Considerando el salario por hora y el precio del transporte, un trabajador de Sao Paulo pasa 14 minutos de su jornada laboral para pagar un billete. Como en general el transporte es pésimo y un viaje exige más de un billete –utilizar dos líneas es lo más común–, se puede decir que, entre ir y venir, un trabajador paulista necesita una hora de su salario diario para pagar el pasaje. Un trabajador de Buenos Aires consume sólo dos minutos de su jornada laboral para pagar el transporte; en México, cuatro, y en Londres, 11. Ocurre que, al principio de las movilizaciones, nadie sabía de eso. La cosa era protestar contra el aumento en el precio de un servicio público pésimo.
Aun así, la primera convocatoria atrajo a poca gente, considerando la población de la ciudad, de 12 millones de habitantes. Parecía un movimiento condenado al fracaso.
Sin embargo, en poco más de 10 días el escenario se transformó. A cada convocatoria se sumaban más manifestantes –en su inmensa mayoría estudiantes de clase media, para los cuales el precio de un billete de autobús poco importa– hasta que, el jueves 13, se formó una multitud considerable que reivindicaba mucho más que los 20 centavos de aumento en el precio del transporte en autobús.
Surgieron reclamos contra la calidad del servicio, el costo de la vida, la corrupción, la salud y la educación, y así la cuestión se alargó hacia el infinito.
La ola de protestas empezó a expandirse por todo el país, sin liderazgo alguno, sin la participación de los partidos políticos, sin que ningún movimiento social se propusiera conducir las manifestaciones.
Ahora, pasadas casi dos semanas, siguen siendo manifestaciones populares sin que se vislumbre alguna conducción orgánica, pero con una diferencia esencial: han crecido de manera formidable.
Hoy nadie se anima, de manera fría, a trazar alguna proyección acerca de dónde van a parar estas manifestaciones.
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En los años recientes la inflación se mantuvo bajo control; el poder adquisitivo del salario medio creció, en términos reales, y el desempleo sigue en niveles mínimos. Alrededor de 50 millones de brasileños dejaron la zona de pobreza e ingresaron en la llamada nueva clase media. ¿De dónde viene tanta protesta?
Esas son las grandes preguntas que los políticos, tanto en el gobierno como en la oposición, todavía no saben contestar. Ahora quedó muy claro que no se aguanta más la pésima calidad de la educación pública, la caótica y perversa situación del sistema de salud, el infernal sacrificio humano que significa, para los trabajadores de los grandes centros urbanos, enfrentar la cotidiana tortura del transporte público.
O sea: todo lo que conlleva la palabra o el concepto de público está siendo cuestionado de manera contundente.
Queda claro, además, que el sistema político, tal como está, ya no representa, efectivamente, a gruesos contingentes de la población. Las alianzas políticas esdrújulas, diseñadas para asegurar la supuesta gobernabilidad, no aseguran otra cosa que intereses mezquinos de dirigencias partidarias que sólo tienen en común el acto de respirar. Las señales de alerta máxima se disparan, y los políticos, sorprendidos, están atónitos.
Las decenas de miles de manifestantes que copan las calles de las ciudades ahora exigen mejorar el sistema de salud y el de educación; transporte eficiente y combate a la corrupción; frenar la inflación y también los gastos desmesurados para organizar actos deportivos, como el Mundial de Futbol o los Juegos Olímpicos.
Hay una brecha, se sabe ahora, entre el paraíso de los números y el infierno del cotidiano que viven millones de brasileños.