FT-CI

Argentina

Un programa para la revolución agraria

09/04/2008

Las relaciones de producción que rigen la actividad agropecuaria en nuestro país son estrictamente capitalistas, subordinadas a las necesidades del mercado mundial, dominado por los grandes países imperialistas.
En esta afirmación nos diferenciamos de corrientes, que como el PCR, llegaron a caracterizar a la explotación agraria como “semifeudal o precapitalista” (Eugenio Gastiazoro, 1976). En su programa actual (ver www.pcr.org.ar) el PCR, al referirse a las clases sociales en el campo, define la existencia de “relaciones precapitalistas”. Desde su punto de vista, el predominio del latifundio, donde el terrateniente representaría el papel de un señor feudal que frena el avance del capitalismo en el campo, es la clave para entender el contexto agropecuario argentino. Sin embargo, la realidad actual e incluso histórica (ver nota Allá lejos y hace tiempo) demuestra que la explotación del campo argentino siempre ha sido capitalista.

Una primera mirada nos dice que Argentina tiene como principal vínculo con la economía mundial la producción agropecuaria basada en la aplicación de tecnologías con una productividad del trabajo muy elevada. En lo que se conoce como la rama de la agroindustria tallan hoy los capitalistas más concentrados expresados por los grandes grupos extranjeros (Cargill, Dreyfuss, entre otros), muchos de ellos dueños de extensas propiedades de tierra en nuestro país, junto a la clase terrateniente nativa (Menéndez Behety, Bunge y Born, Urquía), que a su vez participa en la producción y comercialización de granos y oleaginosas. Los terratenientes nativos asociados al gran capital extranjero explotan las ventajas comparativas de la producción en gran escala y de la fertilidad natural que les permiten sus extensas propiedades. Para hacerlo utilizan técnicas avanzadas, provistas por multinacionales (Monsanto, Bayer, Sygenta y Hoesch o Nidera) como la siembra directa, la utilización de semillas transgénicas, el suministro de agroquímicos (como el glifosato) y fertilizantes, mediante los cuales obtienen una de las más elevadas rentas diferenciales de la tierra. En estos años ha aumentado además la concentración de la producción agropecuaria donde grandes grupos capitalistas extranjeros y nacionales arriendan millones de hectáreas de pequeños y medianos propietarios para extender la zona de cultivo multiplicando así la producción a gran escala. Pooles de siembra y empresas “proveedoras de servicios” como los Grobocopatel poseen 17.700 hectáreas pero arriendan más de 150.000 funcionando como productores, acopiadores y comercializadores.

Pero la implementación de técnicas avanzadas que proporcionan una elevada productividad del trabajo tiene su contracara en el atraso que puede ver en la inexistencia de caminos. El 85% de la carga se transporta mediante camiones y no a través de un transporte más barato y eficiente como el ferrocarril. No existen terraplenes y acueductos para evitar las inundaciones que afectan a las clases más humildes, amén de la falta de cloacas, hospitales, escuelas, y de las más elementales necesidades de infraestructura que afectan particularmente a las clases más desposeídas.

Además, los altos precios y el aumento de la demanda del poroto de soja en el mercado mundial han favorecido las tendencias al monocultivo de este producto. Distintas investigaciones plantean que esto está provocando el agotamiento de la tierra, incluso de las más fértiles. La siembra de soja ocupa 16 millones de hectáreas (54% de la superficie cultivable), extensión que desplazó 200.000 hectáreas de verduras y frutas, y sustituyó la producción de leche y ganado. La misma tendencia al monocultivo de soja está poniendo en riesgo la “soberanía alimentaria” argentina, es decir, la capacidad de sembrar los cultivos suficientes para producir todos los nutrientes necesarios para una alimentación integral.

Lo que hemos descripto sucintamente permite ver que la gran concentración de tierra en el campo argentino para aprovechar la fertilidad natural característica de nuestro país, no implica necesariamente la negación del desarrollo capitalista -como parece decir el PCR. Mucho menos podría ser una “rémora feudal” o el resultado de “relaciones precapitalistas”. Vale un ejemplo. El mismo monocultivo de soja obedece a la búsqueda de ganancias extraordinarias por parte de todos los terratenientes y empresarios que actúan en el campo para aprovechar los precios del mercado mundial. Lo que sí es una realidad es que esas ventajas comparativas proporcionadas por la renta diferencial agraria, en manos de la oligarquía y de los grandes grupos capitalistas nacionales y extranjeros, jamás fueron utilizadas para impulsar una auténtica industrialización del país, sino más bien para reprimarizarlo, a partir de la explotación de materias primas. Indudablemente estos sectores constituyen el principal factor para mantener a la nación en el atraso.


Una salida obrera y popular

Ante la crisis política desatada por el lock out de las organizaciones agrarias desde el PTS hemos venido levantando un programa que parte de establecer una posición independiente, tanto de la oligarquía como del gobierno de los Kirchner. La misma estructura capitalista del campo permite diseñar cuáles son los aliados de la clase obrera, quiénes son sus enemigos y cuáles son las principales tareas planteadas. Hay que impulsar la lucha de clases en el campo separando a las clases explotadoras de las clases explotadas y oprimidas para atacar a la oligarquía y a los grandes monopolios capitalistas. La clase obrera de las ciudades tiene en el trabajador rural a su hermano de clase, que está siendo brutalmente explotado tanto por los grandes capitalistas como por los chacareros ricos. Sus aliados son los pequeños chacareros que no explotan mano de obra asalariada y los campesinos pobres. A diferencia de otros países latinoamericanos, en nuestro país no existe un importante y vasto movimiento campesino que esté reclamando la posesión de tierras y a los cuales sea necesario entregar pequeñas parcelas. Lo que está planteado para terminar con el atraso, la miseria y el hambre de la clase trabajadora y el hambre de la clase trabajadora y el pueblo es una verdadera revolución agraria.

En ese sentido, la primera medida que permite acabar con el atraso que impone la dominación imperialista en nuestro país y en el campo es la expropiación de la oligarquía y la gran burguesía agraria, empezando por los 4.000 grandes propietarios que poseen más de la mitad de las tierras destinadas a la agricultura y la ganadería, así como de los grandes monopolios exportadores. Las tierras expropiadas deben ser nacionalizadas para establecer estancias colectivas y también para otorgar arrendamientos baratos para campesinos pobres y pequeños chacareros que no exploten fuerza de trabajo. Es necesario implementar un plan racional de producción agropecuaria en función de las necesidades de las amplias mayorías populares y la preservación del medio ambiente.

Es inconcebible la independencia nacional sin la expropiación de los grupos imperialistas y nativos más concentrados y la nacionalización bajo control obrero de todos los puertos para terminar con el contrabando y la evasión a las retenciones de los monopolios exportadores, tal como lo efectúa la transnacional Cargill mediante el control de sus 5 puertos privados.

Para evitar la presión de los precios internacionales dolarizados, habilitando el abaratamiento de los alimentos, y facilitar un precio sostén y créditos baratos para los pequeños chacareros pobres es necesario imponer el monopolio del comercio exterior para centralizar la exportación y la importación de mercaderías.
La ventaja comparativa de la renta diferencial agraria debe ser destinada a una auténtica industrialización del país y la implementación de un plan de obras públicas para construir viviendas, caminos, hospitales y escuelas, al servicio de acabar definitivamente con la desocupación, la miseria y la pobreza.

La crisis política provocada por el lock out agrario puso en primer plano la cuestión de la renta agraria. Pero en nuestro país, y bajo el gobierno de los Kirchner, los grandes grupos capitalistas nacionales y extranjeros siguen engordando sus bolsillos apropiándose no sólo de la renta agraria sino de la petrolera, la pesquera y la minera. Ellos también son parte de los grandes grupos que deben ser expropiados.

El conjunto de medidas que presentamos plantea la necesidad de vencer la resistencia de las clases poseedoras. Seguramente será en la lucha de clases donde podrán obtenerse parte de los objetivos planteados, que sólo podrán ser resueltos íntegramente, en forma duradera y generalizada, instaurando un gobierno obrero y del pueblo pobre basado en las organizaciones de democracia directa de las masas explotadas y oprimidas de la ciudad y el campo.


La génesis del capitalismo agrario en la Argentina

El historiador marxista Milcíades Peña plantea que “En la Argentina, tanto la acumulación capitalista primitiva como la modernización del país fueron realizados por la clase terrateniente y el capital extranjero, interesados básicamente en valorizar la tierra y el ganado, que continuaron como en la época de la colonia siendo la base y el tema central de la civilización o falta de civilización argentina”. (Milcíades Peña, Industria, burguesía industrial y liberación nacional. Ediciones Fichas, 1974).
Tomamos esta definición porque aclara que desde un comienzo la Argentina se desarrolla en forma capitalista, promoviendo la ganadería para la producción de carnes y otros productos derivados hacia las metrópolis imperialistas, fundamentalmente Gran Bretaña.

A principios de siglo XIX, vastísimas extensiones de tierras, concentradas en las pocas manos de ilustres terratenientes patricios y extranjeros, se utilizaban solamente en función de la producción ganadera. El genocidio de los pueblos originarios impulsado por los grandes terratenientes extendió los límites de la frontera y generó las condiciones materiales para concentrar esas enormes extensiones de tierra en un puñado de manos. La agricultura cobrará importancia más tardíamente, con el avance del cultivo extensivo de cereales como el trigo. Este aspecto no se explica por ninguna vocación de carácter feudal de la clase terrateniente argentina -como podrían argumentar corrientes como el PCR- sino más bien por la estricta relación capitalista que supone la obtención de las ganancias extraordinarias ofrecidas por la venta de carnes en el mercado mundial.

Las características propias del capitalismo argentino son las que explican las peculiaridades de la explotación rural de nuestro país. La necesidad de producir más y obtener así mayores ganancias llevará a los terratenientes a impulsar algunas mejoras tecnológicas en el mismo agro para aprovechar las extraordinarias condiciones naturales de tierras como la de la Pampa húmeda. A mediados de 1800 se introducen las grandes trilladoras, y más tarde, en 1920, la incorporación de las cosechadoras consolidará un fuerte aumento de la composición orgánica del capital agrario. Sin embargo, la introducción de estos adelantos estará siempre combinada con importantes elementos de atraso, además de la célebre -por su brutalidad- explotación de los peones rurales. En líneas generales toda producción que competía con la británica sufría duras restricciones y desaparecía si no estaba cerca de Buenos Aires. La falta de medios de transporte no sólo agudizaba la dependencia de los ferrocarriles de propiedad británica sino que profundizaba el problema de la falta de caminos a partir de una infraestructura vial muy deficitaria.

En el texto citado más arriba, Peña señalaba que entre 1930 y 1960 la desidia de la clase terrateniente en mejorar las pasturas llevaba a obtener “0,89 cabezas de ganado por hectárea cuando con una moderadísima inversión podría llegarse rápidamente a 1,07 cabezas por hectáreas lo cual significa que sobre la misma superficie de tierra existirían 1,3 millones más de cabezas vacunas”. Además, la falta de inversión de los terratenientes para erradicar plagas como la garrapata limitaba el desarrollo del stock vacuno. Peña completaba este panorama destacando que “las malezas originan la pérdida de 40% del valor del total de la producción agropecuaria”.

Los ejemplos citados no pretenden obviamente dar una visión acabada de la realidad del campo en esos momentos históricos. Tan sólo ilustrar algunas características de cómo se desarrollaban las relaciones de producción capitalistas donde las clases nativas asociadas a la burguesía imperialista daban como resultado un proceso donde se daban en forma desigual y combinada el desarrollo y el atraso. El parasitismo propio de la oligarquía no fue más que un factor retardatario en el desarrollo económico y social de la nación.

Parafraseando a Milcíades Peña el desarrollo capitalista del campo no conocerá jamás el ímpetu de las burguesías europeas cuando tempranamente supieron expropiar el gran latifundio de la aristocracia terrateniente. Por el contrario, nació con todos los achaques y vicios de la vejez, asimilando y desplegando el parasitismo y conservatismo que caracteriza a la burguesía monopólica de las metrópolis en la época imperialistas.

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