El régimen sirio está escalando dramáticamente sus métodos represivos intentando poner fin a la rebelión popular que ya lleva más de tres meses. Luego del sitio militar a la región de Deraa, donde se inició el proceso de movilización, el gobierno de Bashar al Assad envió 30.000 efectivos al norte para aplastar la revuelta, principalmente a la ciudad de Jisr al Shughur, cerca de Turquía. Esta empobrecida ciudad, de mayoría sunita, tiene una larga tradición de oposición al régimen del partido Baas y es escenario de los choques más violentos entre fuerzas de seguridad y manifestantes. Desde que empezó el asedio militar el 10/6, entre 7.000 y 10.000 sirios han huido a Turquía que habilitó dos campamentos para refugiados bajo control militar. Esta matanza en curso fue precedida por la represión sangrienta en Hama, con 70 muertos en un solo día. El gobierno lanzó este brutal ataque luego de denunciar que 120 miembros de las fuerzas de seguridad habían sido asesinados en Jirsr al Shughour por supuestas “bandas terroristas”. La falsedad de la versión oficial queda cada vez más en evidencia, a medida que se conocen testimonios de sobrevivientes que afirman que fueron los propios oficiales los que ejecutaron a decenas de soldados que se negaron a reprimir o desertaron y se pasaron al bando de la rebelión.
Aunque es muy difícil conocer con precisión la situación, los enfrentamientos en Jisr al Shoughour parecen ser parte de una tendencia creciente a la resistencia armada que ya se vio en otras ciudades como Maarat al-Numan, los manifestantes superaron a las fuerzas de seguridad. Este nuevo salto represivo pretende dar un castigo ejemplar, que ponga fin a la movilización, algo que el régimen todavía no consigue a pesar de que en solo tres meses las fuerzas de seguridad asesinaron 1.400 personas y arrestaron al menos otras 10.000. Hasta el momento, el régimen ha mantenido la lealtad del ejército bajo el mando directo de Mahar al Assad, hermano del presidente. Sin embargo, las versiones sobre deserciones y motines, incluso de algunos oficiales, estarían indicando que es posible que la base del ejército, compuesto por conscriptos y cuadros medios surgidos de la mayoría sunita del país, no resista sin quebrarse una campaña represiva prolongada y brutal.
Intereses y contradicciones imperialistas
El imperialismo norteamericano, que busca sacar provecho de la situación, se encuentra ante un dilema: por un lado, ve la oportunidad de empujar al “cambio de régimen” en Siria que ponga fin a la alianza que el país mantiene con Irán, Hezbollah y Hamas. Pero por otro, teme que el fin del régimen del partido Baas abra una etapa peligrosa de inestabilidad, sin descartar tendencias a la guerra civil por el control del estado entre las diversas comunidades étnicas y religiosas con consecuencias regionales impredecibles, entre ellas una reactivación del conflicto con el Estado de Israel por las alturas del Golan o la rebelión de los 450.000 refugiados palestinos que viven en Siria, temor incrementado por las recientes movilizaciones a la frontera con Israel y la brutal respuesta del estado sionista. El imperialismo tampoco cuenta con figuras de recambio. La “oposición” armada por las agencias de inteligencia de occidente no tiene ninguna legitimidad interna y difícilmente pueda encabezar un gobierno sólido.
Es que a pesar de su conflicto con Israel y de sus alianzas tácticas con enemigos de EE.UU., la dictadura de más de 40 años de la familia Assad prestó servicios muy útiles para mantener la estabilidad regional. Hasta el momento la política de Obama fue ir aumentando discretamente la presión sobre el régimen sirio por la vía de sanciones, para que acepte una política de reformas democráticas, y apoyar la vía de negociación abierta por Turquía, que en los últimos años había consolidado una alianza con el régimen sirio. Sin embargo, tras la escalada represiva, la presión ha ido en aumento: Francia y Gran Bretaña, con el aval de Alemania y Portugal y el apoyo de EE.UU., están impulsando una resolución de la ONU de condena al régimen sirio, mientras que la Agencia Internacional de Energía Atómica, acusó a Siria de incumplir sus compromisos por la construcción de un reactor nuclear, destruido por un bombardeo israelí en 2007. Por su parte, el primer ministro turco, Recep Erdogan, que venía teniendo una política dialoguista con Assad, endureció su posición sobre todo contra el jefe del ejército por la represión en Jisr al Shoughour.
A esto se suma que Turquía no solo recibió a los refugiados sino que fue sede para una reunión de los grupos de oposición sirios. Este cambio de política del gobierno turco, que tiene importantes lazos económicos y políticos con Damasco, parece responder al temor de que una prolongada inestabilidad en Siria repercuta en Turquía. Ya el ingreso de miles de refugiados, sobre todo kurdos, puede ser un anticipo de una situación potencialmente caótica que haga resurgir el conflicto kurdo en Turquía. Además, el gobierno de Assad se ha transformado en un obstáculo relativo para las ambiciones geopolíticas turcas en Medio Oriente. Estas presiones podrían servir de justificación para una política más agresiva ya sea de las potencias imperialistas o de sus aliados regionales, aunque esta opción parece menos probable, teniendo en cuenta que la OTAN ya lleva cuatro meses bombardeando Libia sin poder imponer una salida.
Los peligros que enfrenta la “primavera árabe”
La política de reprimir duramente las movilizaciones y evitar que se acerquen a Damasco parece no haber tenido el efecto buscado. El proceso que se inició tímidamente en marzo en el sur del país contra los abusos represivos y exigiendo cierta apertura democrática, se ha profundizado y extendido a varias ciudades, como Homs, la tercera en importancia y ha alcanzado los suburbios de la capital. No solo ha radicalizado su programa pidiendo el fin del gobierno, sino también sus métodos que incluyen una incipiente resistencia armada. El descontento con el gobierno parece haber llegado a la comunidad palestina. El 6/6 se registraron importantes enfrentamientos en Yarmouk, el mayor campamento de refugiados, en las afueras de Damasco, con un saldo de 20 muertos. Assad ha mantenido de su lado al ejército y fuerzas de seguridad y cuenta con el apoyo de la burguesía y una rica clase de comerciantes de origen sunita, además de las minorías religiosas, entre ellas los cristianos y alawitas. Sin embargo, un conflicto prolongado que abarca los sectores medios y más empobrecidos tanto de la minoría alawita como de la mayoría sunita podría erosionar esta base de apoyo.
El régimen alienta el fantasma de la guerra civil, poniendo como ejemplo el Líbano, para consolidar su base en las minorías que se verían perjudicadas si se alterara el equilibrio de poder. Sin embargo, como plantea un analista de Foreign Affairs, “las divisiones de clase son probablemente más importantes que las divisiones sectarias en Siria, las familias burguesas sunitas han sido cooptadas a las estructuras de poder mientras que los alawitas menos favorecidos han sufrido lo mismo que cualquier otro sector”. Las movilizaciones en Siria son parte del proceso más general que, con desigualdades, desde hace más de seis meses recorre el mundo árabe y musulmán. Sus motores son profundos y combinan el hartazgo con un estado policial y un régimen dictatorial de partido único que ya lleva 50 años, con las obscenas desigualdades sociales. Mientras la elite ligada a la familia Assad y los principales capitalistas acumulan fortunas, la gran mayoría del país, ya sea alawita o sunita, ve aún más deterioradas sus condiciones de vida como consecuencia de la crisis económica internacional, que provoca creciente inflación en el marco del desempleo que ronda el 20%. Esto explica que la protesta esté tomando alcance nacional y que hasta ahora, semana tras semana, decenas de miles de personas salen a la calle sabiendo que enfrentan la posibilidad de morir por la represión.
Las potencias imperialistas y sus aliados regionales han puesto en marcha una política contrarrevolucionaria para poner fin a la llamada “primavera árabe” y resguardar sus intereses: en Libia primero con el intento de Kadafi de aplastar el levantamiento y luego con la intervención imperialista OTAN que cuenta con la colaboración del Consejo Nacional de Transición de Bengazi; en Bahrein con la represión brutal por parte de la monarquía con el auxilio de tropas de Arabia Saudita; en Yemen diversas tribus y fuerzas reaccionarias están tratando de capitalizar el desmoronamiento del régimen, y en Siria con la decisión de Assad de mantenerse liquidando por medios militares la movilización.
La otra cara de esta política son los intentos de desvío con “transiciones” como en Egipto o Túnez, donde el imperialismo espera que una combinación de concesiones democráticas, represión a la vanguardia y ayuda económica le quite base a los sectores más radicalizados que no se contentan con la caída de las dictaduras. La espontaneidad que fue un elemento revulsivo en las primeras etapas de las movilizaciones se ha revelado también como una de las mayores debilidades de la “primavera árabe”. La dinámica que están tomando los acontecimientos refuerza la conclusión de que el único camino para acabar con las dictaduras es el de la más amplia movilización revolucionaria de las masas obreras y populares, que necesitarán dotarse de direcciones revolucionarias con una estrategia clara para terminar con el dominio imperialista e imponer una salida de fondo a las reivindicaciones democráticas, económicas y sociales que alimentan la rebelión.
16 de junio de 2011
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