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La “guerra” contra el narcotráfico (I parte)
por : Pablo Oprinari

11 Jun 2011 | Con esta entrega, iniciamos una serie de artículos sobre este tema de relevancia nacional, puesto bajo la óptica del análisis marxista.

Con esta entrega, iniciamos una serie de artículos sobre este tema de relevancia nacional, puesto bajo la óptica del análisis marxista.

La expansión del narcotráfico se enmarca en los movimientos más retrógrados de la sociedad capitalista, tanto en lo que refiere a las tendencias declinantes del capitalismo a nivel internacional, como en cuanto a la descomposición de las formas de dominación y del estado burgués mexicano.

Esto se expresa en el desarrollo de formas de producción y comercialización de mercancías consideradas “ilegales”, en circuitos paralelos en muchos sentidos a la economía capitalista “legal”, a la vez que se articulan con ésta mediante los multimillonarios flujos financieros del lavado de dinero, asociándose con la burguesía tradicional. Surgen bajo la forma de carteles del narcotráfico, concentraciones financieras y sectores dominantes en esta área ubicada “en los límites” de la economía capitalista, que disputan –para mantenerse y reproducirse–, el monopolio de la violencia estatal.

El ascenso de esta actividad económica “ilegal” orientada hacia el mercado estadounidense, así como su imbricación (o asociación) con distintas instancias del poder político, judicial y las Fuerzas Armadas, asumió una dinámica que evidencia la descomposición del estado. Esto se muestra en la emergencia de zonas controladas por los carteles del narcotráfico, donde ejercen un poder paralelo al estado, mediante el cobro de impuestos de “protección”, actividades de “bienestar y ayuda social” y fuerzas paramilitares que superan a las fuerzas locales y rivalizan con las federales.

A la emergencia de un poder económico “ilegal” y de su control territorial (que algunos llaman “narcoestado”) debe incorporarse la dimensión social de la descomposición capitalista y su impacto sobre los sectores populares. El reclutamiento de jóvenes provenientes de los mismos no puede escindirse –salvo en el criminalizador discurso oficial– de las condiciones de desempleo, falta de acceso a un oficio, educación y cultura que sufre la juventud. Las secuelas de la descomposición capitalista se expresan en la incorporación de muchos jóvenes a los carteles, en tanto la degradación de las formas “democráticas” se evidencia en la militarización y en la impunidad de las fuerzas represivas. La discusión sobre el narcotráfico tiene gran importancia para la clase obrera; es desde la acción de ésta en lucha contra el sistema capitalista, que se podrá dar una salida en función de los intereses de las grandes mayorías explotadas y oprimidas.

La subordinación política, militar y diplomática a los EE. UU.

En la cuestión del narcotráfico y en la política de los últimos gobiernos frente al mismo, se muestra la subordinación creciente al imperialismo norteamericano no sólo en la esfera económica, sino también en la política, militar y diplomática.

Como desarrollan distintos investigadores, la militarización de la lucha contra el narco iniciada por los gobiernos priistas desde fines de los `70 y recrudecida por las recientes administraciones panistas, responde a los dictados de Washington, que puso al tráfico de drogas como uno de sus grandes “enemigos públicos”, profundizando las políticas prohibicionistas. La subordinación a los EE. UU. se ve en la injerencia que la agencia antidroga (DEA) y la CIA tienen, dictando la política del gobierno federal, y utilizando las formas de extradición para encarcelar o realizar pactos con los narcos (mediante los mecanismos de testigos protegidos), y estableciendo relaciones con los capos de acuerdo a sus intereses. Asimismo, se manifiesta en la Iniciativa Mérida, en la participación en maniobras militares conjuntas con EE. UU. y en el accionar cotidiano de las Fuerzas Armadas, que responden a los dictados de Washington y son monitoreados constantemente por la embajada yanqui.

La dominación de EE.UU. respecto a México se expresó también en la relación entre el gobierno estadounidense y el “crimen organizado”. Durante los `80, el narco colombiano y mexicano fueron utilizados por Washington para hacer llegar recursos a la contra nicaragüense, después de los escándalos de la llamada conexión Irán-contras. Millonarios “donativos” eran entregados por quienes luchaban contra el gobierno sandinista, a cambio de facilidades para ingresar cocaína, heroína y marihuana al territorio norteamericano . Así ascendió la estrella de capos colombianos como Pablo Escobar Gaviria, y el llamado “Cartel de Guadalajara” (hoy de Sinaloa o del Pacífico) liderado por Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo, quienes actuaban como intermediarios de los sudamericanos. Es un ejemplo de que, más allá del discurso de EE. UU. -que presentaba al narcotráfico como su “enemigo público” -, existía una peculiar asociación económica entre el gobierno estadounidense y los señores del narco. Es indudable que la política estadounidense prohibicionista favoreció –como lo hizo en su momento la Ley Seca respecto a la mafia– el desarrollo de los “carteles” y su penetración en el territorio norteamericano. La “lucha contra el narcotráfico” de EE. UU. responde a fines de política interior y exterior. En el terreno externo, un plan para fortalecer a Estados Unidos como hegemon en América Latina, disciplinando a las semicolonias y justificando acciones injerencistas. Las asociaciones entre “narco” y “terrorismo”, los llamados a enfrentar los “peligros a la seguridad nacional” de los EE. UU., la utilización de mecanismos de chantaje como la certificación, son parte de esta política.

En el terreno interno, fortalecer a las administraciones –demócratas o republicanas– ante un tema sensible a la opinión pública: el incremento del uso de narcóticos en su territorio y la extensión de las redes de distribución de los carteles mexicanos y colombianos. Pretende controlar la incidencia de éstos en su territorio, fomentando además la xenofobia y la criminalización de los inmigrantes latinoamericanos.

Más específicamente y ante los carteles mexicanos, Washington busca establecer “reglas de juego” y acotar el poder creciente de aquellos. En ese sentido, la militarización en nuestro país es el mecanismo impulsado para disciplinar a sus distintas facciones y mantener –de este lado de la frontera–, la inestabilidad generada por el crecimiento del narcotráfico y sus disputas internas, evitando que las consecuencias de la “narcoguerra” lleguen a territorio norteamericano .

La política de EE. UU. –que algunos resumen como “establecer las reglas del juego” – obedece también al carácter especifico de los carteles. No se trata de facciones “tradicionales” de las burguesías nativas (como desarrollaremos en una próxima entrega), con las cuales se pueda utilizar las reglas de la política convencional para subordinarlas. Son grupos que –aunque se mueven por la “sed de la ganancia”–, tienen una gran inestabilidad derivada de su actividad, considerada “delictiva” por la legislación burguesa. Estos carteles expresan la descomposición de la sociedad capitalista, y dependen para su mantenimiento y expansión, de la negociación/confrontación armada con sus rivales y las fuerzas estatales .

Las transformaciones en el narco mexicano

Después de la segunda posguerra, México fue plataforma privilegiada para el tránsito hacia EE. UU. de la droga proveniente de Sudamérica, gracias a la amplia frontera norte y a sus extensas costas y puntos propicios para las pistas aéreas. A la vez, la producción autóctona de amapola y marihuana en distintos estados (como Sinaloa) propiciaba su exportación. Las redes de narcotraficantes en las zonas del Pacífico y del Golfo estaban coludidas con policías y militares que recibían una “comisión” por cada kilo transportado y gracias al favor estatal florecieron durante los `80.

En los años siguientes se dieron transformaciones. Por una parte, el poder ascendente respecto a los carteles colombianos; su rol de intermediarios dejó paso a una especie de “sociedad” con éstos, y crecieron sus redes de distribución en los Estados Unidos. En el 2008, el cartel de Sinaloa era el más poderoso del mundo, con ramificaciones en muchos países.

Se modificó la vinculación con el aparato policiaco militar, el estado y los partidos. Los acuerdos del pasado, que implicaban cuotas establecidas a niveles muy definidos del estado, dieron lugar a una compra descontrolada de favores en las redes policiales, militares y políticas. Para ciertos investigadores, en el pasado los narcos aparecían subordinados a los funcionarios que “permitían” –a cambio de una cuota– su accionar. Desde los ´90 los capos avanzaron sobre las instituciones estatales, teniendo a su servicio no sólo a policías y militares, sino a funcionarios del sistema penitenciario o la Secretaria de Seguridad Pública (SSP), jefes municipales, gobernadores y –según distintos investigadores–, coludidos al más alto nivel de Los Pinos. Uno de los ejemplos más sonados fue la fuga de Joaquín Chapo Guzmán Loera del penal de Puente Grande, así como las denuncias que apuntan al personal de García Luna (jefe de la SSP) como integrantes de las bandas de secuestradores asociadas al Cartel de Sinaloa. No se trata de una “infiltración”, sino de una asociación para garantizar el tráfico de drogas ilegales a los EE.UU.

Esta asociación permitió la expansión de los carteles del narcotráfico y condujo a la “narco guerra”. No puede concebirse el desarrollo de las redes de transportación, el mantenimiento de flotas aéreas propiedad de testaferros de los carteles, o los mecanismos para el “blanqueo” de capitales, sin la actuación de los poderes del estado. Sin embargo, no se trata de la relación armónica propia de tradicionales “socios” de negocios, sino de una verdadera asociación delictuosa con todo un rastro de sangre y plomo.

Este crecimiento conllevó una creciente disputa entre los distintos carteles. La relativa “coexistencia pacífica” del pasado dejó paso a la confrontación por las plazas y las rutas; los “concilios” celebrados fueron quebrados una y otra vez, arrastrando en la espiral de violencia a los “socios” policiales, militares y políticos, considerados como “blancos” por los grupos adversarios.

Este desarrollo de los carteles del narcotráfico, la expansión de su poder militar y expansión territorial, así como la asociación con sectores del estado, evidencia la crisis y descomposición del estado mexicano, y el verdadero carácter de la narcoguerra, cuestión que desarrollaremos en el próximo artículo.

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