El libro de Henry Kissinger, China [1], ofrece una visión abarcadora de China con el objetivo explícito de ayudar a guiar la política estadounidense en relación con el gigante asiático y, de esa forma, ayudar a definir su política global.
¿Cómo debe Estados Unidos orientarse en relación a China en el siglo XXI? Para responder a esta pregunta, el señor Kissinger traza un breve panorama histórico que va desde los tiempos antiguos hasta la China actual. Viejo diplomático yanqui, secretario de Estado norteamericano en los años 1970 bajo el gobierno de Nixon, Kissinger participó decisivamente de la elaboración política norteamericana frente a dos de los mayores desafíos externos de la principal potencia imperialista desde 1945: la fase final de la Guerra de Vietnam y la reaproximación a China desde el año 1972.
El libro trae una visión abarcadora del papel que la relación con China debe desempeñar en el intento de Estados Unidos de moldear un nuevo orden mundial que garantice la estabilidad de su posición hegemónica.
Pasemos a exponer algunos de sus momentos centrales antes de comentar el sentido de los consejos de Kissinger en la conclusión.
La continuidad histórica y la autopercepción china
En busca del objetivo de orientar a las nuevas generaciones de líderes de Estados Unidos sobre cómo entender y lidiar con China, Kissinger retorna brevemente a la ancestralidad china, no como ejercicio de erudición sino para delinear algunos aspectos que considera fundamentales para una correcta comprensión de cómo los chinos se ven a sí mismos.
Según Kissinger, la noción de que la historia china puede ser entendida como una gran continuidad milenaria, junto al lugar central que China siempre reservó para sí misma en su visión del mundo, conduce a un modo muy particular que tienen los líderes chinos de recurrir a su propia historia en búsqueda de precedentes para su actuación en el presente.
Ya en el prólogo del libro, Kissinger ilustra la cuestión con la conferencia pronunciada por Mao en 1962 ante su Estado Mayor sobre el conflicto China-India. Allí Mao recurre al antecedente de dos eventos históricos: uno de hace 700 años atrás, otro de hace más de 1300 años, para iluminar la estrategia actual de aquella confrontación concreta, situación que, como señala el autor no tuvo paralelo en otro país del mundo.
Esto se relaciona con la enorme extensión y variedad del territorio chino, marcado al mismo tiempo por barreras geográficas fuertes que aislan al país (lo que llevó a la agencia de inteligencia Stratfor, de George Friedman, a publicar un libro llamado La isla de China). Estas características llevaron, entre otras cuestiones, a la ausencia de pretensiones expansionistas en la historia de las dinastías que gobernaron China. Comparada con el conjunto de Europa y no con cualquier país aislado, China es pintada por Kissinger como una especie de “continente” fundamentalmente volteado sobre sí mismo.
De ahí la narrativa de la “saga” de la civilización china como una alternancia entre dolorosos períodos de fragmentación y sangrientas luchas internas (en las que la cantidad de muertos se contó siempre en la escala de los millones) y los momentos en que una nueva dinastía se mostró capaz de unificar el vasto imperio, ganándose con eso el “mandato celestial”. En la tradición fundamentalmente laica del pensamiento chino (que desde Confucio nunca planteó temas religiosos en el centro de su visión del mundo), el “mandato celestial” es menos una invocación de autoridad de origen sobrenatural (como podía ser el caso de los monarcas “por derecho divino” en la Europa medieval), y más una noción relativa, en la que la fuente de legitimación proviene, en última instancia, de la eficacia en mantener unido al país siempre preñado de tensiones centrífugas.
Otro tema recurrente, asociado al anterior, es el de la riqueza y prominencia de China durante “dieciocho de los últimos veinte siglos”. La enorme autoconfianza de los gobernantes y mandarines chinos, que nunca dudaron del poder de sus valores tradicionales como un patrón cultural superior a todos los demás pueblos, se combinó históricamente con una relativa debilidad militar de China frente a los vecinos para formar una matriz de pensamiento totalmente diferente de los patrones occidentales de estrategia.
Se trata de una mezcla particular de pragmatismo político y confianza en la cultura y la demografía china, llevando a líneas estratégicas tales como la de usar “bárbaros contra bárbaros” cuando China es confrontada en más de un frente, o incluso la noción –probablemente impensable para cualquier otro pueblo– de “asimilación de los conquistadores”, esto es, la idea de que aún en caso de conquista por potencias extranjeras, sería la cultura china la que prevalecería sobre la de los ocupantes.
Estas cuestiones son tratadas en el libro como raíces culturales históricas que conducen a una sutil Realpolitik china, que muchas veces ha escapado a la comprensión de los líderes occidentales. Así, Kissinger le da gran importancia a la necesidad de entender las diferencias filosóficas contenidas en el contraste entre el ajedrez occidental y el wei qi (o go) chino, o entre Clausewitz y Sun Tzu, cuestiones en que la ignorancia anterior de los líderes políticos y militares norteamericanos llevó a la incapacidad para comprender el pensamiento militar de Mao Zedong, Ho Chi Minh o Vo Nguen Giap, lo cuál está, para el ex secretario de Estado, nada menos que en la raíz del “fracaso de Estados Unidos en sus guerras en Asia”.
El siglo XIX: la modernidad capitalista y la caída abrupta de China
Saltando de la China antigua a su encuentro con la modernidad capitalista europea, Kissinger habla de las primeras expediciones inglesas en el pasaje de los siglos XVIII y XIX, resaltando en todo momento la “arrogancia imperial” china y el aumento gradual de la impaciencia británica.
Sin comprender el cambio histórico que se había procesado con el desarrollo del modo de producción capitalista en Europa, el emperador chino y su corte de mandarines no captaron la diferencia de objetivos de los “nuevos bárbaros” que buscaban expandir su radio de operación económica, en relación a los “bárbaros tradicionales” que deseaban por sobre todo apropiarse de los tesoros de la civilización china.
El hecho es que, en una década (1840), China pasa de “prominencia universal” a la disputa directa de su territorio por distintos conquistadores. El período siguiente no hace más que profundizar esta situación, con importantes convulsiones internas y tres grandes desafíos externos, provenientes de Europa, de Rusia y de Japón.
La transición entre ese período y la nueva era inaugurada en 1949 por la victoria del Ejército de Mao en la guerra civil, pasa por la llamada “Guerra de los Boxers” –un enorme levantamiento popular antiimperialista cerca de 1900, masacrado por una alianza entre ocho potencias–; por la Primera Revolución China de 1911, encabezada por el líder nacionalista Sun Yatsen, la cual derrumbó la última dinastía (Qing, o “manchu”), y que sin embargo no fue capaz de unificar al país y enfrentar las tareas agrarias y antiimperialista que el país necesitaba; o el fin de la Primera Guerra Mundial y el dominio crecientemente aislado de Japón entre las potencias imperialistas que colonizaban partes del territorio chino.
Mao Zedong y la fundación de una nueva dinastía
Con la derrota de Japón en la Segunda Guerra, y la victoria del Ejército de Liberación Popular dirigido por Mao Zedong en la guerra civil contra el Kuomintang de Chiang Kai-shek, toda esta fase histórica es dejada atrás. Al Dr. Kissinger le gusta presentar ese viraje como el advenimiento de una especie de “nueva dinastía” cuya fuente primera de autoridad residió en la capacidad de ponerle fin a los desgajamientos internos y reunificar el país en prácticamente toda la extensión de sus límites históricos. El trazo particular de esta “nueva dinastía” instaurada por Mao estaría, sin embargo, en el hecho de que, por primera vez en la historia, buscó romper con todos los valores tradicionales.
En este punto, aunque Kissinger se refiera al llamado de Mao a la “revolución permanente” de una manera vulgar (que nada tiene que ver con la concepción de Trotsky al respecto), su análisis refuerza la conclusión de que la visión de Mao fue siempre esencialmente nacionalista. Incluso en su actitud más “iconoclasta” –llevada al extremo en el auge de la Revolución Cultural con la destrucción de gran parte de los tesoros históricos de la cultura china– encuentra un paralelo y precedente histórico: la actitud del emperador Qin que unificó la China antigua después del período de los Reinos Combatientes y promovió la quema de los escritos y bienes culturales que ataban a China a su pasado. De la visión internacional de Mao, Kissinger habla de una mezcla de “programa marxista de la revolución mundial” con un chinocentrismo sin disimulo, no muy distante del pensamiento tradicional chino.
“El camino a la reconciliación”
Sin entrar en el tema de las diversas guerras –Corea, India, Vietnam tres veces, Afganistán, además de las crisis en el estrecho de Taiwan– que marcaron la historia china entre 1949 y la década de 1980 y merecerían un análisis específico, vale resaltar el contraste entre las figuras de Mao y Stalin, el espanto de las potencias occidentales con el siempre renovado “espíritu guerrero” de Mao; la dificultad para comprender su peculiar pensamiento estratégico con su énfasis en los aspectos ideológicos y psicológicos, y no militares –como el célebre ejemplo de su actitud “indiferente” frente a la amenaza nuclear.
Sin asumir ni disfrazar cierta admiración por la “voluntada colosal” de Mao, Kissinger traza el cuadro de lo que denomina “una década de crisis”, abierta con el “Gran Salto Adelante” –el fracasado plan de crecimiento voluntarista lanzado por Mao en 1958– y prolongado hasta la “Gran Revolución Cultural Proletaria” iniciada por orden de Mao en 1966, la que literalmente “puso a China patas para arriba”.
Para Kissinger, el caos interno de China después de la Revolución Cultural, sumado al hecho de que China termina los años 1960 más aislada que nunca, y con preocupaciones crecientes con respecto a la posibilidad de conflicto militar con la URSS, todo eso constituye el telón de fondo para una inaudito cambio de la política global del “chairman” Mao en el pasaje de los años 1960 a 1970.
Es cierto que en principio la reaproximación de China a EE.UU. se le ocurría a Mao mucho más como una jugada geoestratégica y no con un contenido restauracionista. Sin embargo es evidente que las consecuencias económicas internas de la nueva ligazón con el mercado capitalista no escapaban a la visión del “viejo monje”, ni del “viejo señor de la guerra”, formas en la que le gustaba referirse a sí mismo en los últimos años.
Por otro lado, a pesar del énfasis comedido que le da Kissinger, su libro no deja de ser un gran elogio del abordaje “amplio” de Nixon como la base para viabilizar el nuevo período de relaciones EE.UU.-China, hasta entonces simplemente impensable en el clima ideológico de la Guerra Fría que se vivía en el seno del imperialismo yanqui.
Ese viraje, pensado en un momento en que la situación en Vietnam se había tornado el eje de los problemas domésticos de EE.UU., fue clave para que el imperialismo norteamericano pudiera amortiguar los costos de su derrota en la guerra.
En este sentido es interesante seguir la narración que hace Kissinger sobre los encuentros que sellaron el acuerdo entre Mao y Nixon, y captar la atmósfera en la que Mao y Zhou Enlai, por ejemplo, se reían entre si delante de los invitados diciendo que no se preocuparan por las proclamas antimperialistas, que ello era sólo para consumo interno.
De hecho, al aproximarse tanto al imperialismo y transformar a la URSS en su principal enemigo, Mao terminó hasta invadiendo Vietnam, todas cuestiones que permitieron a los norteamericanos recuperarse y luego lanzar la ofensiva neoliberal.
La manera como Kissinger nos relata el proceso en primera persona, desde el primer encuentro en el viaje secreto que realizó a Beijing para preparar la ida de Nixon, “una larga discusión conceptual” casi académica; y hasta la confirmación por Nixon de una “casi alianza” de EE.UU. y China, son incontables los episodios cargados de interés histórico y político.
Para agudizar el interés del lector, basta con citar cosas como la frase de Mao sobre el general Chiang Kai-shek (entonces aún dictador en Taiwan luego de refugiarse en la isla después de perder la guerra civil en el continente) cuando sorprendió a sus interlocutores yanquis diciendo que “la historia de nuestra amistad con él es bien mayor que la suya”; o bien la provocación directa a Nixon cuando le dijo que “ustedes confían en sus bombas atómicas, pero no en su ejército”. Aquí, nuevamente, el cruce de narrativa histórica más amplia con las sutilezas de la vivencia personal del autor le da al libro un interés especial.
Las reformas restauracionistas a partir de 1978 y sus contradicciones
Pasando por el último período de vida de Mao, y por su papel ambiguo en la confrontación entre las dos fracciones que disputaban su legado, Kissinger llega a narrar la experiencia en la que, tan lejos como en 1979, tuvo la visión más cercana a una división en la cúpula china; en aquel año aún era posible tener dudas si el camino de China pasaría por un nuevo “plan quinquenal” preanunciado por Hua Guofeng (formalmente, el elegido de Mao para ser su sucesor) y la promoción de “libre iniciativa” por Deng.
Kissinger enfatiza la importancia de los viajes internacionales de Deng después de su victoria en la disputa interna. Tanto en sus visitas al Japón y Singapur, como después a EE.UU., Kissinger resalta siempre la misma postura humilde y enfática en la pobreza y atraso chino y la necesidad de aprender de los extranjeros, cuestión que el autor ve como una ruptura con una tradición milenaria que se había extendido hasta los tiempos de Mao.
La caída del Este europeo y después de la URSS entre 1989 y 1991 es el telón de fondo para las divisiones dentro del establishment norteamericano sobre hasta dónde llegar en el intento de forzar cambios en el régimen chino, especialmente después de la experiencia reciente de la masacre de Tiananmen. Allí, frente al auge del descontento popular con la combinación de la represión política y de las desigualdades económicas que crecieron a lo largo de la década, el PC chino dejó claro que llegaría hasta las últimas consecuencias para mantener su monopolio político.
Kissinger resalta la experiencia de “montaña rusa” en las relaciones EE.UU.-China bajo Clinton como educativa para la política actual. El autor deja entrever críticas al abordaje Demócrata, especialmente después del guiño de la administración Clinton a una política de exigencias en Derechos Humanos como condición para el comercio, etc. Para Kissinger queda la convicción de que el trato dado al orgullo nacional chino es la piedra de toque de la capacidad de EE.UU. para administrar la relación en su propio beneficio. Particularmente fuerte es la imagen suscitada por Deng Xiaoping: “aunque sea en cien años, si un líder chino se equivoca en eso” y se humilla ante el extranjero, ciertamente caerá.
La administración de George W. Bush recibe el elogio del autor, pues sin dudar en perseguir unilateralmente sus propios objetivos allí donde lo desea, el nuevo presidente Republicano retorna a una política puramente pragmática en relación a China que hizo de la sociedad EE.UU.-China el motor de la dinámica internacional en la última década.
Es de esta sociedad renovada que resurgirán la “ambivalencias” que marcan la disyuntiva futura de las relaciones: después de todo, EE.UU. y China ¿serán amigos o rivales?
Conclusión
Como dijimos, el libro de Kissinger busca plantear su conocimiento acumulado y su experiencia personal para educar a las nuevas generaciones de líderes estadounidenses en la tarea de lidiar con China. La línea maestra de su pensamiento es que se puede cooperar con China justamente porque ésta no tiene una visión “imperial” de la política exterior, y aunque esté empecinada en consolidarse como una potencia regional de primer orden, no busca ser una potencia mundial en el sentido que lo es EE.UU. Ello es lo que permite utilizar la relación EE.UU.-China para moldear un sistema internacional en el que la hegemonía norteamericana sea salvaguardada. Kissinger propone como hipótesis geopolítica una “Comunidad del Pacífico” (inspirado en la que se formó entre EE.UU. y Europa luego de la Segunda Guerra), donde el imperialismo pueda utilizar los “miedos legítimos” de los demás países con respecto a China como pretexto para ubicarse como actor central del equilibrio regional en Asia.
Ese objetivo práctico ineludible es reforzado por la lectura que muchos analistas hicieron del libro como un elogio al “papel del factor subjetivo”, es decir, de los líderes políticos para cambiar los rumbos de la historia, donde el “impensable” viraje de Nixon hacia la “Red China” comenzó a pintar el cuadro actual del mundo tal como lo conocemos.
De hecho, lo que tenemos a lo largo de casi seiscientas páginas es no sólo una recapitulación general de la historia reciente de China y de sus matrices ancestrales, sino una larga reflexión sobre estrategia y estadismo, a partir de la convivencia con cuatro generaciones de dirigentes chinos.
Como marxistas revolucionarios estamos convencidos de que el nuevo siglo no será solo el escenario de jugadas geopolíticas y diplomáticas de una potencia en declinación histórica para prolongar su hegemonía mundial, sino también un teatro de guerra en el que se enfrentarán, tal vez de forma decisiva, las energías revolucionarias del proletariado y sus aliados oprimidos de todo el mundo y las resistencias del viejo orden mundial decadente. El gran límite del análisis de Kissinger es que en su relato las masas tienen un rol completamente subordinado y la historia la hacen solo los gobernantes. Esto sin embargo no nos impide apreciar la perspectiva de largo alcance, propia de la mirada china sobre el mundo, reconstruida por Kissinger en el libro, que puede ayudar a darle un sentido estratégico más profundo a nuestro combate cotidiano.
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