La crisis capitalista internacional que estalló en 2007-2008 ha demostrado no ser una crisis cíclica más como sostenían los apologistas del capital, sepultando el triunfalismo burgués que acompañó la ofensiva neoliberal de la década de los ‘90.
La crisis capitalista actual ya está entrando en su octavo año. Si el epicentro inicial de lo que se ha denominado la “Gran Recesión” estuvo situado en los países avanzados (Estados Unidos y la Unión Europea), ya es un hecho que la misma ha entrado en una nueva fase, trasladándose a las llamadas “economías emergentes”, con la desaceleración del crecimiento de países como Brasil, Turquía y especialmente China [1].
Esta crisis no solo ha tenido expresión en el terreno económico, sino que adquirió rápidamente contornos políticos. Una dinámica que dio lugar a nuevas tensiones geopolíticas, procesos de polarización y crisis política en los regímenes de los países centrales –dando lugar a nuevos fenómenos políticos por izquierda y por derecha–, así como la emergencia de una serie heterogénea de fenómenos de la lucha de clases.
Esta combinación de múltiples crisis se expresa agudamente en Europa. La crisis económica y la crisis social que afecta especialmente a los países del sur, persisten junto a crisis de desigual intensidad en los gobiernos y regímenes políticos de varios países, en un contexto de renovadas tensiones geopolíticas. Un complejo escenario al que se ha sumado desde mediados del año 2015 la “crisis migratoria” más importante en décadas, con casi un millón de refugiados ingresando por las rutas de los Balcanes y el Mediterráneo hacia el centro de Europa.
En términos globales, estamos asistiendo a diferentes manifestaciones de la crisis del proyecto mismo de la Unión Europea (UE), un proceso que se presenta profundamente cambiante e inestable, modificándose permanentemente las principales tendencias políticas que le imprimen su dinámica.
En el momento más álgido de la crisis griega, las “amenazas” sobre el futuro de la UE se manifestaron desde la izquierda, aunque de forma muy moderada debido a la estrategia conciliadora de Syriza y el resto de los reformismos europeos. Tras la capitulación sin lucha de Syriza ante la Troika (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional), sin embargo, se impuso una relativa tendencia a la estabilización relativa de los regímenes y de los partidos del “extremo centro” –como los definió Tariq Ali– en los principales países de Europa.
Pero estas tendencias se han visto nuevamente trastocadas de manera brusca con la situación abierta tras los atentados del 13N en París. Sobre la base del crecimiento en varios países de tendencias euroescépticas de derecha y extrema-derecha en los últimos años, es desde este flanco que los embates hacia muchos de los gobiernos y regímenes europeos golpean ahora de forma más abierta y pronunciada.
Los brutales atentados de París han actuado así como un acelerador de las tendencias más profundas de la crisis en el seno de la Unión Europea, alimentando un giro hacia regímenes con rasgos más bonapartistas e impulsando a los partidos del “centro” a tomar el discurso y parte de la política de la extrema derecha para responder a la nueva situación. El giro guerrerista y neoconservador del gobierno de Hollande, la prolongación del “estado de excepción” en Francia –resuelta en la Asamblea Nacional con la escandalosa votación del Front de Gauche– y el ascenso electoral del Frente Nacional de Marine Le Pen en las recientes elecciones regionales, son una expresión rotunda de este cambio.
El giro reaccionario que se extiende en Europa, no obstante, se da en el contexto de profundas contradicciones y tensiones sociales que atraviesan al proyecto imperialista europeo, que dificultan su asentamiento y dan lugar a tendencias desiguales e incluso opuestas.
Los recientes resultados de las elecciones generales en el Estado español, donde la formación liderada por Pablo Iglesias, Podemos, ha quedado a pocos votos de superar al histórico PSOE –lográndolo en Cataluña, País Vasco y la capital, entre otros importantes territorios– irrumpen como expresión de una izquierdización canalizada por un proyecto reformista. Un escenario que suma complejidad a las diferentes salidas burguesas a la crisis del Régimen del ‘78 y reabre el debate sobre un “gobierno de izquierda”, aunque de darse este caso sería aún más a la derecha que el proyecto original de Syriza, pues solo sería posible junto a los social-liberales españoles.
En este marco, las tendencias a la polarización continuarán desarrollándose, desde el avance de nuevos gobiernos y formaciones de derecha y extrema derecha, hasta la continuidad de nuevas formaciones de la izquierda reformista como Podemos –o también el efecto Corbyn en Reino Unido y el Bloco de Esquerda en Portugal–, hasta la posibilidad de que frente a la ofensiva guerrerista europea se desarrolle un amplio movimiento contra la guerra imperialista, la xenofobia y en defensa de las libertades democráticas. Estas dinámicas están inscriptas en el próximo período y, de desarrollarse, plantearán nuevos desafíos y oportunidades a los revolucionarios internacionalistas.
El aumento de las tensiones geopolíticas y las contradicciones imperialistas
Las múltiples crisis que se acumulan en el viejo continente están generando una acelerada descomposición de la base de los Estados y los propios cimientos de la UE, poniendo en cuestión nada menos que la conquista más importante de la burguesía europea en los últimos cincuenta años, un entramado geopolítico nacido de la segunda posguerra y consolidado tras la caída de la Unión Soviética y los regímenes estalinistas de Europa del Este.
Desde el punto de vista geopolítico, la UE se encuentra tensionada desde múltiples flancos. Uno de los ejes de estas tensiones son los esfuerzos de Alemania por preservar su hegemonía en Europa, subordinando a su política –no sin serias dificultades– al resto de los Estados comunitarios y avanzando en la semicolonización de países periféricos como Grecia en un marco en el que no han desaparecido las tendencias a la disgregación del euro como moneda común.
Por otro lado, los enfrentamientos más o menos velados con Estados Unidos para dirimir quién pagará los costos de la crisis y por la dirección de la política hacia el Este de Europa y Rusia. La guerra en Ucrania, hoy en un impasse inestable, en la que Rusia –con un renovado papel en la política internacional– protagonizó el peor enfrentamiento con Occidente desde el fin de la guerra fría, es uno de los últimos escenarios en que se puso de manifiesto la precariedad de las relaciones interestatales dentro de la UE y con Estados Unidos.
Alemania tuvo un papel clave como desencadenante del conflicto ucraniano, que ya lleva casi dos años, promoviendo el avance de la UE sobre Ucrania y operando políticamente en el proceso que llevó a la caída del gobierno pro-ruso de Yanukovich. Sin embargo, por intereses económicos y estratégicos, su estrategia estuvo centrada en negociar una salida diplomática y no llegar a la ruptura de relaciones con Moscú, aunque sin dejar de impulsar sanciones a Rusia desde la UE.
Esta orientación del imperialismo alemán puso al descubierto las diferencias entre la UE y Estados Unidos –cuya política es más abiertamente hostil hacia Rusia– y dentro del propio bloque europeo. De hecho, Alemania y Francia, en contra de la política más ofensiva de Estados Unidos, ejercieron una fuerte intervención diplomática para impedir la escalada del conflicto a principios de 2015, a la vez que lograron disuadir al presidente estadounidense Barack Obama de profundizar la intervención militar, puesto que hubiera llevado a una mayor división dentro de la propia UE en torno a la política hacia Rusia.
Las tensiones geopolíticas que se acumulan en Europa no solo muestran los límites de la construcción del proyecto imperialista europeo, sino que se expresan permanentemente a través de nuevas y profundas crisis, tanto endógenas como exógenas, es decir, aquellas que provienen de una parte de su “patio trasero”: Siria, Oriente Medio y el Norte de África.
Las profundas contradicciones generadas por las intervenciones militares imperialistas que dejaron cientos de miles de muertos desde que Estados Unidos invadió Afganistán e Irak y la ruptura del equilibrio geopolítico histórico en Oriente Medio –un factor fundamental que explica el surgimiento de grupos como el Estado Islámico– hoy se trasladan dramáticamente al centro de Europa, tanto bajo la forma de una crisis migratoria de dimensiones históricas, como de atentados brutales y reaccionarios como los de París.
Esta situación potencia las dificultades de Alemania para mantener su hegemonía dentro del concierto de Estados europeos. El imperialismo alemán fue un polo de estabilidad relativa en la zona euro durante toda la crisis económica. Incluso logró contener –al menos momentáneamente– la crisis griega y las tendencias al “Grexit”, imponiendo a rajatabla su política al gobierno de Syriza, que capituló a las imposiciones imperialistas de Alemania y la Troika. Pero si la crisis de los refugiados ya está poniendo a prueba a la canciller Angela Merkel, los atentados de París y las mayores tendencias a la polarización política han extremado la fragilidad del ejecutivo alemán, que de profundizarse puede alterar enormemente los inestables equilibrios al interior de Europa.
Al mismo tiempo, la ofensiva guerrerista de Hollande le otorga a Francia un rol protagónico en la crisis y un papel dirigente del nuevo giro reaccionario europeo, el cual puede intentar utilizar para contrarrestar la hasta ahora casi indiscutida hegemonía alemana en Europa. Sin embargo, la burguesía francesa y su régimen no tienen la capacidad de ofrecer una salida de fondo a las contradicciones que están estallando y que pueden agravarse. Esta debilidad estratégica se patentiza en Oriente Medio. Por más que Francia incremente sus acciones militares, el imperialismo francés depende de la voluntad de otras potencias como Rusia y EE.UU. Su esfuerzo guerrerista rápidamente puede exponer sus fuertes vulnerabilidades, que serán explotadas por sus enemigos tanto en el tablero de Oriente Medio como en el territorio europeo y francés.
La crisis de los refugiados, espejo de la decadencia del proyecto europeo
La llamada “crisis de los refugiados”, ya considerada el proceso de migración más importante desde la Segunda Guerra Mundial, retrata brutalmente la decadencia del proyecto europeo. La actual oleada de refugiados es el resultado directo de la situación a la que el imperialismo ha llevado a la mayor parte de los países de Oriente Medio, Asia Central y África. Cientos de miles de refugiados buscan llegar a Europa escapando de la guerra y la destrucción generada por las propias intervenciones imperialistas y de sus agentes locales, el estancamiento de los procesos revolucionarios árabes y los avances contrarrevolucionarias de distinto tipo.
La reacción del conjunto de los gobiernos de la UE –incluido el gobierno de Alexis Tsipras en alianza con la derechista ANEL– ha sido la de reforzar todas las políticas antiinmigración en las fronteras y al interior de los Estados. Mientras se fortalecen las tendencias xenófobas y nacionalistas, el propio sistema Schengen está cuestionado. Austria y Hungría han levantado vallas “antirrefugiados”. Alemania ha reinstaurado los controles fronterizos y ha modificado sus leyes de asilo para hacerlas más restrictivas. El bloque de los países del Este europeo se niegan a aceptar las cuotas de refugiados impuestas por la UE. El triunfo de la derecha xenófoba en Polonia acrecienta esta tendencia reaccionaria en la región. Se reavivan las tensiones nacionales en los Balcanes.
Tras los atentados de París, todas estas tendencias se están intensificando, como ya apuntan las nuevas medidas del gobierno alemán, o de los gobiernos de Macedonia, Serbia y Croacia que han comenzado a restringir el acceso a los migrantes. El sueño de la Europa sin fronteras se muestra cada vez más al borde del abismo.
Al mismo tiempo, la clase obrera del continente va a ver engrosada sus filas por cientos de miles de nuevos trabajadores de otras naciones, que serán utilizados como mano de obra barata y un elemento de presión adicional para atacar sus condiciones de vida.
Ante esta situación, las burocracias sindicales hacen gala de su compromiso con los diversos Estados imperialistas, negándose a defender a todo este sector de la clase trabajadora o favoreciendo “treguas sociales” como en Francia. La izquierda reformista del continente clama humanitarismo, pero se niega a defender demandas democráticas elementales como la apertura de las fronteras o la igualdad plena de derechos para los refugiados e inmigrantes. Una situación que genera un peligroso caldo de cultivo para los prejuicios racistas en amplios sectores de la población y la clase obrera.
La crisis del “extremo centro”, entre el fracaso de Syriza, el ascenso de Podemos y el fortalecimiento de las tendencias por derecha
La crisis capitalista tuvo una profunda expresión en el terreno político como crisis de los gobiernos de las principales economías europeas y una tendencia al desgaste de los mecanismos de representación política burguesa. La imposición de brutales medidas de ajuste desde 2010 bajo los dictados de la Troika aceleró el desprestigio de los tradicionales partidos socialdemócratas (devenidos en partidos burgueses social liberales en la amplia mayoría de los países de la UE) y conservadores, con los que ha gobernado en forma alternada la burguesía imperialista en las últimas décadas. Son los partidos que Tariq Ali denominó el “extremo centro”: laboristas y tories en Gran Bretaña, socialistas y conservadores en Francia y el Estado español, las “grandes coaliciones” en Alemania, componentes de un sistema bipartidista en el que ya no existen diferencias fundamentales entre los partidos de centro-derecha y de centro-izquierda [2].
Sin embargo, esta tendencia estructural se venía enlenteciendo después de la victoria política de Alemania y las principales burguesías de Europa sobre las masas griegas, imponiendo un nuevo memorándum, esta vez a través Syriza, que se transformó rápidamente en su agente “por izquierda”. Contra toda visión objetivista de algunos grupos de la extrema izquierda europea que tenían la ilusión de que una formación reformista como Syriza iba a ir más allá de lo que su dirección quería en su ruptura con las instituciones de la UE y el régimen griego –debido a un eventual crack y default en Grecia–, las burguesías imperialistas europeas utilizaron el temor a este escenario catastrófico para imponerle una capitulación en toda la línea.
En el Estado español, la bancarrota de Syriza disminuyó inicialmente las expectativas electorales de Podemos, según indicaban todas las encuestas. Al mismo tiempo, buena parte de los medios de comunicación del establishment operaron para fortalecer a Ciudadanos, un nuevo partido de la “derecha moderna” que se presentaba como la versión liberal de Podemos. Sin embargo, las últimas semanas de la campaña electoral dieron lugar a un sorprendente efecto “remontada” en las intenciones de voto a Podemos.
La exposición de la decadencia del bipartidismo –afectado por cientos de casos de corrupción y la responsabilidad de haber aplicado los planes de ajuste– y el fracaso de la “operación Ciudadanos”, le permitió a Podemos avanzar en la intención de voto hasta conquistar más de 5 millones de votos en las elecciones generales del 20 de diciembre, situándose en tercer lugar a menos de 350.000 votos de los social-liberales del PSOE. Una expresión distorsionada de las hondas aspiraciones sociales de millones en favor de demandas democráticas como el derecho a decidir –Podemos se impuso como primera fuerza en Cataluña y País Vasco– y contra la política de ajustes.
En un sentido contrario, los atentados de Paris han catalizado una tendencia al fortalecimiento de las tendencias por derecha y extrema derecha. Hasta ahora habíamos visto desarrollarse partidos eurófobos y ultraderechistas que buscaban aparecer a la ofensiva en distintos países (Francia, Reino Unido, Polonia, en menor medida Grecia), para intentar capitalizar la crisis del “centro”, al mismo tiempo que en otros (Hungría, Austria o Alemania) se vienen desarrollando importantes movimientos políticos racistas como el Pegida alemán.
Estos partidos pueden verse catapultados en el nuevo marco pos 13N. Un factor que explica que el centro rápidamente haya tomado parte de su discurso y políticas más reaccionarias, racistas y de reforzamiento del Estado nacional, como vemos en el caso del Partido Socialista (PS) de Hollande. Las pasadas elecciones regionales francesas son un claro ejemplo de ello. La asunción por parte del gobierno de Hollande de aspectos centrales del programa y discurso de la extrema derecha no ha logrado detener el ascenso de Marine Le Pen, que en la primera vuelta de las elecciones regionales obtuvo más del 30 % de los votos imponiéndose como la fuerza más votada.
En la segunda vuelta el llamado al “voto útil” del PS y de Los Republicanos (LR) contra el avance de la extrema derecha del Frente Nacional (FN), llegó a una parte del electorado de “izquierda” que había rechazado votar en primera vuelta “por la austeridad” y las políticas del gobierno del PS. Sin embargo, el “Frente Republicano” [3] de Valls-Hollande obtuvo una victoria pírrica. Desde un punto de vista político, son las ideas del FN las que triunfaron, alimentadas por las políticas de los gobiernos tanto de “izquierda” como de “derecha” en el poder desde hace 30 años, aunque con la contradicción de que el FN no logra por ahora convertirse en una alternativa de poder.
A estas tendencias se suman además elementos preexistentes que dificultaban la recuperación de los regímenes políticos europeos, como la persistencia de la crisis económica y el retorno de tensiones nacionales: la cuestión nacional de Cataluña en el Estado español, en Gales y Escocia, o el referéndum sobre la permanencia en la UE en Gran Bretaña.
El caso catalán, el más candente en la actualidad, es el talón de Aquiles para el éxito de toda salida restauracionista del régimen español. Podemos se presenta como defensor de un referéndum por el “derecho a decidir”. Sin embargo, lo condiciona a su aceptación por las Cortes generales, es decir, a lograr el apoyo de las fuerzas del bipartidismo en crisis. Si bien el partido de Iglesias es el mejor ubicado para poder llevar adelante un proceso de negociación con las direcciones pequeñoburguesas y burguesas catalanas que desactive el movimiento democrático a cambio de mayor auto-gobierno, la profundidad de las aspiraciones a la autodeterminación no permiten vislumbrar un escenario fácil para la imposición de pactos por arriba.
En síntesis, el proceso de crisis del “extremo centro” burgués sigue abierto a distintos niveles, por izquierda y por derecha, con el Estado español y Francia como los de sus polos más dinámicos. Los atentados de París sitúan a distintas tendencias políticas de derecha y extrema derecha como posible relevo, al mismo tiempo que los partidos del centro asimilan su política para mantener su hegemonía.
Como decimos antes, la multiplicidad de crisis que se acumulan en Europa están generando una acelerada descomposición de la base de los Estados y los propios cimientos de la UE, condimentadas con tendencias cada vez mayores a la polarización política, así como al surgimiento de regímenes con rasgos bonapartistas.
De la Primavera Árabe al neorreformismo europeo
Después de décadas de ofensiva restauracionista burguesa y retroceso de la clase trabajadora a escala global (incluidas sus organizaciones de masas y la izquierda revolucionaria), el estallido de la llamada “Primavera Árabe” a inicios de 2011 abrió un nuevo período de la lucha de clases.
Si bien no tuvieron lugar revoluciones abiertas, la onda expansiva de la Primavera Árabe dio lugar a fenómenos muy heterogéneos que fueron desde procesos revolucionarios como el de Egipto y Túnez, pasando por guerras civiles reaccionarias con la intervención del imperialismo como en Libia y posteriormente en Siria, así como acciones masivas de resistencia obrera a las políticas de ajuste capitalista en Europa, y amplios movimientos juveniles y populares democráticos en diversos países (la Plaza Tahrir, los Indignados, Occupy Wall Street, #YoSoy132, etc.), tanto en el centro como en la periferia capitalista.
En Europa, especialmente en los países del Sur más afectados por la crisis de la deuda y donde la aplicación de duras políticas de ajuste tuvieron mayor impacto social, decenas de miles de jóvenes y trabajadores salieron a las calles en un prolongado proceso de luchas y procesos de organización [4]. Por la dureza de los ataques capitalistas y el nivel de la respuesta obrera y juvenil, Grecia y el Estado español fueron los países donde la lucha de clases tuvo, aunque con desigualdades, mayor expresión.
Desde el año 2010, cuando su economía se hundió generando una verdadera catástrofe económica y social, Grecia pasó por más de treinta huelgas generales, junto a infinidad de movilizaciones de masas y luchas parciales, experiencias significativas de ocupación y control obrero de pequeñas empresas, luchas obreras duras y prolongadas (como de los trabajadores de la Acería Griega) y fenómenos juveniles como el “Movimiento de las Plazas”, similar a los Indignados españoles que durante días ocupó la plaza Syntagma y rodeó el Parlamento.
En el Estado español, desde la emergencia del movimiento de Indignados en mayo de 2011, se desarrolló una dinámica de creciente intervención obrera, como mostraron las dos huelgas generales del año 2012, la lucha de los mineros, las mareas de trabajadores del sector público y luchas duras y prolongadas como las de Panrico, Coca-Cola, o más recientemente de las contratas de Telefónica-Movistar. A este proceso se sumaron fenómenos explosivos de rebelión juvenil y popular como los de Gamonal o Can Viés, movimientos como “Rodea el Congreso”, las movilizaciones contra la corrupción, las manifestaciones por la República tras la abdicación real, o las marchas del 22 de marzo de 2014 que reunieron a un millón y medio de personas en Madrid. El otro gran movimiento fue el que surgió en la Diada de 2012 en favor del derecho a decidir y la independencia de Cataluña, que a pesar del rol de su dirección burguesa de reconducirlo a una vía institucional, sigue latente [5].
Pero si Grecia y el Estado español fueron los escenarios más álgidos de la lucha de clases europea desde el inicio de la crisis, no fueron los únicos. A ellos hay que sumar las movilizaciones en Italia en defensa del Artículo 18 y los convenios colectivos, la huelga general de 2012 en Portugal, la masiva huelga de empleados públicos en Gran Bretaña de 2011, las movilizaciones de trabajadores automotrices en Francia, una oleada que también tuvo sus coletazos en distintos países de Europa del Este, como la República Checa y Rumania. O más recientemente la rebelión de los obreros del automóvil de Turquía, las diversas luchas de trabajadores que vienen recorriendo Alemania como las de los ferroviarios, las trabajadoras de guarderías o de Amazon, y también los duros procesos de lucha obrera en Francia como los de los trabajadores de Air France, de los hospitales y de la limpieza de París.
A ocho años del inicio de la crisis todos estos procesos, sin embargo, fueron en gran medida desviados o derrotados. Las luces encendidas por los levantamientos de la Primavera Árabe hoy han sido apagadas bajo una combinación de desvíos “democráticos” y golpes de la reacción.
En Túnez, la cuna de los levantamientos y, junto con Egipto, el país en el que la clase obrera intervino como fuerza más o menos organizada, a principios de 2015 se formó un gobierno de coalición entre laicos e islamistas moderados del partido Ennahda, encabezado por un antiguo funcionario del derrocado Ben Ali, que terminó de sellar la confiscación de la revolución tunecina [6].
En Egipto, donde tuvo lugar el proceso más profundo, el actual gobierno apoyado por las principales potencias como Estados Unidos o Francia, surgido de unas elecciones custodiadas por las armas del Ejército, ha impuesto una vuelta al pasado, al antiguo régimen en su versión más brutal. Con leyes antiprotestas, proscripción a partidos o grupos políticos y represión bajo el lema del “combate contra terrorismo” ha impuesto el orden barriendo el proceso que abrió la primavera árabe en el país, aunque aún no ha podido acabar con la resistencia obrera como lo muestra la huelga de los obreros textiles de Mahalla.
En Europa, la oleada de luchas obreras, juveniles y populares, fue contenida mediante una combinación de traiciones de las burocracias sindicales y desvíos electorales que abrieron expectativas de cambio político en amplios sectores de masas.
El caso griego es esclarecedor. A pesar de la inmensa combatividad y disposición a la lucha de la clase obrera y el pueblo griegos, que plantearon la posibilidad real de que la resistencia a los planes de ajuste pegara un salto cualitativo iniciando una dinámica hacia la huelga general política, este escenario fue evitado principalmente por la acción de las direcciones sindicales burocráticas mayoritarias (GSEE y ADEDY). Al mismo tiempo, los sectores influenciados por el Partido Comunista griego (KKE) y su rama sindical, el PAME, con relativo peso en algunos sectores del proletariado industrial como el portuario, sostuvieron una política autoproclamatoria y sectaria, que evitó el desarrollo del frente único obrero para enfrentar los ajustes.
Un proceso similar, aunque con menor intensidad y niveles de radicalización, se dio en el Estado español. El movimiento de los Indignados, en tanto movimiento democrático de carácter esencialmente juvenil y policlasista (ciudadano), se limitó a un cuestionamiento parcial de las formas políticas del Estado y las políticas de recortes, sin buscar en la clase trabajadora y los sectores populares más pobres el aliado fundamental para sus propósitos democratizadores. Aun así, una porción significativa de los jóvenes indignados formaron parte posteriormente, junto a sectores de la clase trabajadora, de las manifestaciones masivas y huelgas que mostraban la disposición al combate de amplios sectores. Esta dinámica tendiente a la unidad obrera, juvenil y popular fue bloqueada por la acción de las burocracias sindicales de CCOO y UGT, que desplegaron una estrategia de convocar a dos paros de presión de solo 24 horas sin continuidad, dejando pasar un ataque histórico como la última Reforma Laboral del gobernante Partido Popular, mientras impusieron el aislamiento de decenas de luchas duras por fábricas o sectores.
En Europa, como han demostrado los casos griego y español, el rol de las burocracias sindicales actuó como el principal obstáculo para la generalización de procesos agudos de la lucha de clases. Sin embargo, este no fue el único factor. La acción de los nuevos fenómenos reformistas –apoyados por sectores del reformismo “clásico” y lamentablemente también por sectores de la propia extrema izquierda–, que se fortalecieron en forma directamente proporcional en que la movilización social y la lucha de clases tendieron a declinar, fue a su vez decisiva para imponer desvíos electorales y pasivizar las tendencias más disruptivas de la lucha de clases.
La emergencia de Podemos y Syriza, epifenómenos del desvío de la lucha de clases
Tanto Syriza en Grecia como Podemos en el Estado español son en última instancia epifenómenos del desvío y posterior bloqueo del proceso ascendente de la lucha de clases iniciado después de 2008, el cual podría haberse desarrollado en un sentido revolucionario si las direcciones burocráticas del movimiento obrero aliadas a los partidos tradicionales y los aparatos reformistas no lo hubiesen impedido.
Ambas formaciones aparecen como expresión política y a la vez negación del proceso de movilización y descontento social que se abrió en los últimos años contra las consecuencias de la crisis capitalista. Es decir, son proyectos que no se fortalecieron como subproducto de un ascenso –como por ejemplo hubiera ocurrido si Syriza llegaba al gobierno en 2012 y no en 2014–, sino sobre la base de desvíos y derrotas al movimiento obrero, un proceso de pasivización de la lucha de clases en el que colaboraron activamente para que se consolidase.
A diferencia de las viejas formaciones de la izquierda reformista que se desarrollaron antes de la crisis, en los que prevalece una estructura más clásica de partido y cargan con una larga “experiencia” en la gestión capitalista de gobiernos municipales o regionales, así como pactos de gobierno con la socialdemocracia (claramente Izquierda Unida en el Estado español, y con especificidades Die Linke en Alemania –de menor extensión– o el Bloco en Portugal, combinando elementos de lo viejo y lo nuevo), estos nuevos partidos emergentes tienden a ser movimientos más amplios y menos estructurados, con una mayor dependencia de sus líderes mediáticos, como Alexis Tsipras o Pablo Iglesias.
A su vez, son formaciones muy diferentes del reformismo clásico, como el caso de la SFIO en Francia u otros partidos socialdemócratas en los años ‘30, que dieron lugar a movimientos obreros de carácter centrista y de enorme ebullición al interior de sus filas después de la conmoción que significó el ascenso del nazismo en Alemania en 1933, la bonapartización de los Estados y la crisis de la democracia burguesa (a cuya estabilidad estaba ligada la suerte y la solidez de aquellas direcciones reformistas).
Al no estar basadas en relaciones orgánicas con una clase obrera radicalizada, la dirigencia de estos nuevos partidos reformistas gozan de un amplio margen de maniobra, no solo mediante una tajante división entre la base y la cúpula, sino a través de una verdadera autonomización de la dirección del conjunto del partido, proceso totalmente acabado en Syriza y en gran medida también en Podemos.
Ambos fenómenos, sin embargo, tienen especificidades, tanto por los distintos momentos políticos en que surgen como por las características de sus componentes y las dinámicas de la lucha de clases en ambos países.
Syriza se formó en el año 2004 con su núcleo principal en Synaspismos (“Coalición”), organización sucesora del KKE “del interior”, la escisión eurocomunista del Partido Comunista griego. Su “despegue” electoral se produjo en 2012, con su oposición a los pactos con el PASOK y la propuesta de un “gobierno de izquierda”. A diferencia de Podemos, se desarrolló como una formación con más puntos de contacto con la izquierda tradicional, tanto desde el punto de vista organizativo, como simbólico y discursivo. Su dirección está dominada por capas intelectuales, en su mayoría provenientes de la tendencia eurocomunista, nacionalistas de izquierda y exmilitantes del PASOK.
Desde su surgimiento, Syriza contó con un “sector de izquierda” (integrado fundamentalmente por la Corriente de Izquierda –una ruptura del KKE en 1991 que formó el “ala izquierda” de Synaspismos– y por el grupo DEA), que en el Congreso del 2013 obtuvo un 30 % de los delegados. La dirección de esta ala es, en su mayoría, la que compone actualmente “Unidad Popular”, tras la ruptura con Syriza después de la firma del memorándum con la Troika.
El desarrollo de Podemos es distinto. Nació a principios de 2014 a raíz de un acuerdo entre Izquierda Anticapitalista (IA), corriente española del Secretariado Unificado, y una camarilla de profesores de la Universidad Complutense liderado por Pablo Iglesias (el partido de “La Tuerka” –su programa de televisión–, como lo llamó Iglesias en un artículo publicado en New Left Review). Si bien se nutrió de cuadros provenientes del estalinismo y el eurocomunismo (sus principales referentes como Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero fueron muchos años militantes del PC e Izquierda Unida), se estructuró alrededor de una estrategia populista, cuestionando los límites de la “izquierda tradicional” con una ideología ciudadana indefinida “ni de izquierdas ni de derechas”, tributaria de la “antipolítica”.
El núcleo de Pablo Iglesias se hizo con el control absoluto del Comité Central (Consejo Ciudadano) y los principales organismos de dirección regional de la formación, imponiendo una acelerada moderación de su ya limitado programa inicial, imponiendo un discurso populista y un método plebiscitario de votaciones online para la toma de decisiones. Esto condicionó el desarrollo de su “ala izquierda”, mucho más débil política y organizativamente que la izquierda de Syriza. A tal punto que IA, que se negó en todo momento a plantear una pelea política al giro a la derecha que Iglesias –llegando hasta aceptar recientemente la inclusión de un general pro-OTAN en las listas a las elecciones generales–, terminó disolviéndose como partido (en el movimiento “Anticapitalistas”) por imposición del aparato de Iglesias para seguir integrada en Podemos y pactó con Iglesias una dirección colegiada en Andalucía, el principal territorio en el que IA tenía posibilidades de dirigir la formación [7].
Desde el punto de vista de su base social, ambas formaciones capitalizaron la crisis de la socialdemocracia tradicional, con la que millones de trabajadores y amplios sectores de las clases medias y la juventud vienen de romper por izquierda. Una ruptura que se dio bajo una forma “ciudadana”, diluyendo los trabajadores su potencial como “clase” en un “pueblo” o “ciudadanía” atomizada, cuya intervención en la arena política queda reducida a votar en las elecciones, sin organizaciones propias fuertes ni siquiera sindicales.
Esta dinámica sin embargo tuvo una intensidad desigual. En el caso griego, el hundimiento del PASOK estuvo en la base del crecimiento exponencial de Syriza, mientras que en el Estado español, la relativa resistencia del PSOE ha limitado el crecimiento de Podemos, aunque éste ha capitalizado tanto el hundimiento de Izquierda Unida como la crisis de los socialistas, que han alcanzado en las últimas elecciones su peor resultado de la historia.
A pesar de sus especificidades políticas y organizativas, ambas organizaciones defienden sin embargo un programa y una estrategia de reforma del capitalismo en los marcos de la democracia parlamentaria, apelando a una mezcla ecléctica de ideas extraídas del arsenal del eurocomunismo, la vieja socialdemocracia y el posmarxismo. Aunque a diferencia del eurocomunismo y la izquierda reformista de los años ‘70, que consumó una redefinición del socialismo como la ampliación y desarrollo de la democracia burguesa como único camino para no caer en una concepción “totalitaria” de la sociedad con la promesa de iniciar una “vía democrática al socialismo”, el nuevo reformismo abdicó incluso de ese objetivo último.
Después de varias décadas de restauración neoliberal y retroceso de la clase obrera mundial, careciendo de relaciones orgánicas con amplios sectores del movimiento obrero, los líderes de Syriza y Podemos ni siquiera plantean el socialismo como “horizonte”, sino apenas el estrecho objetivo –pero no por ello menos ilusorio–, de retornar al Estado de bienestar. Un revival socialdemócrata senil, porque si bien es cierto que los nuevos reformismos están lejos de ser como los aparatos burocratizados de la socialdemocracia o los PC estalinistas, por su programa y estrategia tienen mucho de “lo malo” de aquellos (empezando por su estrategia reformista) y nada de “lo bueno” (su anclaje en las organizaciones de masas del movimiento obrero).
Pero esta miseria estratégica de las direcciones de Syriza y Podemos también aplican a la política de sus sectores “críticos”. Aunque el de Syriza siempre tuvo más peso y estuvo más estructurado que el de Podemos, ambos sectores defienden una suerte de retorno a la estrategia poulantziana de combinar posiciones “dentro y fuera del Estado” para abrir un proceso de “radicalización de la democracia”, integrándose en las organizaciones reformistas y adaptándose a su estrategia y su programa.
Esta perspectiva, en la que la revolución como “momento de ruptura” también desaparece –o en el mejor de los casos, como en las viejas fórmulas eurocomunistas, representa un horizonte lejano que emergerá al final de una “larga etapa de transformaciones democráticas”, como sostienen las visiones más radicales de los “soberanistas de izquierda”–, es la consecuencia lógica del abandono de la “hipótesis insurreccional” y el camino de la movilización revolucionaria de las masas, de la centralidad de la clase obrera y la necesidad de construir partidos revolucionarios con un programa socialista, internacionalista y anticapitalista.
La experiencia ha demostrado en poco tiempo que, lejos de combatir la deriva reformista y “estatalista” de las direcciones de Podemos y Syriza, esta política contribuyó a desarmar estratégicamente a los trabajadores y sectores populares frente a la necesidad de quebrar la maquinaria estatal capitalista y enfrentar los ataques de la burguesía.
La capitulación de Syriza y sus consecuencias para la izquierda europea
Con su capitulación, Tsipras se transformó en una especie de Mitterrand del siglo XXI. La diferencia es que el líder del PS Francés tardó dos años, desde que asumió en 1981, para dar el giro neoliberal y transformar a la socialdemocracia en “social-liberalismo”. Tsipras recorrió ese camino en un tiempo récord de solo cinco meses.
Syriza llegó al gobierno a fines de enero con la promesa de terminar con los dos “memorándum”, es decir, los planes de ajuste firmados por sus predecesores del PASOK y Nueva Democracia con los acreedores representados por la Troika bajo dirección del imperialismo alemán. Pero lejos de la promesa inicial del “gobierno de izquierda” (sepultado no solo “simbólicamente”, como dijo Stathis Kouvelakis, sino políticamente bajo la alianza con la derecha nacionalista de ANEL), en solo cinco meses Syriza se transformó en el “gobierno del tercer memorándum”. A la confianza en la voluntad negociadora de la Troika defendida por Tsipras durante meses, le siguió el fatalismo de la necesidad de aceptar un nuevo y brutal ajuste para evitar el “Grexit”.
De este modo, de ser un “laboratorio de la nueva izquierda reformista”, Syriza permitió con su capitulación que la Troika hiciera de Grecia un nuevo “laboratorio de las políticas de ajuste”, que valiese como lección para el conjunto de los trabajadores, los jóvenes y los sectores pauperizados de Europa, en particular de los países del sur, en los que variantes reformistas y neo-reformistas venían ganando peso.
Una de las principales conclusiones políticas que ha dejado la experiencia de Grecia es que los nuevos partidos amplios, que se presentaron como una supuesta alternativa a la izquierda revolucionaria, mostraron su completa incapacidad de tomar la más mínima medida popular y de resistencia al imperialismo. A la hora de la verdad, actuaron como lacayos de los dictados de Merkel y el Eurogrupo, aplicando un nuevo ajuste neoliberal de mayor calado que los impuestos anteriormente por Nueva Democracia y el PASOK que dejaron en la ruina al pueblo griego, con un paro del 27 % (que alcanza al 60 % en la juventud), para pagar una deuda que asciende a casi el 180 % del PBI y evitar una crisis bancaria y del euro.
No solo traicionaron la voluntad popular, expresada distorsionadamente en el voto “NO” en el referéndum, sino que tampoco hicieron llamamiento alguno a la movilización y la solidaridad de los trabajadores a nivel europeo, buscando en cambio un ilusorio bloque de los países del Sur e incluso Francia.
Pero la responsabilidad no fue solo de Tsipras y la dirección de Syriza. También lo es de su llamada “izquierda”. Durante todo el período de gobierno de Tsipras hasta la capitulación a la Troika y las últimas elecciones, en las que se produjo la ruptura, la izquierda de Syriza constituyó una oposición formal al interior de un gobierno de conciliación de clases, impotente no solo para prevenir la claudicación sino también para prepararse frente a los nuevos ataques de la Troika. Nunca hasta el último momento dejaron de depositar ilusiones en Syriza, insistiendo en ver “tendencias indefinidas” o “potencialmente” anticapitalistas en su seno. Programáticamente, a pesar de su radicalidad discursiva, las propuestas alternativas de la “Plataforma de Izquierda” jamás superaron una perspectiva “soberanista de izquierdas”. Esta política es actualmente la base fundamental del programa que defiende Unidad Popular, una organización formada con la perspectiva de volver a la “Syriza de los orígenes”, reivindicando el “Programa de Salónica” y la tradición fundacional del partido de Tsipras.
Y también fue responsabilidad de Podemos, que fue capaz de movilizar a decenas de miles en defensa de su proyecto en el Estado español en enero de 2015, pero apoyó sin reparos la capitulación de Tsipras ante la Troika, negándose a organizar la solidaridad y la movilización en apoyo al pueblo griego desde el Estado español.
Con su ubicación, el nuevo reformismo ha actuado como multiplicador de la desmoralización y el sentimiento de “no hay alternativa” generado por la catástrofe de la izquierda reformista griega. Pero las consecuencias de la capitulación histórica de Syriza para la izquierda española y europea recién están comenzando a mostrar sus síntomas más grotescos. Las declaraciones de Podemos antes de las elecciones españolas, afirmando que defenderá “hasta la última coma” los acuerdos del Estado español con la OTAN, para inmediatamente después fichar al ex jefe del Estado Mayor de Defensa en sus listas de diputados, dan cuenta de la acelerada cristalización de la formación morada como una variante regeneracionista burguesa del régimen y el Estado imperialista español.
De todos modos, el rotundo fracaso de Syriza, aunque es un golpe a la estrategia reformista, no pone fin al surgimiento de nuevas formaciones que promueven salidas de conciliación de clases a la crisis capitalista y de la UE, como lo demuestran el propio resultado electoral de Podemos, el fenómeno Corbyn en Inglaterra o el buen resultado electoral del Bloco de Esquerda en Portugal.
En el caso de Podemos, tras los resultados del 20D, Iglesias se dispone a transitar por una vía aun más moderada que la de su homólogo Tsipras. En Grecia, Syriza se planteó desde el 2012 el objetivo de un “gobierno de izquierda” para resistir a los memorándum de la Troika, una perspectiva abandonada rápidamente en 2014 pero que en ningún momento incluyó al PASOK. En el Estado español, Iglesias sostiene la política de intentar un pacto de gobierno nada menos que con la pata izquierda del Régimen del ‘78, el PSOE, sobre la base de un acuerdo de reforma constitucional [8].
Esta orientación estratégica de Iglesias explica que el programa de emergencia de Podemos esté lejos incluso del Programa de Salónica y al día de hoy se haya reducido una serie de reformas constitucionales y del modelo territorial para encontrar un nuevo encaje para Cataluña, como pilares para un nuevo “pacto constitucional” y una “Segunda Transición” referenciados en la que dio lugar a la reaccionaria constitución de 1978 [9].
Dotado con un proyecto de regeneración democrático burguesa y tibias reformas redistributivas, Iglesias se prepara para seguir el camino de Tsipras en Grecia y defraudar las expectativas generadas en los millones que lo votaron como una opción contra un régimen visto como símbolo del nepotismo y la corrupción, así como contra las políticas anti-obreras que vienen descargando la crisis sobre los trabajadores y sectores populares.
La experiencia de las masas con Syriza y los nuevos reformismos aún no está “clausurada”. Las propias limitaciones que existen para llevar adelante proyectos reformistas en los marcos de las reaccionarias instituciones de la UE, son justamente las que le imprimen dinámica al proceso. Entre las masas griegas, la relación entre las expectativas en Syriza y la decepción generada por su claudicación se han manifestado hasta ahora como desilusión y pasividad del movimiento de masas, aunque lentamente comienzan a retornar nuevos fenómenos de la lucha de clases como estamos viendo con las huelgas de los trabajadores portuarios y marítimos, las manifestaciones de estudiantes secundarios y la convocatoria a dos paros generales en los últimos dos meses por parte de las dos centrales burocráticas.
Grecia y el Estado español siguen siendo un gran laboratorio de la lucha de clases y la prueba del poder de las estrategias reformistas, reactualizando el debate estratégico sobre el internacionalismo, la necesidad del partido revolucionario y el desarrollo de la lucha de clases para enfrentar al Estado capitalista y la Europa del capital.
El falso camino del “soberanismo de izquierda”
El representado por la traición de Tsipras y el debate sobre la salida del euro, han dado inicio a nueva polarización y reagrupamiento en torno a la cuestión del “soberanismo” en una variante de “izquierda”. Quienes forman este reagrupamiento (que llamaban a una conferencia europea del llamado “Plan B” para el 14 y 15 de noviembre, que debió ser suspendida después de los atentados) son varios y con posiciones diferentes [10].
Entre sus componentes existes diferencias y contradicciones. Sus promotores hablan de “muchos planes B”, porque no tienen acuerdo entre ellos sobre si hay que salir o no del euro. Pero más allá de estas contradicciones y potenciales divergencias, la matriz estratégica es la de un “soberanismo de izquierda”, caracterizado por dos cuestiones clave. Por un lado, el punto de partida es la constatación de la imposibilidad de negociar con la Troika y Alemania para mantenerse dentro de la zona euro. De esta definición surge la principal delimitación estratégica con el europeísmo de Tsipras (el “plan A”). Por el otro, la nueva formación escindida de Syriza tras las últimas elecciones, Unidad Popular, afirma explícitamente que la salida del euro abrirá la posibilidad, sobre la base de una soberanía nacional-popular reconquistada en materia monetaria y fiscal, de desarrollar una económica nacional, por medio de algunas nacionalizaciones en sectores estratégicos y medidas para abordar la miseria generalizada.
En definitiva, la perspectiva defendida por los “soberanistas de izquierda”, se reduce a una estrategia gradualista y reformista, propia de un proyecto de reconstrucción productiva de tipo keynesiano, que eventualmente se va a chocar contra la realidad, como sucedió con la estrategia europeísta de Tsipras en los últimos meses.
En el plano teórico y estratégico, una de las posiciones “de izquierda” más elaboradas en esta matriz es la de Stathis Kouvelakis [11]. Para él la cuestión “nacional” no se puede pensar en los mismos términos en Grecia que en Francia. Parte de una definición de Grecia como un país capitalista dependiente, en el cual la referencia a la independencia nacional ha tenido una presencia permanente, en las luchas contra la dictadura, de la izquierda comunista y del movimiento obrero, del mismo modo que en numerosos países coloniales y semicoloniales. Por ello, para Kouvelakis la cuestión del enfrentamiento con la UE y la Troika expresa una lucha de “liberación nacional”, una lectura en la cual hace una definición de la propia burguesía griega como una burguesía subalterna. Desde este punto de vista, Kouvelakis se acerca a la defensa de un “nacionalismo burgués” como punto de apoyo para una lucha “antiimperialista”.
Otro aspecto de esta posición parte de la necesidad de constituir un bloque “contra-hegemónico”, un bloque “nacional-popular”, que evitará, según su visión, todo nacionalismo, y en cambio representará un “internacionalismo orgánico”. Para fundamentar esta idea, Kouvelakis se apoya en la concepción de “socialismo democrático” de Poulantzas y en una posición “eurocomunista de izquierda”, que distingue de una versión de “derecha” representada por los viejos líderes del PC italiano en la segunda posguerra, Palmiro Togliatti y Enrico Berlinguer.
Kouvelakis completa su visión afirmando que hay que dotarse de un “programa de transición” para combinar una “orientación de clase” (apoyándose en el NO popular expresado en el referéndum), sobre “la mejor tradición del movimiento obrero y revolucionario”. La asociación de este “programa de transición” con la reivindicación del frente único, sería para reconstituir una política “hegemónica” capaz de unificar a los explotados y oprimidos.
El contenido de estas afirmaciones de Kouvelakis es oscilante. Por un lado, sostiene que el contenido de ese programa de transición sería el “Programa de Salónica”, programa original de Syriza cuyo articulado nunca fue más allá del compromiso de frenar los ajustes salvajes de los gobiernos anteriores, negociar una reestructuración de la deuda externa y poner en marcha planes de inversión para generar empleo. Por otro lado, es ambiguo en su definición del frente único, al que se refiere como una “estrategia”, cuando para los revolucionarios se trata solo de una táctica.
La combinación de estos diferentes elementos, vendrían a reafirmar que la salida del euro no es una cuestión más, sino que la “reconquista de la soberanía nacional constituye una base indispensable para poner en marcha una política democrática y progresista, y ni hablar de un proyecto anticapitalista” [12].
La visión de Kouvelakis muestra en el fondo una lógica etapista estalinista: la lógica consiste en conquistar la independencia nacional (en los países semicoloniales) o reconquistar la democracia burguesa (en el caso de la lucha contra el fascismo), pero en ambos casos como una etapa intermedia en la lucha por el socialismo. Esta separación entre la “revolución nacional” y la “revolución socialista”, deja abierto el camino a todo tipo de frente político de conciliación de clases con sectores de la burguesía.
La lógica detrás de la afirmación de que la salida del euro sea la “base indispensable para poner en marcha una política democrática y progresista”, consiste en trasformar la ruptura del euro en un punto de partida necesario, como si esa disolución por sí sola pudiese abrir automáticamente el paso hacia una alternativa socialista. Pero nadie puede garantizar que la eclosión de Europa, abierta a todas sus contradicciones y a la acción de todo tipo de tendencias nacionalistas, avanzaría hacia el “socialismo” y a un nuevo “internacionalismo orgánico”.
En conclusión, si bien la versión de “izquierda” del soberanismo de izquierda que representa Kouvelakis no es asimilable a su versión “de derecha” (del mismo modo que podemos distinguir entre “eurocomunismo de derecha” y “eurocomunismo de izquierda”), ambas visiones parten de una matriz de tipo nacional-reformista y etapista, que corresponde a la lógica de una “revolución democrática”, opuesta a la teoría-programa de la revolución permanente.
Esta lógica es la que lleva a los impulsores del “Plan B” a sostener una posición completamente acrítica hacia los gobiernos posneoliberales latinoamericanos de Evo Morales, Hugo Chávez, etc., y a intentar recrear en Europa el Foro de San Pablo que llevó, según sus palabras, al ascenso de “gobiernos progresistas” en América Latina. Una posición a contramano de la propia realidad latinoamericana, en la cual los “gobiernos progresistas” están entrando en su ocaso, como podemos ver con el triunfo del empresario y candidato de derecha Mauricio Macri en Argentina o con el ascenso de las fuerzas de la oposición burguesa al gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela.
En síntesis, una concepción de la hegemonía “nacional-popular” que minimiza totalmente el rol dirigente de la clase obrera, único antídoto real tanto al nacionalismo como al reformismo, dejando ese rol para una “segunda etapa” que no se sabe cuándo llegará, al mismo tiempo que sigue reivindicando el partido “amplio” de los orígenes de Syriza, como la única opción estratégica para el momento actual.
Hipótesis políticas y nuevos desafíos para los revolucionarios internacionalistas
La convulsiva situación europea permite aventurar distintas hipótesis políticas, a la vez que plantea importantes desafíos para los revolucionarios internacionalistas. Francia y el Estado español son hoy dos de los escenarios clave para pensar las perspectivas políticas inmediatas en el viejo continente.
En la reciente Conferencia Europea de la Fracción Trotskista–Cuarta Internacional, realizada en París a menos de un mes de los atentados del 13N y en el marco del “estado de emergencia” decretado por el gobierno de Hollande, discutíamos que, a pesar del giro brusco a la derecha, es justamente Francia el país en el que la posibilidad de que surja un movimiento contra la guerra imperialista y en defensa de las libertades democráticas podría desarrollarse en lo inmediato.
Después de los atentados a Charlie Hebdo y el supermercado Cácher en enero de 2015, el repudio a los atentados fortaleció a Hollande y al régimen republicano, poniendo a la defensiva por un momento a la extrema derecha que quedó por fuera de la “unidad nacional”. Hábilmente, el presidente francés movilizó entonces los valores culturales de la izquierda post ‘68, lo que le permitió canalizar –con la manifestación en las calles del 11 de enero y detrás del “Je suis Charlie”– al llamado “pueblo de izquierda”. A su vez, con esta operación política, logró abrir una brecha social entre los sectores ilustrados y progresistas de las clases medias y la juventud marginalizada de las banlieues.
Frente a los últimos atentados, en cambio, la base social de Hollande solo se encuentra con el miedo –alimentado por el discurso “neocon” del gobierno–, una ofensiva guerrerista plagada de contradicciones, ataques brutales a las libertades democráticas y una “tregua social unilateral”. Una política que no convence o al menos genera muchas dudas en amplios sectores de la población francesa, al mismo tiempo que fortalece a la derecha y la extrema derecha de Le Pen.
La realidad es que Hollande y los demás partidos burgueses de derecha o extrema derecha, más allá de sus retóricas encendidas, como decimos antes, no tienen una salida de fondo a la altura de sus posibilidades reales para resolver las contradicciones que están estallando. En Oriente Medio, el imperialismo francés depende de la voluntad de otras potencias, en especial Rusia y EE.UU. Y la fractura social que mostraron los atentados, en especial en una parte minoritaria de jóvenes de las banlieues, es difícil que se resuelva mediante una política solamente represiva. Son estas contradicciones, junto al racismo intrínseco al carácter del régimen y el estado francés, las que convierten a Francia en el país más vulnerable de Europa, no por casualidad en la mira del islamismo radical.
En el marco de una guerra que no tiene objetivos claros, estas vulnerabilidades pueden estallar más temprano que tarde. Una debilidad estratégica que se expresa, por ahora, en que la “unidad nacional” reaccionaria por arriba no es acompañada por amplias franjas de la población por abajo [13].
Estas contradicciones abonan la posibilidad de que surja en Francia un gran movimiento contra la guerra, que en sus inicios puede expresarse con un carácter más minoritario y de vanguardia, como sucedió durante la guerra de Argelia en la década de los ‘60. Sin embargo, de concretarse esta posibilidad, un movimiento así tendrá un carácter y fisonomía distintos a los movimientos contra la guerra de Irak en la década del 2000 en Europa.
En primer lugar, porque la crisis capitalista ha agravado las contradicciones de la UE. El capitalismo europeo en general y el francés en particular se encuentran en un callejón sin salida. Por otra parte, porque la contestación actual deberá hacer frente a Estados y regímenes con rasgos cada vez más bonapartistas, como ya estábamos viendo en Francia antes de los atentados del 13N y que ahora han pegado un salto. Y finalmente, un elemento fundamental, que todo movimiento que surja se topará desde el comienzo con la hostilidad y las agresiones de los sectores nacionalistas y de extrema derecha, un fenómeno que ya existe con el aumento de los ataques islamófobos en Francia, Alemania y otros países europeos, y que se han multiplicado desde el 13N.
Los revolucionarios internacionalistas tenemos la enorme responsabilidad de levantar una política valiente y un programa correcto frente al giro liberticida, xenófobo y guerrerista del régimen francés y del conjunto de los gobiernos europeos. Un programa que partiendo del repudio completo a los atentados y la solidaridad con las víctimas, enfrente el estado de emergencia en Francia o los avances liberticidas en cada país, las guerras imperialistas y el racismo.
En Francia una parte importante de la población teme por algo tan elemental como su supervivencia o la de sus amigos y allegados. A medida que sigan avanzando los costos y los fuertes “daños colaterales” de la política que proponen Hollande, los distintos gobiernos europeos y la extrema derecha, se agravarán las conmociones y desgarramientos que padece el pueblo trabajador.
Pero las políticas guerreristas de Hollande y su discurso lepenizado no pueden ofrecer una solución de fondo. La única manera de evitar nuevos atentados es poniendo en pie un gran movimiento para parar las intervenciones de los gobiernos imperialistas europeos en África y Oriente Medio. Luchar contra los ataques a nuestras libertades, que solo dejan libertad de acción a los reaccionarios que nos gobiernan. Este es el único camino realista para que la barbarie de nuestros gobiernos siga siendo contestada con la barbarie de los yihadistas.
Esta hipótesis, aunque hoy se concentra principalmente en Francia, también podría tener expresiones en Alemania, con las crecientes tensiones generadas por los movimientos de extrema derecha y las manifestaciones estudiantiles en Berlín y otras ciudades en solidaridad con los refugiados y en contra del racismo. Como tampoco podemos descartar que se desarrollen en Reino Unido, donde la decisión de Cameron de sumarse a las operaciones militares en Siria ha generado una fuerte presión sobre la nueva dirección del Labour o incluso en el Estado español, donde los principales partidos del régimen (PP, PSOE y Ciudadanos) vienen sosteniendo una posición favorable a implicarse en la ofensiva guerrerista reclamada por Hollande, mientras Podemos por el momento es contrario a una intervención directa.
En el Estado español, sin embargo, la crisis política abierta tras las elecciones generales del 20D –atravesada por la cuestión catalana–, es en lo inmediato un obstáculo en sí mismo para el desarrollo de la voluntad guerrerista de los principales partidos del Régimen.
El importante resultado de Podemos indica que, a pesar de la “pax social” impuesta en los últimos años por la actuación combinada de la burocracia sindical y las nuevas mediaciones reformistas, persisten hondas aspiraciones democráticas y sociales. Los más de cinco millones de votos a la formación de Pablo Iglesias y los más de 900.000 a Unidad Popular-Izquierda Unida son expresión de ello. El Régimen del ‘78 necesita de una restauración que no le va a ser sencillo encontrar.
Estas aspiraciones, entre las que cabe destacar el movimiento por el derecho a decidir en Cataluña, prometen ser defraudadas tanto por un Régimen que se resiste al cambio, como por el mismo proyecto de Podemos que pretende limitarlo a una reforma constitucional de cinco puntos que inaugure un nuevo “compromiso histórico” que sirva de recambio al del ‘78. Los pilares de este nuevo “consenso” serían el blindaje constitucional de los derechos sociales (sin un cuestionamiento si quiera a las nuevas exigencias de la Comisión Europea de 10.000 millones extras de recortes, al más puro estilo Tsipras), una reforma de la justicia, otra de la ley electoral que incluya un mecanismo revocatorio a mitad de mandato, la prohibición de las puertas giratorias y la más importante, un referéndum a la escocesa para Cataluña.
Este programa de cinco puntos –moderado hasta el límite, si lo comparamos con el ya limitado programa de esta formación cuando nació hace dos años– es para Iglesias el punto de partida de un proceso de diálogo y negociación con los agentes del régimen político español, empezando por el PSOE. El punto más crítico, el referéndum catalán, sin dudas servirá al líder de Podemos para intentar aparecer como la cabeza de un bloque que tome las demandas democráticas de las nacionalidades. Sin embargo, todo apunta a que esta demanda será más una medida de presión para permitir la apertura de lo que él mismo llama una “Segunda Transición”, que una verdadera “línea roja”. Como en 1978, en las mesas de negociación, los cinco puntos de partida prometen descafeinarse o quedarse en el tintero.
La posible crisis institucional “por arriba”, los posibles repliegues defensivos de los partidos del bipartidismo (desde una gran coalición, muy poco probable, hasta un apoyo pasivo del PSOE al PP en forma de abstención y garantía de gobernabilidad), junto a las presiones de Podemos con algunas demandas democráticas, pueden generar un caldo de cultivo idóneo para que se profundice también la crisis “por abajo”, y que ésta vuelva a emerger en forma de movilizaciones y mayor conflictividad social.
Esta no es la apuesta de Podemos, que aspira a capitanear todo el proceso mediante un pacto entre las nuevas élites de la democracia española, con la menor concurrencia posible de la movilización social. Pero la situación plantea renovadas posibilidades para que la izquierda revolucionaria pueda intervenir dialogando con aquellos jóvenes y trabajadores que hoy muestran su ilusión en el proyecto reformista de Podemos, o en la versión con mayor carga identitaria de izquierda, pero igualmente reformista, que hoy representa Unidad Popular.
Los intentos de reeditar una “Segunda Transición” en forma senil, se asientan en las ilusiones en la democracia capitalista que subsisten en amplios sectores de la población trabajadora y empobrecida. Sin embargo, la idea de nuevo “pacto constitucional” o “compromiso histórico” –como el que Podemos propone a los social-liberales del PSOE– constreñido por los estrechos márgenes de las actuales instituciones capitalistas, promete una vez más frustrar la resolución de las grandes demandas democráticas y sociales pendientes.
Incluso las tímidas “cinco garantías” que Podemos plantea introducir en la Constitución (reformar el sistema electoral, fortalecer la independencia judicial, reforzar la lucha contra la corrupción, blindar los derechos sociales y reformar el modelo territorial), serían bloqueadas por el Régimen del ‘78 y sus partidos, que defenderán la democracia para ricos nacida de la Constitución del ‘78 con todas sus fuerzas.
La monarquía parlamentaria española es, incluso desde el punto de vista formal, una democracia cada vez más degradada. Por ello, si Pablo Iglesias y Podemos se propusieran conquistar verdaderamente una democracia más “generosa”, deberían levantar la necesidad de una Asamblea Constituyente en la que se pueda discutir y resolver sobre todo, verdaderamente libre y cuyas decisiones sean soberanas. Un proceso constituyente que otorgue sin restricciones el derecho de autodeterminación, que ponga fin a la Monarquía, que termine con una institución tan reaccionaria como el Senado y disponga la formación de una asamblea única que combine los poderes legislativo y ejecutivo, que plantee las medidas necesarias para resolver los grandes problemas sociales del paro, la precariedad, la vivienda, la pobreza o el desmantelamiento de los servicios públicos mediante un programa para que la crisis la paguen los capitalistas. Una asamblea cuyos miembros deberían ser elegidos mediante sufragio universal de los mayores de 16 años, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad, en circunscripción única, y cuyo salario debería ser igual al de un trabajador especializado o una maestra, en todo momento revocables y con plenos poderes para discutir y resolver sobre todo.
Un proceso así no podrá surgir de ningún pacto con el PSOE, el PP y Cs, ni de un “gobierno de izquierdas” respetuoso de la legalidad del ‘78, es decir, mediante los métodos de la democracia burguesa. Solo podrá conquistarse a través de la lucha de clases, lo cual presupone asimismo un combate abierto contra la burocracia sindical, uno de los principales garantes de la estabilidad del régimen político español en los últimos treinta años.
Una de las claves de una política revolucionaria hoy en el Estado español pasa por establecer un puente entre la conciencia mayoritariamente reformista de las masas trabajadoras y la preparación de las condiciones para la conquista de un gobierno obrero basado en los organismos de auto-organización de masas que se desarrollen al calor de la lucha, única vía realista para resolver de manera íntegra y efectiva todas las grandes demandas democráticas, económicas y sociales insatisfechas. De allí que consignas como la lucha por una Asamblea Constituyente adquieran un rol fundamental. Al enfrentar la resistencia de los capitalistas y sus partidos, este mismo proceso de lucha por una democracia más generosa, permitiría acelerar la experiencia de las masas con la democracia burguesa y facilitaría la lucha por el poder de los trabajadores [14].
Por una alternativa política obrera, internacionalista, antiimperialista y antiguerrerista
La crisis de 2007-2008 ha generado procesos profundos de la lucha de clases y fenómenos políticos que, a pesar de sus resultados inmediatos –que en modo alguno dirimen la relación de fuerzas para toda una etapa histórica–, han tirado por tierra los discursos que daban por concluida la época de las revoluciones, y junto con ella, la necesidad de un programa y un partido revolucionario internacional.
En este marco la pelea por una alternativa política obrera, internacionalista, antiimperialista y antiguerrerista, que enfrente el giro reaccionario y xenófobo y a los desvíos del nuevo reformismo, a la vez que defienda un programa de expropiación de los expropiadores, es crucial para prepararse para un nuevo cambio de tendencia en la lucha de clases que supere el desvío de los últimos años y fortalezca el desarrollo de una izquierda revolucionaria en el viejo continente.
Frente a proyectos de regeneración burguesa de los regímenes políticos en crisis –como el que Podemos expresa “por izquierda” en el Estado español–, cuya estrategia se resume en pactar por arriba nuevos “compromisos históricos” con los capitalistas y la democracia burguesa, es necesario levantar un programa y una estrategia para dar salida a las demandas democráticas y sociales de millones. Es decir, para que la lucha por su resolución íntegra y efectiva abra el camino a nuevos procesos revolucionarios que no sean desviados hacia restauraciones de la legitimidad política de las democracias capitalistas europeas.
Frente a la salida utópica y reaccionaria del repliegue en el “estado nación”, planteada tanto por los sectores de derecha y extrema derecha fortalecidos tras los atentados de París, como por sectores neorreformistas que en Grecia ya han demostrado su “impotencia” estratégica para resolver los graves problemas sociales de las masas, es necesario retomar la lucha contra la Europa del capital y la Europa fortaleza desde una perspectiva internacionalista.
Un combate que aunque se de en el terreno nacional no será posible ganar si no es desde la más estrecha unidad de todas las filas obreras, la alianza con el resto de trabajadores del continente y la pelea contra nuestros propios imperialismos y sus intereses e injerencias imperialistas. Es decir, mediante el avance de la revolución internacional y una política internacionalista proletaria que abran el camino a la conquista de gobiernos de trabajadores y la construcción de los Estados Unidos Socialistas de Europa.
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