La llegada de la selección argentina a la final de la copa del mundo Brasil 2014 es una buena oportunidad para una reflexión sobre el fútbol y su significado e impacto en la política y en la vida popular.
Evidentemente existe un uso político del fútbol y su espectáculo, especialmente cuando se trata de un campeonato mundial. En el caso argentino por ser el deporte más popular, no hubo gobierno que no tratara de utilizarlo para sus objetivos. En este sentido sería interesante analizar las consecuencias políticas de los dos triunfos anteriores, el de 1978 en plena dictadura y el de 1986, bajo el alfonsinismo ¿de cuánto sirvieron, más allá de la coyuntura, a los gobiernos respectivos las consagraciones deportivas?
Hay también una industria sobrevaluada del deporte en general y del fútbol en particular, propia de capitalismo que convierte en mercancía, todo lo que toca. En este sentido, la hiper-mercantilización del fútbol no es muy distinta a la que ocurre con el cine, el teatro o la música; que por eso mismo distorsiona la producción artística, y pese a esta realidad seguimos rastreando formas artísticas auténticas, capaces de conmover o de simplemente distraer. “La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”, decía Borges, dándole al sueño una entidad en la vida de los hombres mucho más importante que las que autoriza el sentido común (incluso cierto sentido común izquierdista o progresista). Lenin decía que está permitido soñar con la única condición de que se luche cotidianamente por cumplir el sueño.
Pero nuestra intención, en este caso, es reflexionar sobre el significado del campeonato mundial de fútbol en la cultura y en la vida de los sectores obreros y populares.
Podríamos decir que la pasión futbolera que emerge o se potencia cuando juega la selección nacional contiene dos (o tres) componentes: el espectáculo distractivo que a veces -como la religión-, puede tomar la forma de “opio del pueblo”; la admiración por el propio juego entendido como arte (después de todo en el mundial están los mejores, los que “llegaron”, los “distintos” en la materia); y también el nacionalismo, con diferentes sentidos, a veces más reaccionario, a veces más progresivo.
Dice Trotsky hablando de la vida cotidiana: “Por consiguiente, la cuestión de las distracciones reviste una enorme importancia en lo tocante a la cultura y la educación. El carácter del niño se manifiesta por el juego. El carácter del adulto se expresa con mayor fuerza a través del juego y las distracciones”. Y también agrega “El deseo de divertirse, de distraerse, contemplar espectáculos y reír, es un deseo legítimo de la naturaleza humana” [1]. Hay algunas concepciones un poco elitistas (también en cierta cultura de izquierda) que impugnan la pasión que desata el fútbol, al que por supuesto se le niega cualquier tipo de estatus artístico, y se centran las críticas en su carácter de espectáculo engañoso. Todo estaría reducido a un nacionalismo chauvinista atrasado y reaccionario, propio de masas incultas que no llegaron a apreciar, todavía, el verdadero arte. Esas impugnaciones se expresan como rechazo a la admiración por el deporte o por los deportistas, tomando solo su aspecto ideológico, de falsa conciencia (“festejan los goles como si algo cambiara por ellos en su vida diaria y más aún se usa ese espectáculo como pantalla, para tapar otros problemas”). Todas verdades, aunque no explican el fenómeno completo. Juan José Sebreli, quien alguna vez supo escribir cosas interesantes sobre la vida cotidiana es, quizá, uno de los representantes más radicalizados del anti-fútbol con su teoría de que es culturalmente “totalitario”.
Existe un componente de distracción en tanto espectáculo, y si el cine en la segunda década del siglo pasado era lo más avanzado o la vanguardia en las tecnologías de comunicación de masas, hoy ese rol lo ocupa la TV (entre otros). “No es en absoluto por piedad por lo que va a la iglesia; pero la iglesia es luminosa y bella; hay mucha gente y se escuchan cantos: he ahí bastantes cosas agradables que no se encuentran ni en la fábrica, ni en la familia, ni en el vaivén cotidiano de la calle”, afirmaba Trotsky para explicar cual era el límite de la religiosidad del obrero ruso, que se basaba mucho menos en la piedad o el dogma, que en la posibilidad de vivir un espectáculo extraordinario.
También hay una identificación, que no está libre de ideología (aunque también expresa otras cosas) con los jugadores, y especialmente con los que “la pelearon de abajo” (Tévez por ejemplo o Di María), o con los que “se la juegan” como Mascherano, además por supuesto de los que elevan el fútbol al estadio de un arte superior: como Maradona o Messi. Es verdad, hay una identificación con jugadores millonarios que -terminado el espectáculo-, vuelven a una vida cotidiana muy distinta a la de los sectores populares. Pero no vemos muchas diferencias con las “identificaciones” de aquellos que ríen, se emocionan o lloran con una escena bien lograda por un actor de Hollywood, un músico de cualquier género que toca una partitura o un acorde conmovedor. No llegamos a la exageración de ese gran cuento de Fontanarrosa, en el que afirma que el fútbol contiene todas las artes (la música, la escultura, la pintura, la danza o el teatro… últimamente muy aplicado el teatro dentro de la cancha, hasta el punto de que algunos deberían pensar en desarrollar esa faceta en otros ámbitos más acordes); pero la realidad es que hay escenas “artísticas” inolvidables.
Por último, el componente nacionalista es el más controvertido, aunque tampoco es unilateral. Hay de todo entre los nacionalistas que apoyan a la selección y los que pudieron llegar a Brasil a ver los partidos no están entre los mejores representantes. Sin embargo, podemos decir que para el promedio nacional, la rivalidad con Brasil es de “adversarios”, pero un enfrentamiento con Inglaterra o EEUU se manifiesta como una lucha contra un enemigo.
Si tomamos como definición esa mezcla de espectáculo, arte, contradictorio nacionalismo y cierta forma religiosa: apropiarse de un triunfo ajeno que “alivie” las derrotas cotidianas que ofrece la vida en esta sociedad, es decir, como “opio del pueblo”; es bueno saber qué manifiestan esas pasiones y qué fuerzas ocultas emergen (“La pasión del cine se basa en el deseo de distraerse, de ver algo nuevo, inédito, de reír y hasta de llorar no sobre la propia suerte sino sobre la de otro”).
La otra opción es resignarse a la existencia de un gran cinismo nacional que no deja espacio ni posibilidad para la pelea de ideas o vuelve impotente cualquier crítica.
El espectáculo del fútbol y las pasiones depositadas en él son por una parte “la expresión de una miseria real un suspiro de una criatura agobiada”, un minuto de “gloria” en un mar de penurias cotidianas.
Cambiar la sociedad será también una forma de liquidar las miserias que rodean al deporte en general y al fútbol en particular y, quizá, hacer surgir y multiplicar su más auténticas grandezas.
* Una versión de este artículo fue publicada en el blog “El violento oficio de la crítica” (http://elviolento.blogspot.com.ar), luego de que la selección Argentina clasificara para jugar en las semifinales del mundial.
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