<doc5650
Durante las últimas décadas del siglo XX, la democracia capitalista como régimen político y como ideología se extendió más que nunca. El fascismo y el stalinismo fueron pilares fundamentales para que pudiera recrearse, y en particular este último al obturar la idea de una democracia superior al parlamentarismo burgués: la democracia soviética, la democracia obrera [1].
Actualmente, a más de un lustro de iniciada la crisis capitalista internacional, ante los ojos de millones se muestra, por sobre las formas parlamentarias, la imposición despótica por parte de los gobiernos de diferente signo de los intereses del capital. Las formas bonapartistas, escudadas detrás de los discursos “securitarios”, intentan cerrar esta brecha con mayores dosis de autoritarismo directamente proporcionales a los golpes de la crisis en cada país. Sin embargo, la creencia en la democracia capitalista como expresión de la soberanía popular sigue presentándose ante las grandes mayorías como un máximo insípido de libertad al que se puede aspirar. De allí el gran hándicap para la hegemonía burguesa en estos tiempos crecientemente tormentosos.
Donde más claramente se expresa esta combinación de elementos es en Europa con la crisis de los partidos tradicionales y el desarrollo de nuevos fenómenos políticos. Por un lado, con el ascenso de las formaciones de derecha como el Frente Nacional francés, el UKIP británico, el Partido de la Libertad de Austria entre otros. Y por otro, el de formaciones “neorreformistas” como Syriza en Grecia o Podemos en el Estado español, fenómenos como la victoria de Jeremy Corbyn en la interna del laborismo británico, o el Bloco de Esquerda que terminó, junto con el Partido Comunista, patrocinando la vuelta al poder del Partido Socialista en Portugal.
En Latinoamérica, también tiene su expresión particular en la crisis de los llamados “gobiernos posneoliberales” [2]. Que golpea de lleno al chavismo en Venezuela, pero también en el Cono Sur a algunos de los regímenes democrático-burgueses que más se han asentado en las últimas tres décadas, como el chileno [3] y el brasilero [4]. A cuya cabeza se encuentran respectivamente los gobiernos de la Nueva Mayoría –a la cual se incorporó el Partido Comunista– y del Partido de Trabajadores. En la Argentina, recientemente el kirchnerismo ha sido desplazado electoralmente por la nueva derecha empresarial de Mauricio Macri. Por izquierda se ha consolidado el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, un frente de independencia de clase integrado por el Partido de Trabajadores Socialistas, el Partido Obrero, e Izquierda Socialista, que es referencia de un sector de masas [5], y que contrasta a nivel internacional con la subordinación de gran parte de la izquierda a las variantes “neorreformistas”.
El ascenso de aquel “neorreformismo” en Europa, así como el ciclo de gobiernos “posneoliberales” en Latinoamérica, ha dado impulso a las teorías de Ernesto Laclau, ya sea como “democracia plural radical” o como “razón populista”. En ambos casos, partiendo de la imposibilidad de la revolución, sus presupuestos teóricos dan sustento a una “estrategia” (reformista) que despoja a la hegemonía, y a la propia democracia burguesa, de sus fundamentos objetivos, es decir, de las bases económicas de la sociedad capitalista, de las clases sociales y las relaciones de fuerza, para situar el problema en el terreno de la articulación de lo discursivo.
En el presente artículo, nos proponemos el objetivo inverso. Pensar la revolución en las estructuras socio-políticas de tipo “occidentales” [6] y regímenes democrático-burgueses. Se trata de una cuestión estratégica fundamental en el escenario actual, luego de décadas de expansión de las ilusiones en la democracia burguesa. Para ello abordaremos una serie de problemas programáticos, tácticos y estratégicos y su articulación con la lucha por el gobierno obrero. En particular el papel de las consignas democrático-formales, o más precisamente, las democrático-radicales, como Asamblea Constituyente, abolición de la figura presidencial y unificación de los poderes legislativo y ejecutivo en una cámara única, revocabilidad de los mandatos, la abolición de los privilegios a los funcionarios, entre otras [7].
Lo haremos a partir de algunas de las principales elaboraciones de Trotsky y Gramsci, en un contrapunto polémico con la obra ya clásica de Perry Anderson, Las Antinomias de Antonio Gramsci, y con el reciente libro de Peter Thomas, The Gramscian Moment, que se ha convertido en un punto de referencia de los estudios sobre Gramsci en la actualidad.
Para esto retomamos y desarrollamos la apropiación crítica del pensamiento de Carl Clausewitz de la III Internacional y de Trotsky en particular, que el lector puede encontrar también en Trotsky y Gramsci: debates de estrategia sobre la revolución en ‘occidente’ [8]. No casualmente, en su intento de desligar definitivamente la hegemonía de su anclaje de clase, Laclau y Chantal Mouffe, se topan con Clausewitz. “La lucha política –dicen– sigue siendo, finalmente, un juego suma–cero entre las clases. Este es el último núcleo esencialista que continúa presente en el pensamiento de Gramsci, y que pone en él un límite a la lógica deconstructiva de la hegemonía. […]. No es exagerado decir que la concepción marxista de la política, de Kautsky a Lenin, reposa sobre un imaginario que depende en gran medida de Clausewitz” [9].
Como decíamos, vamos en el sentido contrario de Laclau y Mouffe. Sin embrago, para nosotros no se trata solo de poner un “límite a la lógica deconstructiva de la hegemonía”, sino de dar cuenta cabalmente de las fuerzas materiales en las cuales se encarna la hegemonía burguesa al interior de la clase obrera y sus potenciales aliados, y de extraer las consecuencias estratégicas que se desprenden de ello.
PARTE I: Democracia burguesa, democracia radical y gobierno obrero
En su libro Las Antinomias de Antonio Gramsci, Perry Anderson destaca que en Trotsky “Su conocimiento de Alemania, Inglaterra y Francia era en realidad mayor que el de Gramsci. Sus escritos sobre las tres formaciones sociales más importantes de Europa occidental en el período de entre guerras son inconmensurablemente superiores a los de los Cuadernos de la Cárcel” [10]. Sin embargo, agrega, Trotsky “nunca planteó el problema de una estrategia diferencial para hacer la revolución socialista en ellos, no incluida por la estrategia de Rusia, con la misma ansiedad o lucidez que Gramsci” [11].
A lo largo del presente artículo vamos a problematizar esta última afirmación. No tanto porque Trotsky se haya propuesto elaborar una “estrategia diferenciada”, sino porque justamente es el desarrollo de la táctica y la estrategia una de las claves para aproximarse a sus aportes centrales para la perspectiva de la revolución en “Occidente”, así como para un productivo contrapunto con Gramsci sobre el tema.
Trotsky y Gramsci fueron quienes analizaron con mayor profundidad la problemática de las democracias capitalistas occidentales. Fueron parte de la constelación de revolucionarios de la III Internacional –en el caso de Trotsky como uno de sus principales dirigentes junto con Lenin– que se enfrentaron a la problemática de la revolución en Europa, donde la influencia de la democracia burguesa y el parlamentarismo como ideología eran mayoritarios en las masas. El movimiento obrero estaba dividido, y frente a los jóvenes partidos comunistas se erigían poderosos partidos obreros reformistas, también mayoritarios en las organizaciones sindicales.
En este escenario de “Occidente”, ¿cómo ligar el objetivo político de la conquista del poder con las batallas tácticas y lucha por las masas? ¿Cómo quebrar la hegemonía burguesa y conquistar la hegemonía del proletariado para la revolución? Estas preguntas atravesarán de lleno a la III Internacional, y estarán en la base de las respuestas que tanto Trotsky como Gramsci se esforzaron por elaborar.
Táctica y estrategia en “Occidente”
Desde luego, la actitud ante las estructuras sociopolíticas de los países centrales y los regímenes democrático burgueses no constituía un problema nuevo para el marxismo. Desde finales del siglo XIX se habían ido delineando tres grandes grupos de respuestas.
Por un lado, la de abandonar los métodos revolucionarios y adoptar a la democracia burguesa como mecanismo para el avance hacia el socialismo. En sus diferentes variantes, ésta va desde el revisionismo de Bernstein [12], el último Kautsky, o los “fabianos” en Gran Bretaña, y llega hasta hoy pasando por las más diversas formas, desde los Frentes Populares, el eurocomunismo, hasta sus caricaturas actuales del neorreformismo tipo Syriza [13].
Por otro lado, la del rechazo-negación de la democracia burguesa en clave “espontaneísta”, que va desde el “sindicalismo revolucionario” de Sorel, pasando por Gorter, Pannekoek y el izquierdismo de la III Internacional, en el que estuvo el propio Gramsci bajo la dirección de Amadeo Bordiga. Se podría rastrear en el “operaismo” de Tronti, y en parte de la obra de Negri, llegando, si se quiere, hasta la actualidad –caricaturizada al igual que la primera– en algunas versiones del autonomismo [14].
Se erige sobre estas dos, es importante recordar, una tercera respuesta. Nos referimos a aquella que propone “combinar” la democracia burguesa con formas de democracia obrera (soviets-consejos), que va desde Rudolf Hilferding hasta el último Nicos Poulantzas [15], pasando por Ernest Mandel, quien ensayó una variante de izquierda de este mismo planteo, y que llega en la actualidad a teóricos provenientes del trotskismo francés, como Antoine Artous [16].
La III Internacional, dirigida por Lenin y Trotsky, ensayó un cuarto camino frente a la mayor complejidad del teatro de operaciones “occidental” (hegemonía burguesa, parlamentarismo, fortaleza del reformismo, etc.). A saber: el enriquecimiento del marxismo a partir de la apropiación crítica de lo mejor del pensamiento estratégico militar contemporáneo para lograr un desarrollo sin precedentes de la táctica y la estrategia revolucionarias [17]; entendiendo la primera como la dirección de los combates parciales, y la segunda como la encargada de ligar los resultados de éstos al “objetivo de la guerra”, en este caso, la dictadura del proletariado.
De ahí la capacidad de utilización de las formas defensivas que desarrolló la III Internacional para revertir la debilidad de origen de los partidos comunistas en “Occidente”. Partiendo de la defensa como forma más fuerte de lucha (mientras que la ofensiva es la más débil, ya que es más fácil conservar que conquistar), se trataba de valerse de la defensiva con el propósito de acumular fuerzas para la ofensiva [18].
De esta forma superaba, por un lado, el abordaje rudimentario de las tendencias izquierdistas, que postulaban la ofensiva como forma más fuerte de lucha, llegando a sostener la necesidad de abordar las luchas parciales con los métodos de la insurrección proletaria [19]. Por otro lado, el culto a la “defensa pasiva” de la socialdemocracia; forma considerada por Clausewitz directamente como un absurdo desde el punto de vista estratégico [20].
Esta relación consistente en luchar en forma defensiva (utilizando los resquicios de la democracia burguesa) para acumular fuerzas (construir partidos revolucionarios) para la ofensiva (insurrección y guerra civil para la toma del poder), se puede ver en cada uno de los diferentes desarrollos de la III Internacional. Un ejemplo muy significativo es la participación en las elecciones y el parlamento (institución de la hegemonía burguesa por excelencia) para contribuir al desarrollo de la lucha extraparlamentaria y a la “agitación revolucionaria, para denunciar las maniobras del adversario, para agrupar a las masas” [21]. Es decir, utilizar instituciones de la hegemonía burguesa para horadarla y preparar las condiciones de su derrota.
Lo mismo vale para la recuperación de manos de los agentes de la burguesía (burocracia obrera) de aquellas “fortalezas, bases, reductos de democracia proletaria” al decir de Trotsky, o “trincheras y casamatas” al decir de Gramsci, que la clase obrera fue construyendo a lo largo de sus luchas dentro de la democracia burguesa, sirviéndose y luchando contra ella. Por ejemplo, la intervención en los sindicatos reformistas para luchar contra la división del movimiento obrero que impone la burocracia y la ideología corporativa que pretende alejar al movimiento obrero de la “intervención política” [22].
La táctica del Frente Único Obrero, elaborada a partir del Tercer Congreso de la Internacional Comunista es la expresión más acabada de esta misma lógica. Constituye una táctica compleja que tiene un aspecto de maniobra, otro táctico y otro estratégico. Por un lado implica acuerdos –producto de determinada relación de fuerzas entre las tendencias– con reformistas y/o “centristas” como aliados circunstanciales (aspecto de maniobra) con el objetivo de la unidad de las filas proletarias para luchas parciales en común (aspecto táctico, defensivo u ofensivo). Y por otro, como objetivo principal, la ampliación de la influencia de los partidos revolucionarios producto de la experiencia en común (o su rechazo por parte de las direcciones oficiales), con el fin de conquistar la mayoría de la clase obrera para la lucha por el poder (aspecto estratégico, ofensivo) [23].
Ahora bien, no se trata de un esquema limitado a la utilización de la defensa para acumular fuerzas para la ofensiva revolucionaria. De ser así, la vinculación entre defensiva y ofensiva aún se encontraría en el plano de lo que Rosa Luxemburgo denominaba “conciencia teórica latente” y podría comprender una estrategia “centrista” que oscila entre el reformismo y la revolución [24]. Veamos.
La defensa: un escudo formado por golpes habilidosos
“La forma defensiva de la guerra –decía Clausewitz– no es [ … ] un simple escudo, sino un escudo esencialmente formado por golpes hábilmente dados” [25]. De ahí que “Las defensas que pasan por ser las mejores son aquellas que utilizan la mayor cantidad de medios activos, es decir ofensivos, pero esto depende de la naturaleza del terreno, de la composición de las fuerzas militares, y aún del talento del General” [26]. ¿En qué consisten estos “golpes hábilmente dados”, estos medios ofensivos de la defensiva en estrategia revolucionaria y cuál es su importancia en “Occidente”?
Durante la Revolución Rusa, desde una posición defensiva, los bolcheviques habían levantado la exigencia hacia las direcciones conciliadoras mayoritarias del movimiento de masas (Mencheviques y Socialrevolucionarios) de que rompiesen con los ministros capitalistas y las potencias imperialistas y tomasen el poder. Los revolucionarios no participarían de un gobierno así, pero lucharían por el poder en forma pacífica mediante la conquista de la mayoría en los soviets [27]. Paralelamente sostenían la consigna democrático-radical de Asamblea Constituyente. A su vez, sin dar apoyo político al gobierno de Kerensky llamaron a enfrentar el golpe de Kornilov, aprovechando para armar al proletariado.
Ni Lenin ni Trotsky, como dirección, opinaban que era posible una etapa democrática intermedia, ni bajo el gobierno de los conciliadores, ni bajo una Asamblea Constituyente, pero en uno u otro caso, de realizarse alguna de ambas variantes, la clase obrera estaría en mejores condiciones para luchar por el poder obrero. Y de no realizarse, lo cual era lo infinitamente más probable, serviría para arrancar a las masas de la influencia de las direcciones conciliadoras.
La acción de los bolcheviques durante la revolución de 1917 fue una verdadera escuela de cómo pelear a la defensiva (en minoría), multiplicando los “golpes habilidosos”, los medios ofensivos de la defensa. En el caso ruso, sin instituciones burguesas parlamentarias mínimamente formadas, con el poder en manos de los soviets, estos “golpes habilidosos” fueron fulminantes, ninguna excusa tenían los conciliadores que contaban con mayoría en los soviets.
En “Occidente” las direcciones conciliadoras tienen la “virtud” de poder escudarse detrás de las instituciones de la democracia burguesa, desde el parlamentarismo, hasta la división de poderes, el poder judicial, etc., y así sostenerse y sostener las ilusiones en la democracia capitalista. Como señala Trotsky para la situación española a mediados de 1931, luego de las elecciones a las Cortes constituyentes: “Los comunistas deben dirigir el pensamiento de los obreros precisamente en este sentido: ‘exigirlo todo del gobierno, puesto que vuestros jefes se encuentran en él’. Los socialistas responderán a las delegaciones obreras que ellos no tienen la mayoría. La respuesta está clara: que se conceda el verdadero derecho al sufragio, que se rompa la coalición con la burguesía, y entonces la mayoría estará asegurada. Pero esto es lo que no quieren los socialistas. Su situación los coloca en contradicción con las consignas democráticas radicales” [28] [29].
En las Tesis de Lyon, un documento fundamental en su pensamiento maduro, Gramsci expresa una preocupación análoga. Elaboradas en 1926, son la herramienta con la cual va a enfrentar la tendencia izquierdista de Amadeo Bordiga [30]. Las Tesis planteaban la imposibilidad de una revolución democrática “intermedia” frente al fascismo, y que lo que había por delante era la revolución socialista, coincidiendo de hecho en este aspecto con Trotsky, quien había sostenido la teoría-programa de la revolución permanente para Rusia, la cual generalizaría entre 1929 y 1930 [31].
Al igual que Trotsky, Gramsci presta especial atención al combate contra las tentativas de “‘solución reformista’ del problema del estado (gobierno de izquierda)” [32]. Para pensar aquel problema, Gramsci también retoma las tácticas de los bolcheviques: “La presentación y agitación de estas soluciones intermedias –dice– es la forma específica de lucha que hay que utilizar contra los autotitulados partidos democráticos que son, en realidad, uno de los pilares más firmes del orden capitalista vacilante y como tales comparten el poder, alternativamente, con los grupos reaccionarios, cuando estos partidos están ligados a estratos importantes y decisivos de la población trabajadora (como en Italia en los primeros meses de la crisis Matteotti [33]) y cuando es inminente y grave un peligro reaccionario (táctica adoptada por los bolcheviques respecto a Kerensky durante el golpe de Kornilov). En estos casos el partido comunista obtiene los mejores resultados agitando las mismas soluciones que correspondería adoptar a los supuestos partidos democráticos si éstos supiesen librar una lucha consecuente por la democracia, con todos los medios que la situación requiere. Ante la prueba de los hechos, estos partidos se desenmascaran ante las masas y pierden su influencia sobre ellas” [34].
Podemos decir que tanto para Gramsci como para Trotsky, mientras no estuviese planteado el derrocamiento del parlamentarismo burgués mediante la dictadura del proletariado, era de especial importancia como parte de la lucha defensiva, la utilización de este tipo de medios ofensivos (golpes habilidosos) para horadar la hegemonía burguesa, combatiendo a los partidos “democráticos”, en tanto agentes de “‘solución reformista’ del problema del estado”.
La democracia burguesa y el programa democrático radical
Gramsci le dará mucha relevancia en las mencionadas Tesis de Lyon de 1926 a las consignas democrático-radicales. Contra la tendencia izquierdista encabezada por Bordiga, va a señalar que “Es un error suponer que las reivindicaciones inmediatas y las acciones parciales solo pueden tener un carácter económico” [35]. En las Tesis tendrá especial importancia la consigna de Asamblea Constituyente para Italia, sobre la que volveremos más adelante [36].
Desde aquel punto de vista Gramsci entablará agudas polémicas, como con el periódico Il Mondo en el ‘26, donde contestando a una serie de artículos contra la URSS titulados “Buscando el comunismo”, Gramsci contesta: “podríamos escribir una serie de artículos titulados ‘Buscando la democracia’, y demostrar que la democracia nunca ha existido. Y de hecho, si la democracia significa, ya que no puede sino significar, el gobierno de las masas populares, expresado a través de un Parlamento elegido por sufragio universal, entonces ¿en qué país ha existido alguna vez un gobierno que cumpla con este criterio?”. Y responde: “Incluso en Inglaterra, patria y cuna del régimen parlamentario y de la democracia, el Parlamento está flanqueado al gobernar por la Cámara de los Lores y la Monarquía. Los poderes de la democracia son, en realidad, nulos. [ … ] ¿Y acaso existe la democracia en Francia? Junto al Parlamento existe en Francia el Senado, que no es elegido por sufragio universal sino por dos niveles de electores que a su vez son solo parcialmente una expresión del sufragio universal; y también existe la institución del Presidente de la República” [37]. Concluye Gramsci en tono irónico que estas instituciones existen justamente “para moderar los posibles excesos del Parlamento elegido por sufragio universal” [38].
Poco antes, para esa misma época, Trotsky abordará a fondo este tipo de crítica a la que le dedicará gran parte de su libro ¿A dónde va Inglaterra?. Sobre este libro, Isaac Deutscher, a pesar de sus diferencias, afirmaba que “es el alegato más efectivo, o tal vez el único, en favor de la revolución proletaria y el comunismo en Gran Bretaña que jamás se haya hecho” [39].
En una tónica similar a la de Gramsci, se preguntaba retóricamente: “¿Qué es la democracia política y dónde comienza? [ … ] ¿Se puede, por ejemplo, llamar democracia a un país monárquico con una Cámara alta? ¿Está permitido recurrir a la violencia para abolir esas instituciones? Sin duda se nos contestará a este respecto que la Cámara de los comunes de Inglaterra es lo bastante poderosa para suprimir, si lo juzga conveniente, el poder real y la Cámara de los Lores, de suerte que la clase obrera tenga la posibilidad de completar pacíficamente la institución del régimen democrático en su país. Admitámoslo un instante. Pero ¿qué es la Cámara de los Comunes? ¿Puede ser calificada de democrática aunque solo sea desde el punto de vista formal? De ningún modo. Elementos importantes del pueblo están privados del derecho al voto. Las mujeres no votan sino solo a partir de los 30 años y los hombres desde los 21. La disminución de la edad electoral constituye desde el punto de vista de la clase obrera, en la que se empieza a trabajar desde muy temprano, una reivindicación democrática elemental. Por otra parte, las circunscripciones electorales están preparadas en Inglaterra con tanta perfidia, que se necesita doble número de votos para elegir un diputado obrero [ … ]. De este modo, el actual parlamento inglés constituye la más escandalosa burla de la voluntad del pueblo, aun entendiéndola en el sentido de la democracia burguesa. ¿Tiene realmente la clase obrera el derecho de exigir imperiosamente, aun manteniéndose en el terreno de los principios de la democracia, a la actual Cámara de los Comunes privilegiada y de hecho usurpadora, la institución inmediata de un modo de sufragio verdaderamente democrático? Y si el parlamento respondiese a esta reivindicación con un ‘no ha lugar’ [ … ] ¿tendría el proletariado el derecho de exigir por ejemplo mediante la huelga general a un parlamento usurpador derechos electorales democráticos?” [40]
Sobre la base de este tipo de caracterizaciones en las que ambos coincidían, Trotsky profundizará los desarrollos de la III Internacional en cuanto a la valoración programática y articulación estratégica de las consignas democrático-radicales. Tanto en el caso de Gran Bretaña, como en Francia y Alemania.
La Internacional Comunista había hecho suyas las “Tesis sobre democracia burguesa y dictadura proletaria” de Lenin. En ellas se marcaba el contraste entre la democracia burguesa y la soviética.
La primera, a través del sufragio universal cada tantos años se proclamaba expresión de la “voluntad popular” pero tenía por objetivo principal la separación de las masas del gobierno del Estado mediante diversos mecanismos (reconocimiento puramente formal de las libertades políticas, división de poderes legislativo y ejecutivo, imposibilidad de revocar mandatos, no elección del poder judicial, privilegios de los funcionarios, etc.).
La segunda, la democracia soviética, se basaba en el principio opuesto, a saber: la más amplia participación de las masas en el Estado mediante múltiples mecanismos, muchos de ellos ya experimentados en menor escala en la Comuna de París de 1871 (garantía material de los derechos políticos, fusión del poder legislativo y ejecutivo, revocabilidad, fin de los privilegios de los funcionarios, elección y participación popular de los tribunales, etc.). Dando cuenta de que la república soviética era capaz de implementar realmente muchos de los principios republicanos que la burguesía solo declamaba.
La novedad que introduce Trotsky es la articulación de estos mismos temas como consignas democrático radicales dentro de un programa transicional en la lucha (bajo la democracia burguesa) por un gobierno obrero (dictadura del proletariado). La formulación más ilustrativa se encuentra claramente en “Un programa de acción para Francia” escrito en 1934, como propuesta para ser tomada por el recientemente planteado Frente Único Obrero entre el Partido Comunista y la SFIO (socialistas).
El diálogo de Trotsky es el siguiente. “Somos, pues, firmes partidarios del estado obrero-campesino, que arrancará el poder a los explotadores. Nuestro primordial objetivo es el de ganar para este programa a la mayoría de nuestros aliados de la clase obrera. Entre tanto, y mientras la mayoría de la clase obrera siga apoyándose en las bases de la democracia burguesa, estamos dispuestos a defender tal programa de los violentos ataques de la burguesía bonapartista y fascista. Sin embargo, pedimos a nuestros hermanos de clase que adhieren al socialismo ‘democrático’, que sean fieles a sus ideas: que no se inspiren en las ideas y los métodos de la Tercera República sino en los de la Convención de 1793” [41].
Nótese que el fundador del Ejército Rojo parte de constatar los diferentes objetivos entre los comunistas y los trabajadores socialdemócratas, para luego señalar que los revolucionarios están dispuestos a levantar un programa transicional que incluya la defensa de la democracia burguesa contra los ataques de la burguesía en pos del Frente Único. A renglón seguido contrapone los métodos revolucionarios a los parlamentarios para llevarlo adelante, y como continuidad de aquel diálogo, no hace referencia a la Comuna de París de 1871 sino a la revolución burguesa, a la de la Convención jacobina de 1793 [42].
Luego transcribe con leves modificaciones (adaptaciones) el programa de la Comuna de París tal como lo había sintetizado Marx en los manifiestos de la Asociación Internacional de los Trabajadores [43]: “¡Abajo el Senado, elegido por voto limitado, y que transforma el poder del sufragio universal en mera ilusión! ¡Abajo la presidencia de la República, que sirve como oculto punto de concentración para las fuerzas del militarismo y la reacción! Una asamblea única debe combinar los poderes legislativo y ejecutivo. Sus miembros serían elegidos por dos años, mediante sufragio universal de todos los mayores de dieciocho años, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad. Los diputados serían electos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes y recibirían el salario de un obrero especializado” [44].
Trotsky reafirma el planteo señalando que “una democracia más generosa facilitaría la lucha por el poder obrero”. E incluso anticipa la táctica de “gobierno obrero” en su formulación original durante la primera etapa de la Revolución Rusa, al señalar que si la SFIO “llegara a ganar la confianza de la mayoría, estamos y estaremos siempre preparados para defender contra la burguesía a un gobierno de la SFIO” [45].
Trotsky: Democracia radical, Frente Único y Soviets
Frente a estos desarrollos de Trotsky, no dejan de llamar la atención críticas como la que le hace Rolando Astarita sobre una supuesta subestimación de la influencia en la conciencia obrera de la ideología democrático-burguesa. En su Crítica al Programa de Transición –una crítica al conjunto de la obra de Trotsky cuyo debate no pretendemos agotar en estas páginas– Astarita afirma que: “Trotsky pareciera representarse la conciencia obrera encerrada en una ‘campana de vacío ideológico’, apta para recibir consignas a la manera en que lo hacía la mente ‘tabla rasa’ postulada por el empirismo más crudo. Además, es sintomático que apenas preste atención a los efectos sobre las conciencias de las experiencias de la URSS y del nazismo, que potenciaban el discurso apologético de la democracia capitalista” [46].
Como vimos, al contrario, Trotsky da especial importancia a los factores ideológicos. Dando cuenta, de aquello que señala correctamente Anderson, de que “la forma general del estado representativo, la democracia burguesa, es en sí misma el principal cerrojo ideológico del capitalismo occidental” [47]. A su vez, no solo “presta atención” a los efectos del avance del fascismo en la conciencia de las masas como se ve en el caso que señalábamos de Francia, sino que discute duramente contra quienes pretenden disminuirlos. Es así que en Alemania de los ‘30 ante la pregunta “¿Es cierto que Hitler destruyó los ‘prejuicios democráticos’?”, señala cómo “En teoría, la victoria del fascismo demuestra más allá de toda duda que la democracia está agotada; políticamente, empero, el régimen fascista mantiene los prejuicios democráticos, los recrea, los inculca en la juventud y hasta es capaz de impartirles mucha fuerza durante un tiempo. En ello, precisamente, reside una de las manifestaciones más importantes del carácter histórico reaccionario del fascismo” [48].
Otro tanto podemos decir de los efectos ideológicos del stalinismo. No solo da cuenta de ellos desarrollando el programa democrático-radical, sino que adelanta la defensa de un posible gobierno obrero reformista frente a los ataques de la burguesía, contra todo el nefasto legado que había dejado la política stalinista del “tercer período” [49]. Y por si quedaban dudas, remarca en el mismo Programa de acción para Francia, que “No queremos alcanzar nuestro objetivo mediante conflictos armados entre diversos grupos de asalariados sino por la verdadera democracia obrera, con la propaganda y la crítica leal, con el reagrupamiento voluntario de la gran mayoría del proletariado bajo la bandera del comunismo integral” [50].
En particular, en relación al Programa de Transición (PT) escrito por Trotsky, que está en el centro de su crítica, Astarita señala que “las ilusiones democráticas casi no reciben tratamiento en el PT; apenas son mencionadas en relación a los países atrasados…” [51]. Desde luego que en 1938 toda Europa iba camino a la guerra de la mano del fascismo y el militarismo dominaba la escena, el programa democrático radical difícilmente podía hacer algo en esta situación. Sin embargo, Trotsky destaca en el PT, que “debe ser sostenida, en adelante, la reivindicación del derecho de voto a los dieciocho años para los hombres y mujeres. Aquel que mañana será llamado a morir por la ‘patria’ debe tener el derecho de hacer oír su voz ahora. La lucha contra la guerra debe consistir, ante todo, en la movilización revolucionaria de la juventud” [52].
Y al mismo tiempo, para EE.UU., más alejado del teatro de operaciones, plantea en el Programa de Transición: “Nuestra sección norteamericana, sostiene críticamente, la propuesta de un referéndum sobre la cuestión de la declaración de guerra [53]. [ … ] Cualesquiera que sean las ilusiones de las masas respecto al referéndum, esta reivindicación refleja la desconfianza de los obreros y los campesinos por el gobierno y el parlamento de la burguesía. Sin sostener ni desarrollar las ilusiones de las masas, es necesario apoyar con todas las fuerzas la desconfianza progresiva de los oprimidos hacia los opresores” [54].
Estos elementos, a los que Astarita les resta importancia, expresan la continuidad de la misma lógica que Trotsky expresara en Francia pero limitada [55] a las condiciones de la guerra inminente. Se podrían multiplicar por decenas estos ejemplos que –más allá de las caricaturas economicistas de Trotsky, que las hay– hacen difícil de sostener la afirmación de que consideraba la conciencia obrera como una “campana de vacío”. El error de Astarita es abordar la cuestión de la ideología y la conciencia de las masas como si ésta operase en el aire, sin dar cuenta de que se desarrolla en la experiencia. Sin esto último es imposible comprender la articulación estratégica que realiza Trotsky entre conciencia y experiencia.
La misma se muestra claramente durante los años 1934-35 en Francia. Mientras Trotsky planteaba para Francia aquellas consignas democrático-radicales y aquel diálogo para la constitución del Frente Único, la dirección stalinista del PCF, como resabio del “tercer período”, levantaba la consigna “¡Soviets por todas partes!”. Trotsky criticaba duramente su postulación a destiempo. ¿Estaba negando con esto la lucha por los soviets y con ella por la dictadura del proletariado? Evidentemente, no.
Su lógica estratégica era tan sencilla como precisa. La lucha por la constitución de organismos soviéticos es fundamental para la revolución, como órganos de la insurrección y como andamiaje de la dictadura del proletariado. Pero, ¿qué son los Soviets? Organismos de Frente Único de masas. ¿Cuál era la condición para poder constituir el Frente Único? La unidad de acción con la mayoría de los obreros que confiaban en la democracia burguesa y querían defenderla contra el avance del fascismo. ¿Qué les propone Trotsky? Defender la democracia burguesa contra los ataques de la propia burguesía, pero no con los métodos parlamentarios sino con los de la lucha de clases, no bajo las banderas del régimen decadente de la Tercera República sino bajo las de la democracia radical.
Estratégicamente la clave de esta articulación era que permitía establecer un puente entre la conciencia reformista de las masas obreras y la preparación de las condiciones para la ofensiva (insurrección). No solamente porque hacían posible el avance del Frente Único Obrero para enfrentar a la burguesía (aspecto táctico) sino porque a través de esta acción común en la lucha de clases posibilitaban a los revolucionarios la conquista de la mayoría para el “comunismo integral” (aspecto estratégico).
Gramsci y la articulación estratégica de las consignas democrático-radicales
Como señalábamos anteriormente, un punto clave en la lucha de Gramsci contra las tendencias izquierdistas en el comunismo italiano era el desarrollo del programa democrático-radical. En términos generales, la articulación que proponía entre éste y el programa transicional de conjunto, tenía muchas similitudes con la que vimos en Trotsky.
Al mismo tiempo que señalaba la importancia de la utilización de las consignas de la democracia radical, el revolucionario italiano remarcaba el combate a las ilusiones en los métodos parlamentarios. “El objetivo que se propondrá el partido comunista –dice Gramsci– será vincular cada una de las consignas que lance en este campo [democrático-radical] a las directivas generales de su acción: en particular, con la demostración práctica de la imposibilidad de que el régimen instaurado por el fascismo sufra limitaciones radicales y transformaciones en un sentido ‘liberal’ y ‘democrático’ sin que se desencadene contra él una lucha de masas, que inevitablemente deberá desembocar en la guerra civil” [56].
Igual énfasis planteaba respecto a la necesidad de vincular las consignas de carácter económico con las políticas: “Esta evidencia [de la inevitabilidad de la guerra civil] solo se impondrá a las masas a partir del momento en que, enlazando las reivindicaciones parciales de carácter político con las de carácter económico, logremos transformar los movimientos “revolucionarios democráticos” en movimientos revolucionarios obreros y socialistas” [57]. De aquí que destaque la importancia de ligar la lucha antimonárquica en Italia con el ataque a los pilares estructurales del capitalismo italiano: “La movilización antimonárquica de las masas de la población italiana es uno de los objetivos que debe proponer el partido comunista. [ … ]. Pero su realización debe ser siempre paralela a la agitación y la lucha contra los otros pilares fundamentales del régimen fascista: la plutocracia industrial y los terratenientes” [58]. En todos estos puntos es clara la similitud con los planteos de Trotsky que fuimos viendo, así como algunos de los sistematizados en la teoría-programa de la revolución permanente.
Gramsci no desarrollará el programa democrático radical como vimos que lo hacía Trotsky, sin embargo, le dará un gran peso alrededor de la consigna de Asamblea Constituyente. Gramsci consideraba que la consigna de Constituyente, a la que se oponían los sectores izquierdistas, había sido clave en el aislamiento del movimiento obrero que había permitido al fascismo ganarse a sectores de masas. Lo consideraba probablemente el error fundamental del comunismo en el período pre-fascista, y efectivamente no se trataba de una cuestión menor para la hegemonía del proletariado sobre los campesinos italianos, y los del Mezzogiorno en particular.
En las Tesis de Lyon, Gramsci estableció la siguiente formulación de Asamblea Constituyente: “En la agitación antimonárquica el problema de la forma del estado será presentado además por el partido comunista en estrecha conexión con el problema del contenido de clase que los comunistas se proponen dar al estado. En el pasado reciente (junio de 1925), el partido logró conectar estos problemas fundando su acción política en las consignas: ‘Asamblea republicana basada en los comités obreros y campesinos; control obrero sobre la industria; la tierra a los campesinos’” [59].
Es en torno a la articulación estratégica entre Asamblea Constituyente y dictadura del proletariado que se planteó una diferencia fundamental entre Trotsky y Gramsci. De hecho es posible reconstruir una polémica implícita entre ambos revolucionarios por interpósita persona. Trotsky abordó la cuestión de la Constituyente en Italia, en mayo de 1930 en una carta dirigida a Pietro Tresso, Feroci y Santini, quienes habían sido expulsados del PCI luego de declarar su solidaridad con la Oposición de Izquierda [60]. En aquella oportunidad, Trotsky (con los reparos del caso en tanto no seguía suficientemente la coyuntura italiana) desarrolla una crítica de carácter estratégico a la consigna de “Asamblea republicana basada en los comités obreros y campesinos”.
Dice Trotsky en referencia a esta formulación: “quisiera decirles por qué considero que se trata de una consigna política errónea o, al menos, ambigua. La ‘asamblea republicana’ es, obviamente, una institución del Estado burgués. ¿Qué son, en cambio, los ‘comités obreros y campesinos’? Es obvio que son una especie de pariente de los soviets obreros y campesinos. Si es así, hay que decirlo. Porque las organizaciones de clase de los obreros y campesinos pobres, llámense soviets o comités, siempre constituyen organizaciones de lucha contra el Estado burgués, luego se convierten en órganos de la insurrección y, finalmente, después del triunfo, se transforman en organizaciones de la dictadura proletaria. Siendo así, ¿cómo es posible que una asamblea republicana –organización suprema del Estado burgués– se “base” en organizaciones del Estado proletario?” [61]
De esta forma, Trotsky retoma la misma articulación estratégica que señalábamos para el caso de Francia. La postulación del programa democrático-radical solo es coherente con los objetivos revolucionarios, en tanto y en cuanto, desarrolla el Frente Único y los organismos de tipo soviético “en lucha contra el Estado burgués”. Ligado a esto, Trotsky les recuerda que “en 1917, antes de Octubre, Zinoviev y Kamenev, al oponerse a la insurrección, se pronunciaron a favor de esperar que se reuniera la Asamblea Constituyente para crear un ‘Estado combinado’ mediante la fusión de la Asamblea Constituyente y los soviets de obreros y campesinos. En 1919 fuimos testigos de la propuesta de Hilferding de inscribir a los soviets en la Constitución de Weimar [62]. Hilferding, igual que Zinoviev y Kamenev, llamó a esto el ‘Estado combinado’” [63].
Se trata de un problema nodal de la estrategia. El programa democrático-radical es, como decíamos, parte de los “golpes habilidosos”, medios ofensivos, con los que los revolucionarios luchan a la defensiva para acumular fuerzas para pasar a la ofensiva. Si falla en el momento decisivo de abandonar la defensa y pasar al ataque, se transforma en su contrario: de puentes devienen en barreras. En referencia a Zinoviev y Kamenev en octubre del ‘17, dice Trotsky: “Como pequeñoburgués de nuevo tipo quería, en el momento mismo en que se producía un abrupto viraje de la historia, ‘combinar’ un tercer tipo de Estado mediante el casamiento de la dictadura proletaria con la dictadura de la burguesía bajo el signo de la constitución” [64].
Una vez que la democracia soviética, infinitamente más democrática que la democracia burguesa más radical, se ha transformado en la expresión del poder de los trabajadores y los campesinos, la democracia radical puede pasar a ser el refugio de la contrarrevolución. Así fue efectivamente en Alemania, con la constitución de Weimar que fue dictada al calor de la derrota de la insurrección de 1919. También en 1917 en Rusia, donde la Asamblea Constituyente, a cuya convocatoria se negaron los conciliadores hasta que el proletariado pasó a la ofensiva, se eligió en octubre del ‘17 con anterioridad a la ruptura del partido campesino (socialrevolucionarios) que con el triunfo de la revolución decantó un ala izquierda que conformaría el “gobierno obrero y campesino” con los bolcheviques. De ahí que la composición de la Constituyente no reflejó la evolución del proceso, cuestión expresada, en su negativa a dar cuenta de las conquistas y reconocer al poder soviético. Se había transformado en la trinchera de los enemigos de la revolución.
En referencia a la política que levantaban con Lenin en aquel entonces, Trotsky señala: “Planteábamos el problema de una insurrección que traspasaría el poder al proletariado a través de los soviets. Cuando se nos pregunta qué haríamos, en tal caso con la Asamblea Constituyente, respondimos: ‘Veremos; tal vez la combinemos con los soviets.’ Para nosotros eso significaba una Asamblea Constituyente reunida bajo un régimen soviético, en la que los soviets fueran mayoría. Y como no sucedió, los soviets liquidaron la Asamblea Constituyente. En otras palabras: se trataba de dilucidar la posibilidad de transformar la Asamblea Constituyente y los soviets en organizaciones de una misma clase, jamás de combinar una Asamblea Constituyente burguesa con los soviets proletarios” [65].
Para Trotsky siempre consistía en un problema de articulación estratégica (defensiva-ofensiva, táctica-estrategia) [66]. Por las grietas que en este aspecto tenía el pensamiento de Gramsci se han colado una parte de las interpretaciones socialdemócratas de sus elaboraciones. Más allá de esto, Gramsci nunca arribó ni sostuvo una teoría del Estado “combinado”. Pero mientras que Trotsky tenía una visión clara sobre la articulación de la democracia obrera (soviets) y las consignas de la democracia burguesa [67] incluso en su versión más radical, lo que muestra aquella formulación de “Asamblea republicana basada en los comités obreros y campesinos” es que aquel problema no se encontraba resuelto aún en el Gramsci maduro.
PARTE II: Hegemonía burguesa y hegemonía obrera
Los efectos del fascismo y del stalinismo, supieron dar nueva vida a aquella vieja teoría del Estado “combinado” que mencionábamos en el apartado anterior. Algunos como Antoine Artous, bajo el slogan de “la democracia hasta el final”, enfocan el problema desde el punto de vista de la relación entre democracia representativa y democracia directa, para llegar a la conclusión de que es posible combinarlos en un sistema de “doble representación”. La representación política pasa por una asamblea elegida por el “sufragio universal” de la población atomizada, mientras que los “soviets” quedan reducidos, en palabras de Artous, a una “‘segunda cámara social’, representando a los sindicatos, asociaciones, etc. que defienden los intereses económicos y sociales de los asalariados y las capas populares” [68]. De esta forma, como no se puede evitar el surgimiento de organizaciones de tipo soviéticas al calor de cada revolución, se busca alejar lo más posible a los trabajadores del poder político, para que se limiten a instituciones corporativas dedicadas a “sus” asuntos; es decir, para que renuncien a la hegemonía [69]. No es algo nuevo, desde los tiempos de Hilferding –y la constitución de Weimar– ha sido el objetivo, explícito o implícito, de este tipo de estrategias.
También Ernest Mandel sostuvo en un sentido similar que “todas las formas de democracia directa [ … ] no sustituyen sino complementan a las instituciones del sufragio universal”, bajo el argumento de que “las masas obreras de todo el mundo están profundamente convencidas de la necesidad de participar en las elecciones democráticas de organismos de tipo parlamentario” [70]. El último Poulantzas, para sostener su perspectiva del “socialismo democrático”, también resumió su crítica a la Revolución Rusa y al bolchevismo, diciendo: “¿no fue más bien esta misma situación, esta misma línea (sustitución radical de la democracia representativa por la democracia directa de base) la que constituyó el factor principal de lo que sucedió en la Unión Soviética, ya en vida de Lenin, y la que dio lugar al Lenin centralizador y estatista cuya posteridad conocemos?” [71].
Ahora bien, no se trata simplemente de una discusión sobre las diferencias entre la democracia soviética en Rusia y en “Occidente” como se la pretende presentar [72]. Trotsky incluso, no tiene problema en señalar para “Occidente”, por ejemplo en el caso de EE.UU. [73], la posibilidad de que una vez bajo el poder de los soviets no sean necesarias restricciones políticas fundamentales contra los burgueses expropiados; “los soviets norteamericanos –dice– serán tan distintos de los rusos como lo son Estados Unidos del presidente Roosevelt del imperio ruso del zar Nicolás II” [74]. Otro tanto señala para Alemania [75].
La imposibilidad de combinar la democracia burguesa con la democracia soviética se basa en que son la expresión política de regímenes sociales antagónicos. Ambos sistemas de representación son coherentes con ello. La democracia capitalista tiene por principio la separación de las masas del gobierno del Estado, para lo cual, como vimos, utiliza múltiples mecanismos. El parlamentarismo, y más aún el presidencialismo, mediante el “sufragio universal” cada 2, 4 ó 6 años, se basan en la atomización de la población en general y de la clase obrera en particular. De esta forma, el gobierno de una minoría, la burguesía, puede sostener su hegemonía presentándose como expresión de una genérica “voluntad popular” de las masas [76].
La democracia soviética parte del principio opuesto: aumentar al máximo la incorporación de las masas al gobierno del Estado. De ahí que su base sean los consejos (soviets) elegidos, no en base a las circunscripciones electorales territoriales de la democracia burguesa, sino esencialmente por unidad de producción (empresa, fábrica, escuela, etc.). Los consejos se erigen, al decir de Marx, como “corporaciones de trabajo”, legislativas y ejecutivas al mismo tiempo, que gobiernan en el sentido más amplio del término: definen el rumbo político así como la planificación de los recursos económicos de la sociedad sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción. Por estas características es que su desarrollo progresivo, de la mano del avance hacia el socialismo, lleva inscripta la tendencia a la desaparición del Estado como tal, es decir, como poder divorciado de la sociedad, que aparentemente se ubica por encima de ella.
No se trata de una estructura institucional “ideal” que surge de la nada. Al contrario, la democracia soviética se basa en el impulso más decidido de las tendencias a la autoorganización que se desarrollan en los procesos revolucionarios a partir del frente único de masas; primero para la defensa, luego para la ofensiva, y una vez conquistado el poder se transforman en el andamiaje institucional de la dictadura del proletariado. Los consejos (soviets) son pilares fundamentales para la hegemonía del proletariado.
Las estrategias que aspiran a un “Estado combinado” pretenden encorsetar aquellas tendencias a la autoorganización en los estrechos límites de los “asuntos económicos y sociales”, negando con ello la hegemonía obrera. De aquí su papel reaccionario –e incluso contrarrevolucionario– en los momentos agudos de la lucha de clases ya que, justamente, no está en juego solo el enfrentamiento entre regímenes políticos sino el propio carácter de clase del Estado y, por ende, el armamento del proletariado y el desarme de la burguesía, sin lo cual no hay democracia soviética posible.
En términos estratégicos, el planteo (acabado o no) de “Estado combinado” oculta bajo una falsa solución, los más agudos problemas de estrategia (relación defensa y ataque, posición y maniobra, etc.). Y lo hace, especialmente en los momentos de pasaje a la ofensiva (insurrección y guerra civil).
Ahora bien, partiendo de que no hay lugar para la “combinación” entre democracia burguesa y soviética, volvamos al problema de la articulación estratégica de estos elementos en la defensa, durante la etapa de preparación.
El valor relativo de las “trincheras” en la defensiva
En nuestro artículo “Trotsky y Gramsci: debates de estrategia sobre la revolución en occidente”, desarrollamos en torno a la táctica de “gobierno obrero” el valor relativo que tienen las “fortalezas” o “trincheras” en la ofensiva. Cómo pueden ser, según se utilicen, un trampolín que aumente la potencia del ataque (preparación de la insurrección) o transformarse en un peso muerto que termine haciendo fracasar la ofensiva [77]. Aquí abordaremos este mismo aspecto pero desde el punto de vista de la defensa.
Peter Thomas publicó en 2009 su libro The Gramscian Moment, que se transformó en una referencia en los estudios sobre Gramsci [78]. A los fines de este artículo, nos interesa especialmente, el desarrollo y la interpretación que realiza del concepto de “aparatos hegemónicos” [79]. Retomando los Cuadernos de Gramsci [80], señala que: “Un aparato hegemónico de clase es la amplia serie de instituciones articuladas (entendidas en el sentido más amplio) y las prácticas –desde los periódicos a las organizaciones educativas a los partidos políticos– por medio de las cuales la clase y sus aliados comprometen a sus oponentes en la lucha por el poder político” [81].
En referencia a este tipo de instituciones, Trotsky las describía como elementos de la democracia proletaria: “Dentro del marco de la democracia burguesa –decía– y paralela a la incesante lucha contra ella, los elementos de la democracia proletaria se han formado en el curso de muchas décadas: partidos políticos, prensa obrera, sindicato, comités de fábrica, clubs, cooperativas, sociedades deportivas, etc.” [82].
Ahora bien, ¿cuál es la valoración estratégica de las mismas para Thomas? Según el autor: “El aparato estatal de la burguesía podría ser neutralizado solo cuando el proletariado lo haya privado de su ‘base social’ a través de la elaboración de un proyecto hegemónico alternativo y su concreción en un aparato hegemónico adecuado a la misma. En los términos que adoptó Lenin de Marx y Engels con el fin de describir la Comuna de París y los soviets como un ‘estado de tipo especial’” [83]. En el caso de Trotsky: “En cuanto a nuestra misión –dice–, consiste en situar esos elementos de democracia proletaria, ya creados, en la base del sistema soviético del Estado obrero. Para este fin, es necesario romper la cáscara de la democracia burguesa y liberar de ella el meollo de la democracia obrera. En eso reside la esencia de la revolución proletaria” [84].
Es decir, en cuanto al valor estratégico, mientras que para Thomas estas instituciones están llamadas a “neutralizar” el aparato estatal de la burguesía, para Trotsky su desarrollo está indisolublemente ligado a la necesidad de “romper la cáscara de la democracia burguesa”. Es decir, no se trata de “neutralizar” sino de “romper” la hegemonía burguesa.
Los “aparatos hegemónicos” por sí mismos no son capaces de “neutralizar” la hegemonía de la burguesía. Por eso Trotsky, al igual que vimos en el caso de Francia, liga el planteo de frente único defensivo al diálogo con las ilusiones en la democracia burguesa. Ante la hipotética pregunta de un trabajador: “¿Aceptáis vosotros, los comunistas, defender la Constitución de Weimar?” Nuevamente responde distinguiendo las instituciones dentro del régimen burgués. “La república –dice– tiene a su frente un presidente. ¿Aceptamos nosotros, los comunistas, defender a Hindenburg contra el fascismo? Pienso que esa necesidad deja de sentirse por sí misma, después de que Hindenburg haya llamado a los fascistas al poder. Luego viene el gobierno, presidido por Hitler. El gobierno no necesita ser defendido contra el fascismo. En tercer lugar, viene el parlamento. [ … ] puede decirse con certeza que si la composición del Reichstag demuestra ser hostil al gobierno; si Hitler piensa suprimir el Reichstag, y la socialdemocracia muestra determinación para luchar a favor del Reichstag, los comunistas ayudarán a la socialdemocracia con toda su fuerza” [85]. Y luego continúa señalando que “hay cosas más valiosas” en referencia a los “elementos de democracia obrera” que señalábamos antes, y agrega: “La misión del fascismo no es tanto completar la destrucción de la democracia burguesa como aplastar los primeros esbozos de democracia proletaria” [86].
En el combate por la defensa de estas “fortalezas”, puntos de apoyo, de estos “primeros esbozos de democracia proletaria” contra el Estado burgués, e incluso del parlamento si es que hay una lucha seria, es que Trotsky opina que se puede “romper la cáscara de la democracia burguesa” y pueden surgir los soviets como base de un “estado de tipo especial”. Se trata de una visión dinámica donde la conciencia evoluciona ligada a la experiencia.
Ahora bien, esta dinámica, no solo se relaciona con los ataques directos, como por ejemplo los del fascismo sino que la burocratización y estatización de aquellas “fortalezas” del proletariado puede transformarlas en su contrario.
En la interpretación evolutiva de Thomas: “El aparato hegemónico es el medio por el cual las fuerzas de clase de la sociedad civil se traducen en poder en la sociedad política. O, parafraseando el concepto del Estado capitalista de las últimas obras de Poulantzas [87], el aparato hegemónico es una ‘condensación material de la relación de fuerzas’ dentro de la clase o alianza de clases que permite confrontar a su antagonista en el plano político” [88].
Sin embargo, estos “aparatos hegemónicos” lejos de expresar en sí mismos la “condensación material de la relación de fuerzas” tienen un valor relativo, incluso en la defensa, según estén bajo el control del movimiento obrero o de la burocracia, ya sea sindical o política. Pueden ser medios de los que se valga el proletariado para enfrentar a la burguesía o, al contrario, ser medios de los que se valga la burguesía y su Estado para controlar al movimiento obrero. De aquí que la lucha contra la burocracia, no sea un problema solamente para “después de la toma del poder”, o solo para la ofensiva, sino que se trata de un combate necesariamente constante y cotidiano, inseparable de la propia constitución de la clase obrera en sujeto y la lucha por su hegemonía. Como veremos, la táctica de Frente Único se relaciona directamente con este problema táctico y estratégico.
Luego volveremos sobre la interpretación de Thomas sobre Gramsci, centrada casi exclusivamente en los Cuadernos de la Cárcel; ahora lo que nos interesa es preguntarnos ¿hay en la propia política que sostuvo el Gramsci maduro antes de ser encarcelado elementos ambiguos que dejen resquicios para este tipo de interpretaciones?
Frente Único: la defensa y la acumulación de fuerzas para la ofensiva
Sintetizando lo que planteábamos hasta aquí, vimos cómo la defensa tiene como objetivos negativos “parar el golpe”, “conservar”. El objetivo positivo está dado por la acumulación de fuerzas para pasar a la ofensiva. Ahora bien, un esquema defensivo limitado a estos elementos, de tipo “gradualista”, “evolutivo”, no se distingue en la práctica de lo que Clausewitz señalaba como un absurdo desde el punto de vista estratégico: la “defensa pasiva”. De ahí que las mejores defensas son aquellas que se nutren de la mayor cantidad de medios ofensivos. Dicho esto, es necesario volver a poner en primer plano el objetivo positivo de la defensa: la acumulación de fuerzas para pasar a la ofensiva. En términos estratégicos, sin este elemento, toda defensa, por más medios ofensivos que pretenda articular, falla en lo esencial: preparar el contraataque.
Anteriormente señalábamos la articulación entre el programa democrático-radical y el Frente Único, cómo el primero busca dinamizar al segundo y cómo el desarrollo del Frente Único es base para la constitución de organismos de tipo soviético que son los órganos para el pasaje a la ofensiva, y luego andamiaje de la dictadura del proletariado. Pero también señalábamos el objetivo estratégico de la táctica de Frente Único: ganar a la mayoría para la revolución, o dicho en otros términos, que el partido revolucionario conquiste una mayoría en la clase obrera para que justamente la dinámica “en el papel” de “Frente Único-Soviets-dictadura del proletariado”, sea posible en los hechos. Entonces, ¿cómo se expresa en la defensiva esta dinámica progresiva entre la constitución de un frente unido de clase contra la burguesía y el fortalecimiento de la influencia revolucionaria para la ofensiva?
Tanto para Trotsky como para Gramsci, la necesidad de levantar las consignas democrático-radicales iba de la mano –era indisociable– del combate contra las ilusiones en la democracia burguesa y el parlamentarismo, como medios fundamentales contra la perspectiva del poder obrero. “Las clases dirigentes –decía Gramsci para Italia– ponen en práctica un vasto plan de corrupción y de disgregación interna del movimiento obrero usando como señuelo, ante los dirigentes oportunistas, la posibilidad de que una aristocracia obrera colabore con el gobierno en una tentativa de solución ‘reformista’ del problema del estado (gobierno de izquierda)” [89].
Para abordar este punto en la comparación entre Trotsky y Gramsci, cobran especial relevancia sus respectivas evaluaciones del que fuera uno de los principales enfrentamientos de la lucha de clases en “Occidente” durante la década del ‘20, luego de la revolución alemana de 1923 [90]: la huelga general y la huelga minera en Gran Bretaña de 1926. Su relevancia está dada tanto por la importancia del proceso como porque expresó claramente aquella “tentativa de solución reformista”, en el marco de una de las principales democracias imperialistas, ya no de un “Occidente periférico” (Italia).
A partir de 1924 se desarrolló, dentro de los sindicatos ingleses, un movimiento (“movimiento de la minoría”) que exigía mayor dureza contra las patronales, que incluía a los comunistas en un frente único con la “izquierda” del Partido Laborista [91] encabezada por A. A. Purcell, quien en el ‘24 llegaría a presidir el TUC (Trade Union Congress) [92]. En este marco [93], se concreta la creación del “comité sindical anglo-ruso”, como órgano de coordinación entre los sindicatos soviéticos y las Trade Unions británicas, con el planteo de una mutua solidaridad y el objetivo declarado de avanzar en la unidad sindical internacional.
En 1926, el movimiento obrero británico protagonizó las mayores acciones de masas de su historia desde el período del Cartismo. Ese año estalló la huelga de los mineros, el corazón de la clase obrera británica, contra la pretensión de la empresa de extracciones de prolongar la jornada de trabajo y bajar los salarios. En mayo la conferencia de las uniones sindicales decide proclamar la huelga general en apoyo a los mineros. Luego de nueve días de huelga general, bajo presión del gobierno conservador, la dirección de las Trade Unions levantó la huelga en solidaridad. Los mineros continuaron en huelga durante todo el año que, finalmente aislada del resto del movimiento obrero es derrotada en noviembre con la subsecuente ola de despidos, baja de salarios, aumento de horas de trabajo, y prohibición legal de las huelgas en solidaridad y los piquetes.
El comité anglo-ruso que había cumplido un papel progresivo hasta la huelga general, permitiendo el avance de los comunistas británicos, se mantiene, sin embargo, luego de que la burocracia traiciona levantando la huelga general. Gramsci y Trotsky sacarán conclusiones casi inversas de este hecho.
Para Trotsky, desde el momento en que la dirección de las Trade Unions había traicionado la huelga de los mineros, levantando la huelga general, el comité anglo-ruso debía haber sido roto inmediatamente. Al no hacerlo la Internacional Comunista pasó a cumplir un papel reaccionario, cubriendo así la traición de la burocracia “de izquierda” con la legitimidad de los comunistas y liquidando con ello las posibilidades de emergencia del Partido Comunista Británico.
Gramsci, por su parte, va a apuntar en un sentido contrario. Tan tarde como agosto del ‘26, con la huelga minera llevando varios meses y ya consumada la traición del TUC, planteó la necesidad de seguir sosteniendo el comité anglo-ruso. “Yo pienso –decía– que, a pesar de la indecisión, la debilidad y si se quiere la traición de la izquierda inglesa durante la huelga general, el comité anglo-ruso deberá ser mantenido, porque es el terreno mejor para revolucionar no solo el mundo sindical inglés, sino también los sindicatos de Amsterdam [94]. En un solo caso debería darse una ruptura entre los comunistas y la izquierda inglesa: si Inglaterra estuviera en los umbrales de la revolución proletaria con nuestro partido tan fuerte como para poder conducir por sí solo la insurrección” [95].
De esta forma, Gramsci se desliza a una interpretación que tiende a presentar al Frente Único, no ya como táctica, sino como estrategia, o como táctica permanente hasta “los umbrales de la revolución proletaria”.
Sin embargo, al mismo tiempo que sostiene la continuidad del comité anglo-ruso luego de la traición de la huelga, Gramsci presenta como un punto clave la necesidad de que el comunismo británico tenga “un programa de reorganización democrática de las Trade Unions”. Una reorganización tal de los sindicatos que “bajo el impulso de nuestro partido, tendría el significado y la importancia de una verdadera germinación de tipo soviética” [96].
Trotsky también contemplaba esta posibilidad. Por ejemplo, en el hipotético caso de un “gobierno obrero” formado en el parlamento, señalaba que “se vería forzado a crear nuevos órganos revolucionarios, apoyándose en los sindicatos y, en general, en las organizaciones obreras. De ello resultaría un desenvolvimiento excepcional de la actividad y de la iniciativa de las masas obreras. En el terreno de la lucha inmediata contra las clases explotadoras, las Trade Unions se unirían más activa y estrechamente entre ellas, no solo por el órgano de sus directores, sino también por abajo, y concebirían la necesidad de constituir asambleas locales de delegados, es decir, de Consejos (Soviets) de diputados obreros” [97]. Como vemos, la diferencia entre ambos, no estaba en esta perspectiva sobre la posibilidad de que los futuros “soviets” surgieran de revolucionar los sindicatos en Gran Bretaña [98].
A su vez, hubo importantes puntos de contacto respecto a la caracterización del papel de la burocracia. Cuestión que tiene su expresión en Gramsci no solo en sus escritos políticos sino también en los Cuadernos de la Cárcel, cuando en referencia al “cesarismo” moderno señala que no puede aspirar a representar al conjunto de las clases pero puede encontrar formas de dominio a través de diferentes mediaciones (partidos y sindicatos), no solo el ejército. “La técnica política moderna –señala– se ha transformado completamente después del ‘48, después de la expansión del parlamentarismo, del régimen asociativo sindical y de partido, de la formación de amplias burocracias estatales y ‘privadas’ (político-privadas, de partidos y sindicales) y las transformaciones ocurridas en la organización de la policía en sentido amplio, o sea no solo del servicio estatal destinado a la represión de la delincuencia, sino del conjunto de las fuerzas organizadas por el Estado y por los particulares para tutelar el dominio político y económico de las clases dirigentes. En este sentido, partidos ‘políticos’ enteros y otras organizaciones económicas o de otro género deben ser considerados organismos de policía política, de carácter investigativo y preventivo” [99].
Sin embargo, mientras que Gramsci desarrolló el papel de las burocracias obreras en cuanto a su caracterización, será en las elaboraciones de Trotsky donde también encontramos desarrollada una clara estrategia (y táctica) para enfrentarlas.
Democracia burguesa y movimiento obrero: “fuerza material” y “fuerza moral”
Según Gramsci, las condiciones para revolucionar los sindicatos en una perspectiva soviética consistían en: “1] liberar a los obreros ingleses de la influencia de la burocracia sindical: 2] reducir la influencia ejercida en el Labour Party por el partido de MacDonald [100] (ILP), que hoy funciona precisamente como fuerza centralizadora local en la pulverización sindical; 3] crear un terreno en el que sea posible a los elementos organizados de nuestro partido el ejercicio de una directa influencia sobre la masa obrera inglesa” [101].
Es decir, para Gramsci, por un lado, se trataba de pelear por la democratización de los sindicatos y por la ampliación de la influencia de los comunistas en Gran Bretaña. Pero, por otro lado, como veíamos, la condición para ello era sostener una especie de frente único permanente hasta el pasaje a la ofensiva, que consistía en continuar el comité anglo-ruso, para poder continuar el frente único del comunismo con la “izquierda” del laborismo a pesar de la traición de la huelga del ‘26.
Para Trotsky, estos dos aspectos que Gramsci quería integrar en una misma política eran contradictorios entre sí. No existía frente único permanente posible, menos aún al margen de los principales hechos de la lucha de clases. La ruptura del comité anglo-ruso y el combate a la burocracia que había traicionado era la condición indispensable para la ampliación de la influencia de los comunistas confluyendo con los sectores del movimiento obrero que querían continuar la huelga en solidaridad con los mineros en lucha. En esto consistía la verdadera continuidad de la táctica de Frente Único. Solo sobre esta base, podrían desarrollarse la democratización de los sindicatos y avivarse tendencias “soviéticas”. En este marco, la ruptura del “movimiento de la minoría” con la burocracia de izquierda del labour, solo podía ser responsabilidad de Purcell y Cía [102].
Se trata de dos abordajes con puntos en común pero que terminan siendo opuestos en cuanto a la articulación estratégica. Gramsci parece representarse dos carriles paralelos: en uno, el resultado de la huelga general; en otro, al avance en el desarrollo de la organización obrera e incluso a la posibilidad de tendencias de tipo soviéticas (doble poder). Esto justamente cuando la principal tarea que se impuso la dirección del laborismo durante la huelga fue negarle su carácter político y presentarla como un conflicto puramente sindical. La reorganización del movimiento obrero y la lucha contra el Estado burgués parecen ir en su pensamiento estratégico por carriles paralelos, en forma similar a la Constituyente y los soviets que veíamos para el caso de Italia.
Mientras tanto para Trotsky: “En el ejemplo de Inglaterra se ve claramente lo absurdo de contraponer, como si implicaran principios diferentes, la organización sindical y la organización del Estado” [103]. “La burocracia sindical –decía– es el principal instrumento de la opresión del Estado burgués” [104], y agrega que: “Si no fuera por la burocracia sindical, la policía, el ejército, los lores, la monarquía, aparecerían ante los ojos de las masas proletarias como lamentables y ridículos juguetes. La burocracia sindical es la columna vertebral del imperialismo británico” [105].
De hecho la traición del laborismo, que llevó a la derrota del movimiento obrero, tuvo como “recompensa” su llegada al poder dos años después, como encargado de salvar a la burguesía frente a la crisis del ‘29. La conclusión es que el sostenimiento del comité anglo-ruso luego de la traición del Labour, terminó haciendo realidad la “tentativa de solución ‘reformista’ del problema del estado (gobierno de izquierda)” [106] sobre la que el propio Gramsci alertaba.
Las ilusiones en la democracia burguesa, cumplen un papel similar para la burguesía que la “fuerza moral” en términos clausewitzianos. El general prusiano le otorga a esta fuerza la mayor de las importancias; al compararla con la “fuerza física”, sostiene: “lo físico es la empuñadura de madera, mientras que lo moral es el noble metal de la hoja; por consiguiente, la verdadera y resplandeciente arma que hay que manejar” [107]. Sin embargo, en la lucha, al momento de medir fuerzas, no se trata de dos “elementos” que puedan separarse en la realidad, “la medida de las fuerzas morales y materiales [se da] por medio de estas últimas” [108]es decir, por medio de las fuerzas materiales. De aquí la importancia de la burocracia al interior del movimiento obrero como “fuerza material” que encarna aquellas ilusiones en la democracia burguesa en “Occidente”.
Para Trotsky no existía posibilidad de llevar adelante ninguna lucha seria del movimiento obrero, incluso democrática, como contra la monarquía, sin enfrentar a la burocracia sindical. Menos aún, como sugería Gramsci, avanzar en la influencia de los comunistas desligada de esta lucha. De hecho, el caso de Gran Bretaña después de la huelga es un gran ejemplo, ya que el partido comunista, luego de aumentar considerablemente su influencia, volvió a una existencia testimonial.
Volviendo a la pregunta que nos hacíamos al principio, ¿cómo se expresa entonces en la defensiva una dinámica progresiva entre la constitución de un frente único de clase contra la burguesía y el fortalecimiento de la influencia de los revolucionarios para la ofensiva?
Trotsky contesta para el caso de Gran Bretaña, que a diferencia de la izquierda del Labour (“centrista”) que representaba “una tentativa de renacimiento del centrismo en el seno del partido socialimperialista de MacDonald”: “El Partido Comunista, por el contrario, no podrá colocarse a la cabeza de la clase obrera sino en la medida en que ésta se halle en irreductible contradicción con la burocracia conservadora, tanto en las Trade Unions como en el Labour Party. El Partido Comunista no se puede preparar para su papel director sino mediante la crítica implacable del personal director del movimiento obrero inglés, desenmascarando día por día su papel conservador, antiproletario, imperialista, monarquizante, servil, en todos los dominios de la vida social y del movimiento de clase” [109].
Aliados: hegemonía burguesa y hegemonía obrera
Hasta ahora hemos visto los diferentes aspectos que hacen a la defensa que van mucho más allá de un simple objetivo negativo de “parar el golpe”. Ahora bien, para completar los elementos esenciales del concepto, aún nos resta destacar uno clave: el contraataque. “Ese pasaje al contragolpe –decía Clausewitz–, debe ser considerado como una tendencia natural de la defensiva y, en consecuencia, como uno de sus elementos esenciales” [110]. Y agregaba: “un pasaje rápido y vigoroso al ataque –el golpe de espada fulgurante de la venganza– es el momento más brillante de la defensiva” [111].
Desde el punto de vista de las condiciones para el contraataque, ya hemos analizado, el desarrollo de dos de los medios necesarios. Por un lado, el principal, la constitución de la fuerza revolucionaria de la clase obrera, desde el frente único defensivo hasta el frente único ofensivo de los soviets dirigidos por un partido revolucionario. Por otro lado, mencionamos las “fortalezas”, los “reductos de democracia obrera dentro del Estado burgués” al decir de Trotsky, “trincheras” o “casamatas” al decir de Gramsci, los cuales hemos abordado más pormenorizadamente en relación a la ofensiva en otro artículo [112].
Queda por abordar un tercer elemento fundamental: los aliados. Como decía Clausewitz, este tercer “medio de ataque” consiste en “la ayuda del pueblo [que] coopera con el ataque en esos casos en los que los habitantes se hallan más ligados al agresor que a su propio ejército” [113]. Dando cuenta de este elemento se formuló originalmente en el marxismo ruso a finales del siglo XIX el concepto de gegemonya que fue evolucionando hasta expresar (con muchos matices, por cierto, según las interpretaciones) la necesidad de la clase obrera revolucionaria de conquistar la dirección de una alianza con el campesinado pobre [114].
Perry Anderson destaca que fue un paso decisivo y muy productivo el de Gramsci al extender la noción de hegemonía desde esta utilización original a “los mecanismos de la dominación burguesa sobre la clase obrera en una sociedad capitalista estabilizada” (hegemonía burguesa). Pero que, sin embargo: “El paso de una utilización a otra estuvo mediatizado por una serie de máximas genéricas aplicables en principio a cualquiera de ellas. El resultado fue una serie aparentemente formal de proposiciones sobre la naturaleza del poder en la historia” [115].
Los fundamentos filológicos en la obra de Gramsci de este planteo han sido criticados ampliamente por los estudios posteriores [116] de los Cuadernos de la Cárcel. A los fines del presente artículo nos centraremos en la crítica que al respecto le realiza Peter Thomas, especialmente en la resolución que le da al problema. Thomas cruza frontalmente aquel razonamiento de Anderson: “podemos ver que el ‘punto de partida’ de Gramsci –dice Thomas– expresamente no era la formulación pre-revolucionaria del concepto de hegemonía [ … ]. Uno de los grandes méritos de ‘Las antinomias de Antonio Gramsci’ fue el redirigir la atención de la teoría gramsciana de la hegemonía a las raíces en la experiencia bolchevique [ … ]. Anderson malinterpretaba, sin embargo, la ‘temporalidad diferencial’ de la verdadera referencia histórica de Gramsci” [117].
Para Thomas la “verdadera referencia” donde se debe centrar la atención es la NEP (Nueva Política Económica) [118] que implementaron los bolcheviques en el poder para afrontar la profunda crisis social y económica en que se encontraba sumida Rusia luego de la guerra civil, y consistía en el restablecimiento parcial de la libertad de comercio y la economía monetaria, recreando un mercado, buscando aumentar la producción en el agro y la industria. De ahí que viendo el papel que la hegemonía (o la falta de ella) cumplía en el Estado obrero, según Thomas, Gramsci adapte el concepto de “hegemonía” también al Estado burgués.
Al final del artículo volveremos sobre esta interpretación de Thomas del concepto de “hegemonía” referenciado en la NEP, sus consecuencias y problemas. El punto a destacar aquí es que, aunque la referencia de Gramsci efectivamente sea la NEP, Thomas no logra (no se lo propone seriamente) saldar el problema sobre el que Anderson tiene el mérito de alertar frente a los más variados intérpretes de los Cuadernos de la Cárcel, a saber: que al generalizarlo, el concepto de hegemonía puede perder una característica fundamental que tenía en su acepción prerrevolucionaria: justamente que la revolución era su objetivo, que estaba por delante, y no su condición como sería, por ejemplo, en el caso de la NEP, posterior a la toma el poder.
Lo cierto es que para Gramsci, como muestran los Cuadernos (por ejemplo, sus análisis sobre el “tercer momento” de las relaciones de fuerzas militares [119]) así como el informe de Athos Lisa sobre sus preocupaciones en torno a los aspectos militares de la insurrección durante su encierro [120], la posibilidad de “neutralizar” al aparato del Estado burgués sin revolución que sugiere Thomas estaba claramente por fuera de sus perspectivas [121].
Veamos cómo desarrolla Trotsky los problemas de la articulación entre hegemonía (aunque casi sin utilizar el término) y revolución en su aspecto estratégico (pasaje al contraataque, ofensiva revolucionaria).
Democracia burguesa y aliados del proletariado: “fuerza material” y “fuerza moral”
Como veíamos a lo largo del artículo, Trotsky le otorga mucha importancia al programa democrático-radical y a las consignas democráticas en general como herramienta para horadar la hegemonía burguesa y conquistar la del proletariado, al mismo tiempo que combate las ilusiones en la democracia burguesa.
Si bien, como señaláramos, Anderson no sostiene que Trotsky contraponga en general la hegemonía a la dictadura del proletariado (como le atribuye Thomas), en su libro Consideraciones sobre el marxismo occidental es muy crítico de las posiciones de Trotsky al respecto durante la segunda mitad de los años ‘30. “Para teorizar sobre la especificidad del Estado fascista –señala Anderson– como el más mortal enemigo de la clase obrera, Trotsky, desde luego, tuvo que brindar elementos de una contrateoría del Estado democrático-burgués [ … ]. Sin embargo, nunca elaboró una explicación sistemática de ella. La ausencia de tal teoría parece haber tenido efectos determinantes sobre sus juicios políticos después de la victoria del nazismo”. Y en particular señala como “errores de la evolución teórica” de Trotsky que “mientras que en sus ensayos sobre Alemania subrayaba la imperativa necesidad de ganar a la pequeñoburguesía local para una alianza con la clase obrera (citando el ejemplo del bloque contra Kornilov en Rusia), en sus ensayos sobre el Frente Popular descartaba a la organización tradicional de la pequeña burguesía local, el Partido Radical, por considerarlo meramente un partido de ‘imperialismo democrático’ que en principio debía ser excluido de toda alianza antifascista” [122].
En realidad la cuestión que está criticando Anderson es la negativa de Trotsky a identificar a las “clases medias” con sus representaciones tradicionales. Anderson quiere contraponer esto con “el ejemplo del bloque contra Kornilov”, pero justamente la política de los bolcheviques en Rusia es una muestra por la positiva de lo mismo que los Frentes Populares demostraron por la negativa en Francia y el Estado Español.
En la Revolución Rusa se trataba de derrotar a Kornilov y que las masas pudieran completar su experiencia con Kerensky, por eso mientras que el bolchevismo se ubicaba del mismo bando militar que el gobierno provisional, la clave era no otorgarle ningún apoyo político y utilizar aquella “confluencia” militar para armar al proletariado. Y así fue que en septiembre el partido campesino (SR) en la persona de Kerensky, una vez derrotado el golpe, encabezó la represión contra la toma violenta de tierras en el campo. El hecho de que el campesinado se estuviese enfrentando abiertamente con su dirección tradicional fue fundamental para evaluar la madurez de las condiciones subjetivas para pasar a la ofensiva por la toma del poder.
Las ilusiones en la democracia burguesa en el caso de los sectores medios, aunque con diferencias respecto al movimiento obrero, tampoco opera en el vacío. Se expresa en organizaciones y partidos, “fuerzas morales”, al decir de Clausewitz, que se encarnan en “fuerzas materiales” al interior de las clases. De aquí que al contrario de Anderson, Trotsky sostenía que la alianza con la pequeñoburguesía no podía darse sin una lucha sin cuartel contra sus direcciones tradicionales.
Como decía Trotsky sobre los dirigentes socialdemócratas franceses, que junto a los stalinistas formaban el Frente Popular francés con el Partido Radical (partido colonialista representante tradicional de los sectores medios): “...se imaginan con toda seriedad que una alianza con los radicales es una alianza con las ‘clases medias’ y, en consecuencia, una barrera contra el fascismo. Esta gente no ve otra cosa que las sombras parlamentarias. Ignoran la evolución real de las masas y se vuelven hacia el partido radical que se sobrevive y que mientras tanto les ha dado la espalda. Piensan que en una época de gran crisis social, una alianza de clases movilizadas puede ser reemplazada por un bloque con una camarilla parlamentaria comprometida y condenada a la desaparición. Una verdadera alianza del proletariado y las clases medias no es una cuestión de estática parlamentaria, sino de dinámica revolucionaria. Es necesario crear esta alianza, forjarla en la lucha” [123].
¿Cómo se da esta dinámica revolucionaria? También en ¿A dónde va Francia? Trotsky la describe ampliamente: “Los fascistas muestran audacia, salen a la calle, enfrentan a la policía, intentan barrer el Parlamento por la fuerza. Esto impresiona al pequeñoburgués sumido en la desesperación. [ … ]. Los parlamentarios rutinarios, que creen conocer bien al pueblo, gustan de repetir: ‘No hay que asustar a las clases medias con la revolución: aborrecen los extremos.’ Bajo esta forma general, esta afirmación es absolutamente falsa. Naturalmente, el pequeño propietario tiende al orden en tanto que sus negocios marchan bien y mientras tenga esperanzas de que marchen aún mejor. Pero cuando ha perdido esa esperanza, es fácilmente atacado por la rabia y está dispuesto a abandonarse a las medidas más extremas [ … ]. Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe conquistar su confianza. Y, para ello, debe comenzar por tener él mismo confianza en sus propias fuerzas. Necesita tener un programa de acción clara y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles. Templado por su partido revolucionario para una lucha decisiva e implacable, el proletariado dice a los campesinos y a los pequeños burgueses de la ciudad: ‘Lucho por el poder; este es mi programa; estoy dispuesto a ponerme de acuerdo con ustedes para hacer cambios en este programa; no emplearé la fuerza más que contra el gran capital y sus lacayos; pero con ustedes, trabajadores, quiero hacer una alianza sobre la base de un programa dado’” [124].
Para Trotsky la capacidad del proletariado de dirigir una alianza con sectores de las “clases medias”, no se trata de una cuestión de declaraciones de “buenas fe” y “entusiasmo”, sino de correlación de fuerzas, la cual nunca puede establecerse por fuera de la lucha de clases. Como señalara Clausewitz, “la cooperación de los aliados no depende de la voluntad de los beligerantes, y [ … ] es frecuente que aquella solo tenga lugar o se acentúe más adelante para restablecer el equilibrio perdido” [125].
Esto es lo que sucede cuando irrumpe una crisis profunda. Por eso para Trotsky la probabilidad de una alianza con los sectores medios empobrecidos depende tanto de un programa que dé cuenta de todas sus necesidades históricas progresistas, como de la independencia del proletariado respecto a todas las clases para poder desplegar iniciativa y decisión. Por esto, Trotsky hace especial hincapié en el desarrollo de organismos de autoorganización y le da una importancia de primer orden a las milicias obreras. De lo contrario estos sectores medios, como sucedió en Alemania en el ‘33, se vuelcan hacia el fascismo porque justamente de lo que se trata en determinado momento para las clases intermedias es de “restablecer el equilibrio perdido”. Cualquier indecisión del proletariado al momento de pasar al contraataque que lo aleje de “un pasaje rápido y vigoroso al ataque” es fatal.
Fuerza y consenso
Como vemos, para Trotsky la conquista de la hegemonía del proletariado, además de elementos político-ideológicos y programáticos (tanto las consignas de la democracia radical, como las consignas democráticas que refieren a cuestiones estructurales de la nación, que Trotsky en la teoría de la revolución permanente y Gramsci en las Tesis de Lyon destacan), hay un aspecto estratégico, decisivo por cierto, que se relaciona con la fuerza material y la decisión revolucionaria que es capaz de mostrar la clase obrera frente a la burguesía.
En momentos de ruptura del equilibrio (situaciones revolucionarias), en la medida en que los capitalistas modifican la correlación entre los elementos coercitivos y consensuales de su dominación, la clase obrera también debe hacerlo. Se trata de “no perder de vista al adversario para que si éste echa mano a la espada de combate no [vernos] obligados a salirle al encuentro con una ceremonia” [126], como señalaba Clausewitz.
En este punto es de primer orden clarificar cuál es la relación precisa y dinámica entre consenso y coerción en las estructuras de poder burgués en los escenarios “occidentales” que estamos analizando. El abordaje reformista, y la idea general que pretende dar la propia burguesía es que la dominación en este tipo de Estado adopta principalmente formas consensuales, esencialmente a través de diferentes tipos de mecanismos culturales. En la actualidad tenemos como versiones de moda de este planteo, desde las relativamente sofisticadas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, basadas en la “deconstrucción”, o si se prefiere en la “destrucción” del pensamiento de Gramsci [127], hasta réplicas vulgares, que llegan a poner a prueba el propio sentido del humor, del estilo Pablo Iglesias recomendando no “boxear” con el Estado sino “jugar al ajedrez” [128] con él.
Perry Anderson se pregunta sobre esta relación entre coerción y consenso en el pensamiento de Gramsci. En su respuesta se detiene en la metáfora del centauro (mitad hombre – mitad bestia) que fue tomada por Gramsci de Maquiavelo para dar cuenta de esta relación. De ahí que en los Cuadernos se establezcan una serie de oposiciones: fuerza–consentimiento, dominación-hegemonía, violencia-civilización. Al no establecer una relación unívoca, siempre según Anderson, entre estos pares de conceptos respecto a los Estados capitalistas “occidentales”, terminó, al igual que Maquiavelo, sobrevalorando uno de ellos. En el caso del florentino, había sobrevalorado la “mitad bestia”, la coerción, y de ahí que por generaciones fuera denostado por el sentido común bajo el término “maquiavélico” como sinónimo de astucia y malicia.
En el caso de Gramsci sería al revés. “Gramsci –dice Anderson– adoptó el mito del centauro de Maquiavelo como leyenda emblemática de su investigación: pero mientras que Maquiavelo había desvanecido efectivamente el consentimiento dentro de la coerción, en Gramsci la coerción fue progresivamente eclipsada por el consentimiento. En este sentido, El Príncipe y El Príncipe moderno son espejos mutuamente distorsionados. Hay una oculta correspondencia inversa entre los defectos de los dos” [129].
Dicho esto, Anderson señala su propia respuesta a la relación entre coerción y consenso en el capitalismo “occidental”, destacando contra todas las interpretaciones reformistas la importancia del enfrentamiento violento también en los Estados “occidentales”. Para esto retoma una observación de Gramsci en su primer Cuaderno sobre las “formas mixtas de lucha” que tienen un carácter “fundamentalmente militar y preponderantemente político” [130]. Al llevar esta distinción a los Estados burgueses “occidentales”, señala: “En las más tranquilas democracias actuales, el ejército puede permanecer invisible en sus cuarteles y la policía tranquila en sus distritos de vigilancia. [ … ] el resorte ‘fundamental’ del poder de clase burgués, por debajo del papel ‘preponderante’ de la cultura en un sistema parlamentario sigue siendo la coerción” [131].
Y agrega, “las condiciones de crisis desencadenan necesariamente una reversión repentina de todo el sistema [ … ] el desarrollo de cualquier crisis revolucionaria desplaza necesariamente la dominación dentro de la estructura del poder burgués de la ideología a la violencia. La coerción se convierte en determinante y dominante en la crisis suprema, y el ejército ocupa inevitablemente la vanguardia en cualquier tipo de lucha [ … ] tiene que producir inevitablemente una reversión hacia el último determinante del sistema de poder: la fuerza” [132].
Más allá de esta ilustrativa articulación que establece Anderson, Peter Thomas le critica –y no será el único– el fundamento en la interpretación de Gramsci sobre la metáfora del centauro. Señalando que vulgariza el pensamiento del autor de los Cuadernos transformando su reflexión en oposiciones más o menos mecánicas [133]. Para ello Thomas vuelve al texto para destacar el señalamiento de Gramsci sobre que “Algunos han reducido la teoría de la ‘doble perspectiva’ [134] [en referencia al centauro mitad bestia, mitad humano] a algo mezquino y banal, esto es, a nada más que dos formas de ‘inmediación’ que se suceden mecánicamente en el tiempo con mayor o menor ‘proximidad’” [135].
Ahora bien, nos interesa especialmente a los fines del presente artículo y la reflexión estratégica, lo que Thomas rescata de Gramsci en cuanto a que “coerción” y “consenso” no son dos formas “que se suceden mecánicamente en el tiempo”. Efectivamente, en esto consiste lo precario de la visión que nos presenta Perry Anderson sobre que en los momentos de crisis revolucionaria tiene lugar una “reversión repentina” donde la ideología democrático burguesa pasa a ocupar un “no-lugar” y es sustituida en forma “inmediata” por la violencia.
De aquí que Anderson en su libro sobre Gramsci, ubica a la polémica en torno al Frente Único como el “último gran debate” estratégico, pasando por alto, sin merecer mayor mención el “debate” sobre el Frente Popular que estuvo en el centro de las principales derrotas del proletariado de “Occidente”. Desde este punto de vista, no es extraño que, como vimos, demuestre una total incomprensión a la hora de impugnar a Trotsky por su crítica al Frente Popular francés y la participación del Partido Radical en él.
La cuestión fundamental que Anderson pasa por alto es que las ilusiones en la democracia burguesa y el parlamentarismo no desaparecen “repentinamente” en las situaciones de crisis revolucionaria en “Occidente”, sino que se trata, como fuimos viendo a lo largo de toda esta segunda parte del artículo, de una labor estratégica contra sus principales agentes, las burocracias obreras (políticas y sindicales) así como los partidos “democráticos” pequeñoburgueses. Este aspecto, junto con los desarrollos que se desprenden de él, es sin duda uno de los principales aportes de Trotsky a la estrategia revolucionaria para “Occidente”.
Otro tanto podemos decir del lado de la violencia. No existe aquí tampoco una “reversión repentina” que se da al momento de la crisis revolucionaria. La aparición de los mayores elementos de “coerción”, ya sea estatal o paraestatal (bandas fascistas) se desarrollan con antelación. De ahí que, como mencionábamos, la necesidad del desarrollo de los medios de autodefensa (milicias) sea uno de los puntos centrales en los que insiste Trotsky con el mayor énfasis; en el caso francés, desde mucho antes de la crisis revolucionaria de junio del ‘36.
Hegemonía burguesa y crisis revolucionaria
Ernest Mandel criticaba a Trotsky por algo similar a lo que acabamos de reivindicarlo nosotros. Decíamos recién que el fundador del Ejército Rojo tuvo el mérito de analizar y extraer las consecuencias estratégicas del hecho de que las ilusiones en la democracia burguesa y el parlamentarismo no se revertían inmediatamente en situaciones de crisis revolucionarias. Mandel, casi invirtiendo los términos de nuestra afirmación, lo transforma en un demérito. Por opinar que en las sociedades “occidentales” puede existir una crisis revolucionaria sin que haya una crisis terminal de las ilusiones en la democracia burguesa entre las masas, para Mandel, Trotsky termina viendo “revoluciones” allí donde no las hay [136]. En particular, ponía como ejemplo, el caso que estamos tomando de Francia del ‘36.
En principio parecería que partimos de constatar lo mismo, a saber: en junio del 1936, durante el enorme proceso huelguístico y de toma de fábricas que hubo en Francia seguían operando las ilusiones democrático-burguesas y que estas revestían una enorme importancia desde todo punto de vista, pero diferimos en hablar en ese caso de revolución –como lo hizo Trotsky– o no hacerlo. La explicación de Mandel es que en realidad, “Cuando Trotsky dijo, ‘la revolución francesa ha empezado’ no estaba diciendo simplemente, ‘ojalá haya empezado la revolución francesa’, sino también ‘los revolucionarios pueden y deben intervenir en este tipo de huelga general para poderla transformar en revolución’” [137]. Y agrega, “El mismo Trotsky revisó su juicio cuando dijo posteriormente sobre junio de ‘36 que fue una mera caricatura de revolución de febrero en Rusia” [138].
Ambos argumentos serían contundentes si reflejaran la visión del propio Trotsky, pero no es así. Cuando Trotsky hablaba de “caricatura” no se refería al proceso de junio del ‘36 sino al Frente Popular francés. “Los frentes populares de Europa –decía– son tan solo una imitación débil, y frecuentemente una caricatura del Frente Popular ruso de 1917, el cual, después de todo, tenía razones mucho más válidas para justificar su existencia, dado que seguía planteada la lucha contra el zarismo y los restos feudales” [139]. Es decir, se refería a que a diferencia de Rusia, los frentes populares de “Occidente”, sin tener delante a un “antiguo régimen” guardián de restos del feudalismo, no tenían otra justificación posible que la directa defensa de la burguesía contra el proletariado.
La cita anterior refleja la opinión de Trotsky en el propio año 1936. Sin embargo, dos años más tarde se rectificará en una carta a James Cannon de la otra parte de su caracterización del Frente Popular francés planteando que sí, el Frente Popular era una “caricatura”, pero no una “débil imitación” del ruso sino, por el contrario, una “imitación” aún más fuerte. “La coalición del Frente Popular –diría–, absolutamente impotente contra el fascismo, la guerra, la reacción, etcétera, demostró ser un tremendo freno contrarrevolucionario para el movimiento de masas, incomparablemente más poderoso que la coalición de febrero en Rusia, porque: a) no teníamos allá una burocracia obrera tan omnipotente, incluyendo a la burocracia sindical; b) teníamos un partido bolchevique” [140].
Evidentemente los razonamientos de Mandel y de Trotsky llevan a extraer lecciones políticas muy diferentes para la revolución en “Occidente”. En el caso del primero, se trata de “esperar” a que haya más crisis de legitimidad de la democracia burguesa para dar la alarma del estallido de una revolución y ponerse en guardia. En el caso del segundo, la conclusión es que los problemas estratégicos se hacen más agudos y complejos, y con ellos la necesidad de un partido revolucionario [141].
Respecto al otro argumento de Mandel, coherente con lo que afirmaba en su carta a Cannon, Trotsky señala explícitamente también en 1938: “El 9 de junio de 1936, escribimos: ‘La revolución francesa ha comenzado.’ Se puede pensar que este diagnóstico fue desmentido por los acontecimientos. En realidad la cuestión es más compleja. [ … ]. La historia reciente ha proporcionado una serie de trágicas confirmaciones del hecho de que no se trata de que de toda situación revolucionaria surja una revolución, pero sí de que una situación revolucionaria se convierte en contrarrevolucionaria si el factor subjetivo, es decir, ofensiva revolucionaria de la clase revolucionaria, no llega a tiempo para ayudar al factor objetivo” [142]. Y efectivamente, después de garantizar la derrota del movimiento obrero, con devaluación, despidos y represión a los que resistieron, el Frente Popular deja la escena para que Daladier firme los acuerdos de Munich con Hitler. Luego de la ofensiva de Hitler en el ‘40 la burguesía francesa se rinde rápidamente, y pone en pie en los territorios no-ocupados el régimen colaboracionista nazi de Vichy encabezado por el Mariscal Petain.
Trotsky, como tratamos de demostrar antes, estaba en las antípodas de subestimar la significación de la legitimidad democrático-burguesa [143]. Sin embargo, esto no lo lleva a subestimar los procesos de radicalización de masas. Años después le da importancia a defender su caracterización de que había empezado en el ‘36 la “revolución francesa” porque del hecho de que no haya triunfado no se deducía que no haya existido, sino que se desprendía una alternativa entre: la regeneración ofensiva del proceso o su conversión en contrarrevolución.
Esta diferencia no es menor. El Frente Popular utiliza las ilusiones democráticas, no simplemente para frenar, no “evita” simplemente la revolución aunque a veces tenga tanto éxito que lo parezca, sino que las utiliza para abrir la puerta a la contrarrevolución, cuando no para acompañarla como protagonista.
Como vemos, no se trata en las democracias “occidentales” de una “reversión repentina” entre consenso y coerción (Anderson). El Frente Popular es la “vía democrática” hacía la contrarrevolución. No es la falta de ruptura con las ilusiones en la democracia burguesa por sí misma lo que puede demostrar retrospectivamente que no hubo revolución, sino la ausencia de contrarrevolución, aunque esta no se manifieste inmediatamente y necesite de tiempo para imponer una solución por la fuerza.
De ahí que Trotsky señalara en referencia a la revolución española luego del ascenso del Frente Popular: “La revolución “democrática” y la revolución socialista se encuentran en lados opuestos de la barricada. [ … ]. La revolución “democrática” está hecha ya en España. Resucita con el Frente Popular. [ … ]. La revolución socialista se hará en el curso de una lucha implacable contra la “revolución democrática” con su Frente Popular. ¿Qué quiere decir esta “síntesis” de “revolución democrático-socialista”? Nada. Solo un confusionismo ecléctico” [144].
Entre la coerción y el consenso
A lo largo de esta segunda parte vimos cómo “las fuerzas morales” en la realidad están indisolublemente ligadas a las “fuerzas materiales” y, de hecho, se miden a través del enfrentamiento entre estas últimas. Ahora bien, obviamente del hecho de que para comparar dos “fuerzas morales” haya que hacerlo como parte de “fuerzas materiales” no disminuye el peso y la significación de las primeras sino al contrario, las muestra como lo que son, parte integral de la relación de fuerzas en el más estricto sentido del término.
Como vimos anteriormente, una de las críticas que Peter Thomas le hace a Anderson sobre su interpretación de Gramsci es establecer entre el consenso y la coerción una relación mecánica de oposición y simple sucesión temporal. Vimos cómo al propio Anderson, más allá de Gramsci, le cabe algo de esta crítica, que lo lleva a subestimar el Frente Popular y su papel contrarrevolucionario.
En su argumentación, Thomas resalta el planteo de Gramsci sobre que: “El ejercicio ‘normal’ de la hegemonía en el terreno que ya se ha hecho clásico del régimen parlamentario, está caracterizado por una combinación de la fuerzas y del consenso que se equilibran, sin que la fuerza supere demasiado al consenso, sino que más bien aparezca apoyada por el consenso de la mayoría expresado por los llamados órganos de la opinión pública” [145]. Trotsky, por su parte, tenía una visión muy similar de la opinión pública. “La opinión pública burguesa –dice– constituye un apretado tejido psicológico que encierra por doquier las armas y los instrumentos de la violencia burguesa, preservándola…” [146].
A partir de la definición de Gramsci, Thomas hace una interesante descripción de la opinión pública como la cristalización de “un tipo de ‘coacción por consentimiento’ [ … ] la coacción de las clases opositoras, a través del consentimiento de los grupos sociales aliados” [147]. Sin embargo, la conclusión que saca es que Gramsci: “Definió ‘hegemonía política’, en forma de ‘opinión pública’, como ‘punto de contacto’ entre la ‘sociedad civil’ y ‘sociedad política’, entre el consentimiento y fuerza. En otras palabras, su movimiento decisivo no era un inconsciente ‘deslizamiento conceptual’ [del peso relativo a favor del consenso por sobre la coerción, NdR], sino, más bien, la articulación intencional de esta ‘simple determinación’ con la más compleja noción ‘integral’ [148] del Estado, o la integración dialéctica similar de la sociedad civil y política” [149].
Este planteo está dirigido contra Anderson, quien hablaba del “deslizamiento conceptual” de Gramsci hacia el polo del consenso, para dar cuenta de las ambigüedades que encerraban los Cuadernos, pero al mismo tiempo para salir al cruce de las interpretaciones socialdemócratas que querían exponer un Gramsci para quien la hegemonía se basaba esencialmente en la cultura y la manipulación de la opinión pública. Thomas, de hecho con la afirmación de que se trataba de una “articulación intencional” y haciendo eje en la opinión pública como articulador central se inclina efectivamente a las visiones reformistas que Anderson criticara, aunque en una versión más sutil y sofisticada.
La causa de este desplazamiento de Thomas es que confunde el régimen, siendo que Gramsci se refería a la democracia burguesa, con el Estado capitalista mismo, que era a lo que aludía Anderson con el planteo de destacar el lugar “determinante” de las fuerzas represivas en el capitalismo “Occidental”. De ahí que este desplazamiento guarde coherencia con los planteos de Thomas sobre que es posible “neutralizar” al Estado burgués quitándole su base social.
La clase obrera no puede conquistar una “hegemonía política en forma de opinión pública” sin tomar el poder del Estado y controlar el plusproducto social. De ahí la importancia de la acción estratégica en la lucha de clases, que desarrollamos en el apartado anterior, para conquistar a los aliados durante las crisis revolucionarias. Esto no resta importancia a la batalla por la opinión pública, pero para la clase obrera siempre se trata, necesariamente, de una opinión pública para el combate.
De ahí la relevancia que Trotsky le atribuía, por un lado, a la independencia del partido en este terreno, cuando señalaba que: “Una de las cualidades principales de nuestro partido, y que lo hace la palanca más poderosa del desarrollo de nuestra época, es su independencia completa e indudable con respecto a la opinión pública burguesa” [150]. Y por otro, a la necesidad de desarrollar corrientes revolucionarias en la opinión pública: “se trata aquí –decía– de una profunda emancipación interior de la vanguardia proletaria, de las trampas y zancadillas morales de la burguesía; se trata de una nueva opinión pública revolucionaria que permitiría al proletariado, no con palabras, sino con hechos; no con la ayuda de invocaciones líricas, sino cuando es necesario, con las botas, pisotear las órdenes de la burguesía y alcanzar la meta revolucionaria elegida libremente, que constituye al mismo tiempo una necesidad histórica” [151].
Dicho esto, hay otro punto de vital importancia que llamativamente Thomas no toma (Anderson tampoco le da mayor importancia) a pesar de que Gramsci lo destaca en los Cuadernos a renglón seguido de hablar sobre la opinión pública. “Entre el consenso y la fuerza –dice Gramsci– está la corrupción-fraude (que es característica de ciertas situaciones de difícil ejercicio de la función hegemónica en que el empleo de la fuerza presenta demasiados peligros), o sea el debilitamiento y la parálisis provocada al antagonista o a los antagonistas acaparándose a sus dirigentes, encubiertamente por lo general, abiertamente en caso de peligro advertido, a fin de sembrar la confusión y el desorden en las filas adversarias” [152].
La falta de relevancia a estos elementos de corrupción-fraude en el análisis de Thomas se conecta con otra cuestión fundamental para el movimiento obrero en el siglo XX y que, como decíamos, parece quedar casi por fuera del horizonte de nuestro autor: la burocracia.
PARTE III: Partido y hegemonía
Peter Thomas, como veíamos, pone a la NEP (Nueva Política Económica) como punto de partida [153] de Gramsci en los Cuadernos para generalizar el concepto de hegemonía. Sin embargo, lejos está de abordar seriamente la relación estratégica entre hegemonía obrera y revolución. Los desarrollos de Thomas en The Gramscian Moment, justamente, apuntan a una hipótesis de conquista de la hegemonía donde no tiene lugar la revolución.
Se trata para nuestro autor de poner como uno de los temas centrales, la cuestión de los “aparatos hegemónicos”, término con el que se refiere Gramsci a la serie de instituciones que van “desde los periódicos a las organizaciones educativas a los partidos por medio de las cuales la clase obrera y sus aliados comprometen a sus oponentes en la lucha por el poder político” [154]. Para Thomas, estos “aparatos hegemónicos” serían capaces de “privar de su ‘base social’” a la burguesía y así “neutralizar” el aparato estatal capitalista.
Más allá de su interpretación de Gramsci, de la cual fuimos tomando algunos elementos a lo largo de este artículo, la significación de la hipótesis de Thomas está dada por ser la expresión de una visión que permea a buena parte de la izquierda, especialmente en Europa, en cuanto a cómo imaginar el resurgimiento del movimiento obrero luego de la restauración capitalista en los ex Estados obreros y de la liquidación política –incluso la desaparición lisa y llana en algunos casos– de los grandes aparatos socialdemócratas o stalinistas que marcaron el siglo XX.
Para Thomas el desarrollo de los “aparatos hegemónicos”, desligados de la lucha de clases (y de una estrategia revolucionaria) es la vía de constitución de los trabajadores en clase. Su obra The Gramscian Moment, y el énfasis en los “aparatos hegemónicos” (ya sea que sugieran formas partidarias o movimientistas) no deja de trasmitir la impresión de una cierta nostalgia por aquellos grandes aparatos obreros reformistas del siglo XX. De ahí que algo del Partido de Trabajadores de Brasil, algo de Syriza, despierten el interés cauteloso de nuestro autor [155].
Thomas, muestra explícitamente esa nostalgia [156] en una reciente entrevista en referencia al Partido Comunista Italiano bajo la dirección de Palmiro Togliatti. Señala: “Además de sus propios escritos teóricos –de mucho más valor de lo que a menudo se supone hoy en día– Togliatti fue también un teórico de la política dedicado a la creación de un aparato hegemónico que alentó una dialéctica profunda y real, y la crítica real de la política de su época. A pesar de los desacuerdos que se pueda tener con sus posiciones teóricas y políticas sustantivas –y hay muchos– esto no debe impedir el reconocimiento de su importancia como teórico y político, con un real impacto masivo sobre la política de su tiempo. La cultura teórica y política a la cual Togliatti ayudó a dar forma en el Partido Comunista Italiano, y en Italia en términos más generales como la esfera de influencia de este gran partido, que irradiaba en todo el espectro de la izquierda, fue el ejemplo para que otros izquierdistas en Europa y en todo el mundo buscaran inspiración” [157].
Por nuestra parte, difícilmente pueda ser fuente de inspiración Togliatti, quien fuese mentor de la “svolta de Salerno”, con el pacto con el Mariscal Badoglio, la “unidad nacional” y el desarme de los partisanos, cumpliendo un papel fundamental en salvar al capitalismo italiano a la salida de la Segunda Guerra Mundial y transformándose en un pilar para la burguesía en todo el período posterior. Es que la visión de Thomas no da cuenta de las lecciones del siglo que pasó, y omite la pregunta principal que debería responder cualquier teórico o político serio: ¿Qué papel cumplieron esos grandes “aparatos hegemónicos” durante el siglo XX? ¿Por qué degeneraron? ¿Cumplieron un rol progresivo finalmente para la clase obrera o no?
Trotsky es lapidario al respecto en relación a la socialdemocracia: “la socialdemocracia no es un accidente, no cayó del cielo, sino que fue creada por los esfuerzos de la clase obrera alemana en el curso de décadas […]. En el momento en que estalló la guerra, y en consecuencia, cuando llegó el momento de la mayor prueba histórica, resultó que la organización oficial de la clase obrera actuó y reaccionó no como una organización de lucha del proletariado contra el Estado burgués, sino como un órgano auxiliar del Estado burgués, para disciplinar al proletariado. La clase obrera quedó paralizada, se posaba sobre ella no solo el aparato militarista del Estado sino el aparato de su propio partido” [158]. Algo muy parecido se podría aplicar a la historia del Partido Comunista Italiano bajo la dirección de Togliatti que tanta admiración despierta en Thomas.
Es que la hipótesis del desarrollo evolutivo de “aparatos hegemónicos” para la constitución de la clase obrera como tal [159] es incapaz de dar cuenta, no solo de la revolución, sino en primer lugar del desarrollo de la burocracia obrera en el siglo XX. Por lo cual carece de utilidad para pensar en el siglo XXI.
Jaime Pastor, proveniente de la corriente que dirigió Ernest Mandel, tiene la virtud de expresar sin tapujos aquella nostalgia a la que nos referíamos trayéndola directamente a la actualidad. En contrapunto con Pablo Iglesias, señala que: “Podemos debe ocupar el espacio de la Social-Democracia, pero no de la que añora Zapatero, sino más bien algo parecido a lo que fue la Social-Democracia alemana de principios de siglo XX, antes de su degeneración en vísperas de la Gran Guerra. […] un espacio de construcción contra-hegemónica, que potencia una cultura propia implantada orgánicamente entre las clases populares, combinando la resolución de problemas cotidianos de la gente con un horizonte de sociedad alternativa. Esa es la hipótesis que está experimentando Syriza en Grecia y que materializa la idea de Gramsci de que para ‘ganar’ antes hay que ganar posiciones; en otras palabras, que necesitamos algo más que una ‘máquina de guerra electoral’ para ganar las elecciones” [160].
En este caso, no es necesario remontarse a la historia del siglo XX, con la historia reciente nos basta. Tanto para Syriza, que sin tener raíces claras en el movimiento obrero, en términos de aparato electoral, cumplió el mismo ciclo que describía Trotsky respecto a la socialdemocracia, pero no en décadas sino en unos pocos meses, los que tardó entre postularse como alternativa al ajuste de la Troika hasta encabezar su aplicación. Lo cual es una muestra de que, más allá de sus diferentes etapas, la época “de crisis, guerras, y revoluciones” aún se conserva vigente [161]. Por el lado de Podemos, en claro ascenso como fenómeno político neorreformista [162], sigue un curso parecido a Syriza y la corriente de Pastor dentro de Podemos, Anticapitalistas (denominación que adoptó la organización Izquierda Anticapitalista luego de su disolución en Podemos) va detrás de Iglesias mientras espera que se transforme en el Bebel [163] del siglo XXI.
Retomando la discusión, para Lenin, “El proletariado es revolucionario –decía– solo cuando tiene conciencia de la idea de la hegemonía y la hace efectiva” [164]. Pero no se trata de una hegemonía que se puede desarrollar en los marcos del régimen burgués, como sugiere Thomas, sino que: “El proletario que ya adquirió conciencia de esta tarea es un esclavo que se alza contra la esclavitud” [165]. En esto consistía el concepto de hegemonía para él. Esta hegemonía, sin la cual no hay constitución de la clase obrera como clase revolucionaria, excede necesariamente los marcos impuestos por el régimen establecido.
Aunque hiera la sensibilidad de muchos cultores del concepto, lo cierto es que la mayor cantidad de referencias a la “hegemonía” en Lenin, se encuentran en sus polémicas contra los llamados “liquidacionistas” que se negaban a poner en pie un partido revolucionario ilegal. No hablamos solo del ¿Qué Hacer?, texto hegemónico si los hay, sino de todas sus polémicas durante la ofensiva reaccionaria luego de la revolución de 1905. Estas polémicas, a su vez, eran simultáneas a las que tenía con quienes, como Lunachaski, no querían participar de las Dumas reaccionarias, frente a los cuales Lenin planteaba la necesidad de aprovechar cualquier intervención legal que permitiese desarrollar las tendencias a la independencia de clase.
El vínculo entre la constitución de los trabajadores como clase y la lucha por la hegemonía pasa por el desarrollo de fracciones revolucionarias, incluso si estas tienen que ser ilegales. Esto mismo es lo que le permite, desde una lógica revolucionaria, defender al mismo tiempo la participación en parlamentos totalmente reaccionarios. La construcción de estas “fracciones revolucionarias” pasó por la intervención en todos los terrenos de lucha (teórica, política, económica), buscando aquella “riqueza de experiencias” que forjó al bolchevismo y Lenin destacaba para transmitirla a los revolucionarios de “Occidente” [166].
El gran triunfo de esta perspectiva de Lenin, no está en el desarrollo de tal o cual “aparato hegemónico” en sí mismo, sino en que en 1917, estas fracciones revolucionarias con influencia en las masas, o “los obreros formados por Lenin” como los llamaba Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, fueron capaces de dirigir la revolución de febrero y provocar la caída del zarismo, aún sin dirección, y fueron los mismos que permitieron al partido bolchevique conquistar la mayoría para tomar el poder en octubre.
Desde luego, no estamos en Rusia de principios del siglo XX, ni en el mundo de aquel entonces. Hay democracias burguesas estabilizadas en varios puntos del planeta, más allá de los centros imperialistas, por ejemplo en América Latina; hay sindicatos, a no olvidarlo, que siguen siendo hoy las principales organizaciones existentes de la clase obrera en gran parte del mundo; hay burocracias obreras, sindicales y políticas, imbricadas en las tradiciones nacionales; también las “nuevas” burocracias de las ONG’s y las enquistadas en los “movimientos sociales”; etc. De ahí que a lo largo de estas líneas intentamos retomar lo mejor de las conclusiones de Gramsci y Trotsky respecto a la táctica y la estrategia en las sociedades “occidentales” para pensar la actualidad.
La historia no se repite, aunque la añoren los nostálgicos. El movimiento obrero como actor fundamental de la política mundial no volverá a surgir de la mano de un supuesto desarrollo evolutivo, como imagina Thomas y otros con él.
Trotsky y Gramsci, la actualidad del debate
El siglo XX no ha pasado en vano. Como intentamos mostrar, uno de los elementos fundamentales para dar cuenta de la lucha por un gobierno obrero en su sentido antiburgués y anticapitalista pasa por el enfrentamiento estratégico con la burocracia, no solo sindical sino política, que es la principal “fuerza material” que encarna aquella combinación de fuerzas “morales” y materiales que posibilita la hegemonía burguesa en las sociedades “occidentales”. De ahí que la lucha contra la burocracia como garante de la dominación capitalista no se circunscriba a los momentos ofensivos, sino que sea necesariamente una lucha cotidiana, una constante para la constitución de la clase obrera en clase independiente, y desde luego para la lucha por la hegemonía.
En este sentido, los problemas de ambigüedad estratégica del concepto de “hegemonía” en Gramsci, no pasan como sugiere Anderson, por no tomar nota de una mecánica “reversión repentina” del consenso en coerción en las crisis revolucionarias. Tampoco creemos que la cuestión pase por aquello que reivindica Thomas, de que Gramsci se haya centrado en definir “hegemonía política, en la forma de opinión pública” como articuladora, “punto de contacto”, entre coerción y consenso. Sino que aquella ambigüedad tiene sus principales raíces en la subestimación estratégica del papel político de la burocracia, en el sostenimiento de la hegemonía burguesa en general y de las democracias capitalistas en particular.
En Gramsci, a pesar de los señalamientos que mencionábamos en torno a la burocracia o de aquellos sobre el “papel de ‘partidos políticos’ enteros y otras organizaciones económicas” como “organismos de policía política” [167], que están en la base de las interpretaciones más interesantes sobre su noción de “Estado integral” [168], en términos estratégicos su pensamiento se encuentra permeado por la subestimación de la lucha contra la burocracia. Lo vimos en el caso del comité anglo-ruso en Gran Bretaña. También se expresa en su visión de la NEP, que abordamos en el anexo, y en la evaluación que hace en 1926 de la lucha fraccional entre Trotsky y los “viejos bolcheviques” encabezados por Stalin, donde si bien critica los métodos del sector mayoritario, el eje pasaría por conservar la “unidad” de la dirección [169]. Otro tanto, hemos visto en artículos anteriores, en torno a la subestimación de la revolución alemana del ‘23 por parte de Gramsci, al no ver justamente el papel central de la burocracia socialdemócrata de izquierda y la subordinación de los comunistas a ella.
El proletariado no puede quebrar la hegemonía de la burguesía y conquistar la propia sin derrotar a la burocracia. Se trata de una lucha no solo política e ideológica, sino entre fuerzas materiales. Desde este punto de vista la III Internacional desarrolló la táctica de Frente Único, de unidad-enfrentamiento (“golpear juntos, marchar separados”) con sectores burocráticos o semiburocráticos. Buscaba por un lado la unidad de acción de la clase obrera en su enfrentamiento contra la burguesía, y estratégicamente quitarle su base a la burocracia y conquistar a la mayoría de la clase obrera para la revolución en base a la experiencia en la lucha de clases. La táctica de “gobierno obrero”, que desarrollamos en un artículo anterior [170], también participaba de esta misma lógica, pero durante la preparación de la ofensiva insurreccional. Veíamos en aquella ocasión con Trotsky, cómo en Alemania en 1923 la burocracia socialdemócrata protegía a la burguesía en la crisis revolucionaria. También en las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona, donde los obreros catalanes no solo tuvieron que enfrentar la acción contrarrevolucionaria del stalinismo, sino también a la burocracia anarquista de la CNT y la FAI. Lo vimos en Francia del ‘36, con el papel antirrevolucionario del SFIO y el PCF en el Frente Popular con los radicales como obstáculo principal para la hegemonía del proletariado.
Una de las grandes lecciones el siglo XX es, justamente, la imposibilidad de una estrategia revolucionaria y de la hegemonía proletaria, sin abordar el enfrentamiento estratégico con las burocracias, tanto sindicales como políticas (en primer lugar las de los partidos comunistas y socialistas), como pilar de la hegemonía de la burguesía y fundamental obstáculo para el desarrollo de la autoorganización, de organismos de tipo soviético capaces de ser los órganos de la insurrección y la base de la democracia obrera en el Estado proletario una vez conquistado el poder.
Gran parte del siglo pasado estuvo marcado en “Occidente” por el accionar de estas burocracias, tanto en los Frentes Populares de los años ‘30, como a la salida de la Segunda Guerra mundial, como en último ascenso revolucionario de los años ‘70. En este caso, tanto en Francia en el ‘68 o en Portugal en el ‘74 donde posibilitaron el desvío y posterior derrota de los procesos; así como en Latinoamérica, por ejemplo en Chile, los partidos Socialista y Comunista tuvieron un papel fundamental en la derrota, con la incorporación de Pinochet al gobierno, atándole las manos a los Cordones Industriales frente al golpe, etc.
Esto, sin embargo, es solo una parte. El papel político de la burocracia superó en mucho a los Frentes Populares. El siglo XX estuvo marcado, por el triunfo de revoluciones en China, Vietnam, Yugoslavia, Cuba, que dieron lugar desde sus orígenes a “Estados burocráticamente deformados” [171]. Otro tanto sucedió con los Estados obreros burocráticos del Este Europeo, erigidos bajo la órbita de la URSS. De conjunto, en el siglo que pasó, el rol de la burocracia ya no se limitó a contribuir al sostenimiento de tal o cual régimen burgués en un país determinado sino, a una escala mucho más amplia, a cumplir un papel fundamental como garante fundamental del orden mundial.
El rol de estas burocracias, no se explica por tal o cual problema de orientación política ni tampoco por una cuestión general de distancia (separación) entre dirigentes y dirigidos, como parece sugerir Thomas [172] en su interpretación de Gramsci. Se trata de grandes aparatos con intereses propios diferentes a los del movimiento obrero. Como analizó Trotsky en La Revolución Traicionada para el caso de la URSS, la burocracia se transformó en algo más que una burocracia, pasó a ser una casta cuyos privilegios se basaban en la expropiación política del proletariado que había conquistado el primer Estado obrero con la Revolución de Octubre [173].
La historia de los Frentes Populares en los ‘30, de su papel en el sostenimiento de la dominación burguesa y la liquidación de procesos como el español o el francés, es la de los intentos del stalinismo de congraciarse con las potencias imperialistas. El argumento era la posibilidad de “neutralizar” a la burguesía para que la URSS pudiese desarrollar el “socialismo en un solo país”. Thomas juega con la idea de “neutralizar” al Estado burgués, sin dar cuenta del derrotero de aquella idea.
Lo cierto que el objetivo no fue evitar el ataque militar a la URSS frente a los preparativos de la Segunda Guerra Mundial, cuestión que no se logró, ni se podía lograr sin el triunfo de nuevas revoluciones. Ni siquiera fue retrasar el ataque en pos de una mejor preparación para enfrentarlo, cuestión que nunca se propuso el stalinismo como lo demuestra la matanza de 20 millones de rusos en los primeros tramos de la ofensiva nazi iniciada en 1941. El objetivo que verdaderamente cumplieron los Frente Populares al liquidar las revoluciones en los ‘30, fue impedir que nuevas revoluciones triunfantes en Europa alterasen el statu quo internacional y, por sobre todo, al interior de la URSS, que debilitasen la posición de la burocracia para sostener sus privilegios.
Otro tanto podríamos decir de los Frentes Populares en Europa a la salida de la Segunda Guerra Mundial (Francia, Italia, Grecia), como piezas clave, en y para el establecimiento de los pactos de Yalta y Postdam, y la división del mundo en “zonas de influencia”. A lo que sobrevino la disputa por los límites de las respectivas zonas (política de “contención” del imperialismo norteamericano) y que constituyó lo que se conoce como la “Guerra Fría” (con conflictos “calientes” como la guerra de Corea o posteriormente la de Vietnam). También sucedió en los ‘70, aunque en este caso, la conclusión de la burocracia fue iniciar el curso acelerado hacia la restauración capitalista para transformar sus privilegios de casta en “derechos” de clase [174].
A su vez, las nuevas revoluciones triunfantes, como la china, la vietnamita, o la cubana, fueron expropiadas políticamente desde sus inicios por burocracias-castas a partir del control de los nuevos Estados obreros. Sus intereses nacionales, chocaron permanentemente con el desarrollo internacional de la revolución proletaria en todo el mundo, muy especialmente el “occidental”. Incluso llevaron a fenómenos aberrantes como la ruptura entre la URSS y Yugoslavia, después a la ruptura de aquella con China, y directamente a guerras entre los Estados obreros burocráticos en torno a la invasión de Camboya por Vietnam, con la entrada de la URSS y la República Popular China en uno y otro bando respectivamente.
Si bien Gramsci, aislado en la cárcel fascista y fallecido a principios del ‘37, no llegó a analizar los Frentes Populares, en el caso de Trotsky tampoco llegó a ver el orden de posguerra y el desarrollo sin precedentes de la burocracia y su papel a escala mundial. Sin embargo, a diferencia de Gramsci, Trotsky sentó las bases para comprender aquellos fenómenos. No solo con profundos análisis teórico-políticos como La Revolución Traicionada, sino con su visión del combate estratégico a la burocracia que recorre el conjunto de su obra e intervención política y define un claro rumbo estratégico que en Gramsci, como vimos, es oscilante y ambiguo.
De aquí, que el legado de Gramsci, a diferencia del de Trotsky, haya sido sometido a múltiples “usos” que buscan divorciarlo de la constelación de revolucionarios de la III Internacional para ponerlo en la base de estrategias reformistas. En el caso de Peter Thomas, intenta confrontar las interpretaciones más radicales en ese sentido, como pueden ser las de Laclau y Mouffe, que quieren ver en los Cuadernos de la Cárcel un “tipo de salida, o ‘pre-salida’ del marxismo y del movimiento de la clase obrera” cuando Gramsci, justamente, fue toda su vida un militante comunista [175]. Sin embargo, no fue solo un dirigente comunista toda su vida, como pudo haber sido Palmiro Togliatti, por ejemplo, sino que su horizonte, incluso en la cárcel, todo indica que siempre fue la revolución. Desde este punto de vista, cualquier análisis de Gramsci que no parta de los problemas de la revolución, no lo termina de tomar en serio.
En el caso de Trotsky, el peligro pasa por la “caricaturización” a la que se ha visto sometido, pretendiendo reducir todo su legado a una visión vulgar del problema de dirección revolucionaria separada del enfrentamiento entre fuerzas materiales; desterrando el papel clave que cumplía para Trotsky el enfrentamiento estratégico a la burocracia, desligada de la construcción de fracciones revolucionarias, divorciando el Programa de Transición de los grandes problemas de táctica y estrategia donde Trotsky realizó muchos de sus aportes fundamentales.
En este sentido, lo que intentamos mostrar centrándonos en determinados elementos, son las vías y las herramientas para luchar por aquella hegemonía, necesariamente “antirrégimen” que sostenía Lenin. Tomando los desarrollos de Gramsci y su productividad para analizar los procesos de agregación y de desagregación de clases con los que la burguesía es capaz de mantener su dominación, así como la precisa articulación táctica y estratégica que desarrolla Trotsky. Una visión que escape de las caricaturas economicistas de la “catástrofe permanente” y de las masas siempre ubicadas a 180 grados de sus direcciones. De aquí el papel de las consignas democrático-radicales, vitales para evitar la asimilación por parte del régimen así como la impotencia sectaria; la articulación del Frente Único y la lucha (política y sindical) contra la burocracia; el combate a los partidos “democráticos” de la pequeñoburguesía para conquistar la hegemonía sobre los sectores medios; la articulación de estos elementos con el desarrollo del frente único ofensivo (soviets) y el del gobierno obrero, en el sentido antiburgués y anticapitalista que remarcara Trotsky contra los Frentes Populares.
De ahí la importancia del desarrollo de las “fracciones revolucionarias” a las que veíamos que Lenin ligaba el concepto de “hegemonía” en los sindicatos, en los movimientos democráticos, en el movimiento estudiantil, etc., y cuyo desarrollo implica los más variados métodos y formas de lucha (la acción parlamentaria y extraparlamentaria, clandestina y abierta, la lucha contra la burocracia, el Frente Único, etc.) para ser puestas a prueba permanentemente en la lucha de clases. Sobre la base de esta experiencia es que se puede forjar un partido marxista revolucionario de vanguardia, que sea capaz en los momentos decisivos de enfrentar tanto los “cantos de sirena” del Frente Popular como el terror del fascismo. El desarrollo de partidos revolucionarios (así como de una internacional revolucionaria) son no menos necesarios, sino tal vez más, que en la época de Lenin. Se trata de aprovechar las lecciones del siglo XX, no de esperar su repetición. Cada momento encierra sus propias posibilidades revolucionarias. Aprovecharlas o no, depende de nosotros.
ANEXO: Hegemonía y “dictadura del proletariado”
A lo largo del artículo hemos desarrollado cómo la defensa (objetivos negativos) es la preparación para el contraataque (objetivos positivos), su significación y sus métodos devienen de esta relación. A medida que la defensa progresa, si es buena, se vale progresivamente de medios ofensivos. En este sentido vimos el papel de las consignas democrático-radicales, su relación el Frente Único y la significación de éste, así como para la conquista de aliados, y la lucha por la hegemonía.
Agregamos ahora: el ataque, a pesar de que cuenta por sí mismo con un principio “positivo”, siempre, necesariamente termina en una defensa. Y dicho esto, podemos volver a la discusión entre Anderson y Thomas que habíamos dejado pendiente sobre la relación entre hegemonía y dictadura del proletariado, y sus características antes y después de la toma del poder.
Habíamos visto que en la interpretación de Thomas de los Cuadernos, el punto de partida de Gramsci para generalizar el concepto de “hegemonía” a la dominación burguesa en “Occidente”, no son los debates en el marxismo ruso previo a la revolución, donde “hegemonía” refiere a la dirección del proletariado de una alianza con los campesinos, sino la NEP (Nueva Política Económica) a través de la cual los bolcheviques reintroducen los mecanismos de mercado para revitalizar la producción en el campo y la industria, como forma de enfrentar la crisis económico-social que acechaba a la URSS en 1921, aislada en un mundo capitalista.
El objetivo teórico-político de Thomas está puesto en señalar que “la noción pre-revolucionaria de la hegemonía se había centrado en las relaciones entre las clases subalternas en una revolución democrático-burguesa (la smychka entre obreros y campesinos) y contrapuesto a la dictadura del proletariado en la revolución socialista, según Anderson, estudiante concienzudo de Trotsky, señala. Gramsci, sin embargo, de manera explícita no contrapone las dos, argumentando que la hegemonía del proletariado constituye el ‘complemento’ de la dictadura del proletariado” [176]. Es decir, toda una serie de polémicas históricas a las que no hace referencia Thomas, quedarían reducidas a: por un lado, un Trotsky mentor de la contraposición “dictadura del proletariado” y hegemonía, expresado por Anderson; y por otro, un Gramsci que las concebía como “complemento”.
Ahora bien, es llamativo que en el libro de Thomas, siendo un punto central de su argumentación, no dedique espacio a la más mínima evaluación de aquel período de la URSS. Lo que sucedió bajo la NEP, que fue un éxito desde el punto de vista económico, fue que de la mano de sus logros económicos se fortaleció dentro del campesinado un sector burgués o proto-burgués (con capacidad de acumular capital y explotar trabajadores), el kulak. El escenario idílico que parece ver Thomas, en realidad estaba atravesado por tremendas contradicciones. La principal consistía en que la capacidad de acumulación de este sector burgués iba a ritmos mucho más acelerados que el avance de la productividad de la industria. El resultado: los productos de la ciudad eran cada vez más caros para el campo, y en el campo era cada vez más fuerte un sector que no necesitaba vender sus productos para subsistir. Conclusión: en perspectiva, las ciudades y sus trabajadores podían volver a sumirse en el hambre. A este proceso se le llamó “las tijeras”.
Había una política en aquel entonces en la URSS que era la de Bujarin, que se sintetizaba popularmente en dos consignas: “industrializar a paso de tortuga” y “campesinos enriqueceos”. Las dos se implicaban mutuamente: más industria significaba más impuestos para los campesinos ricos, para poder desarrollarla. La política opuesta era la de Trotsky, que planteaba la necesidad de fuertes impuestos progresivos al campesino rico y una industrialización acelerada. ¿Cómo buscaba cada una de estas políticas resolver el problema de “las tijeras”? Bujarin, a través de “sacrificios” y “concesiones” por parte de la clase obrera que permitiesen la gradual “asimilación del kulak como clase” al socialismo a través de su convencimiento ideológico de las virtudes del mismo y de una modesta carga impositiva.
Trotsky, muy por el contrario, opinaba que no era un problema de “buenas intenciones” sino de intereses materiales. La contradicción entre el objetivo del kulak de acumular capital y el avance hacia el socialismo era inevitable, era estructural. Lo que Trotsky buscaba evitar era llegar a una situación de crisis donde el kulak no quiera vender voluntariamente su producción y el Estado obrero tuviera que expropiársela para que las ciudades no mueran de hambre; lo que naturalmente llevaría a la necesidad de aplicar coerción.
Trotsky quería evitar usar la fuerza sobre los campesinos, Bujarin en teoría también, solo que este último opinaba que se trataba de convencer al kulak con propaganda y haciendo sacrificios en las ciudades para no aumentarle los impuestos. Trotsky alertaba contra esta visión “ingenua” y planteaba que el kulak debía convencerse en la experiencia de que el socialismo era el mejor camino, y esto implicaba que en los hechos, la ciudad “socialista” le vendiera productos más baratos (que compensarían la carga impositiva) y que las granjas colectivas (koljoses) apoyadas directamente por la industria también mostraran una superioridad mucho mayor en la producción que hiciera cada vez más superfluos los aportes de los kulaks tanto en productos como en impuestos [177].
Para Trotsky esto último no se podía lograr definitivamente dentro de las fronteras de la atrasada Rusia, pero con esta política se podía “ganar tiempo” mientras llegase en auxilio el triunfo de la revolución en algún país central (con alta productividad). Desde luego, esto iba de la mano con el internacionalismo, mientras que en el caso de Bujarin, su política para la URSS se ligaba a la “teoría” del socialismo en un solo país.
A esta posición de Trotsky, Bujarin la atacaba diciendo que “negaba por anticipado la idea de hegemonía del proletariado” [178] bajo la dictadura del proletariado en la URSS. No es más que una repetición de esto mismo el planteo de Thomas cuando sostiene que Anderson en tanto “estudioso de Trotsky” opone hegemonía a “dictadura del proletariado”. Como vimos, lejos estaba Trotsky de aquello, lo que combatía era la visión vulgar de la hegemonía meramente “ideológica” o “cultural” de Bujarin. Combatía este planteo, no porque subestimara la importancia de la ideología y de la cultura, de hecho fue el marxista clásico que, de lejos, más se preocupó por estos temas (teórica y prácticamente). Sino porque opinaba que “la clase obrera puede mantener y fortalecer su rol dirigente, no mediante el aparato del Estado o el ejército, sino por medio de la industria que le da origen al proletariado” [179].
En relación a Gramsci, cuando señala en los Cuadernos que una nueva iniciativa política es necesaria “para cambiar la dirección política de ciertas fuerzas que es preciso absorber para realizar un nuevo bloque histórico económico político, homogéneo, sin contradicciones internas” [180], es cierto que se parece mucho a la “asimilación del kulak como clase”. Cuando sostiene que “el grupo dirigente hará sacrificios de orden económico-corporativo [ … ] ya que si la hegemonía es ético-política no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica” [181], también pareciera que refiere a que el costo de “las tijeras” debía ser asumido por la clase trabajadora como clase dirigente. Puede ser así, aunque nos parece que no podríamos afirmarlo en forma definitiva, ni nosotros, ni Thomas. Lo que sí podemos afirmar, es que no problematizar estas referencias históricas no parece ser un camino muy serio para pensar la “hegemonía” si se pretende poner el eje en la NEP [182].
Lo cierto es que la política de Bujarin se demostró un fracaso completo. En 1928, la crisis económica que había anticipado Trotsky estalló con toda virulencia. El bloque entre Stalin y Bujarin estalló también, y comenzó una represión a gran escala de los kulaks comandada por Stalin. De la “asimilación del kulak como clase” se pasó a la “eliminación del kulak como clase”, y del “campesinos enriqueceos” a la “colectivización forzosa”. El propio Bujarin había comenzado a ver poco antes la impotencia de su propia política [183]. Pero ya era demasiado tarde.
Gramsci, como decíamos, pareciera tener más de un punto de contacto con la orientación de Bujarin en estos temas a pesar de que escribe con posterioridad a la “colectivización forzosa”, pero se encontraba aislado en prisión y es muy probable que se haya quedado con la “foto” de 1926. Sin embargo, Thomas evidentemente no tiene ninguna justificación para una visión tan superficial de la NEP, con la que pretende incluso reactualizar y reinterpretar el concepto de “hegemonía” en Gramsci.
No se trata de que Trotsky haya contrapuesto hegemonía a dictadura del proletariado. Para comprender a Trotsky se necesita entender la articulación estratégica que plantea para cada problema. En este caso se trata de articular, una posición defensiva luego de haber tomado el poder en Rusia, y utilizarla de “trinchera”, “fortaleza”, para el impulso de la revolución mundial, que es la “gran estrategia” para avanzar hacía el comunismo.
Por el lado de Thomas, encara una “imposible” extrapolación y generalización del concepto de hegemonía a partir de la NEP a la lucha (o tal vez deberíamos decir “superación”) de la clase obrera contra la dominación burguesa en “Occidente”. Decimos “imposible”, por dos cuestiones. En primer lugar, porque justamente como se demostró por la negativa en la URSS, el principal medio para la hegemonía que tenía la clase obrera soviética (hasta la victoria de nuevas revoluciones en países centrales) era la propiedad y el control “de la industria que da origen al proletariado”. Con lo cual, de poca utilidad pueden ser las conclusiones teórico-políticas de Thomas al respecto para cualquier hegemonía, que no sea la burguesa, en el “Occidente” capitalista.
Y en segundo lugar, porque su visión “idílica” de la NEP y la carencia de profundidad en el análisis histórico, le impiden dar cuenta de que al calor de la NEP y el proceso de diferenciación social que trajo aparejado, se sentaron las bases materiales de la nueva burocracia obrera que terminó liquidando (restaurando el capitalismo) el primer Estado obrero de la historia. Ni siquiera se detiene Thomas en el hecho de que quienes pensaron que la NEP podía ser una “vía al socialismo” fueron, no solo Bujarin, sino éste en bloque con Stalin. Es evidente que un concepto de “hegemonía” que no dé cuenta de la burocratización de los Estados obreros y del stalinismo, no nos puede ser de mucha utilidad en el siglo XXI.
|