Mientras daba total respaldo a Israel en su guerra contra el Líbano, en sus viajes a la región la secretaria de Estado norteamericana Condoleezza Rice, afirmaba que su administración alentaba la creación de un “nuevo Medio Oriente”. El fracaso militar israelí contribuyó a que surja esta nueva realidad, pero a diferencia de lo que esperaba la administración Bush, en contra de los intereses de Estados Unidos y el Estado sionista. Esto sin dejar de señalar lo precario del actual cese del fuego establecido por la Resolución 1701 de la ONU, con distintos enfrentamientos que se mantienen entre Hezbollah e Israel e importantes dificultades para la conformación y despliegue de la “fuerza multinacional” establecida en dicha resolución, cuestiones que pueden llevar a un reinicio de las hostilidades.
¿Un 1967 invertido?
La reciente guerra del Líbano puede constituir un acontecimiento histórico de significado opuesto a la guerra de los Seis Días de 1967 [1]. Esa enorme derrota contrarrevolucionaria de los pueblos árabes abrió una etapa del conflicto árabe-israelí que significó un duro golpe para las masas y países de la región y estableció el status de Israel como potencia regional. A su vez, significó el comienzo de la debacle del nacionalismo árabe liderado por Nasser. Por el contrario, el resultado hasta el momento de la última guerra, que marcó el primer fracaso militar de Israel en su historia, puede abrir un cambio estratégico en Medio Oriente opuesto a los intereses del Estado sionista y EE.UU.. Como dice David Hirst, corresponsal del diario inglés The Guardian en Medio Oriente de 1963 a 2001: “Lo que es nuevo -y de forma dramática- sobre esta campaña es su resultado. Los árabes pronto la bautizaron la Sexta Guerra Árabe-Israelí, y para algunos de ellos -y de hecho para algunos israelíes- ya se perfila, por sus consecuencias estratégicas, psicológicas y políticas, quizás como la más significativa desde la “guerra de independencia” de Israel en 1948. No es simplemente el desempeño de Hezbollah lo que cambió el equilibro político a expensas de Israel; es el ejemplo que establece para la región (...) el logro de Hezbollah tuvo un impacto electrificante en las masas árabes y musulmanas que transciende en gran parte la otrora creciente división entre sunitas y chiítas; contribuirá a su mayor radicalización y, si no es apaciguada por los regímenes árabes, a trastocar todo el orden regional” [2].
Lo determinante es que el fracaso israelí levantó la moral de las masas árabes, generando fuerzas hacia la unidad por encima de sus divisiones religiosas, lo que puede alentar su despertar político y la movilización independiente contra los gobiernos árabes reaccionarios y el propio Estado “terrorista” de Israel.
Creciente descomposición del Estado Sionista
El resultado de la guerra significa la erosión del principal pilar de la seguridad nacional israelí: su imagen beligerante, encabezada por un vasto, poderoso y avanzado ejército capaz de dar golpes decisivos a sus enemigos. Junto a la resistencia de Hezbollah, las razones que explican el fracaso militar israelí ponen de manifiesto una considerable descomposición del Estado sionista. La mezcla de arrogancia y “prepotencia militar”, confianza en la superioridad de su tecnología y racismo de sus oficiales, educados en la creencia de que el soldado israelí es superior al árabe, le jugaron una mala pasada. La confianza de sus generales en su imbatibilidad en una guerra convencional y la visión de Hezbollah como un grupo inoperante, que en pocos días sería diezmado con ataques aéreos, llevó a la dirigencia política a fijar objetivos ambiciosos pero irrealizables. Esto, junto a las sorpresas tácticas de Hezbollah [3], los innumerables errores de inteligencia [4], la falta de suministros que desmoralizó a su tropa y la poca preparación del ejército, son las claves de su fracaso. Un ejército habituado en los últimos años a tareas policiales en los territorios palestinos ocupados y que estuvo cruzado por el fantasma de una nueva guerra de desgaste de contrainsurgencia como fue la del Líbano de 1982 -considerado el “Vietnam” israelí- que desgarrara a su sociedad y frente al creciente aislamiento internacional del Estado de Israel.
Sin embargo, la crisis es más estructural. No es sólo el fracaso de los objetivos del gobierno de Ehud Olmert, sino un conjunto de elementos negativos que demuestran una importante descomposición del Estado sionista. En él se mezclan indicios de corrupción, torpeza en las decisiones y hasta el olvido criminal de un segmento sustancial de su propia población, el caso del más de un millón de israelíes pobres (ver recuadro). A esto se suman las críticas de los reservistas que regresan del frente sobre el equipamiento inadecuado, la escasez de raciones y las preguntas sobre cómo se usó un presupuesto militar que aumentó desde el 2001. Los signos de decadencia en la dirigencia son apabullantes. El “escándalo Halutz”, jefe de las FF.AA., que vendió sus acciones en la Bolsa el mismo día que comenzaron las operaciones militares, sacudió a la opinión pública. El primer ministro Olmert y su esposa se beneficiaron con adquisiciones inmobiliarias, mientras el ministro de Justicia es acusado de acoso sexual. Tampoco se salvan los “generales”. El ex primer ministro y “halcón” Sharon (en estado de coma) y su hijo fueron sobornados para la compra de una isla griega por el hipercorrupto empresario de extrema derecha David Appel [5]. El general Ehud Barak, otro ex primer ministro, renunció a su escaño legislativo para convertirse en “consejero” de aseguradoras de riesgos, en asociación con multimillonarios israelíes. Esto sin nombrar los innumerables negociados del duro Netanyahu, líder del partido Likud, con el mafioso Jack Abramoff, a su vez ligado al texano y “cristiano sionista” Tom De Lay, ex líder de la bancada de diputados del Partido Republicano defenestrado por escándalos de corrupción. Pareciera que la avaricia y el enriquecimiento personal que caracterizan al capitalismo, exacerbados en los últimos años de “neoliberalismo”, carcome los poros de la elite sionista, quitándole toda autoridad moral mientras llevan a sus soldados a morir como “carne de cañón”.
La guerra civil de Irak: Una tendencia contrapuesta
El fortalecimiento de las masas árabes y del mundo musulmán y la decadencia del Estado sionista apuntan a cambios estratégicos en esta región favorables al movimiento de masas, en el marco de la debilidad del imperialismo norteamericano empantanado en Irak. Pese a este último elemento, el desarrollo de la guerra civil en Irak (fundamentalmente entre chiítas y sunitas, y también entre chiítas entre sí, mientras sigue caliente el problema kurdo en el norte) es una tendencia contrapuesta desde el punto de vista de unir a las masas para terminar con la ocupación y la dominación imperialista. Cuando la atención mundial estaba en el Líbano, la violencia en Irak pegó un salto como lo atestiguan los 3.438 muertos en julio, el número más alto desde el inicio de la invasión norteamericana en marzo de 2003. Como venimos denunciando, el fracaso militar del imperialismo yanqui en derrotar la insurgencia sunnita en Fallujah, lo llevó a utilizar la vieja fórmula de “divide y reinarás”, exacerbando las tensiones étnicas y religiosas del país. Estas tensiones pegaron un salto en febrero de 2006 con el atentado a una mezquita atribuido al jefe de Al Qaeda en Irak, Al Zarkawi, amenazando con crear una desestabilización mayor que impidiese a EE.UU. tener una salida decorosa. Ante esta realidad, éste alentó la formación del gobierno de “unidad nacional” de Al Maliki. Dicho gobierno, basado en la mayoría chiíta pero con una fuerte incorporación sunita además de los kurdos, buscaba a su vez contener la insurgencia y frenar los enfrentamientos inter-religiosos, alentados también por las milicias chiítas. En este marco, pese a su éxito inicial con el asesinato de Al Zarqawi, la situación, lejos de apaciguarse, se agravó. Las razones estriban en la continuidad de la resistencia contra la ocupación y cada vez más en las crecientes pujas entre EE.UU. e Irán. Este último, se siente fortalecido ante la debacle norteamericana en Irak y por la victoria política de Hezbollah frente al Estado de Israel. A la vez Irán sigue presionando hasta el límite por su derecho inalienable al enriquecimiento de uranio, confiado en las divisiones dentro del Consejo de Seguridad de la ONU (más Alemania) y en la ineficacia de las sanciones ante un eventual, aunque para nada sencillo, cierre de filas contra su programa nuclear. Irán, antiguo enemigo regional de Irak, busca consolidar aun más sus avances en ese país. Al principio esto significó tolerar la invasión norteamericana, apostando a que ésta se debilitara al mismo tiempo que debilitaba a los sunitas. Cuando los yanquis modificaron relativamente sus alianzas y empezaron a apoyarse más en los sunitas, que dominaban el país bajo Saddan Hussein, para compensar la hegemonía absoluta chiíta, Irán pasó a una política de mayor desestabilización entrenando aparentemente milicias en su territorio y alentando golpes contra los sunitas, recordándole a EE.UU. quién era el nuevo jugador fuerte en el país, manteniendo un alto nivel de violencia aunque manejable. Sin embargo, no puede descartarse -pese a los altos costos- que si EE.UU. no consigue sus objetivos en Irak o en la disputa nuclear, apueste, a través de maniobras políticas con los sunitas, a que Irán tampoco logre los suyos. Los rumores de que EE.UU. le habría “soltado la mano” al actual gobierno iraquí, que criticó las operaciones israelíes en el Líbano, y podría preparar una cancelación de la nueva constitución y un gobierno más fiel a los intereses norteamericanos, alientan esta hipótesis. Estos elementos podrían llevar a que la guerra civil de baja intensidad pegue un nuevo salto y se transforme en un caos incontrolable, que aunque podría debilitar al imperialismo en esta estratégica región, desgastaría a su vez las fuerzas de las masas, las únicas que con su unidad y expulsando al imperialismo pueden dar una salida progresiva a la actual debacle provocada por la invasión imperialista.
Por una Federación de Estados Socialistas de Medio Oriente
Ante la nueva realidad que se está abriendo en Medio Oriente, es imperiosa la formación de una dirección revolucionaria de la clase trabajadora de la región que unifique a las masas para aprovechar la actual debilidad del imperialismo, el Estado sionista y los regímenes árabes colaboracionistas. Una dirección independiente de todo gobierno burgués, no sólo de aquellos completamente serviles al imperialismo, sino de los que mantienen roces con él, como el gobierno iraní. Este, en aras de convertirse en la nueva potencia hegemónica regional, tiene un discurso sensible hacia las masas de la región frente al Estado sionista y el imperialismo, a través de sus aliados como Hezbollah, mientras por otro lado alienta en buena medida los enfrentamientos inter-religiosos en Irak. Esta política, enemiga de una verdadera liberación nacional y social de los pueblos, sólo busca mejorar su relación de fuerzas con las potencias imperialistas y con los demás países de la región, en particular Arabia Saudita, con quien disputa el liderazgo del mundo islámico. Mientras defendemos a Irán de todo ataque del imperialismo y sostenemos su derecho al desarrollo de la energía nuclear, decimos con claridad que el proyecto panislámico de la burguesía persa (de carácter mucho menos “izquierdista” que el viejo nacionalismo panárabe de Nasser) es completamente impotente para acabar con la dominación imperialista. Afirmamos que sólo la clase obrera de la región, como caudillo de las masas desposeídas, puede llevar hasta el final la expulsión del imperialismo y resolver las causas estructurales de la pobreza y miseria, tomando en sus manos las enormes riquezas petroleras y conformando gobiernos obreros y campesinos y una Federación de Repúblicas Socialistas del Medio Oriente.
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