Los violentos incidentes en Port Said luego de un partido de fútbol no fueron un enfrentamiento más entre simpatizantes de dos clubes rivales sino el emergente de una situación inestable y plagada de profundas contradicciones sociales y políticas.
Al día siguiente de una de las jornadas más violentas de los últimos años que dejó un saldo de 73 muertos y centenares de heridos, una multitud volvió a tomar las calles del Cairo para exigir el fin del gobierno militar al que responsabilizan por el desastre y acusan de haber instigado los enfrentamientos. Según lo que denuncian los simpatizantes del club agredido, la mayoría de los muertos son espectadores que intentaban huir desesperadamente del estadio pero que encontraron cerradas las puertas y perdieron la vida en la estampida. Las hipótesis son varias: desde quienes sospechan de la participación de las fuerzas de seguridad en los incidentes con el objetivo de justificar con la violencia la continuidad de las medidas represivas, hasta los que afirman que se trató de una venganza de la policía contra los “ultras” –los grupos de hinchadas de fútbol que actuaron en defensa de la plaza Tahrir en diversas movilizaciones enfrentando la represión y tuvieron un rol destacado en la llamada “batalla de los camellos” en la que fueron derrotadas las bandas de Mubarak. Pero más allá de cómo se hayan desencadenado los hechos, lo cierto es que, como en incidentes anteriores como el ataque orquestado contra los cristianos cooptos en octubre pasado, todos los indicios apuntan a las fuerzas de seguridad.
La Hermandad Musulmana se hizo eco de las denuncias contra funcionarios del régimen y convocó a una sesión de emergencia del parlamento para tratar de contener la situación.
El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, anticipándose a la respuesta popular, decretó tres días de duelo, aceptó la renuncia del gobierno de Port Said y detuvo a jefe de seguridad local. Sin embargo, estas medidas no fueron suficientes para evitar el estallido de una nueva crisis política con final incierto.
A un año de las movilizaciones que terminaron con la caída de Mubarak el proceso revolucionario egipcio sigue abierto. Las elecciones legislativas actuaron como un cierto desvío tras las intensas movilizaciones de noviembre. Gracias al acuerdo con la Hermandad Musulmana y al aval de Estados Unidos y otras potencias imperialistas, la junta militar se mantuvo en el poder y nombró a uno de sus agentes, Al Ganzuri, como primer ministro. Como resultado de la elecciones, los dos partidos islamistas –el Partido de la Libertad y la Justicia (Hermandad Musulmana) y Al Nur ligado al islamismo salafista– se transformaron en las principales fuerzas políticas del país, con una mayoría parlamentaria que ronda el 70% entre ambos. Pero este desvío está lejos de haberse consolidado. Los incidentes de Port Said no fueron un estallido de violencia aislada. Unos pocos días antes, una movilización masiva que intentaba llegar al parlamento para exigir el fin del régimen militar se encontró con una importante fuerza de choque de la Hermandad Musulmana que a los golpes intentó disolver la protesta. La movilización puso en cuestión la legitimidad del parlamento y abrió un interrogante sobre la capacidad de la Hermandad Musulmana para actuar a la vez como fuerza de recambio y policía del régimen militar contra los sectores más radicalizados de los jóvenes y los trabajadores.
Las contradicciones profundas que llevaron al estallido del proceso revolucionario resurgen con fuerza en las movilizaciones y huelgas, como se vio en la imponente protesta del 25 de enero a propósito del primer aniversario del inicio de las movilizaciones, que reunió a cientos de miles de personas bajo la consigna de “abajo el régimen militar”.
El ejército, la burguesía local, los partidos que defienden el estado capitalista –sean liberales o islamistas como la Hermandad Musulmana- y el imperialismo buscan estabilizar una “transición” hacia un régimen de democracia burguesa tutelada, que preserve el rol de los militares como institución fundamental del régimen y garantice sus intereses económicos y geopolíticos, entre ellos el tratado de paz con el estado de Israel. Después de un año de lucha, el carácter contrarrevolucionario de este plan empieza a ser evidente para sectores de la vanguardia obrera y juvenil que han sacado la conclusión de que estas fuerzas están expropiando su revolución y que deben enfrentarlas. Para derrotarlas es necesario necesario forjar una alianza obrera y popular y preparar una huelga general insurreccional que tire abajo el régimen militar con la perspectiva de poner en pie un gobierno de los trabajadores y el pueblo.
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