La visita de Michelle Bachelet a Buenos Aires los pasados 11 y 12 de mayo fue su primer viaje al exterior tras asumir el mandato. La cumbre entre ambas presidentas tuvo, por propósitos declarados, reafirmar la importancia de las relaciones bilaterales enfriadas bajo el gobierno de Piñera, relanzar proyectos acordados en el llamado “Pacto de Maipú” en 2009, como el gran túnel Aconcagua y la interconexión vial y ferroviaria; y abordar otros temas en varios ámbitos, desde minería (como el mega proyecto binacional de la Barrick Gold en Pascua-Lama) a la “lucha contra el narcotráfico”.
Según el canciller chileno, Heraldo Muñoz, “la Presidenta ha querido, con la aceptación de esta invitación de la Presidenta Cristina (Fernández), el dar un mensaje de que la relación con Argentina es absolutamente prioritaria" (...) “Esta visita también es parte de un propósito muy bien establecido por la Presidenta, como parte del programa de gobierno, de la misma manera, vamos a tomar otras iniciativas en la región, porque aquí está la viga maestra de nuestra política exterior”. [1] Muñoz explicaba además que “en ese sentido, el viaje de la Presidenta es la expresión de otro compromiso de gobierno, que es el compromiso con América Latina y el Caribe, y muy particularmente, con América del Sur". Los grandes proyectos de negocios capitalistas y el reposicionamiento de Chile en las relaciones regionales son así, el trasfondo del encuentro y lo que hace interesante tomarlo como punto de partida para esbozar brevemente algunas consideraciones a la luz de la coyuntura latinoamericana.
Economías en baja
Este reacercamiento a Argentina y Brasil se enmarca en lo que el propio Muñoz ha definido como “convergencia en la diversidad”. [2] “Nuestro propósito -ha escrito- será fortalecer la presencia de [Chile] en los distintos mecanismos de integración existentes, impulsando puentes de acuerdo por encima de las diferencias ideológicas o subregionales. La política exterior de Chile no tendrá un sesgo ideológico, sino que pondrá énfasis en avanzar pragmáticamente hacia una región más integrada y con una identidad propia”. [3]
La renuncia a hacer una política internacional con “sesgo ideológico” (suponemos que “progresista”) equivale a comprometerse a respetar los pactos con el imperialismo, pero al tiempo, reubicando a Santiago como “bisagra” entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur, en una especie de “multilateralismo pragmático”, donde los “negocios son negocios” pero aprovechando las instancias regionales para negociar la inserción en los grandes movimientos en el comercio mundial con que las transnacionales y el capital financiero reaccionan ante la crisis. Se trata de grandes movimientos de alcance estratégico entre los que hay que ubicar la discusión del Acuerdo Trans Pacífico que impulsa Estados Unidos con sus aliados de la cuenca pacífica pero excluyendo a China, así como de un Tratado de Libre Comercio entre el propio Estados Unidos y la Unión Europea, la que a su vez, discute un acuerdo con el MERCOSUR, a lo que se suman los TLC con Estados Unidos ya sellados por Chile (que tiene decenas de tratados bilaterales) y otros países latinoamericanos.
Sin entrar a otras consideraciones sobre la marcha y viabilidad de estos pactos, el sentido general es claro: realineamientos impulsados por las principales potencias imperialistas para profundizar el control del mercado mundial por el gran capital, en medio de la competencia entre las grandes potencias, de crecientes tensiones interestatales y la disputa por áreas de influencia, que implican un mayor sometimiento de la periferia semicolonial.
En este marco, el impacto de la crisis en América Latina, con el fin del alto ciclo de crecimiento basado en las materias primas, las limitaciones estructurales del MERCOSUR y la debilidad de la Alianza del Pacífico para emerger (dada la situación de la economía norteamericana, de la cual depende) empuja a buscar febrilmente un reacomodo ante un escenario internacional que amenaza tornarse más desfavorable para los países latinoamericanos, incluso los considerados “emergentes”.
Desde este ángulo, el acercamiento entre La Moneda y La Rosada no obedece sólo a la vecindad geográfica e ideológica, sino a intereses “contantes y sonantes”. En primer lugar, la preocupación por consolidar los negocios bilaterales (Chile es un importante comprador de productos argentinos, a su vez, Argentina es el segundo país receptor de inversiones de grandes grupos chilenos como LAN, Falabella, Andina o Cencosud, entre otras), ante problemas similares: La economía chilena está en desaceleración y crece a un ritmo apenas superior al 3%, mientras retrocede el precio de su principal producto de exportación, el cobre. La economía argentina está estancada y al borde de la recesión pese a las buenas perspectivas sojeras.
En segundo lugar, la “conectividad”, simbolizada en el propuesto túnel Aconcagua y otros pasos, es vital para el corredor bioceánico con que ambos países esperan beneficiarse tanto en el comercio con China y Asia oriental (principales mercados del cobre chileno y la soja argentina), como de la conexión al mercado brasileño, y mejorar su ubicación ante las conversaciones para un acuerdo de libre comercio entre el MERCOSUR y la Unión Europea, lideradas por Alemania y Brasil (y hasta hace pocos resistidas por Argentina).
Así, el común denominador es que ambas, el “país modelo” de un neoliberalismo cuyas posibilidades se agotan y el país del “modelo nacional y popular” en crisis, enfrentan un horizonte sombrío y buscan recomponer el alicaído dinamismo de la acumulación adecuándose a las tendencias “globales”, apelando al capital extranjero y la entrega de recursos naturales, como la minería de la Barrick Gold y otras transnacionales a ambos lados de los Andes, o los hidrocarburos no tradicionales de la mano de Chevron en el caso argentino, que también busca un retorno a los “mercados financieros” para poder endeudarse.
Un giro latinoamericanista “soft” de consecuencias “geopolíticas” continentales
Ligado a esos elementos económicos se plantea la reorientación de la diplomacia chilena. La propia Bachelet afirmó que “Chile en los últimos años ha perdido presencia regional y se ha privilegiado una visión economicista” [4] El reacercamiento a Brasil, Argentina y otros gobiernos “pos neoliberales”, el respaldo a la mediación de UNASUR en la crisis venezolana y otros elementos, dan cuenta de un viraje cuyo alcance aún está por verse, pero que ya implica un cambio importante en los alineamientos “geopolíticos” sudamericanos, donde el régimen chileno, estrecho aliado de Washington, pasa a una ubicación más “latinoamericanista” moderada.
La nueva política de Chile de ubicarse como “bisagra” para una “convergencia en la diversidad”, según dice Muñoz, implica un rol más contemporizador con Brasil, Venezuela y la propia Argentina, y fortalece la línea de acuerdos en las instituciones regionales, desde la OEA a la CELAC y UNASUR.
En este sentido, ampliar las relaciones comerciales y sumar esfuerzos para mantener la “gobernabilidad” a escala regional implica bajar el nivel de confrontación político-ideológica. Esto, sin dejar de ser funcional a la penetración de las transnacionales, no es la línea que preferirían la derecha neoliberal latinoamericana y sectores imperialistas en Washington o en capitales europeas, como Madrid, que alentaban la idea de que la Alianza del Pacífico, dentro del que Chile, junto a Colombia y México, es uno de los pilares, se consolide no sólo como un bloque neoliberal subordinado mediante TLCs a la órbita imperialista, sino también como polo político beligerante contra el “populismo”. De hecho, hay síntomas de que otros países, como la propia Colombia, tienen pocos deseos de asumir ese papel confrontativo cuando el movimiento a derecha de los nacionalistas y progresistas establece mayores bases para la “distensión” y la “convergencia”.
La mediación en Venezuela, compartida entre Brasil, Colombia y Ecuador, con bendición papal y visto bueno de Obama, da cuenta de que se prefiere evitar los riesgos de una desestabilización mayor y canalizar la discusión de una transición “pos chavista” a través del diálogo (lo cual no implica contradicciones como el actual empantanamiento de las conversaciones ni que un ala de la derecha “dura” apoyada por los halcones de Washington y el uribismo, prefiera imponer “la salida” de Maduro con una mayor injerencia).
De hecho, el cambio chileno implica un traspié de la ofensiva norteamericana para recuperar terreno en América Latina apoyándose en sus aliados más estrechos, contra las pretensiones de mayor autonomía y liderazgo regional de Brasil y para aprovechar más ofensivamente la crisis del chavismo. Lo que parece primar en el escenario regional, bajo la presión de las dificultades económicas y del imperialismo, es, dentro del movimiento general de signo conservador, una línea más mediada, de negociación, de “convergencia”, a expensas de la línea más dura (los recambios presidenciales en Panamá y Costa Rica parecen afirmar esta tendencia); y, en el flanco opuesto, del retroceso del chavismo y la descomposición del ALBA como polo nacionalista, subsumido al moderado Brasil.
Tendencias reaccionarias en la coyuntura regional
Estos son cambios “tácticos” pero no intrascendentes, dentro de una fluida coyuntura regional cuyo análisis no podemos abordar en profundidad aquí, pero de la que sí podemos esbozar algunos trazos más.
En primer lugar, es una fase de transición entre el escenario de la última década, de crecimiento económico y relativa estabilidad social, con predominio en Sudamérica de los gobiernos “pos neoliberales” (de corte nacionalista o centroizquierdista), a un nuevo escenario, que aún está lejos de haber tomado perfiles claros (e indudablemente factores como el desenlace de la crisis venezolana implicarán muchas definiciones), pero que parece caracterizado por: la creciente presión imperialista (en el marco de la crisis hegemónica norteamericana); el fin de ciclo económico bajo el impacto de la crisis capitalista internacional; la decadencia del nacionalismo y el progresismo, con crisis de sus actuales formas de contención, arbitraje y mediación entre las clases; y el endurecimiento de los antagonismos sociales.
En segundo lugar, en la coyuntura latinoamericana actual priman las tendencias reaccionarias, bajo la ofensiva imperialista expresada en la ofensiva privatizadora de gobiernos como el de México o en la ofensiva opositora en Venezuela, pero también en el viraje a derecha de los gobiernos “populares”, como garantes de los intereses capitalistas y ejecutores de programas de austeridad y ajuste cada vez más en línea con los reclamos de la gran patronal y con la agenda imperialista, aunque regateando algunas condiciones y tratando de mantener cierto margen de autonomía.
En esto, un buen ejemplo es Argentina, donde destaca la distancia entre el discurso “nacional y popular” y la realidad de la subordinación al gran capital, las transnacionales y las potencias imperialistas, en tiempos de ajuste, despidos y represión a los que luchan. Pero también, Uruguay, con Mujica celebrado como “progresista del año” en Washington. Así como el curso del gobierno de Maduro, respondiendo a la crisis económica y a la ofensiva de la oposición pro imperialista con grandes concesiones a los empresarios, mientras aplica un “ajuste devaluatorio” que implica graves costos para la economía obrera y popular.
Son tendencias reaccionarias que avanzan sobre un terreno minado por grandes contradicciones -entre las que no hay que desdeñar las generadas por la relación de fuerzas sociales heredadas del ciclo de levantamientos de principios de siglo-, y también, que la ofensiva de Washington es parte de una situación de debilidad económica y crisis de hegemonía de la gran potencia del Norte. Por ello, despiertan tensiones de todo tipo y polarización. Por ahora, el viraje reaccionario se expresa en varios países mediado por políticas con elementos de “unidad nacional”, para sostener la “gobernabilidad” y hacer pasar los ajustes, como en Argentina. Si se quiere, esto se refleja a su manera, en la política exterior, como esa búsqueda de “unidad latinoamericana” en clave moderada, “soft”, profundamente conservadora.
El retorno a escena de la clase trabajadora y la juventud especialmente en Brasil, Chile, Argentina
Debe destacarse que la polarización puede llevar a gestar procesos de resistencia obrera y popular. De hecho, aún sin cambiar la dinámica más reaccionaria de la coyuntura, los últimos acontecimientos vienen ratificando que ha entrado en el escenario la clase obrera del Cono Sur, acompañada de importantes fenómenos juveniles y estudiantiles en Brasil y Chile.
Esta tendencia se vino expresando desde el paro del 20N de 2012 en Argentina, con un Chile conmovido por importantes huelgas mineras, portuarios y de otros sectores así como las multitudinarias movilizaciones del combativo movimiento estudiantil, la huelga de la COB en mayo-junio de 2013 en Bolivia, la lucha del magisterio en Uruguay, y, en un fenómeno de enorme importancia, la eclosión de las protestas de junio en Brasil, dando cuenta del cambio de clima social en el país clave del continente.
En las últimas semanas, mostró una nueva oleada: en marzo fue el paro general en Paraguay, luego, las combativas huelgas docentes en Argentina, desde la provincia de Buenos Aires a Salta, el gran paro del 10A y ahora, la resistencia a los despidos y ataques de la patronal en distintas fábricas. En Brasil, la emergencia de nuevas y combativas luchas obreras, como la de los barrenderos y otras categorías de trabajadores, fenómenos de protesta juvenil y contra la Copa Mundial vista como un gran negocio a expensas de las condiciones de vida populares, etc. En Chile, a un par de meses de asumir Bachelet, el movimiento estudiantil sigue mostrando su fuerza en las calles, con una primera gran movilización con más de 100.000 jóvenes, reclamando el fin del lucro en la educación.
Alianza obrera y estudiantil, también por sobre las fronteras
Mientras Bachelet, Cristina y demás “convergen” de manera muy “progresista” en la entrega, los planes económicos al servicio del empresariado y a expensas del salario, el empleo y las condiciones de vida obreras y populares, para los trabajadores chilenos, argentinos y de todo el Cono Sur, es la hora de la solidaridad, uniendo fuerzas para enfrentar los ataques de las grandes empresas que operan a escala regional -como las automotrices que hoy suspenden y despiden en Argentina, las grandes cadenas supermercadistas, etc., los “ajustes” como el de Cristina, o la frustración de las demandas y expectativas populares. Desde este punto de vista, la necesaria unidad obrera y popular, en la que la juventud y los estudiantes están llamados a jugar un activo papel, tiene también su necesaria expresión internacional. La unidad del movimiento obrero de Brasil, Argentina, Chile, es la clave de la unidad de la clase obrera continental, en la lucha contra el imperialismo y el gran capital, por un programa obrero para que la crisis la paguen los capitalistas. Con la perspectiva revolucionaria de la necesaria unión económica y política de nuestros países, en una Federación de Repúblicas Socialistas de América Latina.
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