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A propósito de La mujer, el Estado y la revolución, de Wendy Z. Goldman

Amor y Revolución

26/02/2011

“Si logramos que de las relaciones de amor desaparezca el ciego, exigente y absorbente sentimiento pasional; si desaparece también el sentimiento de propiedad lo mismo que el deseo egoísta de ‘unirse para siempre al ser amado’; si logramos que desaparezca la fatuidad del hombre y que la mujer no renuncie criminalmente a su ‘yo’, no cabe duda que la desaparición de todos estos sentimientos hará que se desarrollen otros elementos preciosos para el amor. Así se desarrollará y aumentará el respeto hacia la personalidad del otro, lo mismo que se perfeccionará el arte de contar con los derechos de los demás; se educará la sensibilidad recíproca y se desarrollará enormemente la tendencia de manifestar el amor no solamente con besos y abrazos, sino también con una unidad de acción y de voluntad en la creación común”. Discutía contra esa peculiar forma de la pasión que acompaña al modelo del “amor romántico” burgués, que no es nada menos que el sentimiento de propiedad trasladado a las relaciones personales, cosificando a las personas y engendrando los celos y también la violencia. Planteaba una perspectiva libertaria para el amor entre los seres humanos, acompasada por los ritmos de una revolución social que lo transformaba todo.

Con esas palabras, Alexandra Kollontai cerraba su Carta a la Juventud Obrera de 1921, también publicada como El amor en la sociedad comunista. Su voz fue una de las tantas que se alzaron en los primeros años de la Revolución Rusa de 1917 para debatir sobre el amor, el matrimonio, las uniones libres, la sexualidad, la extinción de la familia, la socialización del trabajo doméstico, la educación de los niños, el derecho al divorcio y al aborto, entre tantas otras cuestiones que hacen a la vida cotidiana.

Y estos debates, sus avances y retrocesos, el desgarramiento entre una sociedad nueva por nacer y la vieja sociedad reaccionaria y opresora que se derrumbaba, se describen y analizan en La mujer, el Estado y la revolución, una exhaustiva investigación de la historiadora norteamericana Wendy Z. Goldman que por primera vez se presenta en castellano en esta edición conjunta de la agrupación de mujeres Pan y Rosas y Ediciones del IPS.

El amor en tiempos de revolución

¿Cómo crear una legislación para un Estado que se concebía, desde su inicio, destinado a perecer? El Código Civil de 1918, resultante de profundos debates y estudios de juristas, intelectuales y dirigentes bolcheviques, no tenía parangón en la legislación más avanzada de los países centrales europeos. Y, sin embargo, como señala Wendy Z. Goldman, “a pesar de las innovaciones radicales del Código, los juristas señalaron rápidamente ‘que esta legislación no es socialista, sino legislación para la era transicional’. Ya que este Código preservaba el registro matrimonial, la pensión alimenticia, el subsidio de menores y otras disposiciones relacionadas con la necesidad persistente aunque transitoria de la unidad familiar. Como marxistas, los juristas estaban en la posición extraña de crear leyes que creían que pronto se convertirían en irrelevantes”. Garantizar la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, pero especialmente trabajar en la transformación radical de todo aquello que obstaculizara la igualdad ante la vida, donde las mujeres permanecían esclavizadas en el embrutecedor trabajo doméstico, víctimas de opresivas costumbres ancestrales que era necesario arrancar de raíz de la cultura y la vida social soviéticas.

Nada de esto podía resultar una tarea sencilla en medio de la guerra imperialista, la guerra civil, las sequías y hambrunas que asolaban al naciente Estado obrero. Sin embargo –como señalamos en el prólogo a La mujer, el Estado y la revolución– “las dificultades no eran óbice para un pensamiento audaz de los dirigentes bolcheviques, que sobrevolaba por encima de los aprietos que imponía la realidad. (...). La vida privada era un objetivo de la revolución en curso, como si aquella otra consigna de que ‘lo personal es político’, levantada por las feministas de los años ’70, se encontrara anticipada en las ideas que el bolchevismo tenía sobre la emancipación de las mujeres”.

Ellos y ellas se atrevieron, no sólo a tomar el poder, sino a tomar el cielo por asalto, pensando nuevas formas de relaciones humanas, despojadas de la coerción, la represión, el despotismo y la mezquindad familiar. Imaginaron que el comunismo no era sólo una asociación de productores libres sino también una sociedad donde, como dijera el sociólogo Vol’fson, parafraseando a Engels, “la familia será enviada a un museo de antigüedades, donde yacerá junto a la rueca y el hacha de bronce, a la calesa, la máquina de vapor y el teléfono de cable”.

Sobre ésta como sobre tantas otras cuestiones, los bolcheviques no tenían una sola opinión, los había más libertarios y más conservadores. Pero todos actuaban con el convencimiento de que la revolución no es sólo un asunto público, sino que debe transformar de manera permanente todos los ámbitos de la vida privada, especialmente para quienes han sufrido las vejaciones, las injurias y la milenaria opresión a que los ha condenado la sociedad de clases. Era la herencia de aquel espíritu libertario de comunistas y socialistas utópicos; de esa crítica implacable que, con ironía y desenfado, Marx y Engels le habían propinado al matrimonio burgués y la familia; la herencia revolucionaria que ahora podía tomar cuerpo, transformando la vida de millones de seres humanos.

El amor en tiempos de reacción

¿Y no es acaso ese tesón y esa confianza en las ideas revolucionarias uno de los aspectos más valiosos de estas experiencias que subvirtieron la vida de millones de hombres y mujeres?

Fue necesaria la derrota de los levantamientos revolucionarios de los obreros de la moderna Europa; la persecución y el aislamiento en cárceles, campos de trabajo forzoso; fueron necesarios el exilio, los juicios fraguados y el fusilamiento de miles de estos revolucionarios para que –paradójicamente– en nombre del socialismo, se limitara el desarrollo de la socialización de los servicios de guarderías, lavaderos y comedores, para que se desenterrara el culto a la familia, para que se estableciera que el matrimonio civil era la única forma legal de unión frente al Estado, para se suprimiera la sección femenina del Comité Central del Partido Bolchevique, para que se volviera a penalizar la homosexualidad como en tiempos del zarismo y se criminalizara la prostitución, para que se prohibiera el aborto y se desacreditaran las ideas que se debatían ardientemente en los primeros años de la revolución.

La reacción estalinista no tenía nada en común con las mejores tradiciones del socialismo, que impregnaron de un espíritu profundamente libertario los primeros debates de los revolucionarios rusos. Más bien, el estalinismo fue todo su contrario y miles de deportados, presos y asesinados lo atestiguaron con sus vidas.

Encabezamos el prólogo de esta obra de Wendy Z. Goldman con una frase de Trotsky que dice: “todo el que se inclina ante los hechos consumados es incapaz de preparar el porvenir”. La burocracia estalinista se inclinó ante los hechos consumados, pero pérfidamente, haciendo de la necesidad, virtud, llamó a esto, “socialismo”. Éste ha sido, quizás, el crimen más grotesco, siniestro y de consecuencias más graves para los explotados y oprimidos. Como señala Wendy Z. Goldman, contra la reacción emprendida por el estalinismo –que, en cuanto a la política familiar y la vida social no se fundaba en ninguna limitación económica, sino en condicionamientos exclusivamente ideológicos–, “la tragedia de la reversión en el campo de la ideología no fue sencillamente el haber destruido la posibilidad de un nuevo orden social revolucionario, aunque millones habían sufrido y muerto precisamente por este motivo. La tragedia fue que el partido siguió presentándose como el heredero genuino de la visión socialista original. (...). Y la tragedia más grande de todas es que las generaciones subsiguientes de mujeres soviéticas, desheredadas de los pensadores, las ideas y los experimentos generados por su propia Revolución, aprendieron a llamar a esto ‘socialismo’ y a llamar a esto ‘liberación’”.

El estalinismo, apoyándose en las clases más atrasadas de la sociedad, tomó de ellas sus prejuicios patriarcales ancestrales y reprodujo esa moral pequeñoburguesa de las masas campesinas. Otras experiencias inspiradas en el modelo estalinista, como incluso las ideas enarboladas por partidos-ejércitos guerrilleros repitieron esto. Bajo sus órdenes, se condenó a las mujeres a ocupar el mismo sitio a la que las clases dominantes la habían limitado, se enalteció el matrimonio heterosexual y se condenaron otras formas de relaciones amorosas, se persiguió y se asesinó a los homosexuales... ¿Pueden considerarse estos crímenes apenas una “irregularidad”, un “error” del cual después exculparse?
Trotsky señalaba que uno de los aspectos esenciales que caracteriza a una revolución socialista es la metamorfosis que, luego de la toma del poder y mediante una lucha interna constante, engloba al conjunto de las relaciones sociales: “las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio”. Las clases dominantes prefieren la estabilidad y el equilibrio. También las burocracias que, en nombre de la revolución, usurpan su protagonismo a las masas. La revolución, en cambio –y el marxismo revolucionario- no admite equilibrios y lo convulsiona todo. Por eso, es enemiga de los prejuicios sostenidos por las clases dominantes y las camarillas parasitarias de la revolución.

Esos crímenes, cometidos en nombre del socialismo, son los que permitieron embellecer las democracias imperialistas que cooptaron a los movimientos de lucha contra la opresión sexual, los que se vieron, a su vez, cada vez más alejados de una alianza con el movimiento obrero en la lucha por un cambio radical de la sociedad.

El amor en tiempos de restauración

De nuestros tiempos ya no habla el libro de Wendy Z. Goldman. ¡Pero qué bueno es un libro cuando nos hace pensar sobre aquello que dice y nos abre algunas pistas para pensar sobre lo que no dice! ¿Estamos mejor o peor que en tiempos de la revolución rusa, hace casi un siglo atrás?
Nunca antes, como en el período del neoliberalismo, los derechos de las mujeres, de las minorías, de la infancia, el respeto de las identidades y la libertad sexual se difundieron y cristalizaron en leyes, instituciones, organizaciones no gubernamentales, protocolos internacionales, etc. Pero paradójicamente, mientras hasta las instituciones financieras internacionales tienen sus “secretarías de género y desarrollo”, los planes económicos y las políticas neoliberales provocaron que los antiguos vejámenes contra las mujeres se convirtieran en ingentes negocios, como por ejemplo, la prostitución y la trata de mujeres para la explotación sexual, la pornografía, etc.

En el mundo contemporáneo, el capitalismo se solaza en modelos puritanos de reaccionarios y fundamentalistas, al tiempo que desarrolla el mayor mercado legal e ilegal jamás conocido para el goce ilimitado del individuo; discute y avanza sobre derechos de los más desprotegidos y, al mismo tiempo, dispone de todas las posibilidades para violarlos sistemáticamente. Propone nuevos modelos de relaciones personales, sin liquidar los prejuicios y las estructuras más arcaicas.

Las campañas contra el abuso infantil conviven con la liberación de las fronteras para el tráfico de niñas y niños de los países semicoloniales a las grandes metrópolis; derechos igualitarios y respeto a la diversidad que integran a ciertos excluidos a la norma, mientras en los márgenes, los que aun permanecerán excluidos siguen siendo víctimas de feroces represiones institucionales y privadas. Si hay mayor grado de libertad sexual para las mujeres, a su lado crece el comercio de la estética, el negocio de la prostitución masculina y el aliento del consumo infinito para la obtención de una imagen de perfección y eterna juventud. Si hay más derechos civiles para los homosexuales, a su lado se multiplican los negocios que incentivan el turismo, el ocio y la diversión gay friendly basados precisamente en el mantenimiento del “ghetto”. Como señala Daniel Bensaïd en su libro Los irreductibles, “la defensa de la diferencia se reduce entonces a una tolerancia liberal represiva, simple reverso proteccionista de los intereses de los consumidores por asociaciones de la homogeneización del mercado”.

En ese océano de individuos sin individualidad, las relaciones interpersonales se degradan para convertirse en una gran farsa en la cual, como decía Alexandra Kollontai, no hay más que la satisfacción “del individualismo más grosero que caracteriza nuestra época”: el de los sujetos que tratan de huir de la soledad haciéndose creer, mutuamente, que lo son todo para el otro. En el ¿mejor? de los casos, un “individualismo de a dos”, como decía la dirigente bolchevique.

Y por casa, ¿cómo andamos?

¿Las revolucionarias y revolucionarios tenemos algo para decir sobre todo esto? Y además de lo que podríamos decir, ¿podemos mostrar otras formas de relaciones interpersonales que, sin estar exentas de desgarrantes contradicciones, también prefiguren lo más libertario, profundo y sensible del futuro que ambicionamos liberado de toda opresión?

En un mundo donde los derechos democráticos conquistados y por conquistarse por el movimiento de mujeres, los movimientos GLTTB y otros sectores oprimidos, se han convertido en “sentido común”, han cristalizado en organizaciones no gubernamentales y políticas estatales, debemos volver a preguntarnos dónde reside la radicalidad de nuestro programa y nuestra práctica como militantes revolucionarios. Estar en la primera fila de la lucha por el derecho al aborto, por los derechos de las mujeres trabajadoras, por todos los derechos civiles para gays, lesbianas y transexuales no nos exime de cuestionarnos profundamente de qué manera la inclusión en la norma amortigua los efectos más revulsivos de la disidencia y regula el circuito de nuevas marginaciones y exclusiones. No podemos eludir, ante cada derecho conquistado que cambia enormemente la vida de millones de seres humanos, la responsabilidad de seguir denunciando el férreo control que el sistema capitalista –a través de múltiples instituciones- le impone a nuestras vidas, a nuestras relaciones interpersonales, a nuestra sexualidad.

La mujer, el Estado y la revolución nos permite asomarnos a esa visión ambiciosa, creativa, rupturista, de vanguardia, de los líderes bolcheviques de hace un siglo atrás. Y pensar, un siglo después, si los revolucionarios de hoy somos capaces de crear un ámbito de reflexión y construcción de relaciones más libres, comprometidas y diversas que cuestionen la naturalización que hace la sociedad burguesa de la opresión de las mujeres, la discriminación de lesbianas y homosexuales, la marginación de quienes construyen otras formas de relaciones interpersonales que no se amoldan a la pareja heterosexual convencional.

El libro de Wendy Z. Goldman, más allá de ser una minuciosa y recomendable investigación histórica para quienes quieran adentrarse en los aspectos menos conocidos de la Revolución Rusa de 1917 y del proceso de reacción termidoriana del estalinismo, tiene el mérito de provocarnos un cuestionamiento más profundo de nuestras convicciones revolucionarias, para quienes creemos que no sólo de luchas sindicales o democráticas y programa político vivimos los revolucionarios. Los militantes, especialmente los jóvenes, pero también todas aquellas trabajadoras, trabajadores y estudiantes que despiertan a la vida política tienen el desafío de apropiarse de estas ideas libertarias que la revolución obrera despertó hace casi un siglo atrás, para atreverse a tomar el cielo por asalto.

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