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Estrategia Internacional N° 18
Febrero 2002

ISAAC JOHSUA: LA DEPRESIÓN ECONOMICA MUNDIAL

 

 

Isaac Johsua es director de conferencias en Ciencias Económicas en la Universidad Paris XI y es investigador en la ADIS de la Faculté Juan Monnet (Scecaux).

 

La última versión de este artículo fue redactada el 22 de octubre de 2001.

 

La conjunción de las tres grandes economías mundiales es uno de los aspectos más inquietantes de la situación actual: la japonesa, en recesión; la americana, entrando en recesión y la europea, en desaceleración rápida. En estas condiciones, la hipótesis de una depresión económica mundial ya no puede descartarse. Para comprender mejor los riesgos y lo que está en juego en la situación actual, hay que retomar las tres tendencias de fondo que animan al capitalismo: tendencia a la homogeneización, a la diferenciación, a la interconexión.

 

 

TRES GRANDES TENDENCIAS DE FONDO

 

Primero examinemos la homogeneización. El sistema capitalista tiene tendencia a eliminar o a integrar a las antiguas formas de producción: empresarios individuales, campesinado medio, artesanado, pequeños comerciantes, producción por cuenta propia, etc. ... Empuja hacia un mundo resumido a los dos polos extremos de las sociedades y de los asalariados. Ahora bien, la homogeneidad del medio es un elemento agravante de gran importancia en la propagación y la amplificación de las crisis. Un medio heterogéneo introducirá discontinuidades que frenarán, incluso impedirán la difusión de la epidemia. La homogeneidad implica, por el contrario, un paralelismo de los comportamientos que, empujando todos en el mismo sentido, aumentan la velocidad del impacto inicial. Una misma crisis capitalista, tendrá, al fin de cuentas, intensidades muy diferentes según el medio social en la que se propague. Será poco violenta si el sistema capitalista aún se combina con las antiguas formas de producir en proporciones importantes. Lo será mucho más si ese sistema ocupa ya prácticamente todo el espacio social, porque entonces toda perturbación económica podrá propagarse libremente, sin encontrar en su camino barreras.

El capitalismo no se contenta con desplegarse en un medio ambiente externo (por integración/eliminación de las antiguas formas de producción): también conoce una suerte de despliegue interno, por diferenciación de funciones. Tal es el caso, en particular, de la función financiera. Al ramificarse, al emitir nuevas ramas (como la relativa a las finanzas), el sistema modifica su disposición interna: esta se vuelve más compleja, más sofisticada, y de este modo, más frágil. Una verdadera arquitectura financiera, autónoma, que tiene sus propias instituciones, crea dos riesgos mayores, que vienen a agregarse a los de la economía real: los riesgos que se derivan del funcionamiento mismo de las instituciones financieras, y los que se derivan de las relaciones recíprocas finanzas/economía real.

 

Finalmente, una vez que ha estallado, una crisis se propagará tanto más rápidamente cuanto que el sistema capitalista tiene tendencia a unir entre sí a las unidades que lo constituyen, ya sean reales o financieras. El progreso técnico en el transporte de hombres, de productos, de informaciones, suministrará a cada etapa histórica un basamento material a esa necesidad inherente al sistema de ir cada vez más rápido, cada vez más lejos. Una perturbación, que nace en un punto del entramado, podrá recorrerlo todo, para ser transmitido en otro punto cualquiera, hasta ese momento al abrigo.

 

Según mi opinión, son estas tres tendencias de fondo del capitalismo, empujadas más allá de cierto umbral, las que, en EEUU, han transformado en gran depresión a la explosión de 1929. Comencemos por la más importante de ellas: la de la homogeneización. En el curso del último tercio del siglo XIX, las crisis económicas que estallaban en el este del territorio de EEUU ya eran numerosas y violentas. Pero estaban amortizadas por la heterogeneidad del medio económico americano (que combinaba sociedades y empresarios individuales, asalariados y campesinos, pequeña y gran producción), y por la diversidad de los comportamientos económicos que esta heterogeneidad introducía (producción para el mercado, pero también para cuenta propia, autoconsumo, etc.) La regresión de estas antiguas formas de actividad ha sido notablemente rápido, en la intersección de los siglos XIX y XX, dejando lugar a las sociedades y a los asalariados. La colonización interior probablemente desempeñó aquí un papel decisivo. Las condiciones de esta colonización (pueblos de granjeros, aislamiento, debilidad de los medios de transporte...) han hecho muy débil el grado de mercantilización y de asalarización, y muy  fuerte la presencia de la pequeña producción. Pero una vez alcanzado el fin de la frontera, el ritmo en el que las nuevas tierras podían explotarse se rompió brutalmente, y las mismas condiciones que habían presidido la colonización (es decir, un nuevo territorio, desprovisto de trabas, abierto a las iniciativas) hizo el rápido ascenso ulterior de la mercantilización y de la asalarización. En terreno plano, desprovisto de obstáculos, de discontinuidades y de irregularidades, la gran ola de 1929 pudo entonces cubrir todo.

 

Pasemos ahora a la segunda gran tendencia del capitalismo, la de la diferenciación, en particular financiera. La gran depresión ocupa aquí el centro de la escena. El crac de octubre de 1929 aún permanece en la memoria, pero es sobre todo por el hundimiento del sistema bancario que las finanzas manifestaron entonces su poder malsano. Ninguna otra crisis antes de la de 1929 había sacado a la luz de la misma manera los riesgos específicos generados por las superestructuras financieras. Efecto “dominó” que arrastró los bancos unos tras otros, impacto devastador del hundimiento financiero sobre la economía real, etc... los bancos se mostraron especialmente sensibles a las perturbaciones de la actividad, y su debilidad tuvo como retorno numerosas consecuencias negativas para esta misma actividad.

 

Luego de la homogeneización y la diferenciación queda por demostrar el papel desempeñado por la interconexión. Es el ferrocarril quien resulta aquí en primer plano. El riel ha unificado en algunas decenas de años un inmenso país, suministrando el soporte que le faltaba al mercado nacional. Pero la interconexión juega en dos sentidos: acompaña la expansión y amplifica la recesión. Ha permitido que una vez desatada la gran crisis, esta se extienda enseguida rápidamente, aumentando a su paso, como lo hace una avalancha.

 

Entonces, podemos resumir nuestra proposición sobre la gran crisis norteamericana diciendo que ella se debió al brutal impulso del capitalismo moderno a expensas de una pequeña producción que se manifestaba por un comportamiento particular del empresario individual, por la debilidad de la diferenciación de las actividades (en particular, financiera) y por el repliegue rutinario. En la medida en que tal movimiento de sustitución está llamado a generalizarse, diremos que la gran depresión abre la era de crisis mayores.

 

 

UN EFECTO DE RECUPERACION

 

 

¿Cómo explicar entonces que la rápida extensión del lugar ocupado por el sistema capitalista en el mundo no estuviera acompañado de crisis cada vez más violentas? Es que se sacaron algunas lecciones del gran hundimiento de los años treinta. Se emplazó otra regulación, otro modo de funcionamiento de la economía, girando alrededor de un nuevo papel del Estado, así como de procedimientos que permitían estabilizar el ingreso de los asalariados, incluso en condiciones adversas. Esto implicaba una restricción a las tasas de ganancia, aceptada en tanto estas se situaran a altos niveles. Este fue el caso durante algunas decenas de años, debido a un efecto de recuperación. Dos guerras mundiales y la gran crisis, en efecto, habían entrañado enormes destrucciones, usura y falta de renovación del capital fijo, así como, paralelamente, grandes retrasos de consumo acumulados. A partir que, a fines de la guerra, finalmente se dieron en Europa las condiciones de vuelta al inicio de la actividad, el impulso ha sido muy vivo, alimentado por estas demandas, por la posibilidad de importar los adelantos técnicos ya adquiridos por EEUU, y por la existencia de numerosas ocasiones rentables para invertir, suscitadas por la eliminación de enormes masas de capital fijo. La recuperación en cuestión debe entenderse en el sentido de “recuperar a EEUU”, pero igualmente en el sentido de “recuperar su atraso”, en relación con lo que podría haber tenido lugar si el tren del pasado se hubiera prolongado en su impulso.

 

Efectivamente, una inversión que acaba de realizarse para satisfacer una demanda dada pesa sobre la tasa de ganancia y sobre la propensión a invertir, porque ocupa el terreno y vuelve menos rentable toda inversión realizada para satisfacer la misma demanda con las mismas modalidades de fabricación. Evidentemente, numerosos factores (tales como la expansión de la demanda, el progreso técnico, etc.) pueden renovar el campo de inversiones rentables. Pero, si reflexionamos todo igual, vemos que, frente a una demanda determinada, las condiciones de una nueva inversión rentable serán creadas por la usura del capital instalado, por el descubrimiento de procedimientos de fabricación más eficientes o también por la aparición de nuevos productos, que satisfarán la antigua necesidad pero exigirán nuevos equipos. Tantas evoluciones que resultan en desvalorizar el capital fijo en funcionamiento, ya sea por su envejecimiento físico, como por volverlo aceleradamente obsoleto. Cada inversor espera, por razones evidentes, que esta desvalorización se produzca lo más lentamente posible, pero este no es necesariamente el interés del sistema tomado en su conjunto, que encontraría más bien su ventaja en un justo equilibrio entre una brutal desvalorización (que amenazaría la existencia misma de la ganancia) y una desvalorización demasiado lenta (que mantendría en funcionamiento enormes masas de capital para remunerar).

 

Este proceso de desvalorización está asegurado, en condiciones más o menos buenas, por el funcionamiento normal del sistema. Si esto no basta, las crisis económicas, pero también las guerras, son rodeos por los que puede realizarse la destrucción de masas importantes de capital. Este fue el caso entre 1914 y 1945: grandes masas de capital fijo fueron destruidas entonces, desgastadas, dañadas, no mantenidas; otras, aún más importantes se hicieron obsoletas, si se compara el estado del equipamiento europeo en 1945 con el que era entonces el estándar internacional, a saber, EEUU.

 

Un cambio tardío de material debería asegurar por otra parte un aprovechamiento de inversión particularmente elevado. Efectivamente, el reciente equipamiento es más productivo que el antiguo, no solamente porque es nuevo (y así reduce los defectos de fabricación, el tiempo muerto, los trabajos de mantenimiento y de reparación), sino también porque integra el cambio técnico. Una renovación masiva del material en la Europa de pos guerra incorpora el último grito de la tecnología norteamericana, saltando las etapas intermedias. Concentra en un período dado el impacto de los perfeccionamientos que se acumularon durante varias décadas en EEUU y alimenta esto haciendo un crecimiento rápido de la productividad del capital.

 

A lo que hay que añadir aún que la gran crisis y la guerra han retardado (al menos en Europa) la difusión de nuevas normas de organización del trabajo (tal como el proceso de trabajo fordista) o de nuevos métodos de gestión de empresas, siendo unos u otros, en gran parte, de origen norteamericano. El fin de las hostilidades permitió su puesta en marcha acelerada, que suscitó progresos muy importantes en la productividad (tanto del trabajo como del capital), en la medida en que esta aplicación se concentraba fuertemente en el tiempo.

 

De este modo se aseguró, por un tiempo, una valorización elevada del capital invertido, motor mismo del sistema. De repente, los problemas de realización pudieron ser fácilmente superados, porque esta valorización ha incitado a la inversión, y a la vez, ha permitido su financiamiento, sosteniendo la demanda a un nivel macroeconómico. Una demanda que, paralelamente, fue alimentada por las compras para el hogar, ya sea, vivienda o bienes de consumo durables: por este lado igualmente, las destrucciones, la usura, lo obsoleto hicieron desaparecer o desvalorizar edificaciones o equipamientos instalados e incitaron un reemplazo acelerado. Los mismos factores que explican la continuidad de la expansión explican igualmente la intensidad: tasas de ganancia elevadas y demanda dinámica empujaron al alza la tasa de acumulación, ampliando así la base de la actividad, aún cuando los factores que contribuían a esta actividad estaban dotados de una productividad fuertemente creciente por la rápida renovación de un capital fijo que integraba los últimos perfeccionamientos.

 

Esta presentación tiene la gran ventaja de explicar a la vez la existencia y el fin de la fase de expansión de la pos guerra. El crecimiento rápido y regular se terminó simplemente cuando se acabó la recuperación: el paréntesis abierto se volvió a cerrar. El número muy elevado de ocasiones rentables para invertir fue disminuyendo, a medida que fueron compensadas las destrucciones, la usura y lo obsoleto del capital fijo productivo. Por otra parte, cuanto más ganaba en amplitud la renovación del equipamiento de los países europeos, y más se reducían las ganancias excepcionales (y no renovables) derivando de  un cambio tardío del material y de la importación de los avances de la técnica americana: la productividad del capital empezó a decrecer. En cuanto al hogar, luego de haber procedido a una renovación acelerada de sus bienes de consumo durables viejos, gastados y pasados de moda, redujo su paso y retomó un ritmo de crucero. Tasas de ganancia elevadas y demanda dinámica, fundamentos de la expansión de pos guerra, fueron golpeadas entonces, y su degradación ha significado el fin de la gran fase de expansión de la pos guerra.

 

Toda esta descripción vale, se dirá, para los países europeos, pero no para EEUU. Lo que es exacto: los “Treinta Gloriosos” son europeos, incluso puede decirse que son los de los países del campo de batalla (Francia y Alemania, principalmente), y en menor medida, el Reino Unido. Pero el fin de los años magníficos hará desaparecer “la excepción” europea. Las tasas de ganancia en Europa están desde entonces, orientadas a la baja: se acercan en esto a la de las empresas americanas quienes, están ubicadas en una pendiente descendente desde las postrimerías de la segunda guerra mundial, a excepción de un remonte brutal, pero sin futuro, de 1962 a 1965.

 

Frente a esta caída de las tasas de ganancia, la regulación introducida después de la gran crisis y la segunda guerra mundial se rechaza, apareciendo su costo excesivo a partir de ahora. La ruptura interviene en el momento de la revuelta neo liberal de los años 1980, con Thatcher (que llegó al poder en 1979) y Reagan (en 1980). Este es mi marco fundamental de interpretación de la crisis actual: hemos reanudado con la era de 1929, una era de crisis mayores. Me parece significativo observar que desde esta ofensiva liberal, suprimidos los parapetos, dejada a sí misma, el sistema va de crisis en crisis, que ganan cada vez en gravedad: México en 1994-95, Sudeste asiático en 1997, Moscú en 1998 (prolongada en crisis latinoamericana) y hoy, finalmente, el centro, EEUU. También me parece significativo constatar que en estas ocasiones encontramos los rasgos que caracterizaban tan fuertemente a las crisis de finales del siglo XIX o de comienzos del siglo XX y que, desde entonces, habían desaparecido del paisaje de los países desarrollados: sobreacumulación, sobreendeudamiento, especulación. Evidentemente, la reproducción no es idéntica. Por un lado, se introdujeron numerosos estabilizadores, y muchos subsisten aún, a pesar de los esfuerzos de los liberales. Por otro lado, las tendencias fundamentales del sistema, enumeradas desde el comienzo de este artículo, han perseguido su ostentación, fragilizando la economía mundial, lo que ilustra bien, según mi opinión, la depresión actual.

 

 

LA DEPRESION ACTUAL

 

 

Estamos en presencia de una crisis de sobreacumulación, es decir, una acumulación que se ha realizado a un ritmo tal que no ha podido mantener, en el tiempo la tasa de ganancia con la que contaban los aportantes de capitales. Para encontrar el equivalente, a la misma escala, hay que remontarse tan lejos como a finales del siglo XIX o comienzos del siglo XX. Esto concierne al dominio de nuevas tecnologías (como lo ilustran las impresionantes sobrecapacidades, la multiplicación de los cierres de fábricas, la cascada de quiebras, etc.), pero sin duda, lo desborda ampliamente.

 

Contrariamente al discurso difundido, la “nueva economía” (de la que casi no se habla, dicho sea de paso), lejos de ser “inmaterial”, supone pesadas inversiones en bienes durables (equipamientos de redes de Internet, teléfonos móviles y redes correspondientes, computadoras y sus periféricos, microprocesadores y memorias, etc.). A pesar de volverse obsoletos rápidamente, estos materiales no escapan a su carácter de durables: no se desgastan más que en la duración, sus propietarios no están obligados a reemplazarlos en fechas dadas. La demanda correspondiente puede estar sometida, por lo tanto, a fluctuaciones de gran amplitud, un período de renovación intensa que puede continuarse con una caída brutal de los pedidos.

 

Es así que en lo que concierne a Internet, se ha podido constatar una fuerte sobreestimación de la demanda de los servicios suministrados, así como del precio que los consumidores estaban dispuestos a pagar para tener acceso a estos servicios. Se plantean dudas cada vez más serias en lo que concierne al futuro comercial de la fórmula “B to C” (business to consumer), y no es sorprendente comprobar que es en este terreno que la hecatombe de los start – up ha sido la más importante. El mercado actual de Internet a menudo está bastante restringido en la mayor parte de los países. El mercado potencial, por el contrario, podía parecer prometedor, pero ha sido ampliamente sobrestimado. La categoría más “conectada” es la de los gerentes y la de las profesiones intelectuales, pero uno puede hacerse legítimamente la pregunta de saber si esta mostraba el camino o si las otras categorías no iban a continuar sintiéndose poco involucradas por la nueva tecnología, cuando los problemas de seguridad del comercio en línea no se resuelven siempre.

 

En el terreno de las telecomunicaciones, el vector de impulso fulminante ha sido el teléfono móvil y se ha creído en la ilusión que el mercado continuaría creciendo al mismo ritmo exponencial. En realidad, la clientela mejor dispuesta se cubrió rápidamente, y la extensión del mercado fuera de esta clientela o la simple renovación de teléfonos móviles ya existentes ha implicado en todos los casos una tasa de crecimiento de las ventas (y de las ganancias) mucho más lenta que en el pasado. De ahí, una formidable acumulación de stocks, a lo que se agregan rápidamente dudas referidas a la amplitud del mercado de la telefonía móvil de tercera generación (UMTS) y sobre los plazos de colocación de los equipamientos correspondientes. En Europa, las licencias no han sido traídas más que a precios extraordinariamente elevados, y uno puede preguntarse con razón si la aportación de fondos dará rentabilidad alguna vez. Para llegar a esto, los operadores se han endeudado mucho, lo que no puede más que hacer mella en sus futuros márgenes de ganancia, entrañando el correspondiente hundimiento de las corridas bursátiles.

 

En cuanto a la informática, material y programas fueron instalados masivamente o renovados en las empresas norteamericanas (hasta representar más de la mitad de sus gastos de equipamiento a fines de los años 1990), y era evidente que el esfuerzo no podría mantenerse con este impulso. El efecto “año 2000” ilusionó, el temor al “defecto de los programas” arrastrando una explosión temporaria de gastos, que marcaba el final de una época, más que la apertura de una nueva. De hecho, el ritmo de crecimiento de la inversión tecnológica de las empresas se ha hundido, en EEUU, pero igualmente, aunque en menor grado, en Europa, y esto, mientras de parte de los particulares hay una cierta saturación en materia de demanda de PC.

 

Llevando adelante una política monetaria de excepcional agresividad, el Banco Central de EEUU, la FED, bajó sus tasas nueve veces desde el comienzo del año, con la esperanza de rectificar la economía norteamericana. Lo menos que se puede decir es que, por el momento, el éxito no acudió a la cita: EEUU está entrando en recesión. Es que la FED se encuentra frente a una situación totalmente inédita para ella, la de una crisis de sobreacumulación. ¿Qué efecto puede tener la baja de las tasas para un empresario confrontado a las numerosas sociedades que no dan más que pérdidas, a stocks vendidos a precio de liquidación o a las sobrecapacidades molestando en el horizonte? La reabsorción de una crisis de sobreacumulación no pasa por las tasas de interés cada vez más bajas, sino por una destrucción de valor, destrucción de empresas, de stocks, de capacidad de producción. Tal es la lógica del sistema capitalista, que no puede reconstituir las condiciones de progreso más que destruyendo lo que ha creado, que encuentra su ganancia en medio de las ruinas, que se choca recurrentemente con el exceso en un mundo en el que falta de todo.

 

La segunda novedad con la que se choca la política de la FED es la financierización de la economía norteamericana. Ya no tenemos solamente una superestructura de instituciones financieras, importantes, sofisticadas, que añaden su propia fragilidad a la de la economía real. Las finanzas, sus criterios, están presentes a partir de ahora en el universo de la producción. La primera manifestación de esta transformación es el lugar sin precedentes ocupado por las acciones en el patrimonio de los particulares: cerca de un norteamericano sobre dos es, directa o indirectamente, propietario de acciones. La segunda manifestación es que el endeudamiento de los hogares norteamericanos alcanza niveles altísimos, superando su ingreso disponible, lo que entraña una implicancia directa de las instituciones financieras en sus decisiones sobre los gastos. El ahorro negativo de los hogares norteamericanos es la tercera manifestación de la financierización: para el año 2000, tomado en su conjunto, estamos a – 9 mil millones de dólares, una situación extraordinaria, ya que no se lo había observado desde que existen las cuentas nacionales americanas, con la única excepción de dos años (1932 y 1933), significativamente situados en el curso de la gran crisis de 1929. Ahora bien, un ahorro negativo semejante supone que el habitual comportamiento de precaución de los particulares es abandonado y delegado por ellos al mundo de las finanzas.

Tales elementos contribuyen a explicar las dificultades de la FED. En efecto, si la situación por el momento, está bloqueada por parte de las inversiones de empresas, se puede girar hacia los hogares, esperando que la baja de las tasas los empujará a endeudarse para comprar. La especificidad de las dificultades actuales de la economía norteamericana viene porque este camino de salida es difícil de utilizar por haber sido utilizado demasiado en el pasado. Los norteamericanos no pueden reducir su ahorro para seguir acrecentando su consumo, (como podría ser el caso en otros países), ya que este ahorro ya no existe más. En cuanto a su endeudamiento, alcanza niveles tales que se puede pensar que a partir de ahora vacilarán en comprometerse más.

 

La tercera novedad con la que se enfrenta la FED no debería sorprender a nadie: la mundialización tiende a sincronizar los ciclos de los diferentes países, e impide así que la postración de la coyuntura en uno de los grandes polos de la economía mundial sea compensada por un movimiento en sentido inverso en uno u otro de los polos, como había ocurrido frecuentemente en el pasado. De repente, los responsables norteamericanos no deben tener en cuenta solamente el estado de su propia economía: desde ahora deben enfrentar la amenaza de una depresión mundial, como un efecto retorno del aterrizaje brutal de EEUU, una decadencia internacional de la actividad que no puede más que restringir sus propios márgenes de maniobra. Lo han olvidado demasiado fácilmente: si un mercado liberalizado fomenta la difusión de oleadas ascendentes, favorece también, en sentido inverso, el desencadenamiento de oleadas descendentes.

 

No es sorprendente que encontremos aquí las tres tendencias fundamentales del sistema, enumeradas al comienzo de este artículo, franqueando cada una de ellas un umbral cualitativo. La tendencia a la homogeneización es desde ahora la tendencia a la mundialización, mundialización de la relación de producción capitalista y del modelo anglosajón que se volvió cada vez más su forma predominante. Una mundialización que abre, sin límites, el campo de todo el planeta a una perturbación de parte de EEUU. Esta mundialización explica la intensidad de la crisis en que, restableciendo en todas partes el espacio social al del capital, instaura el paralelismo de los comportamientos e infla así la oleada americana. En América latina, en el Sudeste asiático, pero también en los países en vías de desarrollo desaparecieron o retrocedieron fuertemente las antiguas formas sociales de la pequeña producción que podían desempeñar un papel contracíclico, por su inercia, pero también por su débil capacidad de devolución de la onda depresiva. Por el contrario, la onda enviada por EEUU ha repercutido en las cuatro esquinas del planeta, retornó a EEUU y lo tira hacia abajo.

 

La tendencia a la diferenciación toma ahora la forma de la financierización, en que la rama financiera, separada del árbol capitalista, se desarrolla a punto tal que penetra la economía real. Lo que explica las dificultades encontradas para remediar la crisis. Lo que explica también, en gran parte, a la crisis misma. La regulación introducida después de los años treinta fue rechazada y las medidas tomadas trajeron un desarrollo sin precedentes de los mercados financieros, desarrollo suscitado por el estímulo al financiamiento directo (por la emisión de títulos), por los favores acordados a los fondos de pensión, o también por la liberalización del acceso a la Bolsa y a su modo de funcionamiento. Hay una relación evidente entre el conjunto de estas medidas y el fantástico inflamiento de la burbuja especulativa de los valores tecnológicos. ¿No es significativo constatar que el único precedente comparable a esta burbuja de la “nueva economía” (tanto en su amplitud como en sus efectos) es el de 1929, y que, después, transcurrieron cerca de 70 años sin que se pueda observar algo semejante? Ahora bien, es difícil poner en duda que esta burbuja ha desempeñado un papel importante (por no decir esencial) en la crisis de sobreacumulación actual, porque ha hecho perder todo sentido de la medida a los empresarios y ha drenado hacia los nuevos sectores masas enormes y desproporcionadas de capital. Una situación que ahora hará necesario purgar con el dolor, sobre todo el de los trabajadores. Está bien, me parece, la prueba que hemos reanudado con la era de las crisis mayores cuando se han destruido barreras y parapetos que habían impedido durante 70 años la renovación de la catástrofe de los años treinta.

 

En cuanto a la tendencia a la interconexión, está actuando más que nunca, como lo muestra la rapidez con la que la coyuntura americana se ha invertido, pasando, en algunos meses, de la cumbre al ras del suelo, como lo ilustra también la marcha en la que esta inversión ha ganado el mundo entero. La interconexión moderna de los mercados, de los países, de las regiones explica la velocidad con la que la epidemia se desparrama, pero también su amplitud, es decir, la superficie mundial cubierta. Así, en el segundo trimestre de 2001, las siguientes economías (primeras en el mundo) estaban simultáneamente estancadas (con relación al trimestre precedente): EEUU, Alemania, Japón. Al mismo tiempo, se notaba en Europa un retroceso del PBI en Italia y una desaceleración rápida en el Reino Unido y en Francia, mientras que en América latina y en el Sudeste asiático ya son numerosos los países en recesión o que toman ese camino.

Después de los espantosos atentados del 11 de septiembre, la mayoría de los comentaristas han aceptado la ineludible recesión americana con tanta diligencia como la que habían puesto para negar la eventualidad antes de esta fecha. Al establishment le gusta contar la historia de las fluctuaciones económicas al compás de los conflictos exteriores (conflictos petroleros, guerra del Golfo, etc.) Esta manera de proceder tiene la gran ventaja de enmascarar el papel de las contradicciones internas del sistema. En realidad, todos los que siguieron atentamente la evolución de la coyuntura americana saben que la recesión ya había comenzado antes del 11 de septiembre. El crecimiento en el curso del segundo trimestre había sido, en ritmo anual, de un insignificante 0,3%. La inversión estaba en caída libre, la producción industrial se contraía en agosto por el onceavo mes consecutivo, el retroceso de la actividad había llegado a los servicios, el número de horas trabajadas había disminuido fuertemente en julio y agosto, la tasa de desocupación había aumentado brutalmente, la confianza de los hogares se había degradado claramente y el repliegue del consumo, última defensa, estaba en ese camino. Los terribles golpes de Nueva York y de Washington no han hecho más que acelerar lo que estaba en marcha. Nuevas bajas de tasas de la FED no han impedido nada, y es interesante comprobar que las importantes remisiones de impuestos acordadas a los americanos en julio y agosto se demostraron inoperantes. Efectivamente, espantados por los despidos, los hogares pensaron sobre todo en reconstituir un ahorro que flirtea con el cero y en reducir un endeudamiento masivo, más bien que en consumir.

 

El conjunto de los elementos que preceden hacen pensar que hoy hay un riesgo real de una crisis seria en el ámbito mundial. En su magnanimidad, el sistema capitalista nos da a elegir, cuando las perturbaciones jalonan su recorrido, entre una crisis violenta pero breve, y una crisis menos intensa pero más larga. El primer término de la alternativa no es hoy el más probable, por el hecho de los numerosos estabilizadores introducidos, como hemos dicho, desde la gran crisis. Por el contrario, podemos manejar la hipótesis de grandes dificultades para sacar a la economía mundial fuera de atolladero en el que ha caído, y esto, contrariamente a lo que ha ocurrido con todas las recesiones registradas por el mundo desarrollado desde el final de la segunda guerra mundial.

 

   

 

   
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