Por Raúl Fernández
En San Miguel, una comuna de la zona sur de Santiago, se encuentra el Liceo A-90, con casi 50 años de historia. Este liceo es una muestra viva de la ruina de la educación pública en Chile. Si en sus mejores años atendió a más de 4.000 estudiantes, hoy cuenta con una matrícula de apenas unos 170 jóvenes. A su alrededor, han surgido una serie de liceos particulares subvencionados, que captan la matrícula de los estudiantes del sector. El 2010, este colegio sufrió un importante golpe: el alcalde Julio Palestro, del Partido Socialista, decidió cerrar la matrícula desde kinder a 6° básico.
El enorme movimiento estudiantil que se ha desarrollado durante el 2011, también ha tocado la puerta de este liceo periférico. El 13 de octubre se cumplieron cuatro meses de toma. Los estudiantes han resistido 8 desalojos y prepotentes acusaciones de parte de la autoridad municipal.
Desde los primeros días, un grupo de profesores del liceo buscó solidarizar con los estudiantes en toma. La presencia diaria, el intercambio de ideas sobre el movimiento, la defensa ante la represión y las calumnias, permitió que se fueran generando importantes lazos entre estos docentes y los alumnos. Los múltiples desalojos y las amenazas de los guardias municipales que encañonaron a los estudiantes, activó a los padres y apoderados que apoyaron una retoma del liceo y comenzaron a organizar sus propias asambleas y a coordinarse con apoderados de otros colegios en lucha. Todo esto ocurría mientras el equipo directivo del liceo tenía prohibido el ingreso al establecimiento. Los estudiantes en toma, desde el comienzo, no quisieron nada con los personajes que encarnan la “autoridad” designada por el “sostenedor”, el alcalde de la comuna.
Durante septiembre el gobierno de Sebastián Piñera lanzó a la luz pública su plan “Salvemos el año escolar”, dirigido a los alumnos de establecimientos tomados. Este plan buscaba aislar a los activistas que sostienen las tomas, y captar a sectores del estudiantado para que hagan clases en recintos alternativos. Pero este plan fue un fracaso: alrededor de 40.000 estudiantes en todo el país no se inscribieron. En Santiago Centro, 11.000 estudiantes –la mitad de los matriculados- no se inscribió. En el Liceo A-90, según los datos que nos han dado los protagonistas de su lucha, apenas se inscribieron 30 personas.
El gobierno lanzó una “campaña del terror”: los alumnos que no se inscribieron, repetirán de curso. Buscaba con eso generar un efecto de castigo, y poner a sus padres y apoderados en contra de la lucha. Mientras ocurría esto, los principales dirigentes del movimiento aceptaban por segunda vez subirse a la mesa de dialogo con el gobierno, sin exigir la educación gratuita como piso mínimo. Se producía, de ese modo, una situación de incertidumbre. Había que evitar que los activistas que sostienen la toma quedaran aislados del resto de sus compañeros y de sus padres y apoderados. Por esos días también estudiantes del A-90 asistían a una charla de obreros de Zanón en la Casa Central de la Universidad de Chile.
Fue de ese modo como surgió la idea de la autogestión. En primera instancia operó como una política defensiva. Sin deponer la toma y sin permitir el ingreso de los directivos al establecimiento, se realizarían clases. Los estudiantes que por cansancio habían dejado de ir a la toma, volverían a transitar por el colegio y a ponerse en contacto con sus compañeros más activos, motivados por la realización de clases que un sector de profesores haría en la toma. Sin embargo esta política defensiva contenía los gérmenes de un ofensivo y profundo cuestionamiento a las estructuras de poder de la educación escolar. Por ejemplo, si el colegio estaba tomado ¿cómo se iban a organizar los horarios? La respuesta fue clara: en coordinación con los estudiantes. Los dirigentes del movimiento, junto a los apoderados, tomaron con los profesores una tarea que “tradicionalmente” le corresponde sólo al estamento directivo. En los hechos, tomaron en sus manos una tarea de gestión. Del mismo modo ocurrió la “disciplina”, necesaria para el funcionamiento del colegio. Si en normalidad existe la figura del “inspector general” que es el encargado de velar por el “orden” tanto entre estudiantes como entre los profesores, si el establecimiento está tomado por estudiantes, ¿van a aceptar estos que llegue un “inspector general” e “inspectores de patio” a “vigilar” el comportamiento? No. Los estudiantes tomaron en sus propias manos, junto a apoderados y profesores, las funciones de “disciplina”, constituyendo un comité triestamental. Los profesores, a su vez, están subordinados a los intereses del movimiento estudiantil: cuando hay marchas y paros no se hacen clases.
De ese modo las “relaciones tradicionales” en el colegio se vieron profundamente transformadas. Los jóvenes pueden asistir con “ropa de calle”, dejando de lado los “uniformes” que impone la institucionalidad con el afán de disciplinar para producir gente sumisa. La “jornada escolar completa”, que los obligaba a pasar largas horas en el colegio, de 8:30 a 17:30 –sin hacer talleres, lo que, supuestamente, era el sentido de esa jornada-, fue cuestionada, y los jóvenes salen todos los días a las 13:30. También han asistido voluntarios de universidades para realizar talleres de algunas materias y de teatro. Los profesores combinan sus clases “tradicionales” con clases no tradicionales donde se tocan temas de contingencia. Los compañeros de Registro Obrero y TVPTS, asistieron al colegio a hacer un documental. Cambió en todo sentido la vida cotidiana. El colegio funciona bien sin necesidad de directivos puestos a dedo por la autoridad municipal, sin necesidad de “amonestaciones” desde arriba, sin un régimen de autoritarismo. Tanto los estudiantes, como los apoderados y los profesores hacen la experiencia de controlar el funcionamiento del colegio.
Un sector de ellos, ha comenzado a ligar esta experiencia con la necesidad de cuestionar las estructuras políticas antidemocráticas que rigen al interior de los colegios y comienza a plantear el objetivo de constituir un cogobierno, en el que estudiantes, profesores, apoderados y no docentes tengan poder de decisión. No lo ven como una experiencia transitoria antes de volver a la normalidad, sino como el paso a derribar el autoritarismo al interior de los colegios. Esto contrasta con dos visiones que se dan al interior de la izquierda: con los “estatistas”, que ven en un retorno de la educación escolar al Ministerio de Educación la solución de todos los problemas, sin responder si el poder va a recaer en el personal gubernamental del ministerio o en los trabajadores de la educación junto a los estudiantes, funcionarios y apoderados; y con los defensores de la “educación popular” que en vez de buscar arrebatarle las escuelas y universidades a los capitalistas y a su estado crean una educación “paralela”, en poblaciones, dejando intacto el sistema educativo.
Quienes militamos en el Partido de Trabajadores Revolucionarios – Clase contra Clase, reivindicamos la experiencia del liceo autogestionado A-90, pues es una muestra de que la pelea por la educación gratuita 100% financiada por el estado, está en conexión con un cuestionamiento al régimen político autoritario y a sus ramificaciones en las instituciones educativas que operan con criterios de mercado. Si hoy los no docentes y los profesores pueden ser despedidos arbitrariamente en base a consideraciones de “costos económicos”, por los directivos y sostenedores; si los estudiantes pueden perder su matrícula porque son considerados “indisciplinados” ¿ocurriría lo mismo si profesores, estudiantes y apoderados pudieran gobernar en los colegios? Lo que ocurre en el Liceo A-90 debe ser conocido e integrado como una lucha por el conjunto del movimiento estudiantil.
20 de octubre de 2011
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