El año 2015 se cierra con importantes avances de la derecha a nivel político: el triunfo opositor en las elecciones legislativas de Venezuela, el acceso a la presidencia de Macri en Argentina, el fortalecimiento de la derecha tucana y el intento de impeachment a Dilma en Brasil. Es un salto en el curso que se profundizó a lo largo del año, jalonado por hechos como la apertura del “nuevo diálogo americano” planteado por Obama en la Cumbre de Panamá, el “deshielo” entre Cuba y Estados Unidos (que favorece el proceso de restauración capitalista en la Isla), la adhesión al Tratado Transpacífico (TPP) de México, Perú y Chile, entre otros hechos. Este viraje se vino expresando también en la política de los gobiernos llamados en general “posneoliberales” o “progresistas”, con la adopción de medidas devaluatorias, inflacionarias, de ajuste y endureciéndose ante las demandas obreras y populares.
El giro a la derecha en la superestructura política no significa en sí mismo un cambio en la relación de fuerzas “posneoliberal” a una relación de fuerzas de clase reaccionaria. Hay un largo camino entre la intención de la burguesía y los gobiernos de la región de implementar ataques y ajustes para preservar y recomponer las ganancias capitalistas, y su imposición lisa y llana. El ciclo de crecimiento anterior, y más aún el discurso de gradualismo reformista que marcó al posneoliberalismo, alentaron aspiraciones de mejoría de las condiciones de vida que tienden a chocar con el nuevo escenario de crisis económica, ajustes y ataques. El resultado del actual giro a la derecha sobre la relación de fuerzas va a depender de los procesos de lucha de clases que devendrán de esos choques.
El declive de los gobiernos posneoliberales exige un balance de lo que significaron estas experiencias, lo cual inexorablemente refuerza la necesidad de luchar por la independencia política de los trabajadores y una perspectiva revolucionaria como única salida de fondo para los problemas estructurales y las reivindicaciones más sentidas por las masas explotadas y oprimidas de la región.
Esta nota no profundiza en un análisis del conjunto de la situación latinoamericana, cargada de diferencias y desigualdades de ritmo entre los diversos cuadros subregionales y nacionales que es imposible abordar en este espacio. Por eso, se centra en los procesos más significativos hoy en Sudamérica, con más énfasis en Brasil, Argentina y Venezuela.
Entre la desaceleración, las tendencias recesivas y la depresión
Han quedado atrás las condiciones internacionales que permitieron a América del Sur vivir un ciclo de crecimiento a tasas importantes durante la década pasada. Entre 2002 y 2008, la región se benefició de los altos precios de las materias primas (hidrocarburos, minerales, soja y otros cereales), en el marco de un momento expansivo de la economía y el comercio internacionales, dentro del cual jugaba un rol importante el auge de China, con su demanda de commodities. Al calor del boom exportador, hubo también en países como Argentina y Brasil, una cierta recuperación del mercado interno.
Desde fines de 2007, la apertura de una nueva crisis histórica del capitalismo trastocó todo el cuadro en que se movían las economías latinoamericanas, afectadas durante 2009 por una recesión importante aunque breve. Mientras los centros del capitalismo avanzado entraban en recesión o estancamiento, las masivas inversiones en China y las bajas tasas de interés en Estados Unidos alentaron el boom de commodities y de entrada de capital extranjero en los “mercados emergentes” hasta 2014. Desde 2013 comenzaron a sentirse las tendencias a la desaceleración y las dificultades de la balanza comercial y financiera. La posterior baja de precios del petróleo, minerales y aunque en menor medida la soja, debido en gran parte a la desaceleración de la economía china, junto con la tendencia al retorno de los flujos de capital financiero hacia Estados Unidos, afectarán cada vez más negativamente a la región.
La dinámica es desigual, dependiendo de la estructura económica de cada país. Por un lado, la recuperación parcial de la economía norteamericana ha operado como contratendencia para los países comercialmente más conectados a ella, como los de la Alianza del Pacífico (Chile, Perú, México y Colombia). Particularmente este último se ve más golpeado por la baja del petróleo.
Por otro lado, la desaceleración china impacta más negativamente a los países más dependientes de la exportación de minerales. La caída del precio del petróleo golpea fuertemente a Venezuela, el país hasta ahora más afectado, y en menor medida también Ecuador. Brasil, por su mayor dependencia en relación al capital financiero internacional, la importancia del mineral de hierro en sus exportaciones y las repercusiones de los escándalos de corrupción en la Petrobrás sobre la economía, ha sido el segundo país más golpeado. Argentina opera con fuertes tendencias recesivas por su dependencia con respecto a Brasil, aunque la exportación de soja ha funcionado como un amortiguador de la caída y las posibilidades de abrir un nuevo ciclo de endeudamiento con el gobierno Macri, pueden actuar como mecanismos anticíclicos a corto plazo. El viraje chino a un modelo económico más centrado en el consumo interno, dentro de cuya cadena alimentaria ocupa un lugar importante la soja, moderan el descenso de este producto [1].
El menor costo de importación del petróleo ha permitido que Uruguay y Paraguay tengan una desaceleración más lenta, aunque su dependencia con Argentina y Brasil los liga a la dinámica del Mercosur. Bolivia ha sido hasta ahora el país menos golpeado de la región, por los contratos de gas de largo plazo con Brasil y Argentina y la exportación de soja, pero no deja de sufrir tendencias a la baja por el declive del precio de minerales.
Así, según la CEPAL, en 2014 América latina creció apenas un 1,1 %. Para 2015, se estima un moderado crecimiento de 2,8 % para México y América Central, con una contracción de -0,4 % para Sudamérica. Las perspectivas para 2016 y 2017 no son mejores, en un contexto externo desfavorable, y a cada nueva evaluación los pronósticos han sido revisados a la baja.
Variación PBI según FMI (2015 y 2016 son pronósticos)
Fuente: Elaboración propia en base a datos del FMI.
El aumento de la inversión y del consumo a lo largo del ciclo de crecimiento latinoamericano de la última década no fue subproducto del desarrollo tecnológico y del aumento de la productividad de las economías. Por el contrario, fue dependiente del boom de las commodities a nivel mundial y de la migración de capitales extranjeros para la región en busca de mayor rentabilidad. Primó una reprimarización relativa, con nichos específicos de inversión ligados a las commodities y como mucho en sectores industriales puntuales como la industria automotriz y manufacturera en México y Brasil o la aviación civil en este último.
En esto jugó un rol clave el capital extranjero, sea a través de la inversión directa, los préstamos a entidades estatales y privadas, o la inversión en títulos públicos. Aún en el caso de países que tuvieron su mercado más cerrado al capital extranjero como Argentina, sus exportaciones para el mercado interno brasilero –este sí profundamente dependiente de la entrada de capital imperialista para activarse– fueron una vía indirecta de dependencia en relación al flujo de capitales internacionales que asentaron las bases de este ciclo.
A diferencia del fin de la ofensiva neoliberal de los años ‘90, cuando los tipos de cambio más o menos fijados al dólar y la escasez de reservas internacionales hicieron que los países latinoamericanos sufriesen muy rápidamente los efectos de la crisis asiática, en este fin de ciclo económico las economías de la región cuentan con tipos de cambio más flexibles y niveles de reserva internacionales relativamente más altos (a excepción de Argentina, que a pesar de las bajas reservas cuenta con un mayor margen de endeudamiento). Esta nueva condición permitió que los gobiernos ensayaran medidas contracíclicas frente a la crisis, prolongando el crecimiento vía inflación, devaluaciones y gasto público. Herramientas que han encontrado sus límites en la disminución de la recaudación estatal subproducto de las tendencias recesivas y la caída de la rentabilidad de las empresas, empujando a la adopción de políticas más “ortodoxas”.
Para buscar recomponer las tasas de crecimiento, inversión y ganancias en la región, las burguesías y sus socios imperialistas tienen como programa aumentar la tasa de plusvalía devaluando los salarios a través de la inflación, del aumento de los ritmos y la jornada de trabajo, y de la ampliación del número de desocupados para obligar a los trabajadores a aceptar condiciones más duras de explotación. Se proponen recortar los gastos del Estado en servicios públicos para subsidiar a las patronales, canalizar recursos para las inversiones que el gran capital necesita para abaratar costos (de ahí la importancia dada a la infraestructura), y garantizar el pago de la deuda pública interna y externa. Adoptan el camino de aumentar aún más la explotación destructiva de los recursos naturales para competir en mejores condiciones con otras regiones del mundo. Éste es el programa esencial de las clases dominantes nativas para descargar los efectos de la crisis sobre las espaldas de los trabajadores.
La derechización política y el declive de los “progresismos”
El viraje a derecha de los gobiernos progresistas tuvo claros ejemplos en el plan de ajuste adoptado por Dilma Rousseff al comenzar su segundo mandato y en la adopción del centroderechista Scioli como candidato a suceder a CFK en Argentina. En Bolivia, el gobierno del MAS, si bien cuenta con una situación económica relativamente favorable todavía y amplia base social, viene fortaleciendo sus elementos bonapartistas, de lo que da cuenta el intento de habilitar un cuarto período presidencial para Evo mediante un referéndum que habilite una nueva reforma constitucional. En Ecuador, Correa también endurece su política de represión hacia las movilizaciones indígenas y de trabajadores.
Contra la lógica de los progresistas que oponen abstractamente estos gobiernos a la derechización política, ese rumbo demuestra que son parte del viraje más general a derecha del escenario político, procurando acercarse a los requerimientos del capital a la hora de la crisis. Sin por ello lograr conformar, sino al contrario, permitiendo fortalecerse y envalentonarse a la gran burguesía para pretender recambios de gobierno más funcionales a sus objetivos.
De esta manera se va eclipsando la estrella de los gobiernos que impusieron su sello sobre la década pasada. En los primeros años de este siglo las convulsiones económico-sociales y políticas de importancia en varios países latinoamericanos obligaron a la clase dominante a resignarse al acceso al gobierno de fuerzas políticas de corte nacionalista o centroizquierdista, con programas de reformas parciales como recurso de emergencia para recomponer el equilibrio amenazado.
En aquellos países donde la combinación entre crisis políticas y levantamientos de masas fue más aguda, como Venezuela, Bolivia y Ecuador –y que además por su carácter de exportadores de hidrocarburos podían ambicionar una recuperación de la renta enajenada por sus antecesores neoliberales–, se impusieron las expresiones más a izquierda, con mayores roces ante el imperialismo, como Chávez, Evo Morales y Rafael Correa. Venezuela fue el proceso más profundo en función de los intentos de la burguesía venezolana apoyada por el imperialismo yanqui de voltear a Chávez. En esos países hubo reformas de la superestructura estatal y política reflejada en los procesos constituyentes como los que dieron lugar a la República Bolivariana de Venezuela y el Estado Plurinacional de Bolivia. En el caso del chavismo, edificó un régimen de rasgos bonapartistas sui generis, apoyado en la “politización” de la oficialidad de las Fuerzas Armadas y teniendo como su principal base social los pobres urbanos (distinto de los regímenes de mismo tipo en el siglo XX que se apoyaron en la clase obrera organizada como el cardenismo o el peronismo). Evo llegó al gobierno al calor de las jornadas revolucionarias de la “guerra del Gas” de 2003 y de mayo-junio de 2005, sostenido en el MAS y los pactos con organizaciones sindicales, campesinas y populares que le dieron en una primera fase contornos de “frente popular” sui generis. Aunque, en la medida en que logró asentar el nuevo régimen fue acentuando cada vez más su rasgos bonapartistas. En Ecuador la “revolución ciudadana” de Rafael Correa respondió a un ciclo de levantamientos y crisis, con la caída de varios gobiernos, pero no fue más allá de la renegociación con las petroleras, sin abandonar siquiera la dolarización de la economía; profundizó el extractivismo y su política ante la crisis actual lo lleva a reprimir la resistencia de organizaciones indígenas y sindicatos que fueron las bases de las primeras etapas de su gobierno.
Un segundo grupo de gobiernos más moderadamente de centroizquierda lo representan Brasil, Uruguay y Argentina. En Brasil, Lula llegó al gobierno en 2003 como cabeza de un “frente popular preventivo” ante la crisis que golpeaba la región, pero sin levantamientos de masas y con continuidad del sistema político, logrando importante consenso con las distintas alas de la clase dominante. Algo parecido ocurrió en Uruguay, donde los gobiernos del Frente Amplio se distinguieron también por su “moderación”. En Argentina, las jornadas de diciembre de 2001 impusieron la caída de De la Rúa, en medio de una aguda crisis económica, aunque sin una irrupción cualitativa del movimiento obrero. Situación a la que dio salida el kirchnerismo con algunas concesiones democráticas como los juicios a los genocidas y su discurso “nacional y popular”.
El conjunto de los llamados “posneoliberalismos” o “progresismos”, con sus variantes, recompusieron la capacidad de mediación del Estado con sus políticas de democratización formal, “inclusión social”, neodesarrollismo económico y recuperación de algún grado de relativa autonomía política frente al imperialismo.
Contaron a su favor, para consolidarse, con el ciclo de crecimiento abierto a partir de 2002. Si bien cedieron concesiones a las masas, apoyándose en los recursos que esto generaba, pudiendo desplegar planes de asistencia social (como el Plan Bolsa Familia en Brasil, las Misiones en Venezuela, los subsidios y asignaciones en Argentina, los bonos en Bolivia), absorber el desempleo masivo de la etapa anterior y admitir cierta recomposición salarial, fue sobre la base estructural de conservar elementos esenciales del neoliberalismo noventista. Así, mantuvieron la precarización laboral, muchas de las privatizaciones de servicios públicos, la penetración de las multinacionales, la reprimarización exportadora con la especialización en commodities, la dependencia del capital financiero internacional y el deterioro de los servicios públicos. Excepciones parciales, como algunas nacionalizaciones en Venezuela, Bolivia y en menor grado en Argentina no alteran el esquema general neodesarrollista y extractivista. De conjunto, ampliaron la explotación predatoria de recursos, profundizando la especialización de la economía en exportación de materias primas, aumentando la concentración de tierras y las ganancias capitalistas de conjunto, incluyendo a las grandes multinacionales y empresas privatizadas.
Cuando se agotó la posibilidad de contar con el “viento de cola” de la economía mundial, chavistas, petistas, kirchneristas, que alardeaban de una política en que “todos ganaban”, pasaron a rebajar su discurso. La mística “nacional y popular”, del “socialismo del siglo XXI” o de la “independencia frente al FMI” dio lugar a la asimilación de partes de la agenda neoliberal. El “otoño del progresismo” ahora se transforma en descomposición de la “hegemonía débil” que expresaba en última instancia un utópico “equilibrio” entre capital y trabajo, entre naciones oprimidas e imperialismo, apostando a “pactos por el empleo, el salario y los planes sociales” solamente sostenibles en el marco del ciclo de crecimiento económico.
Se hace evidente que los gobiernos “posneoliberales”, al mismo tiempo que prometían reformas y democratización, preservaron a los “factores de poder” –justicia, FF.AA., grandes medios de prensa– incorporando en un “transformismo” a gran escala a la “casta política” del Estado burgués a decenas de miles de sus militantes y a dirigentes extraídos de las organizaciones obreras y los “movimientos sociales”. Para mantener la cohesión y la “gobernabilidad”, recurrieron a prebendas y corruptelas de todo tipo, cultivaron la alianza con los capitalistas amigos mediante los más escandalosos negociados (boliburguesía venezolana, sistema de coimas en el Congreso y de la Petrobrás en Brasil, camarillas kirchneristas en Argentina, connivencia con las mafias narco, etc.). En suma, para gestionar el Estado los gobiernos posneoliberales asumieron como suya la corrupción característica del capitalismo. Regalaron así a la derecha –históricamente tanto o más corrupta– la posibilidad de embanderarse cínicamente en la “lucha contra la corrupción”.
Mientras la economía seguía creciendo, una amplia franja de la población toleraba la corrupción y la utilización de los instrumentos autoritarios (bonapartistas) del Estado. El asunto era el empleo y consumo ascendente, y poco se hablaba por ejemplo de la duplicación de la población carcelaria de Brasil en los “años dorados” del lulismo, o de los elementos de guerra civil de baja intensidad que siguieron conteniendo las contradicciones estructurales de la pobreza endémica en las favelas usando las policías especiales heredadas de la dictadura militar, o de los miles de casos de “gatillo fácil” policiales bajo el kirchnerismo. Con el empeoramiento de la crisis económica, los escándalos de corrupción y la pobreza volvieron a ser incómodos, al igual que irritantes los métodos bonapartistas, generando el descontento que da base social más amplia a las campañas destituyentes de la derecha en Brasil y Venezuela, y a la demagógica denuncia de la corrupción kirchnerista por parte de la derecha no menos corrupta.
Con la crisis económica, el discurso gradualista de “superación del neoliberalismo” mostró sus límites. La hábil operación ideológica que transformaba la ampliación del trabajo precario, el plus de los planes asistenciales del Estado y el mayor acceso al crédito en “grandes avances sociales” perdió fuerza y se mostró como realmente es: un mecanismo capitalista para adecuar más fácilmente el empleo y el consumo a los ciclos ascendentes y descendentes de la economía. Si en los tiempos de “vacas gordas” permite algunas mejorías parciales muy inferiores al crecimiento de las ganancias capitalistas, en los tiempos de “vacas flacas” vuelven a alentar el desempleo y la pobreza para la amplia mayoría más explotada y oprimida de la población.
De ahí el cinismo que se encuentra detrás del resentimiento de las direcciones posneoliberales con la “traición” de parte de sus electores, que pasaron a votar a la derecha. Una excusa para esconder la responsabilidad que tienen –tanto en la gestión del Estado como de la economía– en esta recomposición de la derecha en la región. Una operación ideológica más, de las que van constituyendo las “batallas culturales” de un progresismo que para esconder sus características más derechistas se va haciendo cada vez más cínico.
Mayor subordinación política a Washington y pragmatismo económico
El ciclo de crisis y levantamientos a inicio de siglo, poniendo límites al neoliberalismo y habilitando el ascenso de los gobiernos “posneoliberales”, había marcado una inflexión en la política exterior de Sudamérica.
Ya bajo Fernando Henrique Cardoso la burguesía brasilera ponía reparos a la extensión del “libre comercio” impulsado por Estados Unidos en función de los perjuicios que podría generar a sectores industriales y de servicios de este país. Pero fue con las relaciones más cercanas entre los gobiernos de Néstor Kirchner, Lula y Chávez que en 2005 la conferencia de Mar del Plata rechazó el ALCA, poniendo límite a los objetivos de apertura comercial más ofensivos del imperialismo norteamericano.
Al calor del crecimiento económico motorizado por los altos precios de las materias primas y de la diversificación de relaciones comerciales, con la conversión de China en el segundo socio comercial de varios de los países sudamericanos, se ampliaron los márgenes de relativa autonomía para maniobrar frente al imperialismo. Aunque desde el punto de vista de las relaciones comerciales, el boom del comercio con China nunca dejó de ser acompañado por el pragmatismo en relación a los EE.UU, que sigue teniendo los mayores montos de inversión directa extranjera históricamente acumulados en la región.
Los años siguientes fueron marcados por distintas iniciativas de coordinación regional buscando apuntalar ese posicionamiento frente a los EE.UU., en especial por parte de países que pasaron por intentos de golpe alentados por la embajada yanqui como el caso de Venezuela o que pasaron por default como el caso de Argentina.
El gobierno de Lula levantó elementos de no alineamiento con la política internacional de los Estados Unidos, escondiendo detrás del discurso Sur-Sur los pragmáticos intereses comerciales y financieros de la burguesía brasilera. Así es que el Mercosur le fue funcional, combinando el objetivo de fortalecer a Brasil como potencia política regional y promover sus intereses en los países vecinos.
Es en este marco que en 2010 se crea la CELAC (Comunidad de Estados Latino-Americanos y Caribeños) y en 2011 se crea la UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), como un intento de Brasil y Argentina para ganar influencia sobre el conjunto del subcontinente. Mientras tanto, el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), impulsado por Chávez, terminaría diluyéndose en la práctica, con el ingreso de Venezuela al MERCOSUR (lo que la obliga a liberalizar sus normas para el capital extranjero). Al mismo tiempo, los Estados Unidos avanzarían en acuerdos bilaterales (TLCs) con Chile, Colombia y Perú, que en 2011 se consolidan en la firma de la Alianza del Pacífico junto con México; y con los “golpes blandos” de Honduras y Paraguay la reacción lograba imponer límites a los tímidos intentos de mayor autonomía relativa por parte de los gobiernos de la región.
El impacto de la crisis internacional en los llamados “mercados emergentes” y sobre China, poniendo punto final a un ciclo en que estos mostraban más dinamismo que las potencias imperialistas, epicentro de la crisis internacional, comienza a empujar a las burguesías de la región a un acercamiento al imperialismo, en pos de asistencia financiera, inversiones y oportunidades comerciales ante el nuevo escenario económico. El “sudamericanismo” entra en crisis junto con las pretensiones de un bloque regional para presionar por reformas en la arquitectura financiera internacional, apoyándose en un acercamiento a otros países como China y Rusia.
Esta nueva situación, al tiempo que motoriza la decadencia de los rasgos de mayor autonomía relativa de los gobiernos de la región, es aprovechada por Washington para buscar recuperar autoridad, respondiendo así a las pretensiones regionales de Brasil y sobre todo al avance de China sobre Sudamérica. El redespliegue norteamericano hacia el Pacífico para contener a China encuentra en el continente un punto de apoyo –en tanto región históricamente dominada por EE.UU.–, como una arena de disputa geopolítica y comercial. Obama no solo ofrece un “nuevo diálogo” buscando distender relaciones, sino también avanza con la firma del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), con el que EE.UU., asociando a Japón, Australia y otros países, pretende limitar la expansión comercial de China y avanzar sobre su “patio trasero”.
Para emprender este nuevo giro los Estados Unidos se apoyan en sus aliados y agentes más fieles en la región. Junto con la firma del TPP, cobra relevancia el rol de Colombia, clave por su posición geopolítica y sus proyecciones económicas. No es casual el respaldo de Obama al gobierno de Santos (con quien conmemorará 15 años del siniestro Plan Colombia) y su política en los diálogos “de paz” con las FARC en La Habana, para obtener la “rendición negociada” y desarme de la guerrilla a cambio de su incorporación como fuerza política legal. Poner fin al conflicto armado con la impunidad de los responsables de la violencia histórica –el ejército, los paramilitares, la oligarquía empresarial y terrateniente colombiana–, y de sus secuelas de 5 millones de desplazados y casi un cuarto de millón de víctimas, sería un importante paso para lavar la cara del régimen y habilitar un mayor rol regional de Colombia, tanto como para atraer nuevas inversiones y enfrentar los nubarrones de la “desaceleración” actual. Junto con el “deshielo” con Cuba, es una de las expresiones de un “nuevo trato” del imperialismo con América latina para recuperar influencia, que Obama espera dejar como parte de su legado.
La elección de Macri, el triunfo electoral de la MUD en las legislativas venezolanas y el giro a la derecha del gobierno petista en Brasil marca una nueva inflexión en la geopolítica regional, al acelerar la tendencia a la mayor subordinación política a los Estados Unidos. El viaje de Dilma a EE.UU. a mediados de 2015 buscó suavizar las relaciones con Washington y atraer inversiones yanquis. Macri, con su abierto posicionamiento a favor de la libertad de Leopoldo López y la derecha venezolana, abre una crisis en la diplomacia del MERCOSUR. El nuevo gobierno argentino ha dejado claro que intentará negociar, junto a Brasil, un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea; y luego un acuerdo con el TPP, lo que junto a la apertura de un nuevo ciclo de endeudamiento regional y compra de activos por parte del capital imperialista –buscando aprovechar la devaluación de las monedas nacionales– podría suponer un nuevo salto en la semicolonización.
Por supuesto están abiertas numerosas contradicciones, teniendo en cuenta la dificultad de liberalizar el comercio tanto con Europa como con los EE.UU. debido a los subsidios agrícolas en los países centrales y la difícil competencia con sus servicios y productos industriales para países como Brasil y Argentina. Estos países tienen sobre todo el interés de atraer inversiones y capital financiero interesados en los bajos precios de los activos y las altas tasas de interés, aunque también buscan favorecer el intercambio comercial en sectores específicos de la economía que puedan tener alguna complementariedad.
Brasil, a pesar de la crisis actual, sigue siendo una potencia regional de peso y una de las diez economías más grandes del mundo. A pesar de la crisis de la estrategia internacional lulista y de la nueva reaproximación con Washington, el gigante sudamericano no ha depuesto las expectativas de que se le reconozca un rol más importante en la escena internacional.
Dejando a un lado la situación de México y los países del Gran Caribe, que orbitan mucho más estrechamente ligados a la economía norteamericana, la división en subbloques sudamericanos entre los países de la costa Atlántica y del Pacífico responde a diferencias económicas estructurales que no son fáciles de conciliar: “Y es que las economías ‘pacíficas’ ya tienen un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, y al ser exportadoras netas de determinados commodities no tienen nada que perder frente a la invasión de productos del Norte. Además, no cuentan con una industria diversificada que proteger, sostener y potenciar, como sí sucede en el caso de Brasil o Argentina, cuya agricultura, si bien es más eficiente que la estadounidense, no cuenta, como esta última, con los beneficios de la protección por subsidios a la producción que le permite competir en los mercados internacionales con ventajas comparativas” [2]. Aun así, la Alianza del Pacífico comienza a llamar la atención también de los pequeños Estados del Mercosur como Paraguay y Uruguay, que por tener una más débil industria no tienen tanto que perder en un acuerdo con los EE.UU.
Esta apertura, de nuevas negociaciones de libre comercio con el imperialismo, no supone renunciar a las relaciones comerciales con China, como prueba el anuncio de Macri de que mantendrá los pactos con Beijing y buscará extender los swaps con este país. A pesar de que el capital históricamente acumulado por Norteamérica en la región sigue ubicándola esencialmente como su “patio trasero” y de que el TPP es una “cabecera de playa” para profundizar esa subordinación, los lazos comunes creados por las crecientes relaciones con China, los intereses propios de las “translatinas” que incrementaron cualitativamente sus negocios regionales y los intereses geopolíticos en común frente a eventuales giros “hard power” de Washington, constituyen un límite para que Estados Unidos –cuya crisis hegemónica está lejos de haber sido resuelta– pueda desarrollar hasta el final la tendencia a una nueva semicolonización regional. Por tanto, seguirán siendo una fuente de tensiones y regateos.
Las particularidades de la “nueva derecha”
De la crisis y viraje a derecha de los gobiernos “posneoliberales” se nutre la recomposición de la derecha sudamericana, que busca presentarse con una cara y un discurso renovado, escondiendo demagógicamente sus preferencias antipopulares y neoliberales más abiertas. Es lo que vemos en el ala de Capriles en Venezuela y el macrismo en Argentina. Incluso la derecha brasileña, más “tradicional” por su dirección por parte del PSDB que dirigió la implementación del neoliberalismo con Fernando Henrique Cardoso en los ‘90, en las elecciones de 2014 intentó mostrar en la figura de Aécio Neves un discurso demagógico de aceptación de los planes sociales del lulismo, escondiendo su programa de más privatizaciones y ajustes neoliberales, tal como lo hizo Macri. Otro cuadro muy diferente muestra Chile, donde la derecha debe remontar la crisis dejada por el gobierno de Piñera, mientras aún pesan mucho las corrientes más tradicionales ligadas a la herencia pinochetista, frente a intentos renovadores, que se reubican ante las discusiones de reforma del régimen abiertas luego de las grandes manifestaciones estudiantiles de 2011 y los actuales escándalos de corrupción.
En Argentina y Venezuela, esta “nueva derecha” gana base social en los sectores exportadores más dinámicos ligados al mercado mundial (como la pampa húmeda sojera y cerealera en Argentina), con un programa económico que apunta a favorecer esa especialización, mejorando las relaciones con el imperialismo. En Brasil, busca el apoyo de los conglomerados económicos nativos y extranjeros menos beneficiados por los contratos estatales gestionados por el PT y los sectores del capital financiero que preferirían ajustes aún más duros que el que Dilma ha implementado, aunque el pragmatismo de la burguesía y la duda sobre la capacidad de los tucanos para cumplir el rol de contención del movimiento de masas tan bien como los petistas todavía hacen más tenues estas divisiones.
La crisis de las formaciones políticas tradicionales de la burguesía es enfrentada con la constitución de “movimientos” más laxos y heterogéneos como el PRO argentino, que se nutren de cuadros gerenciales, de la intelectualidad social-liberal y católica de las ONG, de fragmentos “aggiornados” de los viejos partidos burgueses, lo que les permite hacer demagogia frente a la corrupción de la “clase política”, cuya expresión más visible son la centroizquierda y los nacionalistas en funciones de gobierno. En Brasil, este nuevo “aire” para la oposición de derecha fue dado por los jóvenes referentes que a través de las redes sociales lograron convocar las masivas marchas anti-petistas de las clases medias en marzo y agosto de 2015 levantando la bandera de la lucha contra la corrupción y por el impeachment, desarrollando un fuerte “activismo virtual” contra el PT, que dio sustento a la campaña destituyente.
Por la crisis económica, y los apoyos tradicionales que tiene en la pequeño burguesía “gorila”, la derecha consigue sumar a buena parte de las nuevas capas medias, e incluso una franja social más plebeya y trabajadora, descontenta o afectada en sus demandas y aspiraciones por la administración de la crisis que hacen los gobiernos “progresistas”.
Esto les resulta posible por la combinación en su discurso de un “republicanismo” institucionalista, de “la ley” y de la eficacia en la “gestión” (todo lo que implica el rechazo al “populismo” y a los compromisos con las clases subalternas); con valores social-liberales, como las políticas de contención de la pobreza, protección del binomio madre-niño y otras medidas que se instalaron en la última década. Curiosamente, esos cambios que los gobiernos “posneoliberales” suelen vender como “grandes avances sociales” de carácter histórico, fueron saludados por instituciones como el Banco Mundial. Lejos de ser antagónicos con el capitalismo, resultan funcionales al mantenimiento de fuertes tasas de precarización de la fuerza laboral y de explotación asalariada.
A pesar de su “nueva” cara, son múltiples las relaciones que estos nuevos aparatos establecen con la vieja derecha “gorila” en cada país, como la participación de la UCR en la alianza electoral Cambiemos que llevó a Macri al poder, y que ya comenzó a cobrar su apoyo con distintos pases de factura. Además, su “tecnicismo” no deja de ser fuente de inestabilidad en las zonas más oscuras del poder estatal, como ya se verifica en la crisis con el sistema carcelario de la provincia de Buenos Aires en las primeras semanas del gobierno de Macri, donde no pueden más que rendirse a los aparatos carcomidos del dominio burgués.
En un artículo de “El Dipló” luego del triunfo del PRO en la provincia de Buenos Aires, que habilitó el triunfo de Macri en el balotaje, José Natanson intenta encontrar una explicación más profunda para este cambio en las raíces ideológicas del neoliberalismo: “[ ... ] la nueva derecha tiene como filosofía política una ética protestante de progreso por vía del esfuerzo individual de las personas o las familias: el ascenso como fruto del sudor o el ingenio es desde siempre un valor importante para la derecha, que no solo no reniega del individualismo sino que incluso lo considera un motor clave para el avance de la sociedad, que debe limitarse a ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos para que luego cada uno llegue hasta donde quiera o hasta donde pueda. Por eso sus apelaciones recurren a menudo a la segunda persona del singular, como hace María Eugenia Vidal en sus discursos: ‘Te hablo a vos, que querés estar mejor’” [3].
Este es un discurso que también marcó profundamente la campaña presidencial de Aécio Neves en su disputa contra Dilma en 2014. A pesar de marcar una vuelta a niveles del individualismo neoliberal noventista, que estuvieron escondidos por detrás del discurso “nacional y popular” que marcó el kirchnerismo o el capitalismo “para todos” que caracterizó al lulismo, lo que Natanson no dice es que por múltiples vías las semillas de esta “razón neoliberal” nunca dejaran de ser cultivadas por el “posneoliberalismo”, sin lo cual no podrían ahora volver a germinar en el discurso de la “nueva derecha”. Profundizando este análisis, tomando especialmente Argentina donde el fenómeno se desarrolló más, una mejor explicación la damos en un artículo escrito por Fernando Rosso: “La cuestión pasa, creemos, por descifrar cuánto de nuevo tiene esta “filosofía política” y cuánto de continuidad en el cambio, para exponerlo en los términos de moda de la vertiginosa coyuntura argentina. Estas concepciones de las derechas que logran apoyo electoral y en última instancia rechazan “al que vive del Estado” porque no busca su progreso con esfuerzo individual, están efectivamente arraigadas y extendidas y fueron un producto de cierto triunfo ideológico del “neoliberalismo”. Las “batallas culturales” de los llamados gobiernos progresistas no modificaron su esencia, porque se redujeron a minorías intensas de las clases medias más o menos ilustradas. En amplias franjas de las grandes mayorías, estas concepciones se mantuvieron bajo los gobiernos posneoliberales. Pueden haber pasado a un estado latente, envueltas y amortiguadas por los beneficios de la expansión económica, pero resurgen en el momento de agotamiento de los esquemas que permitieron el crecimiento. Cuando se deterioran las condiciones económicas y se buscan los responsables de la situación de declive. Es decir, cuando comienza a percibirse el instante de peligro.
En el caso argentino, el kirchnerismo desplegó un relato que hablaba del ‘empoderamiento’ de las organizaciones sociales en general, mientras no se empoderó a ninguna en particular. Incluso despotricó contra la acción de las organizaciones colectivas más importantes y masivas que existen en la Argentina: los sindicatos (aunque mantuvo el blindaje para el rígido control totalitario de las dirigencias burocráticas). Dividió al movimiento obrero como nunca antes en la historia y se ensañó rabiosamente con los sectores más combativos o los que salían a la lucha (los y las docentes, los petroleros, los trabajadores del subte, de quienes Cristina Kirchner llegó a burlarse jocosamente por la famosa tendinitis; son solo algunos ejemplos relevantes). En el discurso general, el kirchnerismo hablaba sobre la ‘solidaridad’ y el impulso a ‘la acción colectiva’ y en la política efectiva aportó e incentivó a la separación entre trabajadores sindicalizados y trabajadores precarios o pobres. Mientras no tocaba los intereses esenciales de las grandes empresas o la oligarquía, mantuvo el impuesto al salario con el fundamento de que era necesario ‘para ayudar a los que menos tienen’. En paralelo, predicaba contra las medidas de lucha de los sindicatos y acusaba a los trabajadores de angurrientos y privilegiados.
Por lo tanto, esa confusa ideología convertida en sentido común que emerge en quienes lograron ciertas conquistas (algunos de ellos hoy votantes de Macri, Massa… o Scioli), que se sienten de clase media y que expresa un rechazo ‘a los que viven de los planes’, es también el producto de una orientación política consciente y perversa. Esta política implicó mantener bajo una cada vez más ruinosa asistencia estatal a los sectores bajos de la clase obrera (sin la creación de trabajo genuino), limitar y atacar las aspiraciones de los trabajadores que lograron conquistas económicas, no tocar los intereses esenciales de los empresarios; y hacer todo esto ‘en nombre de los pobres’.
La ideología impuesta a golpes de desmoralización por el triunfo neoliberal no se modifica radicalmente con el ‘combate’ de un frágil ruido de fondo de ‘batallas culturales’ de bajo rating. Mucho menos cuando las condiciones de existencia varían levemente, solo para algunos, con el sello de la inestabilidad permanente. Y cuando desde la cima del gobierno se alienta la disgregación de las clases subalternas para limitar el poder de unos a quienes se hace responsable de las necesidades básicas insatisfechas de los otros. Todo esto aconteció mientras el país burgués, los verdaderos responsables de la situación, disfrutaba en la “década ganada” de abultadas riquezas crecientes que solo podían recoger con el auxilio de la pala mecánica. El suelo ideológico tiene sustratos materiales que son un producto del triunfo de la contrarrevolución neoliberal. Es verdad que alimentan a las ‘nuevas derechas’, pero no es menos cierto que también le deben mucho y son una consecuencia del cinismo de los ‘viejos progresismos’ y sus batalladores culturales que hoy lanzan rayos y centellas contra la incomprensible ideología de los otros” [4].
Hacia test de la relación de fuerzas entre las clases
El nuevo año se inicia con importantes crisis económicas y políticas abiertas. En Venezuela, la pugna entre la nueva Asamblea Nacional de mayoría opositora y el debilitado gobierno de Maduro augura un posible “referendum revocatorio”, en el cuál el rol arbitral de las Fuerzas Armadas se pondrá a prueba en medio de una aguda depresión económica. En Brasil, el gobierno de Dilma sufre los altos y bajos del intento de impeachment y las adversidades de una dura recesión. En Argentina, está por verse en qué medida Macri logrará enlentecer las tendencias recesivas actuales y cuáles van a ser los resultados de las primeras batallas contra los tarifazos, la devaluación de los salarios y despidos. En Chile, está por verse en qué medida Bachelet logrará desviar al movimiento estudiantil con las tímidas reformas que ha implementado. Vamos a un año de pruebas de fuerza y definiciones en un cuadro de estancamiento económico y un contexto internacional desfavorable ¿cómo están las fuerzas de la clase trabajadora del Cono Sur para incidir en este escenario?
Aunque con desigualdades, el aumento del empleo y del consumo a lo largo de la última década marcó una recomposición social de la clase obrera en la región. Este proceso estuvo acompañado por la “gimnasia” de amplios sectores de la clase trabajadora en luchas económicas redistributivas, algunas de las cuales involucraron procesos de organización antiburocráticos. Así, vimos el sindicalismo de base en Argentina pos 2009, las luchas obreras en Bolivia en 2010, las huelgas mineras y portuarias en Chile, las huelgas de la construcción civil y los recolectores de residuos en Brasil, etc.
Las luchas redistributivas del período precedente fueron dando lugar a luchas de resistencia ante las tentativas patronales de avanzar sobre lo conquistado, como en las duras huelgas de las automotrices, de docentes, de correos y de petroleros en Brasil. Ante los primeros signos de choque entre las aspiraciones del ciclo anterior y los límites de la desaceleración económica y las contradicciones estructurales de cada país, hemos visto paros o protestas nacionales de dimensiones incipientemente políticas en varios países de la región, aunque bajo el control de las burocracias sindicales. Choques que han dado lugar también a la explosión de importantes luchas democráticas como la rebelión estudiantil por la educación pública en Chile, las manifestaciones contra el aumento de las tarifas del transporte público en junio de 2013 en Brasil (que en 2015 tienen un revival de menor escala en la movilización de estudiantes secundarios de San Pablo contra el cierre de escuelas), y las luchas de las mujeres contra el feminicidio en Argentina o el ataque a sus derechos y el acoso sexual en Brasil.
Es todavía una incógnita hasta qué punto las llamadas “nuevas clases medias”, en especial sus contingentes proletarios, van a oponer resistencia o aceptar pasivamente los intentos de rebaja de su nivel de vida. Tampoco puede preverse con claridad qué articulaciones pueden desarrollarse entre estos combates y las luchas democráticas de los sectores medios de la sociedad. No se puede excluir que, debilitadas por el discurso del “mal menor”, las primeras batallas por venir sean derrotadas y se imponga una relación de fuerzas más a la derecha, permitiendo asentarse al gobierno de Macri y alentando nuevos triunfos de la derecha en el subcontinente. Sin embargo, tampoco está descartada la posibilidad de que la “gimnasia” del periodo anterior y las aspiraciones generadas sean una base para duras luchas de resistencia que frenen estos intentos y preparen una contraofensiva de la clase trabajadora. La cuestión se dirimirá en los próximos test de la lucha de clases, donde los combates de resistencia a los intentos de descargar la crisis sobre las espaldas de los trabajadores cumplirán un rol clave.
La preparación de la resistencia y las tareas de la izquierda
Al escuchar críticas al ajuste de Dilma, Lula contestó que el país “vive en una situación difícil. Es como si estuviéramos en un tren descarrilado. Nosotros necesitamos poner el tren otra vez en los rieles. Cuando esté en los rieles, podemos discutir si vamos en primera o segunda clase” [5]. En la reciente apertura del Congreso Nacional de la Central Única de los Trabajadores de Brasil, Pepe Mujica, junto con Lula y Dilma, alertaron a los brasileños del “peligro” de luchar por salarios “demasiado” altos: “Los trabajadores no pueden dejar que la cultura burguesa los deslumbre. La verdadera pobreza es gastar la vida preocupado en vivir acumulando, acumulando, acumulando y acumulando. Compañeros de la CUT, tenemos que luchar por salarios mejores, mas sin deslumbrarse con la cultura de la burguesía” [6]. ¡Como si el salario obrero o docente, aun el bien pago, alcanzara para “vivir acumulando”! ¡Como si los funcionarios progresistas hubieran hecho un muy cristiano “voto de pobreza” en lugar de multiplicar sus privilegios y fortunas!
Esto ilustra cómo el método de pasivización de las masas, cooptación de los movimientos sociales y estatización de los sindicatos, junto con los impactos de la crisis, se transforma de herramienta de desvío en instrumento de ataques.
Esta es la “paradoja” de la relación de fuerzas vista desde el punto de vista de los posneoliberales: por un lado, nunca llega la relación de fuerzas favorable para implementar medidas anticapitalistas y siempre es necesario sacrificar los intereses más sentidos de las masas en favor del posibilismo que busca “acumular fuerzas” dentro del Estado burgués. Por otro lado, cuando las masas están dispuestas o directamente empiezan a entrar en combate para defender sus intereses contra la burguesía o los propios gobiernos posneoliberales, la única forma de volcar realmente la relación de fuerzas a su favor, los progresistas y nacionalistas tratan de frenarlas con el argumento de que están haciendo “el juego a la derecha”, al mismo tiempo que tratan ellos mismos de implementar el programa de la derecha.
Cuanto más avanzan en este “arte” las direcciones posneoliberales, más socavan la relación de fuerzas en que se asentaron y más allanan el camino para el fortalecimiento de la derecha.
Los paladines del posneoliberalismo inflan el pecho para decir que las medidas anticapitalistas son utópicas porque están “por fuera de la relación de fuerzas”. No abandonan esta lógica ni cuando son empujados a la oposición, como la centroizquierda kirchnerista ahora en Argentina. Argumentan que solo superado el “paradigma neoliberal” a través de la ocupación de los espacios estatales de la democracia burguesa, se podría plantear algún programa más profundo para las contradicciones estructurales sobre las cuales se asienta la región. Con esto, fundamentan el posibilismo que llevó al callejón sin salida actual. Pero en esta operación ideológica se “olvidan” de que ellos mismos son parte de esta relación de fuerzas, al tiempo que niegan que el único camino para derrotar la ofensiva burguesa es el de la movilización de masas.
El apoyo al “mal menor” opera como un mecanismo al servicio de debilitar la resistencia a los ataques e impedir la emergencia de la clase obrera como un sujeto independiente y con su propio programa ante la crisis.
Pero sin expropiar la banca y crear una banca nacional única con el monopolio del comercio exterior es imposible impedir el chantaje del mercado financiero internacional, la fuga de divisas y la reprimarización de la economía. Sin expropiar los principales conglomerados capitalistas nativos y extranjeros y reestatizar las empresas privatizadas es imposible solucionar las necesidades de la mayoría de la población. Sin dejar de pagar la deuda pública (externa e interna) es imposible resolver los problemas estructurales de vivienda, servicios públicos y crédito barato a los pequeños productores. Sin establecer el control obrero de los principales resortes de la economía es imposible acabar con la corrupción. Estas son medidas elementales de un programa anticapitalista para que la clase trabajadora, en alianza con los demás sectores oprimidos, pueda dar una salida de fondo para los problemas fundamentales.
Los agentes de los gobiernos posneoliberales en el movimiento de masas intentan descalificar esas medidas como “utópicas”, como si fuera realista su concepción de “transmutación pacífica” del capitalismo dependiente latinoamericano en un imaginario poscapitalismo. Por el contrario, solo la fuerza de los trabajadores, con su movilización agrupando a los oprimidos del campo y la ciudad, puede derrotar los planes de la burguesía y el imperialismo, recurriendo a los métodos de la movilización y con un programa a la altura del ataque que están montando, para que la crisis la paguen los capitalistas.
Si en este camino es necesaria la más amplia independencia política respecto a las distintas variantes burguesas –y de allí la importancia práctica y estratégica del balance y delimitación respecto al chavismo, al evismo, al lulismo o al kirchnerismo–, también se plantea fortalecer los lazos de unidad entre los trabajadores, los estudiantes y el movimiento de mujeres en Brasil, Argentina, Chile y toda la región, para que esta fuerza social pueda superar los límites impuestos por la burocracia sindical y expresarse en el terreno político para que la clase obrera pueda dirigir la lucha contra el imperialismo y sus agentes nativos.
En este sentido, hay conquistas políticas iniciales que pueden servir como punto de apoyo y cobrar nuevo valor con el desarrollo de los combates de la clase trabajadora.
El desarrollo del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) en Argentina como polo por la independencia política de clase, conquistando puestos parlamentarios y cerca de un millón de votos, y el avance de la izquierda trotskista representada por el PTS, tanto en el terreno electoral con el candidato presidencial Del Caño y otras figuras aportadas al FIT como enraizándose en sectores de vanguardia del movimiento obrero, son posiciones conquistadas que serán testeadas en los combates por venir. El avance de estas posiciones puede y debe servir como punto de apoyo para fortalecer la lucha por la independencia política de los trabajadores en toda la región [7].
Parte de estas conquistas es la construcción de una red internacional de diarios digitales que se expande bajo el nombre de La Izquierda Diario y se constituye como un síntoma del espacio político que se abre para la construcción de una izquierda revolucionaria e internacionalista a nivel regional e internacional. Impulsada inicialmente por el PTS en Argentina, ya ha alcanzado una media de 600 mil entradas por mes en Argentina, 165 mil en Brasil y 70 mil en Chile, expandiéndose también en México y otros países del continente y de Europa, con ediciones en español, portugués, francés, inglés y alemán.
En los artículos de este dossier sobre Latinoamérica destacamos algunas de las batallas que las organizaciones de la Fracción Trotskista – Cuarta Internacional en la región vienen dando para que emerja una izquierda revolucionaria a la altura de los desafíos planteados.
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