FT-CI

Polémica con Perry Anderson

Imperialismo, Ultraimperialismo y Hegemonía al comienzo del siglo XXI

01/01/2003

En el número de septiembre / octubre del 2002 de la nueva New Left Review, en un importante artículo editorial llamado “Fuerza y consenso”, Perry Anderson analiza los cambios de la política norteamericana y el estado de las relaciones entre EE.UU. y Europa, despejando la retórica que ha acompañado las divergencias a uno y otro lado del Atlántico, para determinar “los parámetros subyacentes de la situación internacional actual.” Para esto se plantea tres preguntas analíticas: “¿En qué medida la línea de la administración Republicana en Washington hoy representa una discontinuidad con políticas americanas anteriores? Dentro de esta medida, qué es lo que explica esta discontinuidad? ¿Cuáles son las consecuencias probables del cambio?” Buscando contestar todo esto, Anderson trata de ir más allá de la coyuntura, en una perspectiva a largo plazo y de determinar cuáles fueron las bases de la hegemonía norteamericana establecidas al final de la Segunda Guerra Mundial.

Así, afirma que: “Desde el comienzo, Washington persiguió dos objetivos estratégicos integralmente conectados. Por un lado, los norteamericanos se propusieron hacer del mundo un lugar seguro para el capitalismo. Eso significó como prioridad No. 1 contener a la URSS y detener la difusión de la revolución más allá de sus fronteras... Por otro lado, Washington se determinó a asegurar una primacía americana incontestada dentro del capitalismo mundial... Una vez que este armazón estuvo en su lugar, el boom del tiempo de guerra del capitalismo americano se extendió con éxito tanto a las potencias aliadas como a las derrotadas, para beneficio común de todos los estados de la OCDE.”

Siguiendo en su argumento, más adelante plantea que: “Durante los años de la Guerra Fría, hubo poca o ninguna tensión entre estos dos objetivos fundamentales de la política americana. El peligro del comunismo hacia las clases capitalistas en todo el mundo, incrementado en Asia por la Revolución China, significó que virtualmente todos estaban contentos de ser protegidos, asistidos y vigilados por Washington.”

“La desaparición de la URSS marcó la victoria completa de los EE.UU. en la Guerra Fría. Pero, de la misma manera, el nudo que ligaba los objetivos básicos de la estrategia global americana se volvió más laxo. La misma lógica ya no integró sus dos metas en un sólo sistema hegemónico. Una vez que el peligro comunista fue barrido del tablero, la primacía americana dejó de ser un requisito automático de la seguridad del orden establecido tout court. Potencialmente, el campo de las rivalidades inter-capitalistas, no ya solamente al nivel de las empresas sino de estados, volvió a resurgir, mientras -en teoría- los regímenes europeos de Asia oriental podrían ahora contemplar grados de independencia inconcebibles durante la época del peligro totalitario. Había otro aspecto todavía para este cambio. Si la estructura consensual del dominio americano ahora carecía de las mismas vigas externas, su superioridad coercitiva, de un solo golpe, se reforzó abrupta y masivamente. Porque con la desaparición de la URSS, ya no había ninguna fuerza compensatoria en la tierra capaz de resistir el poderío del ejército americano. Estos cambios interrelacionados eventualmente se ligaron para alterar el papel de los Estados Unidos en el mundo.”

Efectivamente, como planteamos en otro artículo de esta revista, la liquidación de la ex URSS ha potenciado la rivalidad entre las potencias imperialistas, al mismo tiempo que la abrumadora supremacía militar norteamericana, sin el contrapeso del poderío nuclear soviético, ha ampliado los márgenes de maniobra de EE.UU. en la escena internacional, reforzando su “superioridad coercitiva”. Pero, ¿responde sólo a esto la alteración del papel de EE.UU. en el mundo?

¿Está o no declinando la hegemonía norteamericana?

Perry Anderson señala correctamente las “vigas externas” que constreñían al poderío norteamericano. Pero pasa por alto, las constricciones económicas e internas que inclinan su dominio hacia una forma menos “consensual”.

En el cenit de su hegemonía y a la salida de la Segunda Guerra Mundial, cuando los imperialismos competidores y aliados habían quedado destruidos o extenuados por la guerra, la economía de EE.UU. daba cuenta de casi el 50% del Producto Bruto Mundial, siendo a su vez abrumadoramente más avanzada y eficiente. Esto le otorgó un enorme poder de atracción que fue la base, junto a la necesidad de nuevas fuentes de valorización para el capital norteamericano, para la extensión del americanismo. Desde los ‘70 hasta hoy, la realidad insoslayable es la división del mundo en tres bloques imperialistas con un poder económico más o menos equivalente, más allá de las alteraciones parciales en la relación de fuerzas entre dichos bloques a lo largo de estas últimas décadas.

A su vez, en el plano interno, la declinación de la economía de EE.UU. se expresó en un aumento de la desigualdad social comparado con los años del “boom”, siendo el país desarrollado que tiene la brecha más aguda en la distribución del ingreso entre el sector más alto de su población y el sector más empobrecido. Hoy en día, hay más de cuarenta millones de personas que viven por debajo de los niveles de pobreza mientras ha aumentado la explotación de la fuerza de trabajo como demuestran los ritmos extenuantes y el aumento de las horas trabajadas anualmente por la población trabajadora.

Estos dos elementos, el retroceso relativo de la posición dominante de EE.UU. en la economía internacional y la fuerte regresión social que vino aparejada en el plano interno, son la fuente central de los impulsos reaccionarios del rol de los EE.UU. en la arena internacional, que intenta conservar la posición de éstos en el mundo, a pesar de las tendencias a su declinación histórica, más allá del fortalecimiento relativo que le implicó la década del ’90. Esta perspectiva histórica, que escuelas no marxistas como los teóricos del sistema mundial, I. Wallerstein y G. Arrighi, vienen señalando desde hace años, está ausente sorprendentemente en el análisis de un historiador de la talla de Anderson.

¿Se ha roto el equilibrio inestable de los ‘90?

Brillantemente, Anderson describe las condiciones que posibilitaron el fortalecimiento relativo de EE.UU. con respecto a sus competidores durante los ‘90 [1], comparado con las décadas pasadas desde el inicio de la crisis de acumulación capitalista a principios de los ‘70. “Dos años después, la escena parece muy diferente... ¿en qué aspectos?”, se pregunta. Delimitándose de los análisis impresionistas que hacen una separación absoluta entre la política imperialista del actual gobierno de Bush y la de la década pasada con Clinton, como por ejemplo el de Toni Negri que criticamos en esta revista, Anderson señala que “... tales mutaciones de estilo no significaron ningún cambio en los objetivos fundamentales de la estrategia global americana que han permanecido completamente estables durante medio siglo. Dos procesos, sin embargo, han modificado radicalmente las formas en las que actualmente se desempeñan.”

Reseñando estas modificaciones señala que: “...dos cambios de circunstancia -la inflamación del nacionalismo popular luego del 11 de septiembre fronteras adentro, y la nueva latitud abierta por la RAA [revolución en los asuntos militares, N. de R.] fronteras afuera- han sido acompañadas por un cambio ideológico. Éste es el elemento principal de discontinuidad en la estrategia global americana actual. Donde la retórica del régimen de Clinton hablaba de la causa de la justicia internacional y la construcción de una paz democrática, la administración Bush ha enarbolado el estandarte de la guerra contra el terrorismo. Éstas no son ideas incompatibles, pero el orden de énfasis asignado a cada una se ha alterado. El resultado es un pronunciado contraste de atmósfera. La guerra contra el terrorismo orquestada por Cheney y Rumsfeld es un aglutinador más estridente, si acaso también más frágil, que las empalagosas piedades de los años de Clinton-Albright. El rédito político inmediato de cada uno también es diferente. La nueva y más afilada línea de Washington ha caído mal en Europa, donde el discurso de los derechos humanos era y es especialmente apreciado. Aquí la línea anterior es claramente superior como modismo hegemónico.”

Dejando de lado la ponderación del avance técnico militar, que indudablemente ha mejorado las capacidades de EE.UU. para realizar la guerra, es evidente que el 11/09 fue un acontecimiento fundamental. No sólo en el sentido que señala Anderson, para posibilitar una recreación del patriotismo, sino principalmente como catalizador y acelerador de las contradicciones que se venían acumulando en la situación internacional y en los propios EE.UU. El atentado a los símbolos del poder norteamericano, en forma bárbara puso de manifiesto la vulnerabilidad externa de EE.UU. y un cambio en la relación entre el centro y la periferia, con un mayor impacto de la inestabilidad de ésta sobre el primero. El mayor dominio de EE.UU. sobre el mundo, en las últimas décadas ha redundado en importar a su interior todas las contradicciones de la situación internacional. El terrorismo de alcance internacional en el plano de seguridad y las fuertes presiones deflacionarias que provienen de la crisis de la economía mundial, son sus dos manifestaciones más agudas en la actualidad.

En el plano interno, las bancarrotas corporativas y la crisis del mercado bursátil, son expresión de la emergencia de una crisis social en EE.UU., que golpea a la población con rentas bajas y por lo tanto a grandes sectores de la comunidad, con el potencial de afectar profundamente al débil sistema político norteamericano, unido por uno y mil lazos al capital financiero y basado en la manipulación de la opinión pública por los medios de comunicación. La hegemonía que el capital financiero gozó durante todas estas décadas y que le permitió a EE.UU. exportar su crisis sobre el resto de las potencias imperialistas y la periferia, causando estragos en la economía internacional, hoy se vuelve contra sí como producto de un efecto “boomerang”.

Todos estos elementos señalan una ruptura del equilibrio inestable de los ‘90. En este sentido, el bushismo no sólo representa un cambio ideológico con respecto al anterior gobierno como señala Anderson, sino que fundamentalmente representa una respuesta con importantes rasgos bonapartistas al cambio en las condiciones internas y externas en las que se apoyó el relativo fortalecimiento de EE.UU. en la última década. El gobierno de Bush busca abroquelar detrás de un enemigo externo y un creciente militarismo, el temor de la población frente a la incertidumbre económica y de seguridad que la afecta. Esta política exterior agresiva, acompañada en lo interno por toda una legislación represiva y de restricción de las libertades democráticas, busca reeditar mediante golpes de mando y una política de fuerza, las condiciones que posibilitaron el poderío norteamericano durante los ‘90.

Una omisión: el control de las rutas del petróleo, un arma estratégica de la disputa interimperialista

Coincidimos con los tres factores que Anderson señala como los motivos principales para la proyectada guerra contra Irak. El primero, la necesidad de un resultado más concluyente contra el terrorismo que la victoria en Afganistán. El segundo, responde a un cálculo de naturaleza más estratégica: dar una lección al desafío por parte de otros países del oligopolio nuclear tradicional, estableciendo la necesidad de la guerra preventiva y su derecho a imponer “cambios de régimen” contra quien se le antoje. Una tercera razón es más directamente política y está ligada a la situación del mundo árabe, donde un sistema de control demasiado externo e indirecto, permite que germinen fuerzas y sentimientos aberrantes, como lo demuestran los orígenes de los atacantes del 11/09. Anderson concluye que “la conquista de Irak, por contraste, le daría a Washington una enorme plataforma rica en petróleo en el centro del mundo árabe, sobre la cual construir una versión ampliada de la democracia al estilo afgano, diseñada para cambiar todo el paisaje político de Medio Oriente.”

Haciendo un balance de los pro y los contra de un eventual ataque sobre Irak, más adelante señala que, aunque implica un riesgo: “La operación está claramente dentro de las potencialidades americanas, y sus costos inmediatos -indudablemente habrá algunos- en esta etapa no aparecen como prohibitivos.” Más allá del mayor o menor énfasis que nosotros podamos hacer en alguno de los aspectos que subyacen en relación a la campaña norteamericana contra Irak, nos parece que tanto los motivos como las perspectivas inmediatas que Anderson plantea respecto a la misma resultan sensatos.

Llegado a este punto, Anderson se pregunta: “¿Por qué entonces la perspectiva de la guerra despertó tal inquietud, no tanto en Medio Oriente, donde las protestas de la Liga Árabe son muy formales, sino en Europa?” En primer lugar, se responde que la fuerte presencia de musulmanes en Europa hacen a los estados del viejo continente más temerosos de los riesgos que puede tener cualquier acción sobre el Medio Oriente. A su vez, “los países de la UE, mucho más débiles como actores políticos o militares a escala internacional, son inherentemente más cautos que los Estados Unidos.” Ligado a esto, Anderson señala que: “En general, mientras los estados europeos saben que son subalternos a EE.UU., y aceptan su status, detestan que se lo refrieguen en la cara públicamente...” [2].

Coincidimos nuevamente con los fundamentos que Anderson plantea sobre la rispidez entre EE.UU. y Europa con respecto a la eventual guerra contra Irak. Sin embargo, a nuestro modo de ver, hay un punto central que omite sorprendentemente al tratarse de un artículo que analiza tan meticulosamente las relaciones entre las potencias imperialistas. Nos referimos a las consecuencias ominosas que tendría para Europa (y también para Japón o, según el Departamento de Estado, para otro “competidor estratégico” como China), el control directo por EE.UU. y el aumento de su influencia político militar en esta zona del planeta rica en petróleo. Este podría ser utilizado como un arma por EE.UU. para obtener un poder de negociación mayor en sus disputas comerciales con los otros centros de poder, buscando asegurarse una ventaja geopolítica que le permita consolidar su posición hegemónica y profundizar el carácter subalterno del resto de las naciones imperialistas. Esta significativa omisión por parte de Anderson, responde a una lógica más general.

Ultraimperialismo, Imperialismo y Hegemonía al comienzo del siglo XXI

El meollo teórico del artículo de Anderson, está cuando plantea que: “Librada a sí misma, la lógica de tal anarquía (de la competencia capitalista, N. de R.) sólo puede ser una guerra mutuamente destructiva, parecida a la que describió Lenin en 1916. Kautsky, por contraste, abstrayéndose de los intereses en lucha y de la dinámica de los estados concretos de aquel tiempo, llegó a la conclusión de que el futuro del sistema -por sus propios intereses- dependía de la emergencia de mecanismos de coordinación capitalista internacional capaces de trascender dichos conflictos, o lo que él llamó ‘ultra-imperialismo‘. Esta era una perspectiva que Lenin rechazó como utópica. La segunda mitad del siglo produjo una solución que ninguno de los dos imaginó, pero que fue vislumbrada intuitivamente por Gramsci. En su debido tiempo se vio claramente que el problema de la coordinación podía ser resuelto satisfactoriamente sólo por la existencia de un poder superior, capaz de imponer la disciplina en el sistema de conjunto, por los intereses comunes de todos los partidos. Tal ‘imposición’ no puede ser un producto de la fuerza bruta. También debe corresponder a una capacidad genuina de persuasión -idealmente, una forma de dirección que pueda ofrecer el modelo más avanzado de producción y cultura de su tiempo, como un objeto de imitación para todos el resto. Esa es la definición de hegemonía, como una unificación general del campo del capital.”

En otro artículo de esta revista, mostramos la enorme utilidad que tiene el concepto gramsciano de hegemonía para comprender el orden de dominio establecido por EE.UU. en la posguerra, cuando una vez dirimida la disputa por la hegemonía mundial las disputas interimperialistas se amortiguaron y EE.UU. fue capaces de liderar las condiciones de reproducción del mundo capitalista no sólo en su provecho, sino garantizando el interés de sus antiguos rivales. Pero Anderson deshistoriza este concepto, al extenderlo a toda la segunda mitad del siglo XX sin distinguir los distintos periodos de la hegemonía norteamericana [3] y oponiéndolo a las tesis del imperialismo planteadas por Lenin. En este paso va más allá del mismo Gramsci, que nunca opuso sus conceptos a la teoría del imperialismo.

Hoy, la oposición a esta teoría proviene desde dos ángulos. Los que frente a la mayor extensión geográfica de las relaciones capitalistas y la mayor internacionalización de las fuerzas productivas retoman el esquema del “ultraimperialismo” planteado por Kautsky, hablando de una globalización armónica o transnacionalismo. Por otro lado, los que basados en el fuerte desequilibrio de poder presente en el actual sistema internacional, entre EE.UU. y el resto de las potencias, plantean las tesis del “superimperialismo” [4] . Anderson no plantea esta última tesis, que sostienen abiertamente los que auguran un hiperpoder norteamericano para el siglo XXI, pero al minimizar las divisiones interimperialistas se desliza en esta dirección.

La operación teórica realizada por Anderson, lejos de aumentar el poder explicativo de los conceptos gramscianos sobre la realidad los vuelve más abstractos, capaces de dar cuenta de muchas de las características exteriores del hegemón, pero no de sus leyes del movimiento, de su dinámica y por lo tanto de las posibilidades de subvertirlo. Anderson, no puede apreciar que la mayor y más asidua apelación a la fuerza no sólo es una expresión del aumento de su margen de maniobra en el terreno militar y de su mayor confianza después de su victoria contra la URSS como él plantea, sino también de una potencial debilidad de largo plazo.

De esta manera las categorías de “fuerza” y consenso”, herramientas útiles para explicar las características del dominio de la potencia hegemónica, en Anderson se vuelven inertes e impiden apreciar los puntos de quiebre del sistema hegemónico al no tomar en cuenta las tendencias a la declinación histórica de EE.UU. y, en un plano más inmediato, la ruptura del equilibrio inestable de los ‘90.

Esta unilateralidad de su análisis no es un error casual en un observador tan agudo como Anderson, sino que es una expresión del profundo escepticismo que embargó al autor después de 1989, al considerar la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS como una “derrota final” que eliminó del horizonte toda perspectiva revolucionaria.

¿“Chisporroteos” en la economía norteamericana o tendencias a la ruptura del equilibrio capitalista?

Anderson plantea que la cuestión política relevante en relación a las divergencias entre Europa y EE.UU., es si éstas pronostican alguna fisura o modificación mayor en el equilibrio de poder interimperialista. Basado en el hecho de que “...hoy la UE no está en posición alguna de desviar o desafiar cualquier iniciativa americana importante”, cuestión con la que coincidimos, Anderson pronostica que después de la invasión a Irak y con la instauración de una tibia “democracia” árabe en ese país, al igual que ayer en Yugoslavia y en Afganistán, “la tormenta en la taza de té atlántica no durará mucho tiempo. La reconciliación (entre Europa y EE.UU.) es muy predecible, desde que el cambio actual del énfasis sobre lo que es ‘cooperativamente aliado’ de lo que es ‘distintivamente americano’ dentro de la ideología imperial es, por su naturaleza, probablemente efímero.”

No negamos un escenario de este tipo, que frente al peligro que significaría la manifestación de una falla abierta entre los dos bloques aliados más importantes de Occidente, tanto EE.UU. como Europa intenten algún camino hacia la conciliación, como imploran sectores a uno y otro lado del Atlántico temerosos por las consecuencias que el “unilateralismo” norteamericano podría acarrear para el sistema mundial. Pero la clave de un análisis marxista es ubicar las crecientes divergencias entre EE.UU. y Europa, así como su posible dinámica en el marco de la totalidad de las relaciones del sistema capitalista mundial. Llegado a este punto, la ausencia de un análisis profundo del estado de salud de la economía norteamericana y mundial es una debilidad del artículo que transforma el análisis en excesivamente político y geopolítico, desligándolo de las tendencias de la economía capitalista que son las que determinarán junto a las operaciones militares y diplomáticas y el nivel de la lucha de clases, el grado y la probable evolución de las divergencias entre EE.UU. y Europa, así como de las demás potencias.

Anderson al pasar señala la existencia de “chisporroteos” en la economía norteamericana. Si este fuera el caso, una victoria rápida en Irak podría restablecer o extender el equilibrio inestable de la década pasada y que las divergencias interimperialistas se vayan absorbiendo. No lo descartamos. Pero no lo vemos como más probable. Llamar “chisporroteos” a una economía que ha venido sufriendo la pérdida accionaria más importante de su historia, con bancarrotas de grandes colosos corporativos como Enron o World Com y en el marco de que la economía mundial está sometida a las presiones deflacionarias más importantes desde los años ‘30, es un término poco feliz y una perspectiva muy facilista de las vías en que la economía capitalista puede reencontrar un nuevo equilibrio.

Lejos de una salida fácil a la crisis mundial, las tendencias de la economía pronostican una mayor probabilidad de la incursión del elemento catastrófico y una tendencia a la ruptura del equilibrio capitalista. Si este fuera el caso, el aumento de las tensiones geopolíticas en el enrarecido clima de la economía mundial no harían más que exacerbarse, modificando radicalmente las relaciones entre la economía, los estados y la lucha de clases que caracterizan al sistema mundial actual. El “pesimismo histórico” de Anderson, como lo llamó Gilbert Achcar, le impide abrirse mínimamente a esta perspectiva.

  • NOTAS
    ADICIONALES
  • [1Anderson sostiene que: “A finales de la década, los planificadores estratégicos en Washington tenían muchas razones para estar satisfechos con el balance global de los noventas. La URSS había quedado fuera del cuadrilátero, Europa y Japón mantenidas en jaque, China cada vez más integrada en las relaciones comerciales, la ONU reducida a poco más que una oficina de permisos; y todos esto cumplido en sintonía con la más suavizante de las ideologías cuya eterna segunda palabra era el entendimiento y la buena voluntad democrática internacional. La paz, la justicia y la libertad se estaban extendiendo por todo el mundo.”

    [2Un elemento menor pero importante es también señalado al decir que: “Un ingrediente adicional en la recepción hostil al plan para atacar Irak que también ha surgido entre la intelligentsia europea -y en menor magnitud entre la liberal americana- es el justificado temor de que pudiera despojarle el velo humanitario que cubrió a las operaciones en los Balcanes y Afganistán, para revelar demasiado brutalmente la realidad imperial detrás del nuevo militarismo. Este sector ha invertido mucho en la retórica de los derechos humanos, y se siente incómodamente expuesta por la grosería del golpe que está en ciernes.”

    [3Nos referimos a la “era dorada” del boom, el comienzo de la declinación norteamericana a principios de los ‘70, el equilibrio inestable de los ‘90 -donde EE.UU. se fortaleció relativamente con respecto a las décadas pasadas- y el periodo actual, que tal vez marque un nuevo momento para su hegemonía.

    [4Como planteaba Mandel: “En este modelo, una sola superpotencia imperialista posee tal hegemonía que las otras potencias imperialistas pierden toda independencia real frente a ella y quedan reducidas a las condiciones de pequeñas potencias semicoloniales.” Y agrega la siguiente cuestión, muy sugerente para analizar el actual intento de rediseñar el mundo por parte de EE.UU. basado en su potencia militar: “A la larga, un proceso así no puede apoyarse sólo en la supremacía militar de la potencia superimperialista -un predominio que sólo podría lograr el imperialismo norteamericano-, sino que debe proponerse la propiedad y el control directo de los centros de producción y las concentraciones de capital más importantes, de los bancos y otras instituciones financieras en otros lugares. Sin ese control directo, es decir, sin el poder inmediato para disponer del capital, nada puede garantizar que a la larga la ley del desarrollo desigual no haya de alterar la relación de fuerzas económicas entre los principales Estados capitalistas de tal manera que la supremacía militar de la potencia imperialista más importante se vea socavada ella misma.” (Ernest Mandel, El capitalismo tardío).

Notas relacionadas

No hay comentarios a esta nota