La ONU se presenta como garante del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC. Tanto Santos como los representantes de las FARC, dicen que es un avance hacía el fin del conflicto armado. ¿Qué significa este paso y qué implicancias tiene para Colombia y la región?
Según el comunicado de la delegación en La Habana de las FARC-EP “La solicitud que hemos elevado al Secretario General de Naciones Unidas y al Presidente del Consejo de Seguridad en el sentido de activar un mecanismo tripartito (ONU, Gobierno de Colombia y FARC) de monitoreo y verificación, constituye una fuerte señal y una feliz premonición de que el proceso de paz de Colombia se encamina inexorablemente hacia la terminación del más largo conflicto del continente”. Por su parte el jefe de la delegación gubernamental, Humberto de la Calle, declaró que la participación de Naciones Unidas “es una muestra de la decisión política que acompaña al Gobierno y a las FARC de terminar de verdad este conflicto” mientras que El Tiempo titula en primera plana “Acuerdo para verificación, un paso gigante para el fin de la guerra” (20/01/15) y Santos lo señala como el “paso más concreto de todo el proceso”.
La ONU, cuya decisión será formalmente adoptada en el Consejo de Seguridad, obviamente con el apoyo de Estados Unidos, actuaría a través de una misión integrada por países miembros de la CELAC no limítrofes con Colombia (lo que excluye a Venezuela, Ecuador y Brasil). Una vez firmado el acuerdo final, sus observadores verificarían la implementación del alto al fuego bilateral, la “dejación de armas” de la guerrilla y otros aspectos de la etapa de “post conflicto”.
Este es un nuevo paso de importancia para cerrar los consensos que se vienen negociando en La Habana desde hace más de tres años y que deberían permitir un acuerdo final para el 23 de marzo, según pretende el gobierno. Las FARC ponían reparos a esta fecha, señalando que falta precisar algunos puntos claves para la “dejación de armas” por la guerrilla.
Por estos días, diversos análisis planteaban que podrían estirarse los tiempos. Según la revista Semana “La paz es irreversible pero el plazo se ve casi imposible. El 2016 empezó con un buen ambiente para negociar los grandes temas que faltan, pero el factor tiempo se avizora como el peor enemigo” (edición del 16 de enero), mientras que Iván Márquez, dirigente de la delegación de paz de las FARC reafirmaba que “las conversaciones han entrado en una etapa definitiva”, el acuerdo con la ONU implica un fuerte espaldarazo al proceso e indicaría que se allana el camino al acuerdo.
Una cita en la Casa Blanca
Otro hito sumamente significativo en ese camino será el encuentro entre Obama y Santos en Washington el 4 de febrero. Según informó en su momento la Casa Blanca "Los líderes sostendrán una reunión bilateral y una conmemoración de los 15 años de cooperación bipartidista a través del Plan Colombia y el esfuerzo conjunto por crear un futuro más seguro y próspero para Colombia".
Además “la cita servirá de hecho para analizar también las negociaciones con las FARC, “apoyar los esfuerzos del presidente Santos para lograr un acuerdo de paz justo y duradero y hablar sobre una visión compartida para la colaboración futura en el evento de un acuerdo de paz histórico”, en palabras de la Casa Blanca” según el diario El País.
Obama daría así el visto bueno final del imperialismo a los acuerdos en las negociaciones de La Habana. Tal reunión ilustrará de la manera más gráfica e instructiva posible la gran importancia que da el gobierno estadounidense a su “asociación estratégica” con Colombia y la relación que existe entre pactos semicoloniales como el Plan Colombia y el Tratado de Libre Comercio -vigente desde 2012- y la reaccionaria estrategia de “paz” del gobierno de Bogotá.
¿Que pretende Santos del proceso “de paz”?
Para Santos, el grueso de la burguesía colombiana y el imperialismo, se trata de imponer una “solución” negociada a un prolongado conflicto armado cuyas profundas raíces sociales e históricas hacen improbable una solución puramente militar. El gobierno busca obtener la desmovilización y desarme de las FARC a cambio de vagos enunciados de reforma y algunas módicas garantías para la reincorporación a la vida civil y política de los miembros de la guerrilla -son las condiciones para una “rendición negociada”-.
Es cierto que la posibilidad de poner fin al conflicto armado ha levantado importantes expectativas en la población. Pero los compromisos en La Habana no aseguran ni el castigo a los crímenes del régimen y de los paramilitares, ni una verdadera solución a sus víctimas, ni el retorno a sus tierras de los millones de desplazados. Mucho menos el fin de las persecuciones y la represión contra los trabajadores y campesinos.
Por el contrario, protegen la impunidad. Pueden traer -está por verse- el fin de la lucha guerrillera pero no el fin de la violencia estatal y burguesa. Ninguno de los grandes problemas populares, de la reforma agraria al fin del Plan Colombia y el retiro de las bases militares yanquis, tendrá el menor atisbo de solución a través de los mismos.
El gobierno colombiano planteó el proceso “de paz” como pieza maestra de su estrategia para consolidar y legitimar el régimen. Se trata de lavar el rostro de esa “democracia para ricos” manchada de sangre, con más de 200.000 muertos, seis millones de desplazados, miles de desaparecidos, “falsos positivos”, torturados, violaciones y otros crímenes, cuyo fundamental responsable histórico es la clase dominante colombiana, con sus fuerzas armadas y sus carniceros paramilitares, además de asegurar la impunidad para sus responsables y la apropiación de grandes extensiones de tierras arrebatadas a los campesinos mediante el terror.
Económicamente, el fin del conflicto armado mostraría a Colombia como un país más seguro y atractivo para las transnacionales, abriendo al capital extranjero los recursos naturales de vastas zonas del país donde hoy actúa la guerrilla, y contrarrestando la “desaceleración” de la economía, golpeada por el derrumbe de los precios del petróleo, algo que medidas entreguistas como la reciente y escandalosa privatización de la generadora eléctrica Isagén no logran revertir.
Además, presentar una exitosa “pacificación” de Colombia permitiría al imperialismo proyectar a su aliado de Bogotá, dueño de una ubicación geopolítica estratégica en la región, como un actor más “presentable” en la política internacional.
Por todo ello, aún reconociendo el derecho de las FARC a negociar; afirmamos que ni ellas ni los “progresistas” que las apoyan políticamente, tienen derecho a embellecer el contenido real del proceso “de paz” y sus previsibles resultados, engañando así al pueblo trabajador. Decimos esto al tiempo que rechazamos la pertinaz campaña mediática para presentarlas como principales culpables de la violencia, según una “teoría de los dos demonios”, reñida con la verdad histórica y cuyo fin es igualar la aplastante responsabilidad del Estado burgués y la clase dominante, con el accionar de las FARC, que deformadamente reflejaron la resistencia de sectores campesinos al avance terrateniente y la represión.
Los socialistas siempre hemos hecho una crítica de clase, desde el punto de vista de las necesidades de la movilización obrera y popular, al programa y los métodos de la guerrilla, rechazando las injustificables represalias, atentados y otras acciones que han afectado a la población civil con nefastos efectos políticos.
Sostenemos que solo el camino de la movilización obrera y popular, con sus propios métodos, para enfrentar los planes neoliberales de Santos, la burguesía y el imperialismo, puede abrir la posibilidad de una salida progresiva a la situación colombiana.
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