
Por otra parte, en Venezuela y Bolivia la política económica asumió rasgos seminacionalistas por la necesidad, en economías muy atrasadas y dependientes, de recuperar al menos parte de la crecida renta petrolera para el Estado, ante el extremo grado de enajenación impuesto por los pulpos del sector en la década de 1990, pero sin alterar el esquema de fondo de asociación con el capital extranjero, como mostraron distintos acuerdos petroleros, mineros, etcétera. En Venezuela, a una reestructuración en PeDeVeSa, la gran empresa petrolera de propiedad estatal, se fue agregando la nacionalización (por recompra a precios de mercado en la mayor parte de los casos) de varias empresas e industrias, algunas de importancia como SIDOR, conformando un sector de empresas públicas y “mixtas” considerable. La llamada “nacionalización inteligente” del gobierno de Evo Morales, consistió en la renegociación de nuevos contratos con las transnacionales y la reconstitución de YPFB como “holding” estatal con la recompra de acciones de una parte de la industria petrolera. Junto a ello, se reconstruyó un cierto sector de empresas públicas por el mismo método.
La ampliación de la intervención estatal, recreando un sector “capitalista de Estado” intenta ampliar las bases de la acumulación nacional, sin alcanzar el nivel de los esquemas latinoamericanos de los años 1950 y 1960, está supeditado al mercado, la colaboración con el empresariado local y las transnacionales y el cumplimiento del pago de la deuda externa y demás “compromisos internacionales”. No es casual que al cabo de la década Venezuela y Bolivia sigan siendo tan dependientes de los hidrocarburos o la minería, no hayan encarado ningún verdadero proceso de industrialización y deban importar buena parte de los alimentos demuestra la impotencia del programa neodesarrollista para lograr un “despegue” del desarrollo.
Bajo el peso del capital extranjero y la expoliación imperialista
A pesar de las promesas de nacionalización económica, el peso de las transnacionales en los sectores decisivos de las economías se mantuvo en la mayoría de los países: la gran minería, una alta proporción de las industrias de punta, buena parte de la banca están dominadas por filiales de capital extranjero, intereses multinacionales han penetrado profundamente en el “agrobusiness”, controlando la comercialización e insumos claves como los fertilizantes, semillas, etc.
En Argentina, el “modelo nacional y popular” no revirtió la penetración de las trasnacionales: como en los años 1990, un tercio de las 500 mayores empresas son extranjeras. En Bolivia, la minería ha sido entregada a las trasnacionales (salvo la mina Huanuni, cuya nacionalización fue impuesta tras una lucha de años por sus trabajadores) y las petroleras Petrobras y Repsol, entre otras, siguen teniendo una fuerte presencia.
Ente tanto, los mecanismos de la expoliación imperialista no han sido quebrados. No sólo sigue el servicio de la deuda externa sino que hay una colosal extracción de recursos por el capital extranjero mediante la especulación financiera, el pago de abultadas utilidades, patentes, y royalties por las filiales de las transnacionales, las importaciones masivas en desmedro de la producción local, en múltiples circuitos de negocios donde participan, entrelazando intereses con el capital extranjero, los grandes grupos locales.
Esta expoliación hace sentir sus efectos en medio de las “turbulencias” de la economía mundial, pero la subordinación de los gobiernos locales se expresa en que Brasil y Argentina elevan impotentes pedidos para rediscutir el “orden financiero internacional” ante escenarios como el G-20, Venezuela paga puntualmente su deuda externa y Argentina, de donde han fugado alrededor de 50.000 millones de dólares en los últimos años, renegocia con los acreedores para mejorar su imagen como deudor, y permite al FMI “ayudar a mejorar el sistema estadístico del INDEC”.
¿Integración o negocios nacionales?
La prometida “integración” latinoamericana está más en los discursos que en la realidad. El aumento del comercio interregional en los años recientes fue alentado por el rol del mercado brasileño, cuya expansión tiene un “efecto de arrastre” en el MERCOSUR y otros países sudamericanos, pero de hecho, como muestra el MERCOSUR no se va más lejos de “complementar” algunos procesos productivos, en lo que convergen los intereses de transnacionales y grandes grupos locales, como la “integración automotriz” entre Brasil y Argentina, mientras defienden celosamente cada mercado nacional de la competencia de los vecinos, que recrudece cuando hay dificultades. La historia del MERCOSUR está jalonada de forcejeos proteccionistas entre Brasil y Argentina.
El ALBA ha demostrado sus estrechas limitaciones. Si bien contó como punto fuerte con las posibilidades de Venezuela de proporcionar petróleo a precios subsidiados y a crédito a sus socios, no pudo extenderse mucho más allá de los acuerdos entre Venezuela y Cuba (los lazos económicos con Bolivia son mucho más débiles). Iniciativas como el Banco del Sur, el “oleoducto del Sur”, el “Sucre” como herramienta común de cambio y otras no han siquiera echado a andar. El bolivarianismo, como toda expresión del nacionalismo burgués, no ha logrado pasar de una débil coordinación ocasional entre gobiernos.
La eficacia de las modestas iniciativas de “integración” es inversamente proporcional a la gravedad de las “turbulencias” económicas, comerciales y cambiarias internacionales, chocando con la competencia entre las burguesías locales por los espacios de acumulación, que entre tanto, son socias menores complacientes de la expoliación imperialista de “sus” países. Sin embargo, en nuestra época es impensable una industrialización genuina en los estrechos marcos nacionales y sin romper con el imperialismo, misión imposible para el nacionalismo, por lo que la tarea de forjar la unidad económica y política de América latina queda en manos de la clase obrera continental
Explotación obrera, el “secreto” del crecimiento
En la base de la bonanza latinoamericana están los altísimos niveles de explotación del trabajo y la expoliación popular que permiten altas tasas de beneficio y concentración del “excedente” a favor de las transnacionales y el gran capital local. Entre protestas de “redistribución de la riqueza” y esfuerzos por contener las presiones del proletariado y las capas populares, nacionalistas y progresistas han preservado en lo esencial la herencia laboral de los gobiernos neoliberales: altísima explotación asalariada, a la que han agregado una extendida precarización laboral, restricciones a la organización obrera, legislación del trabajo favorable a las empresas.
Esto no niega que el crecimiento ha permitido una combinación peculiar de reingreso al trabajo de amplios estratos desocupados, cierta recomposición salarial (sin recuperar niveles históricos anteriores) y el acceso de sectores asalariados al crédito para el consumo. Pero el empeoramiento estructural de la condición obrera, persiste y es preservado por progresistas y nacionalistas.
Los salarios no han recuperado los estándares históricos anteriores a la década de 1990. Aún hoy, tras largos años de expansión la tasa de desempleo abierto oscila entre el 7% y el 9%. El aumento del salario mínimo vital en algunos países no equilibra este desfasaje ni oculta que decenas de millones de precarizados urbanos y de peones agrícolas trabajan en condiciones de brutal superexplotación sin recibir ni siquiera ese mínimo. La “informalidad” –subempleo, autoempleo y otras formas– abarca en los países andinos la mitad o más de la PEA y la precarización alcanza a un tercio de la fuerza de trabajo en países como Argentina, donde, al igual que en Brasil, la jornada laboral de 8 horas está muy lejos de la vida cotidiana de muchos trabajadores.
En una situación en que sólo una minoría de trabajadores está sindicalizado y cuenta con convenios colectivos, todo ello mantiene deprimidos los salarios, perpetúa las malas condiciones laborales y, en suma, apuntala la dictadura patronal en las empresas. La labor de los Ministerios de Trabajo “populares” es tratar de mantener la “armonía” entre capital y trabajo con el auxilio de las burocracias sindicales oficialistas, y cuando esto no alcanza, siempre está a mano el recurso de la justicia, la policía y otras formas de criminalización y represión de la protesta obrera y popular, métodos de los que no se han privado ninguno de los autodenominados gobiernos nacionales y populares.
El asistencialismo como paliativo superficial
En vistas de tal “transformación” económica, las políticas de “inclusión social” y “redistribución de la riqueza” no podían dar mejores frutos, puesto que no afectan la “sagrada” propiedad privada de los medios de producción y de la tierra, las condiciones de explotación ni la intangibilidad de las ganancias capitalistas.
En 2010 América Latina sigue siendo el “continente de la desigualdad”, es decir, la región más polarizada socialmente desde el punto de vista de concentración de los ingresos, diferencias en la calidad de vida, distribución de la tierra, etcétera. Los efectos temporales del ciclo de crecimiento, además del aumento del gasto público y los extendidos planes asistencialistas han permitido reducir en parte los abrumadores niveles de pobreza y miseria de fines de la década de 1990 (de un 44% de los latinoamericanos al 33%), hay más de 180 millones considerados pobres e indigentes. Pero los indicadores oficiales “embellecen” la verdadera situación de cientos de millones de la ciudad y el campo que no son considerados “pobres” pero apenas llegan a satisfacer las necesidades básicas.
La “prosperidad” cuando mucho permitió una recomposición marginal de los ingresos obreros y populares, la incorporación como “precarizados” de una parte de los desocupados y un respiro a la situación de los más pobres: el heterogéneo conglomerado de obreros “changarines”, trabajadores por cuenta propia, vendedores ambulantes, etc., que sobrevive como puede en las ciudades. Pero por otro lado, enriqueció aún más a los sectores poseedores: los ricos se hacen más ricos a mayor velocidad que en el resto del mundo, y aumentan las grandes fortunas especialmente en Brasil, Venezuela y Chile (según Merrill & Lynch).
Una medida imprescindible para “combatir la pobreza” sería una radical reforma agraria, pero los progresistas como Lula defienden a los terratenientes contra los Sin Tierra y el caso de Evo Morales, gobierno que se dice indígena y campesino, es demostrativo: la nueva Constitución salvaguarda a los latifundios preexistentes y sólo establece el límite de 5.000 hectáreas para los futuros fondos que se constituyan. La llamada “reconducción comunitaria” de la reforma agraria continúa el tramposo “saneamiento” de la propiedad iniciado por los gobiernos neoliberales que legaliza tanto tierras comunitarias y de pequeños propietarios, como del centenar de clanes familiares que acaparan 25 millones de hectáreas.
Una política social “estrella” son los planes de asistencia aplicados por los distintos gobiernos para contener las situaciones más extremas de miseria y el riesgo de nuevos “estallidos sociales”. No sólo los gobiernos “progresistas” sino también otros conservadores están entre los 18 países de la región que destinan una modesta porción de sus recursos a distintos programas de “transferencias monetarias condicionadas” (TMC) y otros similares, vía bonos de asistencia escolar, atención materno infantil, etc. Pero aún las variantes más “progresistas” –“Hambre 0” en Brasil, Asignación Universal por hijo y planes de trabajo en Argentina, Bono escolar Juancito Pinto y Renta Dignidad en Bolivia, “Misiones” en Venezuela, entre otras– son apenas paliativos para mantener en términos “manejables” las dimensiones de la miseria popular.
Una recaída económica más o menos severa arrojará nuevamente a decenas de millones a la miseria y la desocupación y revelará la completa insuficiencia de estos planes de contención social que no tocan las causas de la grave crisis social estructural característica del capitalismo semicolonial latinoamericano, que brotan de la expoliación imperialista y la explotación de empresarios y terratenientes. Esa crisis que se manifiesta espectacularmente en fenómenos como la “favelización” de las grandes ciudades latinoamericanas (donde la miseria de la vivienda popular es la contratara del lujo en que viven los sectores privilegiados), los procesos de emigración interna o al exterior huyendo de la pobreza, y los fenómenos de descomposición social o “marginalidad”, no puede ser ni siquiera encarada –ni qué decir resuelta– con los métodos “homeopáticos” de progresistas y nacionalistas.
C. La impostura de la democratización
La prometida “democratización” ni siquiera cumplió con las más elementales tareas democráticas, que hubieran comenzado por la limpieza a fondo de los “establos de Mugías” del régimen, es decir, barrer la putrefacta herencia de las dictaduras y las democracias degradadas de las décadas de años 1980 y 1990: desde las torturas, asesinatos y desapariciones a los crímenes represivos “en democracia”, desde la revocación de las privatizaciones a la investigación y castigo de los negociados y estafas de todo tipo de militares, bancos, empresarios y políticos. La corrupción, que después de todo es un rasgo estructural de los regímenes burgueses, siguió gozando de la mejor salud y ahora beneficiando también al “capitalismo de amigos” K en Argentina, al entorno petista en Brasil, a los “boliburgueses” chavistas y a sectores de la cúpula masista boliviana. Instituciones reaccionarias como la justicia, las FF.AA. o la policía no han sido prácticamente tocadas. En Brasil y Uruguay, Lula y el Frente Amplio gobernaron encuadrándose sin más en los regímenes moldeados por las transiciones pactadas después de las dictaduras y bajo los gobiernos neoliberales. La simple iniciativa de formar una “Comisión de la Verdad” muy limitada en sus objetivos por Dilma Roussef generó oposición en su propio gabinete. Mujica se mueve con pies de plomo para abrir una “válvula” controlada a los reclamos de investigación y justicia para los crímenes de la dictadura uruguaya.
En Argentina, el kirchnerismo debió hacer mayores concesiones a las demandas democráticas enjuiciando y condenando a unas decenas de ex jefes militares ya envejecidos, como precio para mantener la política de impunidad del conjunto de las FF.AA. y poder avanzar en la reconstrucción de unas desacreditadas fuerzas armadas, al mismo tiempo que preservó a la policía y fortaleció a la gendarmería y la prefectura como fuerzas de choque. También hizo otras concesiones democráticas, algunas de importancia como el reconocimiento al matrimonio igualitario, mientras se opone a otras como el derecho al aborto legal, libre y gratuito, como respuesta al fuerte deterioro después de 2001 de la legitimidad de las instituciones, pero siempre al servicio de “lavar la cara” y recomponer de un ordenamiento estatal profundamente reaccionario, influido por los “factores de poder” como la Iglesia y enfeudado a los intereses de los grandes capitalistas y el imperialismo.
El caso de Evo Morales es el más escandaloso: su pacto con los militares les garantizó a éstos completa impunidad por los cientos de asesinatos de obreros y campesinos bajo la represión como en Octubre de 2003. En lo que ya es vergonzoso, premió a las FF.AA. que se niegan a desclasificar archivos sobre el asesinato del Che y sus compañeros y sobre los cientos de asesinados y desparecidos en las dictaduras de Barrientos, Banzer y García Meza con una “orden al mérito Marcelo Quiroga”, es decir, con el nombre del líder socialista secuestrado y asesinado por los militares en 1981 y sobre el que ni siquiera aceptan informar qué fue de su cadáver.
Es que bajo progresistas y nacionalistas, los resquicios abiertos a las demandas democráticas bajo presión popular están al servicio de la recomposición de regímenes desacreditados, sin transformar sino preservar sus instituciones fundamentales y con los límites de lo que es permisible para las clases dominantes y los “factores de poder”.
Los nuevos regímenes
Esto ha sido así también en los casos presentados como “revoluciones democráticas” donde los viejos regímenes en crisis completa o que sufrieron el embate de las masas fueron reemplazados por una nueva configuración político-estatal legitimada mediante procesos constituyentes que prometían “refundar” el país según los intereses populares. La reconstrucción prometida con la “Revolución Bolivariana” condujo a las instituciones del Estado burgués emparchadas en la República Bolivariana de Venezuela. La “Revolución democrático-cultural, descolonizadora” mediante una nueva Constitución Política edulcorada según las necesidades de los pactos con la derecha condujo al Estado Plurinacional de Bolivia, que “incluye” formalmente a los pueblos indígenas sin tocar las relaciones materiales en que se enraíza su opresión histórica. La nueva constitución de la “revolución ciudadana” en Ecuador reconstituye el andamiaje de un régimen profundamente golpeado por crisis políticas y procesos de masas sin alteraciones de fondo.
En todos estos casos se combina el reconocimiento formal de largos listados de derechos –en la tradición del “constitucionalismo social”– con el refuerzo y reforma de las instituciones para conformar un “Estado fuerte”, es decir, capaz de arbitrar –en términos bonapartistas– recuperando cierto margen de autonomía para poder reasegurar la dominación de clase capitalista en las nuevas relaciones de fuerza, mientras que la enunciación discursiva de derechos y libertades enmascara la postergación o recorte de las aspiraciones populares más elementales. Al típico funcionamiento electoral de las “democracias representativas” burguesas, se agregan de vez en cuando los mecanismos bonapartistas del plebiscito, sucedáneo de “consulta popular” que mantiene fuera del alcance del pueblo el debate y decisión en todos los asuntos fundamentales.
Libertades formales y contenido de clase
¿Qué fue del viejo anuncio de “gobiernos de los movimientos sociales” y de “radicalización de la democracia”? Los medios materiales –de comunicación, de organización y reunión, etc.– en su inmensa mayoría privados o bien estatales y por tanto, estrechamente oficialistas, siguen estando tan lejos como siempre del acceso a los trabajadores y campesinos. Y aún bajo la más democrática de las constituciones, tal como lo demuestran las democracias brasileña, argentina y uruguaya, tanto como los nuevos regímenes de Venezuela, Bolivia o Ecuador, se defiende a rajatabla la propiedad burguesa de los medios de producción, se reprimen las luchas obreras y populares y se restringen los derechos de organización obrera, política y sindicalmente. Por supuesto, el Estado sigue ejerciendo la coerción en defensa del orden y la propiedad privada, se criminaliza la protesta con persecuciones judiciales y hay ya una larga lista de represiones “progresistas” a huelgas y protestas obreras, campesinas y populares en Venezuela, Bolivia, Argentina, Ecuador, Uruguay o Brasil. La “democracia participativa” y las “revoluciones democráticas” han llegado hasta aquí.
Parte III. Los problemas de la liberación nacional y social de América Latina y la estrategia obrera y socialista
Hemos visto en la práctica durante la década y con tales resultados a los más variados proyectos políticos. Sea en las variantes “progresistas” más moderadas, desde el lulismo y el Frente Amplio al kirchnerismo; sea en las variantes nacional-populistas más “duras”. Un denominador común para justificar el apoyo a los mismos es el planteo de una estrategia de colaboración de clases con una burguesía nacional supuestamente progresiva para impulsar el “desarrollo”, “conquistar la soberanía nacional” y “promover la igualdad social”.
Tal clase de empresarios nacionales, supuestamente interesados en un desarrollo autónomo, no se ha presentado en ningún lado a la cita, pues la burguesía “realmente existente” apoya el “cumplimiento de los compromisos internacionales” como la deuda externa y es hostil a las nacionalizaciones. Como clase explotadora, aunque sufra cierto grado de opresión bajo el peso asfixiante del imperialismo, se beneficia de las altas tasas de explotación obrera y mantiene múltiples lazos con las trasnacionales y la banca, se adapta a la “competencia globalizada” y participa como socia menor del capital extranjero en la explotación de sus propios países.
Así como no es posible obligar a la burguesía nacional a cumplir un rol progresivo por los múltiples lazos que la unen al imperialismo, no es posible “democratizar” al Estado burgués semicolonial para convertirlo en instrumento de una utópica transformación social por vía pacífica y evolutiva. El Estado y el régimen de la democracia no son simplemente arena de las luchas sociales cuyo contenido dependa de la relación de fuerzas (como afirman García Linera y otros intelectuales reformistas) sino que tienen un carácter de clase y son formas políticas de la dictadura social de la burguesía que no permiten “recuperar la democracia para el pueblo” sino organizar la sumisión de las clases subalternas y perpetuar el dominio de la burguesía.
Los gobiernos de corte nacionalista como el de Chávez o Evo (este en clave indigenista), surgidos a caballo del ascenso de los primeros años del siglo constituyen cuando mucho (cada uno desde sus particularidades) una reedición senil del proyecto nacionalista burgués que ya mostró sus límites e impotencia en su etapa de auge a mediados del siglo XX, cuando gobiernos como el de Cárdenas, Perón o Vargas intentaron alentar el desarrollo capitalista nacional apoyándose en las masas contra la penetración imperialista; y también más tarde, en los años 1970, cuando resurgen brevemente gobiernos de este tipo, como en Perú, Bolivia y Argentina, tratando de mediar ante el ascenso obrero y popular. En cada caso, se han manifestado contra la profundización de la movilización de masas contra el imperialismo y la reacción, por temor a desatar procesos revolucionarios que escaparan a su control, llevando a la frustración de la lucha de masas, cuando no a terribles derrotas. Las experiencias actuales no hacen sino corroborar esas lecciones históricas.
No hay solución a los problemas estructurales en
los marcos capitalistas
No hay forma de resolver los acuciantes problemas populares ni superar el atraso y la dependencia sin resolver las tareas democráticas estructurales, en primer término, la de la liberación nacional frente a la opresión imperialista. Pero estas tareas no se pueden realizar sin expulsar al imperialismo y traspasar los límites de la propiedad privada y del régimen capitalista. En esta primera década del siglo XXI, las tareas democráticas estructurales están más entrelazadas que nunca con la necesidad de superar el régimen burgués. Las demandas antiimperialistas como el no pago de la deuda externa, donde bancos y empresarios nacionales entrelazan sus intereses con los tenedores de bonos y acreedores externos, o la recuperación de las empresas y servicios públicos privatizadas en el período neoliberal, rechazada por el empresariado nacional, son ejemplos de que la ruptura con el imperialismo, sin lo cual es utópico hablar de liberación nacional, es inimaginable para la burguesía y sus representantes “patrióticos” de civil o de uniforme.
La resolución de la cuestión agraria, que incluye la liquidación del latifundio que afecta a millones de campesinos y sin tierra, y que es una de las rémoras del atraso latinoamericano, afectaría directamente a sectores del capital local y a transnacionales que operan en el agro, la ganadería, la agroindustria y la explotación forestal, minera y petrolera.
Las tareas democráticas sólo pueden ser resueltas por la clase obrera como parte de un programa que lleve a la toma del poder por los trabajadores a través de sus organizaciones democráticas para la lucha, y las integre con las medidas de transición que inauguran la lucha por la construcción del socialismo, en la perspectiva de la extensión internacional de la revolución.
Los trabajadores tienen que encabezar la lucha contra el imperialismo
La clase trabajadora, por su rol central en la producción y su concentración en los nudos vitales de la economía, la vida social y la política como son las grandes ciudades, es la fuerza social fundamental, para llevar hasta el final la lucha por la liberación nacional, y al mismo tiempo, encarnar un proyecto social emancipatorio basado en la abolición de las relaciones capitalistas.
Esa fuerza social de decenas de millones se agrupa en las fábricas, minas y empresas, si bien en su inmensa mayoría bajo condiciones de extrema precarización y explotación, y sin derechos sindicales. Mientras esto plantea la lucha por superar la fragmentación de la clase obrera, cuenta también la experiencia acumulada en la década, desde la fase de ascenso a los procesos de reorganización y lucha en la fase de estabilidad y la experiencia con los gobiernos nacionalistas y progresistas, elementos de un lento proceso de resurgimiento del movimiento obrero.
Esto procesos moleculares de recomposición han vuelto a poner a la clase trabajadora en un lugar central de la “cuestión social” y la vida política de la región, que contrasta con la fanfarria de la “muerte del proletariado” y la búsqueda de “nuevos sujetos sociales” de principios de la década. Ya ahora, pese a la relativa “calma social” en Sudamérica y a las difíciles condiciones de la resistencia en los países de América latina-norte, se ejercita una “escuela de las huelgas”, que es acompañada esporádicamente por sectores estudiantiles y con el telón de fondo de persistentes luchas campesinas, indígenas y de otros sectores. Ciertos procesos de vanguardia, si bien minoritarios, anticipan sus enormes potencialidades en los métodos y programa de sus luchas contra la patronal y la burocracia y su independencia del Estado, como en las experiencias de Zanon y sectores del “sindicalismo de base” en Argentina.
En suma, están creándose nuevas condiciones para el desarrollo de la lucha de clases, con un dato de enorme importancia estratégica: al calor del crecimiento ha avanzado en sus primeros pasos la recomposición del proletariado latinoamericano, cuya potencialidad revolucionaria podrá comenzar a expresarse en los futuros combates de la lucha de clases, unificando sus filas y ofreciendo un camino y un programa para la alianza de las inmensas masas explotadas y de oprimidas del campo y la ciudad.
Independencia política del movimiento obrero frente al nacionalismo
Por ello, un problema estratégico crucial es que la clase obrera pueda constituirse como sujeto social y políticamente diferenciado, lo que plantea la lucha por su plena independencia política respecto de toda variante de colaboración con la burguesía.
El reformismo tradicional (como lo que queda de los Partidos Comunistas), el populismo radical y el autonomismo de los “movimientos sociales” son enemigos de esta lucha porque comparten en lo esencial una concepción evolutiva reformista, opuesta a la lucha por un poder obrero y popular, y sostienen una lógica de presión, a veces “in extremis” hacia los gobiernos nacionalistas y progresistas. Pero la bancarrota política de esos proyectos es también la quiebra de quienes con un discurso más combativo y hasta “rojo” apostaron a presionarlos o “acompañarlos” como “mal menor”, buscando hacerlos girar un poco más a izquierda y bajo el pretexto de no “aislarse de las masas que los apoyan”.
El fracaso político y la bancarrota ideológica a que llevan esas variantes de la colaboración de clases y la presión sobre el estado burgués se extiende así al reformismo de origen estalinista (PC chileno o PCMLE en Ecuador), a la vieja guerrilla como las FARC, al estancado EZLN mexicano, a expresiones indigenistas como CONAIE en Ecuador o el casi extinto MIP en Bolivia, al rol de la dirección del MST en Brasil bajo Lula, como a las tendencias piqueteras devenidas semikirchneristas en Argentina. Y con ellos, ciertas corrientes de origen trotskistas pero que terminaron absorbidas como satélites de la centroizquierda y el nacionalismo: desde El Militante con López Obrador y Chávez a lambertistas y mandelistas con Lula y el PT o el MST devenido “pinosolanista” en Argentina.
Por su parte, las tendencias autonomistas que creen poder avanzar a la derrota del capital conquistando “espacios de resistencia” o “zonas liberadas” pero sin plantearse una estrategia de toma del poder por los trabajadores terminan o en la más absoluta impotencia “testimonial” o acaban arrodillándose ante los gobiernos reformistas.
Las tareas de los revolucionarios y el debate en la izquierda obrera y socialista
Bajo el signo de la crisis mundial y las tendencias al endurecimiento en la lucha de clases internacional, América latina atraviesa momentos de carácter básicamente preparatorio, aunque de ninguna manera pueden descartarse giros bruscos en la situación, tal como atestigua la apertura del proceso revolucionario en el norte de África y fundamentalmente la caída de Mubarak en Egipto. Esta situación plantea a quienes nos reivindicamos de la clase obrera y el socialismo una alternativa crucial en el difícil y complejo camino de construir una dirección revolucionaria: o partir de una estrategia consecuente de independencia de clase como eje de una construcción en la lucha de clases, o acomodación posibilista a los escenarios sindicales y electorales del régimen democrático, es decir, adaptación bajo la presión de la institucionalidad burguesa.
Es por tanto un aspecto necesario la clarificación política, estratégica y programática en el seno de las fuerzas que nos reclamamos de la izquierda obrera y socialista.
No basta declamar un programa general correcto y mantener definiciones estratégicas como la de dictadura del proletariado si la práctica cotidiana contradice los objetivos perseguidos, y los medios para conquistarlos contradicen la estrategia. Eso ocurre, por ejemplo en el caso del PO de Argentina o el PSTU de Brasil, que privilegia de forma excluyente una actividad sindicalista –con ocasionales escenarios de propaganda– complementada con electoralismo, imitando casi la fórmula reformista del “luche y vote”.
Desde la FT-CI consideramos que para aportar a la maduración y organización políticamente independiente de la vanguardia obrera y juvenil es preciso no sólo levantar un programa revolucionario sino ubicarlo en un marco estratégico y una intervención concebida según el contenido leninista de “escuela de guerra”, en relación “orgánica” con los fenómenos más avanzados que va dando la lucha de clases.
Se trata de intervenir, incluso en países y tiempos donde todavía prima una bien que relativa “paz”, preparándose sistemáticamente para actuar ante escenarios convulsivos, de enfrentamiento cada vez más directo entre revolución y contrarrevolución, donde se planteará ante los revolucionarios el problema crucial de cómo aprovechar el momento preciso para llevar a las masas a la toma del poder. El comienzo de la revolución egipcia comienza a replantear con una agudeza inusitada todos los problemas decisivos de la estrategia, el programa y la política revolucionarios.
15 de febrero de 2011
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