Brasil, Bolivia y Uruguay se encaminan a sendas elecciones presidenciales en octubre. El eventual resultado en Brasil, por el peso e influencia del mayor país de América latina y donde se juega la continuidad o no del lulismo en el gobierno, está llamado a tener importantes consecuencias regionales.
El 5 de octubre será el primer turno, siendo probable una segunda ronda para la definición entre Dilma Rousseff y Marina Silva. El 12 de octubre se vota en Bolivia, donde se prevé una cómoda reelección de Evo Morales y el 26 se vota en Uruguay, donde la competencia entre el frenteamplista Vázquez y el opositor blanco Lacalle puede llevar también a un segundo turno.
Puede agregarse que en Perú hay elecciones regionales y municipales el domingo 5, y aunque no tendrán similar trascendencia, no dejarán de aportar datos a tener en cuenta en un análisis que forzosamente, debe referirse a un escenario más amplio que el de estos tres países, pues involucra a Argentina, donde si bien las elecciones generales se realizarán recién en un año, la pre-campaña de discusión de frentes y candidaturas ya empezó, alimentada por la crisis del kirchnerismo.
Los gobiernos “progresistas” en su decadencia
Que esté en duda la continuidad de los gobiernos del PT en Brasil y del FA en Uruguay, expresa algo más profundo que una aritmética electoral declinante. Se trata de un salto en la decadencia de los gobiernos “posneoliberales” de mediación y contención surgidos al calor del ciclo de levantamientos y crisis políticas de 2000/2003; uno de cuyos representantes emblemáticos es precisamente el lulismo.
Por ya largos años, administraron el Estado burgués “descomprimiendo” el descontento obrero y popular mediante políticas de subsidio y gasto social, al mismo tiempo que buscaron compromisos con la gran burguesía y las transnacionales, sobre la base de la continuidad en aspectos esenciales del neoliberalismo: alto grado de apertura, desregulación financiera, precarización del mercado laboral, especialización exportadora según las “ventajas comparativas” de la producción agropecuaria, minera y energética, un tenue “latinoamericanismo” subordinado a los intereses de los capitalistas y al regateo con el imperialismo, etc.
En cuanto a la prometida “democratización” no fue tal, ni siquiera hubo reformas constitucionales de consideración en Uruguay ni en Brasil (veremos la diferencia en el caso de Bolivia).
Aún así, estos gobiernos se asentaron en condiciones excepcionales: un ciclo de recuperación económica alimentado por el boom de los precios de las materias rimas, una cierta recomposición del mercado interno, el debilitamiento de la hegemonía imperialista que les amplió los márgenes de maniobra.
Sin embargo, la apertura de la crisis internacional desde 2008 cambió el escenario. Obligando a profundizar el viraje a derecha de estos gobiernos para adecuarse a las
exigencias del capital y endurecerse ante las presiones populares. Como decía Cristina Fernández, fue la etapa del “nunca menos”, es decir, del “ya no pidan ni esperen más” que marcó también al primer gobierno de Dilma y al del ex guerrillero y ex izquierdista Pepe Mujica.
Por un lado, el enfriamiento económico va dejando al desnudo que las promesas del “cambio” y la “igualdad” no han ido mucho más allá que los planes de subsidio a la pobreza y la enunciación de derechos formales, mientras nuestros países siguen estando entre los más desiguales del planeta en la distribución del ingreso, el acceso a la tierra, la precarización laboral, etc.
Por otro lado, con la aplicación de políticas cada vez más favorables al capital, al tiempo que afectan el salario, el empleo y las condiciones de vida populares, del “nunca menos” se pasa a la fase de los “ajustes progresistas”, las “contrarreformas”, la “criminalización de las protestas”.
Con ello, y a pesar del doble discurso (cada vez más desarticulado entre la fraseología reformista y la práctica proempresarial), se va haciendo explícita la erosión de la capacidad de mediación progresista y el debilitamiento de su base social.
Convergencia y restauración
El intelectual brasileño Emir Sader alerta contra el peligro de “restauración conservadora” que representaría la derrota de los candidatos progresistas en las próximas elecciones, planteando una polarización absoluta entre estos y una nueva derecha en ascenso electoral.
Pero este concepto oculta que, como demuestran el curso de Dilma, de Mujica o CFK, más allá de la competencia electoral y las diferencias parciales, hay una “convergencia” en torno a la agenda por la que presiona la burguesía: restricción al salario y al gasto social, “seguridad” represiva, línea dura hacia las huelgas y protestas.
Oficialistas y opositores disputan los términos en que hay que administrar la crisis económica, pero coinciden en viabilizar condiciones más favorables al capital nacional y extranjero y en aceptar los ajustes a costa del salario y las condiciones de vida populares.
El progresismo al estilo de Lula, el Frente Amplio o el kirchnerismo es conservador en
cuanto se ubica como garante de la estabilidad política y social que necesita la burguesía, en relación a la condición dependiente y semicolonial y más concretamente, a lo esencial de la herencia neoliberal.
Esta función conservadora se acentúa de cara a un nuevo mandato, porque la situación económica y las exigencias del capital así se lo imponen a elencos dirigentes ya profundamente insertados en la “clase política”, con sus privilegios y corruptelas.
En verdad, son vanas las ilusiones de la izquierda progre de que un nuevo mandato del FA, del PT o del MAS derive en una “profundización de los cambios”. Como reconoce José Natanson en el editorial de Le Monde Diplomatique de setiembre: “la ’fase eroica’ del giro a la izquierda ha quedado atrás, y hoy atravesamos un momento caracterizado por el amesetamiento de los procesos de integración, la moderación económica de los liderazgos (incluyendo los más radicales, como el de Evo Morales) y la marginación de las propuestas al estilo del socialismo del siglo XXI”.
Es muy problemático encontrar “heroísmo” en la primera etapa de la gobernabilidad progre. En cambio, es irrebatible su viraje a la moderación en términos burgueses. Y no le faltan a Natanson razones para reconocer la convergencia en su conclusión: “no sólo la izquierda, también la oposición se ’luliza’ en la región y en Argentina”.
Viraje a la derecha, “disidencias” y “nueva oposición” burguesa
El viraje a la derecha en el espectro político lo expresan los oficialismos progresistas, desde su práctica gubernamental, en sus programas electorales y también en sus candidaturas, como se verá más abajo. Y por supuesto, también se posiciona una oposición de derecha que se pretende “renovada”, en parte, en base al trasvasamiento de sectores desgajados del bloque reformista y “nac&pop” que “recupera” en parte políticas social-liberales e iniciativas “potables” implementadas desde el gobierno, buscando disputarle base social y generar un nuevo compromiso de fuerzas más favorable a la burguesía (la llamada “lulización”).
En este sentido podría interpretarse la candidatura de Marina Silva, miembro del PT desde 1985 hasta 2009 y que ocupó el Ministerio de Medio Ambiente en el primer gobierno de Lula, aliada ahora a sectores burgueses, sectas oscurantistas e intereses empresarios con un programa económico neoliberal, mal revestido con un ambientalismo a medida de los intereses agropecuarios y forestales. En Argentina, de la descomposición kirchnerista surgió Sergio Massa, convertido en figura estrella del peronismo de oposición, mientras el gobernador Scioli apuesta a un papel similar de liquidador del kirchenrismo desde dentro de la tropa oficial.
En Uruguay, el Frente Amplio, con la candidatura del ex presidente Tabaré Vázquez,
insospechable de izquierdismo, presenta un lavado programa de compromiso "republicano” y corte social-liberal; mientras sus posibilidades en un segundo turno estarían amenazadas por el ascenso de Luis Lacalle como figura de una “derecha renovada” y con propuestas “positivas”.
Evo Morales hacia una cómoda reelección
El caso de Bolivia es diferente al de Brasil y Uruguay. La reelección de Evo Morales
no aparece amenazada ni por disidencias en su partido ni por la derecha. Las encuestas sobre intención de voto muestran al presidente con más de 30 puntos de ventaja sobre el candidato mejor colocado de una oposición burguesa que se presenta dividida.
Entre las razones de esta fortaleza hay que tener en cuenta que el proceso boliviano estuvo condicionado por una fuerte insurgencia de masas, con los levantamientos de 2000/2005 que derribaron a dos presidentes, antes de ser canalizados electoralmente por el MAS. Por ello, el “proceso de cambio” debió edificar un nuevo régimen constitucional con el Estado Plurinacional de Bolivia, concediendo el reconocimiento formal de los pueblos indígenas.
La renegociación de los contratos petroleros con Petrobras, Repsol y otras transnacionales y algunas nacionalizaciones parciales permitieron asegurar al Estado cuantiosos recursos que han permitido un crecimiento con tasas del 5% que aún hoy se mantiene, además de financiar obras públicas y programas sociales.
Sobre esta base, el MAS conserva una amplia base social y Evo consolidó su autoridad como árbitro en los asuntos nacionales, una autoridad reforzada con los atributos bonapartistas que el régimen viene acumulando y que, bajo la consigna de obtener un 70% de los votos, pretende legitimar en las urnas de octubre.
Las disidencias por izquierda como las que planteaban volver al “MAS de los orígenes” no han prosperado o han sido reabsorbidas, como ocurre con la COB, vuelta al seno el oficialismo, lo que facilitó que el comienzo de diferenciación política de sectores avanzados de trabajadores retrocediera.
El MAS se prepara no para “profundizar el proceso de cambio” sino para aceitar sus compromisos con las FF.AA., con los agroindustriales, con las transnacionales lineras y los empresarios. Ejerciendo el viraje a la moderación, cada vez más a derecha.
Abundan las declaraciones en este sentido: “la etapa de las grandes nacionalizaciones en Bolivia ha concluido” [...] “se ha ingresado en una nueva etapa de construcción de normas para dar estabilidad y certeza al emprendimiento económico y a la inversión” dijo el Procurador de la Nación ante los empresarios privados, en línea con el “final de la etapa heroica” que asegura García Linera. El propio Evo se presenta como garantía de estabilidad: "Lo escuché de algunos empresarios, de manera institucional de la Confederación de Empresarios de Bolivia y otras federaciones, que este Gobierno garantiza la estabilidad política. Si hay estabilidad política, hay estabilidad económica y crecimiento económico".
El “efecto Mundial” y las jornadas de junio
Los intelectuales progresistas adjudican su deterioro electoral al poder de los medios de comunicación con los que convivieron más de una década. Es cierto que hay un corrimiento a derecha de sectores medios descontentos, en los que calan los discursos reaccionarios.
Pero esto es parte de una polarización social y política que en su otro extremo, muestra el legítimo descontento entre los trabajadores y la juventud ante la erosión de sus ingresos y condiciones de vida, agravado por las políticas gubernamentales. Esta es fuente de una incipiente diferenciación política que si bien no tiene aún una clara fisonomía política propia en estos países, no por eso deja de tener profunda importancia sintomática y un carácter progresivo.
Basta volver a Brasil: el Mundial, concebido como una vitrina para mostrar el ascenso nacional como “potencia emergente” y gran negocio de las empresas involucradas, se
convirtió en su contrario precisamente porque al acentuar los contrastes entre el festín
en las alturas y la dura realidad popular, disparó un inédito ciclo de protestas, desde
las jornadas de junio de 2013 continuado en diversos procesos, desde el fenómeno de
los paseos masivos a los shoppings de los jóvenes marginados, a las huelgas duras de trabajadores como los del Metro, los recolectores de basura o los trabajadores de la USP que ya llevan 100 días de lucha.
Este despertar trabajador y juvenil en Brasil es parte significativa de un proceso más
amplio, de retorno a escena del movimiento obrero del Cono Sur, con los tres paros
generales y numerosas huelgas en Argentina, luchas obreras y movilizaciones estudiantiles en Chile, la huelga general de la COB en mayo-junio de 2013, conflictos docentes y de otros sectores en Uruguay, entre otros.
¿Hacia el fin de un ciclo político?
Los resultados de octubre darán nueva cuenta de cómo se va reconfigurando el proceso en estos países, pero también, en toda la región. Una de las claves a tener en cuenta es que la declinación de los proyectos centroizquierdistas y nacionalistas, más allá del inmediato resultado electoral, plantea el horizonte de un “fin de ciclo” político, signado por el agotamiento de los andamiajes de contención y mediación que han primado en la década pasada.
La falsa opción “progresismo o restauración”, para justificar el apoyo a Dilma, Tabaré
o Evo, implica renunciar a las más modestas banderas democráticas y antiimperialistas y desarmarse ante el avance de la derecha y su agenda, dentro y fuera de los gobiernos “progres”.
Favorece el camino hacia la derecha al tiempo que bloquea el sendero hacia la izquierda. Por el contrario, el desarrollo de la lucha por el salario y el empleo, por la tierra y el techo, contra la impunidad y la represión, reclama romper la sujeción a estos gobiernos, lo cual comienza por no votarlos. Y eso, va de la mano con la necesidad estratégica de que, aquilatando la experiencia de esta década, se avance en la organización políticamente independiente del movimiento de los trabajadores frente a todas las variantes propatronales.
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