Los atentados del 13 de noviembre en París confirmaron que el Estado Islámico (EI o ISIS por su sigla en inglés) [1] ha decidido extender el uso del terror desde los suburbios chiitas de Irak o Beirut hasta el corazón de occidente, emulando la táctica de Al Qaeda de golpear de manera espectacular al “enemigo lejano” para fortalecerse contra sus “enemigos cercanos”. Como significante del terrorismo islamista globalizado parece destinado a ocupar por un tiempo el centro de la política mundial.
Desde el comienzo, el EI tuvo un carácter internacional en su composición [2]. Una proporción importante de sus combatientes son reclutados entre jóvenes de las comunidades árabes de países europeos. Pero la exportación de la “jihad” más allá de las fronteras del mundo islámico es una tendencia relativamente novedosa en la operatoria del grupo que hasta los ataques en Francia había tenido como blanco fundamental a musulmanes. La otra novedad es la “autorradicalización” de individuos en occidente, que por simple inspiración en las acciones y las ideas del EI, pueden perpetrar por su cuenta actos terroristas. Este parece haber sido el caso de la matanza en San Bernardino, California.
Si, como sostienen diversos analistas, uno de los objetivos de los atentados en París era provocar la represalia de los gobiernos imperialistas, arrastrándolos aún más profundamente hacia la guerra y a adoptar políticas persecutorias contra los musulmanes, en este aspecto al menos el EI tuvo un éxito relativo, aunque aún no está claro si terminará siendo el comienzo de su decadencia, como lo fue para Al Qaeda el atentado a las Torres Gemelas.
La respuesta inmediata de las potencias occidentales al 13N fue escalar la intervención en Siria e Irak invocando, una vez más, la fallida razón de la “guerra contra el terrorismo”, una trampa de la cual Estados Unidos todavía no puede salir. Esto complica los planes de Obama de poner como norte el “pivote” hacia Asia Pacífico y la contención de China y lo obliga a seguir invirtiendo importantes recursos en guerras impopulares que dejan un balance negativo a la hora de contrapesar costos y beneficios para los intereses estratégicos del imperialismo norteamericano.
Con la incorporación de Francia, Gran Bretaña y Alemania a la “coalición anti ISIS” dirigida por Estados Unidos, a fines de 2015 más de una docena de países estaban bombardeando Siria, con Rusia e Irán en el bando de Bashar al Assad y el resto en el bando opositor, ambos sobredeterminados por el combate contra el Estado Islámico.
Los líderes de las potencias imperialistas comparan al EI con el fascismo para darse alguna altura moral y vender a sus poblaciones otra guerra en el Medio Oriente. También para justificar el giro bonapartista doméstico que sigue como la sombra al cuerpo al rumbo guerrerista: medidas de “seguridad” que aumentan el racismo y la xenofobia contra comunidades árabes, inmigrantes y refugiados y atacan las libertades democráticas. Estas políticas profundizan las condiciones de marginación y explotación que llevaron, por ejemplo, a la revuelta masiva de los jóvenes de las banlieus en Francia en 2005. Y explican en gran medida, que a pesar de su carácter profundamente reaccionario, el Estado Islámico logre reclutar jóvenes en occidente [3].
Pero esta justificación, al igual que los argumentos humanitarios, no resiste la más mínima prueba. Basta con mencionar la alianza estratégica de Estados Unidos con la monarquía de Arabia Saudita, una inspiración para el EI, y con el Estado de Israel, responsable de crímenes de guerra contra el pueblo palestino. O el sostenimiento por parte de Francia de dictaduras afines en África.
Este renovado militarismo aumentará sin dudas el ya oneroso costo que paga la población civil siria aunque, justamente por esto, es difícil que este amplio frente dirigido por Estados Unidos pueda anotarse una victoria decisiva. Es que, en última instancia, la injerencia imperialista y de sus aliados reaccionarios recrea las condiciones en las que surgen las variantes extremas del salafismo. Menos aún parece posible revertir la fuerte tendencia a la fragmentación estatal en Libia, Irak y Siria, incluso si mediara una derrota militar decisiva del EI. Esta fuerza centrífuga muestra que la crisis llega al cuestionamiento a las fronteras nacionales trazadas por Francia y Gran Bretaña para repartirse los dominios del desmembrado Imperio Otomano a fines de la Primera Guerra Mundial, sobre la base de los acuerdos de Sykes Picot [4].
La facilidad con que el Estado Islámico borró la frontera casi centenaria entre Siria e Irak y estableció una nueva entidad proto estatal muestra hasta qué punto ha avanzado este proceso de descomposición.
Diversos factores se han combinado para dar forma a este complejo escenario, entre los que se destacan los intereses en juego de diversas potencias que encontraron un campo de batalla en la guerra civil siria, y las consecuencias políticas de la derrota de la “primavera árabe”.
Un complejo escenario geopolítico
Las razones que transformaron a Siria en el eje de la política mundial exceden con creces la importancia geopolítica o económica de este país, que si bien históricamente jugó un rol central en los conflictos regionales (guerra civil en el Líbano, conflicto palestino-israelí) no ameritaría por sí mismo una nueva guerra imperialista [5]. Lo que está en juego es la construcción de poder por parte de potencias occidentales y regionales. En ese sentido, Siria actúa como revelador de las contradicciones que atraviesan la política mundial, sobre el telón de fondo de la pérdida de liderazgo de Estados Unidos. Este proceso de decadencia gradual dio un salto con la derrota de la estrategia militarista de la “guerra preventiva” de Bush y los neoconservadores que llevó a las ocupaciones de Irak y Afganistán continuadas bajo los mandatos de Obama. La consecuencia más palpable de esta decadencia hegemónica norteamericana es que tanto aliados como adversarios y enemigos de Estados Unidos ven una ventana de oportunidad para hacer su propio juego, lo que explica en parte que Siria sea hoy un gran escenario en el que más que una guerra civil, se desarrollan diversas guerras por procuración.
Este superpoblado teatro de operaciones militares invita a provocaciones e incidentes, como ya sucedió con el derribo de un avión ruso por parte de Turquía en la frontera con Siria, la primera vez desde el fin de la Guerra Fría que Rusia sufre un ataque de esta magnitud por parte de un estado miembro de la OTAN. Esto no es menor teniendo en cuenta además que Turquía juega un papel importante en los equilibrios de la Unión Europea, actuando como estado tapón para frenar la oleada de refugiados.
En orden jerárquico por sus consecuencias internacionales, se pueden distinguir tres grandes frentes de batalla que sobredeterminan el alineamiento de los bandos en pugna en el conflicto sirio: la disputa entre Estados Unidos (y “Occidente”) con Rusia; la “guerra fría” entre Arabia Saudita e Irán (como nombres propios del enfrentamiento entre sunitas y chiitas); la guerra que libra Turquía contra las fracciones radicalizadas del movimiento nacional kurdo a ambos lados de su frontera con Siria.
En el plano regional, la firma del acuerdo nuclear con Irán, impulsado por el gobierno de Obama al frente de las potencias occidentales más Rusia y China, ha trastocado los equilibrios de las últimas décadas y reavivando viejas rivalidades aunque en un contexto novedoso. Este acuerdo pragmático surgió de una convergencia de necesidades: la de Estados Unidos de tratar de cerrar el capítulo de la “guerra contra el terrorismo” (estabilizar Irak, encontrar una salida decorosa en Afganistán y combatir al Estado Islámico). Y la de Irán de romper el aislamiento internacional, terminar con las sanciones económicas y ser reconocido como una potencia regional.
El restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos e Irán, interrumpidas desde la revolución de 1979, implica un cambio paradigmático para la región y es vivida como un desafío y una amenaza por los aliados tradicionales del imperialismo norteamericano, sobre todo Arabia Saudita, Israel y Turquía que tienen como prioridad frenar de manera efectiva las ambiciones regionales de Irán. Estos intereses muchas veces son disfuncionales para los intentos de estabilización que persigue Obama. Un ejemplo destacado que ilustra esta situación es el doble juego de Arabia Saudita y Turquía hacia el Estado Islámico, un enemigo estratégico tanto de la monarquía saudí como del gobierno de Erdogan, pero al que tácticamente dejaron (¿dejan?) correr por ser útil al objetivo de debilitar a sus principales rivales.
Hasta que el EI comenzó a decapitar a periodistas occidentales, la política de Obama para Siria era no intervenir de manera directa, esperando que las fuerzas en combate se desgastaran lo suficiente para después proponer una negociación que permitiera la salida de Assad y, a la vez, preservara el núcleo duro del estado. El presidente demócrata quería evitar un escenario de “cambio de régimen” catastrófico, como el de Irak o Libia, ambos transformados en “estados fallidos” que emiten ondas permanentes de inestabilidad y crisis no solo hacia el mundo árabe sino también hacia occidente.
La irrupción del ISIS obligó a una adecuación parcial de esta estrategia. En agosto de 2014 Obama anunció una nueva guerra en Irak y Siria, limitada a bombardeos aéreos y la conformación de una amplia coalición que, por diferencias evidentes, nunca actuó como un comando común. Pero la debilidad mayor es que Estados Unidos no consiguió un socio confiable entre la fragmentada oposición siria que oficiara como “infantería” de su poderío aéreo. La política tibia de “armar a los rebeldes” fue un fracaso. El Ejército Libre Sirio, apoyado por Turquía, fue la primera elección de Estados Unidos por su carácter mayoritariamente laico y moderado y por basarse en sus inicios en militares desertores del régimen. Sin embargo, no se transformó en fuerza dirigente y hoy es uno más entre una multitud de organizaciones, entre las que se destacan formaciones salafistas radicales como Al Nusra. Y una vez más emergió la grieta entre los halcones de la casta política norteamericana y los “realistas” (el mainstream de la política exterior) que no ven que esté en juego en estas aventuras militares el interés imperialista.
A poco más de un año de iniciada esta guerra poco exitosa contra el ISIS, Vladimir Putin aprovechó el caos y la política vacilante de Obama para lanzar una no tan sorpresiva intervención militar a favor del régimen despótico de Assad, al que viene sosteniendo desde el inicio del levantamiento en 2011. A la manera de sus críticos occidentales, el presidente ruso usó la cobertura del “combate contra el terrorismo” pero se arroga la “legitimidad” de ser el único “invitado oficial” –junto con Irán– para participar en la guerra del bando oficialista.
Los motivos de Putin para intervenir en Siria tienen que ver con defender posiciones en cierta medida vitales para el capitalismo ruso y quebrar el cerco occidental, reforzado con las sanciones impuestas por el conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea. El objetivo más inmediato es conservar la base naval de Tartus [6]. Y en un plano propagandístico dar una señal de que Rusia todavía puede aspirar al estatus de potencia mundial.
La percepción de la debilidad de la estrategia norteamericana [7] le permitió a Putin intervenir a un costo, por ahora, relativamente bajo. Con la ventaja de que, a diferencia de la coalición occidental que no tiene “tropa propia”, cuenta para sus propósitos con el ejército sirio, que se preservó a pesar de las deserciones iniciales, y actúa de hecho como “tropa terrestre” de los bombardeos rusos.
Si bien formalmente el combate contra el Estado Islámico parece haber puesto en el mismo bando a Estados Unidos y Rusia, los roces entre las respectivas “coaliciones anti ISIS” muestran hasta qué punto la hostilidad entre Estados Unidos (y occidente) y Rusia sigue siendo un factor de primer orden en la política mundial.
Bajo gobiernos demócratas o republicanos, la política de estado norteamericana es cercar a Rusia que luego de haber perdido a los países bálticos, incorporados a la OTAN, siente la presión en su esfera de influencia más próxima. La pérdida más reciente fue la de Ucrania que pasó de la órbita rusa a tener un gobierno pro occidental.
Sin embargo, esta jugada de Putin con la que busca recrear la imagen de Rusia como gran potencia y lucir un renovado arsenal, tiene mucho de espejismo y habla más de la debilidad ajena que de la fortaleza propia. Moscú no está en condiciones de sostener una aventura militar a largo plazo. Y no solo por el retorno del espectro de la derrota de la exURSS en Afganistán. Su economía está golpeada por la caída de los precios del petróleo y las sanciones occidentales [8]. La situación en Ucrania está en un impasse que es más catastrófico para las zonas bajo influencia rusa. Y tarde o temprano estos elementos pueden convertirse en conflictos internos.
Los bombardeos rusos cambiaron en gran medida la relación de fuerzas en Siria y crearon una nueva realidad material en el campo militar, permitiéndole a Assad reforzar sus bastiones haciendo retroceder sobre todo a grupos “rebeldes” islamistas, moderados o laicos, muchos de ellos apoyados por Estados Unidos. Hasta los atentados en París, la aviación rusa solo había atacado de manera secundaria áreas bajo el control del EI. El régimen sirio consolidó de esta forma el control del territorio que aún conserva bajo su dominio, un 25 o 30 % del país, ubicado estratégicamente en la zona costera donde se concentra la mitad de la población.
Este panorama militar donde no hay un ganador claro, se traslada a las grietas en la “coalición occidental” contra el EI y a las pujas entre los actores externos del conflicto sirio en las diversas instancias de negociación, lo que complica la posibilidad de Estados Unidos de encontrar una salida reaccionaria relativamente estable, sin que otras potencias, en particular Rusia, puedan reclamar victoria [9].
La política norteamericana y los orígenes del Estado Islámico
Si bien es incorrecto considerar al ISIS como una creación norteamericana (o saudita) la política de Estados Unidos en el Medio Oriente, en particular la ocupación de Irak, contribuyó de manera decisiva a generar las condiciones que dieron origen al Estado Islámico.
En octubre de 2001, el gobierno de Bush lanzó la guerra contra Afganistán en respuesta a los atentados del 11S. Esta fue la primera estación de la llamada “guerra contra el terrorismo”, una estrategia militarista y unilateral concebida por los neoconservadores que dirigían la política exterior del gobierno republicano, como oportunidad para detener la decadencia del poderío estadounidense.
Le siguió la guerra e invasión de Irak en 2003, justificada con la mentira escandalosa de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva. Tras la caída Hussein, Estados Unidos implementó la llamada política de “desbaasificación” por la que excluyó del empleo público a los miembros del aparato militar, estatal y político de Hussein, a quienes se los despidió sumariamente sin siquiera pagarles una pensión. Esta política de “cambio de régimen” radical deconstruyó de un solo golpe al estado iraquí, por la vía de liquidar sus dos instituciones centrales: el ejército y el Partido Baaz. Con el cambio de manos de poder estatal a la mayoría chiita, oprimida por Hussein, se firmó la sentencia a la marginación de la minoría sunita, que había constituido desde la época otomana el núcleo de la burocracia del estado. Este hecho está plagado de consecuencias perdurables. Muchos de los funcionarios, oficiales del ejército y miembros de las fuerzas de seguridad pasarían a formar milicias propias o a integrarse a Al Qaeda y luego al EI dándole una buena parte de sus cuadros dirigentes.
Además, tuvo como efecto colateral el fortalecimiento de Irán, que incorporaba así al gobierno de Irak a su sistema de alianzas, junto con el régimen sirio de Bashar al Assad y la milicia libanesa Hezbollah, lo que le devolvió sus credenciales de potencia regional.
Esto exacerbó los enfrentamientos religiosos, explotados por Estados Unidos para evitar una eventual unidad entre los sunitas y las milicias chiitas que se oponían a la ocupación.
El reavivamiento de la guerra civil intra islámica creó en parte las condiciones para el surgimiento de Al Qaeda en Irak (AQI, que luego formaría el núcleo del Estado Islámico). Fundada en 2004 por el jordano Abu Musab al-Zarqawi, AQI desde el comienzo adoptó la táctica de la guerra religiosa contra la mayoría chiita, atacando mezquitas y suburbios populosos. La brutalidad de sus métodos le valió a Zarqawi la reprimenda por parte de la dirección de Al Qaeda que veía con preocupación que las masacres de musulmanes, aunque fueran chiitas, podían potencialmente alienar a su base de apoyo. Zarqawi murió en un bombardeo norteamericano en junio de 2006. Cuatro meses más tarde, su sucesor declaraba la fundación del Estado Islámico de Irak.
En 2007 el gobierno de Bush lanzó una política ambiciosa para poner fin a la guerra civil que incluía el llamado surge –el aumento de las tropas norteamericanas en Irak– y la cooptación de líderes tribales sunitas que constituyeron un movimiento conocido como Awakening para combatir a Al Qaeda, el Estado Islámico y otros grupos similares, que sufrieron un importante retroceso producto de esta política. Estados Unidos les prometió a los líderes sunitas que esas milicias iban a ser incorporadas a las fuerzas de seguridad del estado. La estrategia norteamericana era tratar de dejar un régimen parecido al modelo confesional del Líbano, con cuotas de poder claramente establecidas para cada una de las tres principales comunidades –chiitas, sunitas y kurdos– donde los chiitas eran la fuerza predominante. Pero este esquema estalló en 2011, cuando tras el retiro de las tropas norteamericanas el primer ministro Al Maliki, alineado con Irán, rompió el compromiso asumido y se lanzó a la persecución de los líderes sunitas.
En este marco se recompuso el Estado Islámico de Irak bajo la dirección de Al Baghdadi.
Muchos de sus líderes y cuadros son ex oficiales del ejército de Hussein que se habían conocido en Abu Ghraib y otras cárceles norteamericanas en Irak.
Diversos analistas coinciden en señalar que el núcleo duro del EI está conformado por una alianza táctica entre el islamismo salafista (algunos consideran que no superarían el 30 % de los miembros del ISIS) con los remanentes del aparato militar y de inteligencia de Hussein [10], una relación de mutua conveniencia que hasta el momento rindió sus frutos no solo en la conquista territorial. El aporte del know how de antiguos oficiales y espías iraquíes habría sido clave para el rápido avance militar del ISIS así como para el control policial de la población, justificada por una ideología religiosa absolutamente reaccionaria.
Una milicia devenida Estado (Islámico)
El ISIS tuvo un desarrollo meteórico. En 2010 apenas era considerado una amenaza en Irak. Según un documento de la inteligencia militar norteamericana, en 2012 Estados Unidos ya anticipaba la posibilidad de que surgiera lo que llamaba un “principado salafista” en Siria, aunque estimaba que no representaba peligro alguno para sus intereses y que, por el contrario, podría incluso tener un efecto benéfico al debilitar a Assad y a Irán [11].
El curso reaccionario que tomó la guerra civil en Siria le dio una oportunidad de oro al ISIS que aún no había logrado hacer avances significativos. En una suerte de “guerra de maniobra” borró las fronteras entre Irak y Siria y conquistó gran parte del territorio donde estableció el califato. Del análisis de las batallas libradas por el EI en Siria surge que avanzó derrotando a grupos opositores más que enfrentando a las tropas de Assad, de hecho ambos evitaron el encuentro militar, por lo que se supone que en algún punto, tácticamente sus intereses se tocan.
La transformación de Raqa en la capital del ISIS es una metáfora de la tragedia del levantamiento sirio. En marzo de 2013 las fuerzas del régimen fueron derrotadas y la ciudad quedó en manos de diversas fracciones “rebeldes”, principalmente el Ejército Libre Sirio y el frente Al Nusra, que competían entre sí, y un concejo local civil con poco poder político y militar. Casi de manera simultánea, desembarcó una primera avanzada del EI, que por una combinación de terror y cooptación terminó incorporando a sus filas al 90 % de los integrantes de Al Nusra, a combatientes del ELS y a la gran mayoría de los jefes sunitas.
En enero de 2014 el EI se hizo del control de la ciudad a la que transformó en el centro de organización del califato [12]. Seis meses después, en junio de 2014 capturó Mosul, la segunda ciudad de Irak, ante la defección del ejército local y la simpatía o al menos la tolerancia de la población, que había sufrido la represión del gobierno de Maliki y que terminó considerando al EI como un mal menor. A esto le siguió el avance hacia el corazón sunita del país en la provincia de Anbar y hacia la región de Rojava (el Kurdistán sirio), en particular la ciudad de Kobane, donde el ISIS fue expulsado después de meses de combate por las milicias del YPG con la colaboración de bombardeos norteamericanos.
Aunque las fronteras del califato cambian con los avances y retrocesos militares, se estima que ocupa un territorio equivalente al tamaño de Gran Bretaña, con una población de alrededor de seis millones de personas, lo que obligó al EI a combinar políticas de aterrorizamiento propia de regímenes totalitarios con cierta prestación mínima de servicios básicos, como la electricidad, para disminuir la hostilidad de la población.
El aspecto de “estado en formación” que en lo inmediato tuvo un efecto benéfico porque hace que sea prácticamente imposible derrotarlo solo por medio de bombardeos aéreos sin tropas terrestres, puede transformarse más temprano que tarde en el talón de Aquiles del EI, que se podría encontrar sobreextendido por la defensa militar del territorio, en particular de las refinerías de petróleo y oleoductos, y la gestión estatal que le exige altas cuotas de represión [13] .
Entre el terrorismo global y el califato
La política de control territorial y de construcción estatal es la diferencia específica del Estado Islámico con respecto a su antecesora, Al Qaeda.
Al Qaeda surgió de la “jihad” afgana, que había sido patrocinada por Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo, Paquistán y Estados Unidos con el doble objetivo de combatir la influencia de Irán y sentar las bases para una derrota de la Unión Soviética. Fundada por Bin Laden y al Zawahiri (que expresaban la convergencia del islamismo sunita radical saudita y egipcio) constituía toda una novedad y desde el comienzo fue una organización desterritorializada, basada en una red global de “mujaidines” que habían confluido en Afganistán desde diversos países. Era una construcción elitista, de vanguardia, cuyos miembros eran cuidadosamente reclutados entre las clases medias y formados durante años en los fundamentos religiosos que preparaban para operaciones de “martirio” [14]. Si bien el objetivo estratégico era la restauración del califato, su concreción quedaba relegada a un futuro muy lejano, por lo que parecía más una idea reguladora que un programa de acción.
Más allá de la protección necesaria que había encontrado en Afganistán y Paquistán, la dirección de Al Qaeda nunca tuvo el plan concreto de transformarse en Estado o gobierno, ni siquiera formó parte del aparato estatal de los talibán en Afganistán. Por el contrario, el eje de su estrategia fue “golpear al enemigo lejano” cuyo punto máximo fue el atentado contra las torres gemelas de 2001, que marcó a la vez el inicio de su decadencia. Según O. Roy, el carácter globalizado de Al Qaeda expresaba “una realidad social nueva, la del desarraigo y el nomadismo de las diásporas musulmanas en el mundo occidental” [15]. Compensaba su falta de base de masas para la lucha contra los regímenes árabes con la invención de una comunidad (“umma”) imaginaria y la adopción del terrorismo como método, traduciendo su estrategia al lenguaje comprensible de la liberación nacional palestina y la indignación por las políticas imperialistas contra los musulmanes.
Aunque el ISIS conserva algunos de los rasgos característicos de Al Qaeda, –la ideología religiosa, los métodos terroristas, el componente global en sus filas y ahora también el combate sin fronteras contra Occidente–, su estrategia está orientada hacia expandir las conquistas territoriales y sentar las bases de un estado islámico, para lo cual ha construido no solo un ejército sino también una burocracia proto estatal. En verdad, el EI aún expresa estas dos tendencias contradictorias: la extensión del terrorismo global por un lado, y la constitución de un movimiento político de gobierno, por otro.
El ISIS tiene métodos de financiamiento surgidos de esta realidad material: a través de Turquía vende de manera ilegal el petróleo que extrae de las zonas petroleras de su califato, usando la infraestructura instalada. Paradójicamente, entre sus clientes se encuentra el régimen de Assad. Desarrolla actividades criminales como el secuestro sobre todo de ciudadanos occidentales por los que cobra rescates millonarios y el tráfico de antigüedades; recibe de manera indirecta financiación de donantes de los países del Golfo. Pero gran parte de quienes se han dedicado a investigar este aspecto coincide en afirmar que las fuentes más importantes de sus ingresos son la administración de negocios y empresas y los impuestos y sobornos que le cobra a la población del califato, desde quienes pagan multas por cometer infracciones menores a la ley islámica (como fumar) o profesan otra religión, hasta los burgueses y comerciantes a quienes se les cobra una contribución por el servicio de mantener el orden social.
Indudablemente la definición de este fenómeno nuevo y aberrante en el que se mezclan en proporciones indeterminadas ideas religiosas e intereses materiales, plantea un desafío para los marxistas.
Si fuera por su discurso religioso basado en la restauración utópica de la organización social y política musulmana (sunita) del siglo VII bajo la dirección de los primeros sucesores del Profeta Mahoma [16], parecería correcto definirlo como una fuerza “medieval”. Sin embargo, sería abstracto considerar al EI como un fenómeno puramente religioso.
La ideología en general, y la religión en particular, son productos mediados de las relaciones sociales y políticas concretas, por lo que solo pueden explicarse y combatirse partiendo de su base material. Desde este punto de vista, el califato del EI como estado organizado para la guerra, podría definirse como una formación transitoria, un híbrido que combina elementos de “modo de producción asiático” gobernado por una burocracia-ejército que se apropia de la renta petrolera y de la recaudación, para sostener fundamentalmente la fuerza de combate, con relaciones de explotación heredadas y mantenidas por el EI, lo que le da un carácter burgués sui generis, a falta de una definición mejor.
En el califato, el “atraso feudal” que rige la vida social y es una poderosa herramienta de control y terror convive con las “modernas” relaciones capitalistas y sus escenas de barbarie se transmiten en tiempo real al mundo a través de la utilización creativa y posmoderna de medios audiovisuales y redes sociales.
El Estado Islámico como síntoma de la contrarrevolución
El curso sangriento que tomó la guerra civil en Siria probablemente sea la expresión más cruda de la derrota de los procesos de la “primavera árabe”. El retroceso de esta oleada de levantamientos populares que sacudió el Norte de África, la más importante en el último medio siglo en la región, inauguró un período de restauración en el que se inscriben la vuelta de la dictadura mubarakista en Egipto bajo la presidencia de Al Sisi, las guerras en Siria, Libia y Yemen.
El Estado Islámico es un síntoma de esta contrarrevolución en curso. Un emergente de las condiciones creadas por la política imperialista y de sus aliados locales y también por el fracaso de los partidos islamistas “moderados”, en su mayoría expresión política de la Hermandad Musulmana, que en Egipto, Túnez y hasta cierto punto en Siria, se postulaban como agentes de una política de “reacción democrática” como desvío de los procesos revolucionarios [17].
Uno de los baluartes de esta contrarrevolución fue la monarquía saudita, que vivió los levantamientos como una amenaza directa de una dimensión comparable al surgimiento de los nacionalismos árabes de mediados del siglo XX o a la revolución iraní de 1979. El principal temor de la casa Saud era que la oleada democrática se colara en las fronteras del reino y llegara a la Provincia Oriental, que tiene la particularidad explosiva de concentrar la producción de petróleo y la minoría chiita. Por eso Arabia Saudita fue particularmente activa a través de la diplomacia y las tácticas abiertas de contrarrevolución para lograr la derrota de la “primavera árabe” y mantener su hegemonía en el mundo sunita. Aplastó con sus tanques las protestas en Bahrein, el más pobre de los reinos del Golfo, y sostuvo a la monarquía cliente de Al Jalifa. Alojó al depuesto dictador tunecino Ben Alí. Envió sus tropas a Yemen. Patrocinó diversas milicias reaccionarias en Siria y Libia. Y sobre todo, tuvo un rol fundamental para que triunfara el golpe de estado en Egipto que derribó al gobierno de Morsi de la Hermandad Musulmana en julio de 2013. No porque la HM encarnara el espíritu de la “Plaza Tahrir” ni fuera, como creyó un sector de la izquierda, “el ala derecha de la revolución” [18]. Siempre fue una fuerza burguesa reaccionaria, aunque con una base popular sobre todo en sectores bajos de las capas medias urbanas. Una vez en el gobierno, el Partido Libertad y Justicia, expresión política de la HM, acordó con las Fuerzas Armadas, reprimió huelgas y manifestaciones, e intentó establecer una hegemonía islamista en el nuevo régimen en gestación, una suerte de espejo del llamado “modelo turco”. Es decir, nada que ver con una revolución.
Sin embargo, la perspectiva de que la HM pudiera estabilizarse en el gobierno planteaba objetivamente un peligroso cuestionamiento al represivo régimen saudí.
La monarquía saudita como fracción dirigente de la burguesía de los estados del Consejo de Cooperación del Golfo [19], tiene un interés material concreto en promover regímenes contrarrevolucionarios que permitan mantener a raya a las masas trabajadoras y populares del mundo árabe y musulmán. No hay que olvidar que las burguesías del Golfo explotan fundamentalmente mano de obra migrante (que compone entre el 70 y el 90 % del proletariado de los seis reinos del CCG) ultra precaria, sin ciudadanía y menos aún derechos sindicales o políticos. Este es el motor bien terrenal que lleva a Arabia Saudita a invertir miles de millones de dólares en la propagación de la reacción bajo la forma del islamismo wahabista y el financiamiento de organizaciones político-militares como en su momento fue Al Qaeda, Al Nusra e incluso el Estado Islámico.
La barbarie del EI, que tanto horroriza a los gobiernos imperialistas, es un calco de los métodos empleados por la monarquía saudita, un aliado estratégico de Estados Unidos. Aunque no se transmita por youtube, en Arabia Saudita rigen penas similares como mutilaciones, latigazos, decapitaciones y crucifixiones. Es un régimen profundamente reaccionario que oprime a las mujeres, ejecuta a las personas homosexuales, prohíbe la organización sindical y política, y castiga cualquier expresión de libertad vivida como una amenaza al conservadurismo social. En Irán Khomeini aplicó métodos similares para aplastar al ala izquierda de la revolución y aún hoy se considera un crimen ser homosexual, castigado incluso con la pena de muerte [20].
El fanatismo religioso tampoco es creación original del EI, ni siquiera una exclusividad del islam. La instrumentación política de la religión es un recurso eficiente en manos de las clases dominantes.
El EI, como antes otros grupos de las mismas características, se inspira en el salafismo difundido por Arabia Saudita. Esta interpretación profundamente conservadora se transformó en distintos momentos en organización política y militar al servicio de diversas causas reaccionarias: contra el nacionalismo árabe de las décadas de 1950-60, contra la izquierdización de amplios sectores del movimiento estudiantil y la juventud que siguió a la crisis de los nacionalismos en Egipto y otros países en la década de 1970; como parte del consenso anticomunista en causa común con Estados Unidos en la década de 1980 durante la guerra contra la ex URSS en Afganistán.
A diferencia de Hamas o Hezbollah, que a pesar de su carácter confesional expresan de manera distorsionada movimientos de liberación nacional, y responden a una base social (y electoral) el EI no tiene ninguna relación con causas progresivas del movimiento de masas.
El ISIS, los partidos salafistas y las franquicias de Al Qaeda no jugaron ningún rol en las primeras etapas de los levantamientos de la “primavera árabe”, en el momento en que primaban los procesos de masas, las movilizaciones, ocupaciones de plazas, las tendencias a insurrecciones locales y las huelgas generales.
Por el contrario, su ascenso coincide con el momento de la derrota de estos ensayos revolucionarios o, como en Siria, con la transformación del levantamiento popular en una guerra civil reaccionaria. Y parte de su estrategia es presentarse como quienes pueden lidiar con el caos reinante, ofreciendo orden y seguridad.
Por último, pero no menos importante, los métodos terroristas del EI y otros grupos similares, dirigidos a provocar la mayor cantidad de muertos entre la población civil [21], tienen un carácter absolutamente contrarrevolucionario. Son el espejo de las guerras imperialistas –desde los bombardeos contra Dresde y las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki hasta los “daños colaterales” de las guerras en Irak, Afganistán y ahora Siria. Por esto mismo, está en las antípodas del terrorismo individual de movimientos populistas o anarquistas, al que el marxismo clásico combatía pero partiendo del terreno común de la lucha contra los opresores y sus estados.
Algunos debates estratégicos que dejó la “primavera árabe”
Con todos sus límites la “primavera árabe” fue el primer ensayo revolucionario de masas en el período abierto con la crisis capitalista de 2008. Por lo tanto, puso a prueba las teorías y programas de las corrientes de la izquierda internacional, en particular de la izquierda trotskista. En algunos países como Egipto y Túnez, los dos procesos más avanzados de los levantamientos, también la práctica política y la estrategia.
En líneas generales, la izquierda se dividió en tres campos: uno minoritario, fundamentalmente de tendencias populistas y (ex)estalinistas que consideró que los levantamientos eran conspiraciones de occidente y asumió la defensa de dictadores como Kadafi y Assad con el argumento falso de que representaban la resistencia al imperialismo. Con esta misma lógica hoy en Siria están en el “campo” de Rusia. Otro, que con argumentos democráticos o humanitarios apoyó los diversos campos “rebeldes”, los bloques policlasistas contra los dictadores y las intervenciones imperialistas. Por último, los que partiendo de apoyar la lucha de las masas contra los regímenes dictatoriales, hemos sostenido, basándonos en la experiencia de lucha revolucionaria del siglo XX, que para triunfar era necesario articular las profundas demandas democráticas y sociales en un programa transicional que condujera a la clase obrera y sus aliados a la lucha por el poder. Es decir, que partiendo de reivindicar las primeras victorias parciales como la caída de Mubarak o Ben Alí, sin una estrategia de revolución socialista, era imposible conquistar las demandas democráticas y el proceso iba a ser derrotado –ya sea por la vía de la “reacción democrática” o por la contrarrevolución abierta, lo que en líneas generales fue el caso.
Aunque no es la intención aquí hacer un balance acabado de la “primavera árabe” sí es necesario sintetizar las principales conclusiones.
Sin dudas, los procesos revolucionarios de la “primavera árabe” tuvieron un fuerte motor democrático, progresivo. Sin embargo, gran parte de la izquierda trotskista olvidó las determinaciones de clase y adoptó una posición “campista”, ya sea desde una visión humanitaria o reivindicando la lógica semi etapista de la “revolución democrática” [22]. Con distintos matices, esta fue la ubicación de la llamada Cuarta Internacional (ex Secretariado Unificado) [23] y de la LIT-CI (y de los diversos grupos surgidos de la tradición “morenista”) con consecuencias desastrosas.
La LIT-CI reivindicó como progresivo a cualquiera que le cupiera el mote de “rebelde” más allá de su carácter social, su programa político y su estrategia. Siguiendo esta lógica, llegó a considerar incluso que fuerzas de la contrarrevolución pudieran actuar “objetivamente” como “instrumento de la revolución”. De esta manera, en Libia, sostuvo que la intervención de la OTAN que llevó a la caída de Kadafi era de hecho funcional a los intereses de las masas y habló de un “frente único militar objetivo” entre las potencias imperialistas y el bando opositor, cuando en realidad la dirección militar y política “rebelde” estaba en un comando común subordinada al mando de la OTAN.
Y en Egipto sencillamente confundió el golpe contrarrevolucionario del ejército en julio de 2013 con un triunfo de las masas. Para sostener esto la LIT cayó en la incoherencia más absoluta. Planteó que como las movilizaciones que llevaron a la caída de Morsi eran revolucionarias, y la caída misma del gobierno (más allá de que haya sido por medio de un golpe de estado) un “triunfo colosal”, las movilizaciones de la base de la Hermandad Musulmana solo podían ser contrarrevolucionarias. Por eso la LIT llegó a la paradoja de defender en el nombre de la “revolución democrática” la brutal línea represiva de la junta militar, incluso pedía que se le negara a la HM el derecho elemental a la organización o la expresión política, con el argumento de que eran fascistas (¿más que el ejército?) por su carácter religioso. Se adaptó así al sentido común de la clase media y los políticos burgueses liberales que apoyaron escandalosamente el golpe y la persecución contra la HM.
Como era lógico, el golpe de estado no llevó a la “democracia” sino que restauró el régimen dictatorial hegemonizado por las fuerzas armadas, aplastando con un terrorismo de estado incluso superior al de Mubarak lo que quedaba del proceso revolucionario.
En la guerra civil siria, esta posición campista de gran parte de la izquierda contra la dictadura de Assad se expresó en la búsqueda de supuestos sectores laicos, “democráticos” o progresistas del bando “rebelde”, en particular del Ejército Libre Sirio, y otras organizaciones opositoras proimperialistas.
No faltaron las analogías con la guerra civil española para justificar esta política que culminaba con la exigencia de “armas para los rebeldes”. Desde ya que no hay ningún problema de principios en exigir armamento incluso a potencias imperialistas, el principal problema en Siria sigue siendo el sujeto social y político revolucionario: mientras que en la guerra civil española en el bando republicano estaba la clase obrera, es decir, la perspectiva del triunfo de la revolución, en Siria ese no es el caso [24]. Desde que el levantamiento popular contra Assad fuera ahogado por un sistema de pinzas entre la represión del régimen y el estallido de una suerte de guerra civil por procuración, lo que parece primar es un enfrentamiento de bandos con objetivos reaccionarios de disputar cuotas de poder y zonas de influencia, con el patrocinio de diversas potencias que dirimen sus intereses. Una excepción a esta dinámica es la causa progresiva de la autodeterminación nacional del pueblo kurdo [25].
Esta no es una discusión sobre el pasado, sino que está planteada de forma actual por la lucha contra la guerra imperialista, contra la dictadura de Assad y la intervención de Rusia y contra la reacción islamista.
La tentación de adoptar una posición “campista” en procesos complejos como la guerra civil siria, se expresa también en la polarización que atraviesa a la izquierda –principalmente europea– entre posiciones “populistas” que tienden a ver en el islamismo radical una expresión distorsionada de resistencia, y posiciones “democratistas” que combaten el carácter reaccionario y religioso desde una óptica liberal. Un ejemplo del primer caso es el SWP británico que transformó la táctica progresiva de Stop the War en un frente político (Respect), de hecho un frente popular con organizaciones islamistas burguesas que al poco tiempo terminó estallando. Un ejemplo de la segunda posición es la LIT y otras organizaciones que de hecho adoptaron la definición de “islamo facismo”.
La experiencia más avanzada del movimiento obrero muestra otro camino. En la Rusia revolucionaria de 1917, los bolcheviques tuvieron que forjar una alianza con los pueblos musulmanes oprimidos por el imperio zarista, que componían alrededor del 10 % de la población (16 millones de personas). Según el historiador E. Carr, el islam era una fuerza poderosa en esas regiones, casi excluyente, y los líderes de esas comunidades eran hostiles a los cambios sociales y culturales que planteaba la revolución. La respuesta de los bolcheviques estuvo guiada por la idea de reparar los crímenes del zarismo (y la Iglesia ortodoxa) contra estos pueblos y garantizar como nunca antes sus derechos nacionales, democráticos e incluso religiosos, con la convicción de ganarlos por la vía del convencimiento. En los primeros días de la revolución, el gobierno soviético emitió un llamado “A todos los obreros musulmanes de Rusia y el Este” que decía: “Musulmanes de Rusia […] cuyas mezquitas y sitios de oración han sido destruidos, cuyas creencias y costumbres han sido pisoteados por los zares y los opresores de Rusia: vuestras creencias y prácticas, vuestras instituciones nacionales y culturales son libres e inviolables para siempre. Sepan que vuestros derechos, como los de todos los pueblos de Rusia, están bajo la protección poderosa de la revolución” [26]. Posteriormente, en 1920, la Internacional Comunista convocó al Congreso de los Pueblos de Oriente en Bakú, un intento con pocos resultados pero intento al fin de establecer una alianza revolucionaria con los pueblos oprimidos y los procesos de liberación nacional que surgían del mundo árabe y musulmán.
Sería ingenuo pensar que esta orientación no tuvo contradicciones, pero mostró cómo la clase obrera puede ganarse como aliados a las masas populares oprimidas y que solo el poder obrero puede plantearse la resolución íntegra y efectiva de las demandas democráticas.
Hoy no existe un estado obrero como la Unión Soviética revolucionaria. Tampoco una organización poderosa, un “estado mayor” del proletariado mundial como la Tercera Internacional. Sin embargo, la izquierda revolucionaria realmente existente tiene la gran responsabilidad de levantar desde el programa, la acción y la organización la unidad de los explotados y oprimidos. Este programa debe tener como puntos centrales la lucha contra el guerrerismo imperialista y su política neocolonial contra los pueblos del Medio Oriente, la defensa de los inmigrantes, de los refugiados y las comunidades musulmanas en los países imperialistas contra el racismo y la xenofobia, la delimitación tajante y la condena de los atentados terroristas del ISIS u otras organizaciones que recurran a este método reaccionario y la defensa de las luchas progresivas contra las dictaduras como la de Assad, las causas nacionales y democráticas progresivas de los pueblos oprimidos, como el derecho a la autodeterminación nacional palestina y kurda desde la estrategia de la revolución social.
15 de diciembre de 2015
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