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Egipto hacia jornadas decisivas

Del nacionalismo al proimperialismo

10/02/2011

Del nacionalismo al proimperialismo

¿Cómo es posible que las mismas masas que se proponen derribar a Hosni Mubarak depositen ilusiones en el Ejército egipcio, el principal pilar sobre el que se sostiene ese régimen autocrático? Por su rol en la historia no puede dejar de apreciarse la relevancia de esa institución reaccionaria que hoy aparece como un presunto árbitro entre las masas y Mubarak. Desde principios del siglo XVI Egipto fue incorporado al Imperio Otomano, aunque en 1525 adquirió el status de provincia autónoma. El sultanato monopolizaba la propiedad de la tierra asociado a la elite local, que desempeñaba funciones jerárquicas en la gobernación y la administración civil. En las primeras décadas del siglo XIX, el gobernador Mohamed Alí propició una serie de reformas para incentivar el desarrollo capitalista. Se introdujo el cultivo de algodón, una de las principales ramas de la actividad económica hasta la actualidad, con la finalidad de exportar la materia prima para la pujante industria textil de Inglaterra. De ese modo, la elite local de terratenientes se transformó en burguesía agraria como socia menor del capital extranjero desde su misma génesis, una relación consumada mediante el tratado de libre comercio con Gran Bretaña de 1838.

Tras la declinación del Imperio Otomano, Francia e Inglaterra dividieron sus zonas de influencia en Medio Oriente con el tratado de Sykes-Picot de 1915. Los lazos entre la elite local y el imperialismo británico se consolidaron en el régimen monárquico de Ismail Pasha. Egipto pasó a ser una colonia saturada de mercancías británicas, con una burguesía nativa extremadamente débil ante una clase trabajadora que comenzaba a desarrollarse en los principales centros urbanos.

El debilitamiento de Inglaterra y Francia a la salida de la Segunda Guerra Mundial dio pie a los procesos de descolonización en Africa y Asia con la emergencia de movimientos nacionalistas de masas. En Egipto, la debilidad de la burguesía nativa fue suplida por el Ejército, de donde salieron los principales dirigentes, aportados por el Movimiento de Oficiales Libres liderado por el general Gamal Abdel Nasser, que depusieron la monarquía del rey Faruk en 1952 e impusieron un régimen bonapartista, es decir asentado sobre las Fuerzas Armadas. Desde entonces, el Ejercito se convirtió en un semillero de cuadros que proporcionó los sucesivos presidentes, gobernadores, administradores de las empresas públicas, las figuras más prominentes del régimen, así como los cuadros de la Mukhabarat, la temible policía secreta, similar a la Savak del extinto Sha Reza Pahlevi. Su peso se expresa en el control de las viejas empresas nacionalizadas que representan entre 30 y 40% de la actividad económica. Así el Ejército se convirtió en la vía regia hacia la movilidad social de los hijos de las clases medias bajas y el campesinado que accedieron a la vida política nacional.

Enfrentado con los debilitados imperialismos inglés y francés, Nasser se apoyaba sobre la movilización controlada de las masas obreras y campesinas y la creciente influencia del imperialismo norteamericano (aunque más tarde giró hacia la burocracia de la URSS).

Después de la estatización de importantes sectores de la economía, la nacionalización del Canal de Suez despertó gran simpatía, sobre todo ante la reacción del Estado de Israel, quien operó como portavoz de los propietarios del canal, Francia e Inglaterra, movilizando tropas hasta las calles de El Cairo.

La constitución de la República Arabe Unida entre Egipto y Siria fue la expresión panárabe del nacionalismo de esos días que regateaba la distribución de la renta nacional con el imperialismo.

Camp David, un salto cualitativo

A partir de la Guerra de los Seis Días, la derrota militar más humillante propinada a los países árabes por el Estado sionista, el Ejército nacionalista egipcio comenzó a tomar otro rumbo. Si bien tras la Guerra de Yom Kipur en 1973, el Ejército egipcio recuperó el orgullo nacional, terminó subordinándose junto a Siria a los dictados de EE.UU. y la burocracia de la URSS, quienes salvaron al Estado judío de la ofensiva militar sorpresiva. Pero en 1978 se produjo un salto cualitativo, cuando el general Anwar el Sadat y el primer ministro Menajem Begin celebraron el acuerdo de Camp David, el primer acuerdo de paz establecido entre un país árabe y el Estado de Israel, que mereció la expulsión de Egipto de la Liga Arabe, y que compensó la pérdida del pro imperialista régimen del Sha, tras la revolución iraní de 1979.

Desde la capitulación de Camp David, el Estado de Israel obtuvo una relativa estabilidad: el control de la frontera sur de la Franja de Gaza pasó a dominios del Ejército egipcio, quien tabicó el paso de Rafah, cerrando el cerco sobre el pueblo palestino, tal como hizo a fines de 2008 cuando los sionistas descargaron la masacre de la operación Plomo Fundido.

Como respuesta a Camp David, Sadat fue asesinado en 1981 por un grupo de oficiales influidos por las ideas islámicas de la Jamaa Islamiya, que más tarde fueron ejecutados. La asunción del entonces brigadier Mubarak, “héroe” de guerra en 1973, comenzó con una purga para mantener la unidad del Ejército, mientras profundizaba el curso proimperialista emprendido por Sadat. Agitando el fantasma de los movimientos islámicos, estableció la ley de emergencia que concedió poderes extraordinarios al Ejército y la Mukhabarat para realizar arrestos arbitrarios, mientras introducía las reformas neoliberales y las privatizaciones del Consenso de Washington.

Financiado con U$1.500 millones anuales de las arcas norteamericanas, el Ejército acordó con el ex presidente Bush un tratado mediante el cual todo sospechoso de “terrorismo” podía ser trasladado a Egipto para ser interrogado por las unidades especializadas en técnicas de tortura. El caso más famoso fue el de Ibn al Shayks al Libi, quien confesó su supuesta actividad en Al Qaeda y su conexión con el régimen de Saddam Hussein, testimonio del que se valió Bush para lanzar la invasión de Irak en 2003. Aún en su período nacionalista, el Ejército, dado su carácter burgués, fue incapaz de hacer efectiva la independencia nacional y la reforma agraria, dos tareas democráticas imprescindibles para remover desde los cimientos el atraso estructural de ese país. Reconvertido a las necesidades del capital extranjero, el Ejército atacó al movimiento de masas, restringiendo las libertades democráticas más elementales, ahogando los derechos de organización sindical y política.

De la clase trabajadora autoorganizada depende una salida superadora para hacer efectivas las justas aspiraciones democráticas, por el pan y el trabajo.

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